LA CITA

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Nos sentamos en un rincón acogedor del “Café Las Flores”. A pesar de ser un lugar pequeño, la temática inspirada en el mundo de Harry Potter lo hacía sentir vasto y encantador. Las paredes mostraban cuadros que retrataban escenas icónicas de los libros, desde el Gran Comedor hasta el Bosque Prohibido. Una cálida luz dorada pendía del techo, semejante a velas flotantes, creando una atmósfera mágica. Los estantes repletos de libros antiguos y las tazas de té con forma de lechuzas trasladaban a cualquiera al corazón de Hogwarts. El aroma a café recién molido se mezclaba con un leve toque a canela, convirtiendo ese lugar en el refugio perfecto para conversar.

Su piel bronceada era acariciada con delicadeza por las luces de la cafetería, mientras sus ojos emanaban una profundidad enigmática. Su cabello oscuro y corto enmarcaba su rostro, resaltando sus facciones firmes y perfectamente definidas. La sutil sonrisa que se insinuaba al mirarme añadía un toque de cercanía que me hacía sentir cómoda.

—¿Qué hace un chico como tú teniendo una cita a ciegas con una extraña?—pregunté, incapaz de contener mi curiosidad.

Sebastián mostró una sonrisa amplia, como si la respuesta fuera obvia para él.

—Para ser sincero, me gustó que no supieras quién soy y que dijeras lo que pensabas sin filtro —respondió, mirándome con una mezcla de diversión y sinceridad.

La vergüenza y el remordimiento me invadieron al recordar la forma en la que lo insulté, mis palabras, cargadas de veneno, salieron de mi boca de manera impulsiva.

—¿Así que te gustan las chicas rudas? —solté sin pensar demasiado en lo que decía.

Al instante me percaté del tono de mis palabras, preguntándome si estaba flirteando. Para mi sorpresa, Sebastián se echó a reír con una risa genuina que llenó el espacio entre nosotros.

—No me gustan rudas, me gustas tú—respondió con una sencillez desarmante.

—¿Y cómo supiste encontrarme? ¿Debería preocuparme? ¿Tal vez llamar a la policía?

Sebastián rió una vez más.

—No tienes nada de qué preocuparte. Soy el chico al que Logan quería presentarte la noche de tu cumpleaños. Cuando te vi, entendí que no era el mejor momento y preferí marcharme.

Me quedé en silencio, procesando lo que acababa de decir. Aquella noche fue especialmente difícil; cada cumpleaños sin Rony se sentía como si el mundo se desmoronara de nuevo. Él solía convertir ese día en algo memorable para mí. Desde su partida, lo mágico simplemente desapareció.

—Después me encontré con Logan en un evento de beneficencia —prosiguió Sebastián, haciendo una pausa para beber un sorbo de café. —Sango también estaba allí y fue ella quien ofreció ayudarme a conocerte, a cambio de que le presentara a mi amigo Luke.

—Entonces, todo esto… —empecé a decir a la vez que las piezas encajaban, —¿fue un plan de Sango solo para conseguir una cita?

Sebastián esbozó una sonrisa ladeada, dejando que el suspenso se prolongara por un instante.

—Digamos que sí.

—¡La mato! —dije y Sebastián soltó una carcajada, relajándose en su silla.

—Bueno, si la matas, es probable que no consiga otra cita con Luke —bromeó, provocando una sonrisa cómplice en mí.

—Pobre Luke… Sango no lo va a soltar tan fácil —comenté, sacudiendo la cabeza con diversión.

—Créeme, Luke sabe cómo manejarse. La última vez que intentaron emparejarlo, fingió ser testigo de Jehová para ahuyentar a la chica.

La risa fue inevitable, y no solo por lo que dijo, sino por la manera en que lo hizo, como si cada palabra fuera diseñada para hacerme sonreír. La conversación fluyó con naturalidad, como si lleváramos años haciendo esto, deslizándose entre bromas y pequeñas anécdotas que nos acercaban más sin que lo notáramos.

En ese instante, me di cuenta de que había dejado de lado todas esas voces en mi cabeza. Con Sebastián, todo se sentía sorprendentemente fácil. Había algo en su presencia, en su risa sincera y su manera de mirarme, que me hacía sentir que, aunque solo fuera por un rato, todo iba a estar bien.

Nos quedamos en silencio por un momento, pero no era incómodo. Nos miramos, compartiendo esa complicidad que nace cuando dos personas están en la misma sintonía. El sonido del restaurante se desvaneció en segundo plano, y por un rato, parecíamos ser los únicos en la sala.

Me tomó por sorpresa darme cuenta de que, por un instante, había logrado apartar mis preocupaciones y disfrutar de la conexión inesperada con Sebastián. Su risa, la manera en que hablábamos, todo parecía fluir de manera natural, casi perfecta. Pero la calma duró poco. Como un disparo, mi mente comenzó a sabotearme: ¿Por qué alguien como él estaría interesado en mí?

Soy solo una maestra de escuela pública, con un salario que apenas alcanza para cubrir lo básico. ¿Qué tenía yo que ofrecer? Si no fuera por Logan, quien sostiene mi vida con tanto esfuerzo, estaría al borde de la indigencia. Él es quien paga el apartamento en el que vivo junto a su hija, Sango, cubre las cuentas, llena la despensa. Mientras Sebastián parece tan libre, tan capaz de conquistar el mundo, yo solo estoy aquí, intentando mantenerme a flote.

¿Acaso Sebastián lo sabe? ¿Sabe que dependo de la generosidad de alguien más para sobrevivir? ¿Qué sin Logan, no tendría ni dónde vivir? No puedo evitar preguntarme si, al descubrir esa parte de mí, perdería el interés. ¿Por qué querría estar con alguien que apenas logra manejar su propia vida? Y sin embargo, ahí estaba yo, sonriendo como si todo estuviera bien, como si mis inseguridades no importaran.

Lo que realmente me aterraba era que Sebastián no era alguien común. Su vida estaba expuesta al público, y continuar viéndonos sería como lanzarme a un abismo lleno de ojos que no perdonan. Podía ver los titulares en mi mente: las redes sociales inundadas de comentarios crueles sobre mí, la "maestra pobre y sin encanto" que jamás podría estar a la altura de una joven promesa del fútbol. Ya tengo suficientes razones para ir a terapia; añadir esto a la lista sería insostenible.

Sentí cómo el aire se volvía pesado. Mi pecho se apretaba con una ansiedad familiar, esa que me decía que no podía seguir aquí. No tenía las fuerzas para enfrentar lo que esto podría desatar. Justo cuando Sebastián seguía hablando, lo interrumpí, sin poderlo evitar.

—Voy al baño un momento —dije rápidamente, levantándome antes de que pudiera responder.

Caminé hacia el baño, pero mi mente ya había tomado una decisión. Así que haría lo que mejor sé hacer: huir. Encontré la puerta trasera del café y, sin pensarlo dos veces, salí al callejón. Afuera, la luz del sol me golpeó el rostro. Miré a mi alrededor, buscando una salida, y vi la parada del autobús al final de la calle.

Sin mirar atrás, avancé con paso decidido. Sabía que esta huida sería suficiente para que Sebastián no quisiera volver a verme. ¿Y quién podría culparlo? Era mejor cortar esto de raíz antes de que se complicara más. Al subir al autobús, sentí una mezcla de alivio y tristeza.

┌─────── ∘°❉°∘ ───────┐

La piel me ardía bajo el implacable sol que se colaba por la ventana. A pesar de años tomando el autobús, nunca logro escoger el lado correcto para escapar del calor. Cada viaje parecía una pequeña tortura, el sol golpeando mi rostro sin tregua y haciéndome desear, más que nunca, un respiro.

El trayecto de vuelta a casa siempre era largo, pero hoy, con el sol castigándome, se sentía interminable. Me pasé la mano por la frente, notando el sudor, mientras buscaba con la mirada un asiento que ofreciera algo de sombra. La mayoría estaban ocupados; parecía que el resto de la ciudad ya había encontrado su refugio, mientras yo me consumía en este lado maldito del autobús.

El cansancio me pesaba, pero el calor me mantenía alerta, como una barrera invisible que me impedía descansar. Aún faltaba tanto para llegar, y lo único que anhelaba era un poco de alivio.

Aunque el autobús iba lleno, el asiento a mi lado seguía vacío. En lugar de alivio, sentía cómo el peso en mi pecho crecía, haciendo que respirar doliera cada vez más. Mis manos temblaban, y un sudor frío recorría mi espalda. La visión borrosa anunciaba lo inevitable: un ataque de pánico. Recordé los ejercicios de respiración; inhalé contando hasta cuatro y exhalé lentamente.

El conductor pisó el acelerador con brusquedad, como si estuviera en una carrera por recoger más pasajeros. Mi corazón latió con fuerza al escuchar el grito de un hombre desde el fondo del autobús.

Los murmullos aumentaban, pero el conductor no prestaba atención. Mi respiración se volvía cada vez más errática al ver el semáforo en rojo sin que el vehículo disminuyera la velocidad. El autobús se saltó la luz y se detuvo bruscamente en la siguiente parada. Intenté controlar mi respiración y, tras recorrer varias calles, empecé a sentir un leve alivio.

Justo cuando mi calma regresaba, distinguí la silueta de alguien conocido que subía al autobús.

—¡No puede ser! —murmuré al reconocerlo. «Que no se siente junto a mí», rogué mentalmente. «Que no me hable». Antes de terminar ese pensamiento, su voz me interrumpió.

—Vaya, mira quién está aquí —dijo con una sonrisa, acomodándose justo a mi lado. Sentí cómo la poca serenidad que había logrado reunir se evaporaba al instante.

—¿Tú otra vez?

—Qué seria estás —comentó Rafael, con un tono que me resultó extrañamente juguetón. Sin previo aviso, se quitó la gorra y la colocó en mi cabeza. Di un pequeño salto, desconcertada por el gesto.

—¿Qué crees que estás haciendo? —le pregunté, sin entender nada.

Él soltó una risa suave, como si mi desconcierto le divirtiera.

—La gorra no te protegerá completamente del sol, pero al menos evitará que te dé una insolación.

Lo miré, atónita. Quería agradecerle, pero las palabras se atascaban en mi garganta.

—Yo… no sé qué decir.

—No tienes que decir nada —respondió, guiñándome un ojo, como si todo aquello fuera parte de un juego solo para él.

El calor que sentía en las mejillas no tenía nada que ver con el sol. Me quité la gorra rápidamente y se la devolví, sintiendo la incomodidad colarse por cada rincón de mi mente. ¿Qué hacía aquí? Hace apenas un par de horas lo había visto con Miranda.  ¿Dónde la había dejado? ¿Por qué estaba solo?

—No la necesito —dije con más firmeza de la que realmente sentía, intentando cortar la extraña sensación que se estaba formando.

Rafael se rió de nuevo, con esa facilidad irritante que siempre lo caracterizaba.

—¿Aún sigues enfadada por la broma del perro? En mi defensa, tú empezaste —contestó, antes de ponerme la gorra otra vez en la cabeza.

Me quedé quieta, sintiendo el peso de la gorra y el de sus ojos sobre mí.

—¿Por qué actúas amable conmigo? —le solté, mientras me quitaba la gorra de nuevo, como si al hacerlo pudiera deshacer también el lazo invisible que parecía estar tejiéndose entre los dos.

Sus cejas se alzaron, sorprendido por la pregunta, como si no entendiera por qué dudaba de sus intenciones.

—¿Amable? —repitió, ladeando la cabeza, fingiendo pensar en ello. Luego, con una sonrisa que casi parecía sincera, añadió—: Tal vez simplemente me gusta verte con esa gorra. Te queda bien.

Esa respuesta solo me descolocaba más. No sabía si estaba jugando conmigo o si realmente había algo más en sus palabras.

—Que gracioso —respondí sarcástica.

—¿Te sientes bien? —Él me miró, sorprendido, con una leve preocupación en los ojos.

Mi pecho se tensó aún más, como si algo se rompiera dentro. No esperaba esa pregunta. Traté de mantener el control, pero su preocupación solo logró desarmarme más.

—¿De qué estás hablando? —contesté, mi tono más defensivo de lo que quería.

Él frunció el ceño, observándome con más atención.

—Mi hermana solía tener ataques de ansiedad. Los reconozco fácilmente… Estás sudando, tus manos tiemblan, y te ves más pálida de lo normal.

Mis manos, que hasta ese momento trataba de ocultar, temblaban más de lo que imaginaba. Sentí cómo el calor subía por mi pecho, una mezcla de vergüenza y vulnerabilidad.

—Estoy bien —murmuré, evitando su mirada.

Rafael asintió, pero el silencio que siguió fue diferente, menos denso, casi más fácil de soportar. Me di cuenta de que seguía aferrada a la gorra, pese a haber dicho que no la necesitaba.

Miré por la ventana, buscando un escape en el paisaje. El atardecer bañaba la ciudad en tonos dorados, pero todo lo que veía era el reflejo de una mujer atrapada entre lo que fue y lo que podría haber sido. Cada palabra que él había dicho, cada gesto amable, solo añadía más peso a esa sensación de estar perdida.

—Bueno, fue un gusto verte —dijo al levantarse, guiñándome un ojo.

Las puertas se cerraron tras él, y el autobús continuó su marcha. Cerré los ojos, dejándome llevar por el murmullo lejano de los pasajeros y el zumbido del motor. De alguna manera, sabía que nuestros caminos volverían a cruzarse.






LA CANCIÓN DEL CAPÍTULO DE HOY ES:

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