Deja vu

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16 de enero de 2016

Tengo un sueño recurrente en el que estoy en un inmenso palacio, vestida como una princesa. Llevo puesto un vestido largo de muchos colores, adornado con flores blancas, mariposas azules y unas enormes alas en la espalda.

Mientras bajo por la escalera, examino con cautela el salón. Una larga alfombra de flores de cerezo se extiende a lo largo del camino, las paredes están envueltas por cortinas brillantes de un color rosa pastel, y el techo rebosa de flores colgantes. En el centro hay una mesa gigante con incienso, infinidad de bocadillos y cientos de regalos.

Una voz avasalladora anuncia mi llegada, al mismo tiempo veo a decenas de príncipes vestidos de gala que, al notar mi presencia, forman una enorme fila y a mi alrededor todos se inclinan; la incertidumbre es el sentimiento que agobia mi alma en ese momento, porque sé que soy una oveja llevada al matadero, un pedazo de carne ofrecido al mejor postor.

Sobre mi hombro se posa una mano fuerte, pero a la vez delicada, que me conforta en aquella aflicción. «Es hora de que la futura reina escoja a su rey». «¡La dicha ha llegado al pueblo este día!», oigo decir a mis padres. No veo sus rostros, solo escucho sus voces.

Todos parecían emocionados por el gran acontecimiento, excepto yo, que temblaba de miedo. Tuve la impresión de que fui preparada durante años para este día; aun así, quería salir corriendo. «Recuerda que es a primera vista la elección; si dudas y sigues adelante, no podrás regresar». No pude decir nada, simplemente asentí ante la orden que se me daba.

Un suspiro profundo se escapó de mi boca; reuní el coraje necesario para obedecer lo que se me imponía. Caminé directo hacia donde se encontraba el primer chico: era lindo, sus ojos eran preciosos, azules como el cielo a mediodía, pero su mirada no hizo clic con la mía, así que pasé de largo. Lo mismo sucedió con los siguientes veinte sujetos; ninguno logró cautivarme, hasta que llegué al número veintinueve.

En cuanto lo vi, supe que era el hombre perfecto. Su sonrisa ofreció a mi alma la paz que necesitaba, era como si cada átomo de mi cuerpo estuviera conectado al suyo. Quería detenerme ahí, porque al ver su rostro en aquel preciso instante, deseé acabar con la búsqueda.

Fue inexplicable lo que sentí al estar de pie frente a él; sin embargo, no podía tomar una decisión, era un extraño igual que los demás. Aunque, al fin y al cabo, no tenía otra opción más que escoger. Terminé por pasar de largo en cuestión de segundos y continué el camino; daba igual si me emocionaba con tres o con uno, nadie podía ser el indicado si no conocía ni sus nombres.

Después de dar unos pasos, llegué al chico número cuarenta, bastante guapo, de mirada penetrante. Cerca de sus mejillas se posaba un hermoso lunar negro, y poseía un aura que erizó mi piel, pero volví la mirada hacia atrás, donde se encontraba el chico número veintinueve.

El estruendoso sonido de un campanazo se oyó por todo el salón, recordándome que el tiempo estaba por terminar y que yo seguía pensando en aquel muchacho de rizos dorados, al que no podía volver. Si no escogía en ese segundo, el rey tendría la última palabra. Levanté el rostro en dirección a mi padre e incliné la cabeza en señal de que la búsqueda había terminado.

Lo siguiente que pasa es que me encuentro envuelta en una especie de relación clandestina con un sujeto sobre el cual solo puedo ver la marca que llevaba grabada en su pecho. Entonces despierto a medianoche, inmersa en una profunda tristeza, llorando al recordar las palabras de un desconocido que se despedía, pero que también prometía encontrarme en otra vida.

—Es una estupidez, ¿no crees?

—Los sueños recurrentes reflejan preocupaciones emocionales —respondió.

—¡Pato! —repliqué molesta—. Te pedí que no me psicoanalices.

—La culpa es tuya por escoger de amiga a un psicólogo —sorbió su té de matcha y me miró directo a los ojos—. Además, no puedo creer que hayas escogido a lo pendejo —añadió cruzando los brazos, dejando escapar una leve sonrisita de burla.

—¡Actué bajo presión, y sabes cómo reacciono ante esa situación! —repliqué con seriedad, como si se tratara de algo real.

La amistad entre nosotras era así: podíamos pasar horas enteras conversando, sin importar cuán absurda se volviera la conversación.

—Saori, debiste elegir al chico número veintinueve —soltó, indignada.

—Era un sueño —me defendí.

—Apostaría mi sueldo de un mes a que el tipo que escogiste era Rony en tu vida pasada —soltó una risa burlona—. Es obvio que es una especie de karma.

—Jódete —me reí—. ¿Sabes algo? Odiar a Rony hace que tengas algo en común con San…

—¡Shhhh... no lo digas! —me gritó—. Saori, no te atrevas a compararme con esa tipa —amenazó.

—Admite que tienes algo en común con ella —dije, logrando sacarla de sus casillas.

—Qué asco —me clavó la mirada—. Yo no odio a Rony, solo hago comentarios ácidos —desvió la mirada hacia el reloj que llevaba en la muñeca.

—¿Tienes que irte?

—Sí, perdón —levantó la mano para atraer la atención del mesero, el cual se acercó en breve—. Ella paga la cuenta —le dio un guiño.

—¿Disculpa? —repliqué—. Tu cuenta es de QUINIENTOS pavos y yo solo me tomé un café —me quejé.

—Eso es por compararme con tu amiguita —añadió con desfachatez.

La veo irse y vuelvo a experimentar esa extraña sensación de estar agonizando. No importa cuántas veces se repita el sueño, siempre despierto afectada, pero lo que más me angustia es recordar cada detalle con exactitud; es como si ya lo hubiera vivido, incluso podría jurar que son una especie de recuerdos.



28 de enero de 2016

El verano ha llegado, borrando a su paso el rastro del invierno. Las sábanas gruesas ahora están guardadas en lo profundo de un viejo armario. La gente ha pasado de amarlas a odiarlas en menos de una semana. Una ola de calor se apodera del país y, mientras media población maldice la temporada, yo doy saltitos de felicidad porque han comenzado las vacaciones, y eso solo significa que por fin podré tener tiempo a solas con mi novio, quien, por cierto, se encargó minuciosamente durante las fiestas de Año Nuevo de planear nuestro viaje a una pequeña, pero deslumbrante, isla con dos volcanes.

Está sentado frente a mí, saboreando su postre favorito de créme brûlée, mientras me observa, sonrojada por el alcohol. Han sido cuatro, o quizás seis, copas de vino, no sé. La verdad es que ya perdí la cuenta. Lo que sí sé es que amo la forma en que me mira, a pesar de saber que me he tirado la noche de pasión que pudimos haber tenido gracias a que me pasé de tragos.

—Estás muy callada —musita—. ¿Debo preocuparme? —sonríe, y siento que cuando lo hace, el mundo parece un mejor lugar.

Él es lo que he esperado encontrar toda mi vida. Parece algo exagerado y difícil de creer porque, en realidad, solo tengo veinte años. Los demás dicen que tengo mucho por recorrer, que él no es el único pez en el agua, que debo salir a conocer el mundo. Y sí, necesito recorrer el mundo, pero de la mano del hombre que amo profundamente.

No suelo prestar atención a los comentarios de quienes insinúan que debería tirar a la basura los dos años que llevamos de relación y salir por ahí a enrollarme con el primer desconocido que encuentre, uno que no dejaría pasar la oportunidad de propasarse conmigo aunque me esté cayendo de borracha. Todos ellos pueden irse al diablo; no estoy interesada en abandonar al chico que me apoyó en mi peor momento.

—De lo único que debes preocuparte es de apresurarte a comer ese postre, porque estoy loca por llegar a la habitación.

Su boca me regaló una sonrisa que devoró mi alma de felicidad, aunque ambos sabemos que no va a suceder nada. Jamás tendríamos intimidad si estoy ebria porque él sentiría que es como aprovecharse de mí.

—Eso no pasará, al menos no hoy —dijo sonriente.

—Quiero que seas irrespetuoso esta noche —espeté.

—Podría hacértelo aquí y ahora —dijo en un hilo de voz, dejando atrás su porte de caballero—, sin embargo, prefiero que estés consciente de lo que haré —mordió suavemente su boca— y, además, que para ese entonces lleves un anillo en tu dedo.

—¿Esperar hasta el matrimonio? ¿Qué eres, un sacerdote? No quiero esperar más.

Vi cómo pasó de morder su labio inferior a casi atragantarse con su lengua.

—Su cuenta está lista —carraspeó el mesero detrás de mí.

Tragué saliva.

—¿Rafael?

—Rony —saludó. El rostro inexpresivo del chico intentó ofrecer una sonrisa, pero su mandíbula se veía tensa.

—¿Se conocen? —fue una pregunta bastante idiota, pero solo quería cerciorarme de quién era la persona que escuchó mi vergonzoso intento de seducción, porque soy bastante mojigata con estas cosas del sexo.

—Así es —respondió Ron.

Me levanté para dejar que conversaran. Además, no quería estar ahí y verle la cara al mesero, no después de que escuchara mis lascivos planes con Rony. Me apresuré al baño para retocar mi peinado. Tengo una melena demasiado rebelde, y siempre hay un par de pelos parados que hacen parecer que uso jabón de baño en lugar de champú.

Salí del baño asomando mi nariz discretamente por la puerta para cerciorarme de que el mesero se había marchado. Me sorprendió ver las miradas de todo el lugar puestas sobre Rony y el chico de servicio; parecían tener una fuerte discusión. Ron se puso de pie y tiró la servilleta sobre la mesa con brusquedad. Nunca antes lo había visto tan alterado. Lo conozco muy bien y suele ser muy paciente; para él, la violencia no suele ser la solución. Algo debió de haber pasado para que las cosas terminaran así de mal. La pregunta era: ¿qué ocurrió entre ellos?

Corrí deprisa para intervenir porque temía que llegaran a los golpes.

—¿Qué sucede aquí? —me interpuse en medio de ambos—. ¿Rony, qué pasa? —le tomé de la mano, como si de esa forma pudiera protegerlo de aquel sujeto.



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