#1: La Guerra del Senopolepo

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En el pasado, Krypton había sido la punta de lanza en una serie de guerras espaciales contra el ya extinto Imperio Skrull, junto a muchos planetas aliados. Los kryptonianos eran de las razas más avanzadas del universo, con un poder y una cultura capaz de imponerse ante los demás. Ellos mismos se veían como la mejor civilización, en contraposición a las otras especies salvajes y bárbaras que habitaban el vasto cosmos. Pero ya nada de eso importaba, pues Krypton estaba cayendo. Sus grandes rascacielos se caían a pedazos y los cielos se ennegrecían por el humo. Sus avanzadas ciudades se reducían a ruinas en llamas, y todo rastro de su civilización estaba siendo destruido; condenado a perderse en el olvido. Y no era un desastre natural, ni la propia negligencia de sus líderes, sino la furia de los invasores.

Los viltrumitas eran una raza no tan avanzada tecnológicamente, pero si en lo que a evolución se refería. Mientras los kryptonianos necesitaban medios artificiales para obtener poderes, los viltrumitas ya los tenían por naturaleza. Y aquellos seres surcaban los cielos, destrozando con sus puños desnudos todo rastro de civilización para reemplazarla por su barbarie. Y los kryptonianos no podían ganar aquella guerra, a pesar de su tecnología y su valor. La superioridad de aquellos brutales guerreros los abrumaba, y ahora era su planeta natal el cual estaba siendo diezmado. Pero aun así, los valientes kryptonianos seguían luchando con todo lo que tenían.

—Ya no hay nada que se pueda hacer —exclamó un científico, agachándose por instinto debido a una explosión en el techo.

—Eso no importa, Jor-Il —exclamó un militar, con una pronunciada cicatriz sobre su ojo izquierdo—. Prefiero ver arder Krypton antes de entregárselo a esos perros viltrumitas.

—Lo sé, Zod-Il. Pero la defensa de Krypton se ha vuelto insostenible. En cuestión de horas, si no es que minutos, todo nuestro ejército terminara de ser diezmado.

—Por eso, es imperativo que nuestros soldados más jóvenes y prometedores escapen de este mundo condenado. Si ellos logran sobrevivir, aún habrá futuro para nuestra civilización. Prepara las naves, Jor-Il. Yo iré por todos los soldados que pueda salvar.

La guerra destrozaba los cielos, mientras la muerte llovía hacia los restos de las ciudades destrozadas. Los cuerpos mutilados de kryptonianos y viltrumitas se encontraban desperdigados por todo el planeta, en consecuencia a una guerra total que llevaba décadas, y que ahora estaba por terminar. Y entre las ruinas de aquellas calles, un pequeño y muy dañado batallón kryptoniano se reagrupaba, examinando sus armas para saber si aun eran útiles.

—Esto es el infierno —habló un joven soldado, de cabellos rubios y ojos marrones—. Deberíamos rendirnos ante los viltrumitas. Tal vez así nos tengan piedad.

—¿Piedad? —preguntó un joven alto y de físico marcado, con ojos azules y cabello negro—. ¿Hablas de pedirles piedad a esos salvajes?

—¿Qué otra opción tenemos, capitán?

El joven de cabellos negros le conectó un feroz puñetazo en la boca al otro soldado, al punto de casi romperle la mandíbula. Y con esa misma brutalidad lo tomó del rostro y le obligó a ver el desolador campo de muerte en el que sus calles se habían convertido.

—¿A esos animales quieres pedirle piedad? ¡Mira como han despedazado a nuestros hermanos! ¡Mira los cadáveres de nuestros padres e hijos! ¿¡Crees que esos salvajes que han asesinado a niños tendrán piedad de un cobarde!?

El capitán tiró bruscamente a su soldado al suelo, el cual observaba con lagrimas el estado aterrador en que su gloriosa ciudad había quedado.

—Los viltrumitas no han venido a derrotarnos y conquistarnos, no se equivoquen. Ellos no buscan esclavizarnos sino destruirnos. Ellos quieren exterminarnos y borrar todo rastro de nuestra civilización y cultura de la historia del universo. No hay rendición entre nuestras opciones; solo la victoria o la muerte.

—Estamos con usted, capitán Kal-Il.

—Entonces avancen. Por nuestros hermanos, por Kandor. ¡Por Krypton!

De los cielos volvió a caer la muerte, con sus puños preparados para acabar con los pequeños rastros de valentía que aún quedaban en pie. Pero al final, la voluntad y la valentía no podían imponerse ante la muerte misma.

El capitán Kal-Il era arrastrado por otro soldado, siendo que múltiples heridas cubrían su cuerpo y rostro. Su armadura estaba destruida, y la pérdida de sangre era inmensa. El capitán del ejercito kryptoniano apenas podía mantenerse consciente, y a su alrededor los demás soldados estaban en iguales o peores condiciones.

—Los viltrumitas ya han exterminado al 95% del total de nuestro ejercito —habló Jor-Il, observando unas pantallas holográficas—. El Senado se encuentra en llamas, y los cuerpos de los senadores están empalados a las afueras. Hay muy pocos focos de resistencia.

—¿Y la población civil? —preguntó Zod, con los brazos cruzados.

—Están siendo ejecutados.

—¿Qué es lo que haremos? —preguntó una mujer de cabellos oscuros y cortos, con ojos fríos y penetrantes.

—El plan de evacuación debe ser puesto en marcha inmediatamente. Los mejores soldados y científicos deben marcharse de Krypton hasta alguna de nuestras colonias en los otros planetas. En ellos descansara el futuro en ellos.

—General Zod-Il —habló Kal-Il, con sangre cayendo de su boca—. Aún puedo luchar. Dejeme buscar a mis enemigos.

—Basta, sobrino —exclamó Zod—. Tú debes irte. Tú y Faora son mis dos soldados de confianza, y sé que encontraran la forma de que Krypton sobreviva.

—¿Y tú que haras? —preguntó Faora, tomando del rostro a su esposo.

—Haré lo que hice toda mi vida: luchar.

Zod se apartó y se colocó su casco con múltiples picos. Los ojos de este empezaron a resplandecer con un rojo feroz, al igual que ciertas partes de su armadura. Y con esta, se dispuso a ir al combate.

El capitán Kal-Il fue metido casi a la fuerza a su pequeña capsula de escape, ya sin energías para intentar impedirlo. Por un momento observó a su padre, el científico Jor-Il, pero este apenas lo observó de reojo antes de teclear en su holograma. La nave de Kal se alzó a los cielos, observando el humo del fuego y la devastación que se había extendido por su orgulloso planeta. Y mientras veía a Zod alzarse, con su poderosa armadura, contra los enemigos de Krypton, no pudo soportar mucho más. El brillo del Sol rojo lo cegó mientras perdía el conocimiento, sin saber que le depararía el caprichoso destino. Lo único seguro era una dolorosa verdad: Krypton había caído.

Y la oscuridad se prolongo por un tiempo que pareció eterno, hasta que aquella nave de escape llego a su desafortunado destino. Y un sonido que Kal nunca había escuchado en persona lo despertó: un trueno. En su natal Krypton, la tecnología había avanzado tanto que el clima ya podía ser controlado, pero eso no había ocurrido en aquellas tierras salvajes donde su nave se adentro. Y aquel espectáculo nocturno fue suficiente para acelerar el corazón del soldado. La lluvia violenta golpeaba su nave, e incluso un potente rayo también lo hizo. La oscuridad de su alrededor se iluminaba por los relámpagos a su alrededor, y Kal podría jurar que vio a dos figuras batallar en los cielos. Pero en su delicado estado no podía observar más, pues cuando su nave aterrizo de forma forzada y se empezó a hundir, él ya había vuelto a la inconsciencia.

Y la oscuridad volvió a cerrar sus fauces sobre el kryptoniano, sin saber siquiera el mundo donde ahora se encontraba. Y aquella oscuridad fue cediendo poco a poco, quemándose ante la llegada de una luz cada vez más brillante. Los ojos azules de Kal-Il se fueron abriendo y buscaron la fuente de luz, observando una ventana tapada con una fina cortina, la cual estaba dejando entrar la luz del Sol. Kal se sentó en la cama, observando que había sido despojado de su uniforme militar. Ahora se veía con ropa extraña, pero al menos cubría todo su cuerpo. Y con dolor en su cuerpo, empezó a levantarse con mucho cuidado. Con cada paso que dio, la vieja madera bajo sus pies rechinaba un poco más. Pero aquel ruido molesto no le impidió llegar hasta la ventana para correr con sus dedos aquellas cortinas. Y allí observó más directamente al astro rey, asombrándose un poco del color amarillo que este emanaba. Y aquello le hizo entender una verdad inquietante, pues sabía con certeza que todo lo que había vivido no era una horrenda pesadilla.

—Ya no estoy en Krypton.

La puerta se abrió, rechinando con fuerza y llamando la atención de Kal-Il. Una mujer entró en la habitación, fijándose los ojos del kryptoniano en esta. Ella era de estatura promedio, con cabellos castaños y canosos, y varias arrugas recorriendo su cuerpo. Algo que llamó la atención del varón eran las grandes ojeras que aquella dama portaba bajo sus ojos.

—Hola, me alegra que hayas despertado —dijo la mujer, observando detenidamente al silencioso varón—. ¿Cómo te sientes?

—<No hablo tu lenguaje> —exclamó Kal-Il, en kriptones.

—¿Qué? ¿Eso es griego o algo así?

Kal guardó silencio mientras procesaba lo sucedido. Estaba en un mundo desconocido, sin saber el lenguaje de aquellos que lo habitaban. Solo sabia que aquel Sol era amarillo, y que su brillo le estaba haciendo olvidar sus dolores. Aquella mujer, fuera de la raza que fuera, era muy similar a una kryptoniana. Por lógica, los demás seres que allí habitaban deberían ser iguales. Y manteniendo su mente fría, habló nuevamente con cuidado.

—Kal-Il —dijo mientras se tocaba el pecho, dando a entender que así se llamaba él.

—Soy Martha —dijo la mujer, señalándose a sí misma con su mano—. Quédate aquí, voy a llamar a mi esposo.

Tras terminar de hacer gestos con la mano para que el varón se quedara quieto, la mujer salió de la habitación. Kal se mantuvo inmóvil y volvió a observar el Sol, sintiendo como una extraña sensación de energía recorría su cuerpo. Y prestando atención, logró escuchar una conversación inentendible en aquella vieja casa. Pronto unos pasos pesados empezaron a acercarse, hasta que por el marco de la puerta ingreso el hombre de la casa. Era alto y robusto, con una barriga bastante pronunciada. Pocos cabellos canosos cubrían su cabeza, y sus ojos debían ayudarse de lentes para poder ver mejor.

—Hola, niño —habló el varón, mientras Martha se le aproximaba por detrás—. Soy Jonathan Kent, dueño de esta granja.

—Kal-Il —se limitó a decir el kryptoniano.

—Te dije que no entiende lo que hablamos —dijo Martha, con timidez.

—Ya lo note mujer. Ahora cállate y déjame pensar.

Jonathan se tomó del mentón, observando detenidamente a aquel soldado de un mundo desconocido. Y ante la nula respuesta de su mente, se limitó a una simple exclamación.

—Bah, necesito una cerveza. Que venga a desayunar.

Jonathan se volteo para dirigirse de nueva cuenta abajo. Martha se apartó y luego le hizo señas a Kal-Il para que los siguiera, lo cual el kryptoniano realizó con cierta desconfianza. «Debo intentar sacarle información a estos seres. No parecen ser viltrumitas, y ciertamente tampoco son kryptonianos». El soldado los siguió escaleras abajo, escuchando chirridos en cada paso que daba. Esa casa realmente era vieja, e incluso parecía algo descuidada. Kal observaba todo con detenimiento, buscando cualquier posible amenaza. Cuando llegó al comedor observó un momento la mesa de madera, la cual tenía un pequeño taco bajo una de sus patas. Las sillas eran de metal, aunque notablemente oxidadas. Con cierta desconfianza se sentó, mientras Martha le ponía un plato en la mesa.

—¿Quieres café? —preguntó Martha, sin obtener respuesta alguna.

—¿Eres alemán, niño? —preguntó Jonathan—. ¿Algún agente de Hydra, tal vez? ¿O tal vez eres ruso?

—A mi me pareció griego.

—Martha, tú no sabes una mierda así que cállate —exclamó Jonathan, dándole un sorbo a su cerveza—. Tal vez sea otomano. Aunque nunca vi un uniforme como el suyo.

Jonathan se levantó y tomó de la pared una foto enmarcada. Allí se lo veía a él de más joven, junto a otros soldados.

—Sol-da-do —habló el mayor, señalando la foto.

Kal observó la foto, reconociendo por los uniformes que aquellos eran militares, igual que él. Y sus ojos se movieron hacia Jonathan, mientras se señalaba a si mismo.

—Soldado. Krypton.

—¿Krypton? ¿Qué es eso? —preguntó Martha, notablemente confundida.

—Sera mejor que lo llevemos a donde lo encontré.

No tardo mucho para que Kal pudiese admirar la naturaleza de aquel lugar, lleno de animales extraños que él no reconocia pues poco se parecían a la fauna de su Krypton natal. Sentado en la parte trasera de aquel vehiculo llamado camioneta, sintiendo la brisa contra su piel y el Sol nutriendo sus células. Por un momento observó sus manos, las cuales tenían vendajes debido a las heridas que había recibido. Pero al retirarse aquellas vendas, notó que ya se había curado. De hecho, ya no sentía dolencia alguna en su cuerpo. Se extraño por esto, pero luego miro con sorpresa al Sol de aquel mundo. Cuando la camioneta se detuvo, notó que se encontraba rodeado de una vegetanción quemada hasta cierto punto. Escuchando las puertas abrirse, se bajo casi de un salto de aquel extraño vehiculo para observar su nave semi-enterrada a lo lejos.

—Supongo que tu cohete debió caer aquí durante la tormenta de hace días, y por eso quedo tan enterrada —habló Jonathan mientras se acomodaba su gorra.

Kal camino a paso cauteloso hacia su nave, notando la tierra aún húmeda a su alrededor. Observó su capsula de escape, con la escotilla rota y desaparecida. El interior de aquella nave estaba mojado y sucio por el barro, pero los botones y las palancas aún parecían operables. Kal no tardó en lograr encender su vehiculo, para sorpresa de los dos humanos que lo observaban. Y de un compartimento sacó una diadema que se adhirió a su cabeza antes de desaparecer.

—Comando de voz activado. Identificación: Capitán Kal-Il del Ejército Imperial de Krypton. Necesito acceso a los idiomas de este mundo y toda la información disponible.

—Accediendo a la información del planeta —respondió la I.A de su nave.

—Jonathan, tengo miedo —dijo Martha, desde atrás de su marido.

—Shh. Calla, mujer.

Kal se puso de pie mientras tronaba su cuello, volteando lentamente hacia las personas que aparentemente lo habían rescatado.

—Ahora entiendo su idioma —dijo el varón, sorprendiendo a sus contrarios—. Mi nombre es Kal-Il, capitán de los ejércitos del planeta Krypton al mando del general Zod-Il.

—Oh, pues... bienvenido a la Tierra.

Esa misma noche, Kal se encontraba sentado a la mesa. Jonathan bebía una pequeña botella de cerveza, mientras Martha con manos temblorosas ponía la mesa.

—Quien diría que soy el primer hombre que se encuentra con un extraterrestre —exclamó Jonathan, señalando un momento a Kal con el pico de su botella—. No te molesta que te diga extraterrestre, ¿o sí?

—Es un término adecuado para cualquier forma de vida ajena a la Tierra —dijo Kal, mientras observaba el huevo frito en su plato.

—¿No te gusta la comida? —preguntó Martha, mientras tomaba asiento.

—Tráeme otra cerveza —exclamó Jonathan, dejando la botella vacía frente a su esposa.

—No se parece en nada a la comida de Krypton —dijo Kal—. Allí nos alimentábamos a base de lo que ustedes llamarían un licuado, o un suero vía intravenosa.

—Por Alá, sí que son raros —dijo Jonathan mientras Martha le dejaba la cerveza frente suyo.

—¿Quién, es Alá?

—Dios. El único y verdadero Dios, y Mahoma es su profeta. Los judíos llamaban Yahvé o Jehova. ¿Con qué nombre lo llamaban en tu planeta?

—Rao. Así se lo llamaba en Krypton, y nuestro Sol recibió su nombre.

Jonathan le dio un trago a su cerveza, pero no tardo en escupirla sobre la mesa. Y con gesto furioso, volteo hacia Martha.

—¡Esta caliente!

—Perdón, las puse hace poco en la hela...

Martha fue incapaz de terminar sus palabras, pues Jonathan le dio un golpe con la dorsal de su mano. La pobre mujer cayó al suelo por el impacto, y se tomó con dolor la mejilla.

—Eres estúpida en serio. ¡Limpia esto!

Jonathan volteó su mirada hacia su invitado, quien lo observaba con cierto desconcierto en los ojos.

—¿Por qué la golpeas?

—¿He? Es mi mujer, puedo hacerlo. Así está escrito. Aquí nos apegamos a las viejas costumbres, no como ciertos infieles modernos en las grandes ciudades. ¿Acaso en Krypton no doman a sus mujeres?

—En Krypton, por más rebelde que sea la mujer, no se la golpea. Eso mostraría que se le tiene miedo, y ningún kryptoniano le teme a su mujer. Golpearlas es un acto cobarde y deshonroso. Cualquier hombre kryptoniano, digno de llamarse como tal, "doma" a la mujer con su carácter, no con sus puños.

—¿Ah, sí? —preguntó con violencia Jonathan, poniendo de pie—. Y si tu mundo es tan perfecto, ¿qué haces aquí? ¿Quién te da el derecho de decir que tu cultura es mejor que la nuestra?

—Mi mundo cayó a manos de bárbaros salvajes y violentos, no muy diferentes a ustedes.

—¡Estúpido insolente! ¡Yo te saqué de esa chatarra oxidada que estaba sepultada en el barro! ¡Me debes respeto!

—No le debo nada a un bruto.

Jonathan no soportó más aquella falta de respeto y reaccionó con la violencia que hacia parte de su naturaleza. Tomando la botella de cerveza de su pico, la estrelló contra el rostro de un inmóvil Kal-Il. Pero lejos de resultar lastimado, aquel vidrio se hizo pedazos.

—¿Q-Qué?

—Desde que la luz de su Sol entró en contacto con mi piel, he podido sentir como absorbo su energía —afirmó Kal, poniendo de pie mientras Jonathan retrocedía—. Sentí mis músculos concentrar más fuerza, mis oídos escuchar más lejos y mi piel endurecerse. Incluso siento una presión creciente y caliente detrás de mis ojos, pero he logrado contenerla. Pero ahora, humano, quiero ver qué pasa si la libero.

—¡Monstruo! ¡Demonio!

Pero los siguientes gritos de Jonathan no fueron entendibles. Los ojos de Kal resplandecieron en rojo antes de liberar una feroz llamarada que calcino en vida el torso, cabeza y brazos del granjero. Sus gritos de agonia se escucharon unos segundos más, para luego desaparecer. El kryptoniano cerró con fuerza sus ojos hasta que pudo controlar aquella energía, y al abrirlos nuevamente vio que solo quedaban las piernas y parte del estomago del humano, pues su fuego había consumido hasta los huesos. Incluso parte de la propiedad empezó a incendiarse, debido al enorme poder que había sido liberado. Kal-Il observó esto con cierto asombro, pues ni él estaba seguro del poder que había obtenido ahora. Martha quedó en shock al ver el cadáver de su marido, y las lagrimas no tardaron en escapar a grandes cantidades de sus ojos.

—Lo lamento, pero él me forzó. Era una escoria.

—Él era mi esposo —exclamó Martha, sin poder creer lo que veía—. Me obligaron a casarme con él a los trece años. Y desde el primer día, fue un alcohólico y golpeador. Tú lo mataste... Gracias. ¡Gracias!

Martha se arrojó a los pies de Kal-Il, empezando a besarlos en señal de adoración. Aquel acto desconcertó en gran medida al soldado, quien la observaba con cierta repulsión.

—¡Alá te envió de los cielos! ¡Debes ser un ángel! ¡Gracias! ¡Gracias!

—Aléjate de mí —exclamó Kal-Il.

Kal se apartó de Martha, la cual quedó sumamente confundida por dicha acción. Se atrevió a mirar a los ojos al kryptoniano, notando el enorme desprecio que este le tenía.

—Si todos los humanos son como ustedes, entonces son patéticos. Cobardes y sin honor, rogando misericordia y creyéndose poderosos. Ustedes no merecen este planeta.

Kal-Il empezó a avanzar, ignorando completamente los comentarios y las suplicas de Martha. Para él, los humanos parecían ser una raza salvaje que se estaba hundiendo en un espiral de decadencia. Ellos no merecían ese mundo, pero los posibles kryptonianos sobrevivientes sí. Y su labor sagrada era reconstruir su civilización. Si debía arrebatarles el planeta a los humanos...

—Que así sea.

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