Simon

Màu nền
Font chữ
Font size
Chiều cao dòng

Debería estar contento, ¿verdad? Debería estar tirado en la cama, sonriendo de oreja a oreja, sintiéndome más ligero y menos preocupado que nunca en los últimos siete años. Debería, no sé, estar celebrándolo con Penelope. Restregándoselo a Agatha y suplicándole que volviera conmigo. Regodeándome, riendo a carcajada limpia, durmiendo del tirón sin tener que comerme más la cabeza.

Lo que desde luego no debería estar haciendo es lo que precisamente estoy haciendo ahora. No debería haberme escapado en mitad de la noche de Watford, justo antes de que bajaran el puente levadizo. No debería haber cogido un taxi que ni siquiera puedo permitirme (tengo intención de borrarle la memoria al taxista en cuanto me deje en mi destino. Probablemente le borre más recuerdos de los que debo, puede que incluso todos; pero estoy desesperado). No debería, en fin, encontrarme de camino a la guarida de unos cenutrios que probablemente han sido contratados por el Humdrum y que tienen prisionero a Baz desde hace seis semanas.

Ojalá no hubiera tardado tanto en descubrir el paradero de mi compañero de habitación desaparecido. Pero es que no podría haberlo averiguado de no ser por la visita que la madre de Baz me hizo hace apenas una semana, en mitad de la noche, dejándome un sentimiento frío y pesado como una piedra instalado en mi estómago al darme un beso en la sien.

Penny me había hablado del Velo, y de cómo los espíritus buscan desesperados a las personas que han de poner fin a los asuntos que dejaron en vida. De que, en ocasiones, gente había sido raptada o asesinada para impedir que ciertos mensajes llegaran a ellos desde el mundo de los muertos.

Y, hace un par de noches, algo hizo clic en mi cabeza:

Alguien se había deshecho de Baz para evitar que su madre llegara a él.

Ninguna otra de las explicaciones había tenido sentido para mí en ningún momento. A Baz le da igual la guerra. No dejaría que las Familias Antiguas lo reclamaran en su ejército. A Baz sólo le importa ser mejor que Penelope, hacerme la vida imposible y conspirar contra el Hechicero y contra mí. Y eso no puede hacerlo si no está en Watford.

Él nunca se perdería un año en Watford voluntariamente.

Lo cierto es que no me siento orgulloso de mis métodos para dar con él. Al principio acudí, por supuesto, al Hechicero, pero él sólo me dio unas palmadas en la espalda, una sonrisa paternalista y una explicación que ya había oído demasiadas veces: «Ha vuelto a casa. Se está preparando para la guerra. Mejor no pienses más en el joven Pitch, Simon».

¿Cómo voy a dejar de pensar en Baz?

Por favor. ¿Cómo voy a dejar de pensar en la persona que más odio en el mundo? ¿En quien ha intentando (y casi logrado) arruinarme la vida en infinitas ocasiones?

Yo sabía que el Hechicero se equivocaba. Y quería volver a él, insistirle y pedirle ayuda; pero, cuando volví a su despacho pocas horas después, él no estaba allí.

Decidí esperarlo dentro. No sería la primera vez; el Hechicero nunca había puesto impedimentos para que entrara a su despacho siempre que lo necesitara, y lo cierto es que yo siempre me sentía cómodo en aquel lugar. Todo estaba patas arriba, con libros y papeles y polvo por todas partes; pero, de algún modo, es un desorden reconfortante. Me apoyé en su escritorio, recorriendo con la mirada las altas estanterías y los polvorientos cuadros de las paredes, y esperé.

Y, bendita Morgana, menos mal que el Hechicero no llegó al instante y tuve tiempo para aburrirme: sólo necesito un par de minutos de inactividad para impacientarme, así que pronto me puse a toquetear las plumas del escritorio y a abrir y cerrar algunos volúmenes que había dejado sobre él para hojearlos por encima.

Y entonces, de entre las páginas de uno de ellos, se deslizó un sobre.

Lo cogí, con la intención de devolverlo a su sitio, algo inquieto de pronto. ¿Y si el Hechicero entraba ahora y me pillaba con el sobre en la mano? Pensaría que estaba cotilleando. Y, obviamente, nunca se me habría pasado por la cabeza cotillear entre las cosas del Hechicero.

O, al menos, nunca se me habría pasado por la cabeza si no fuera porque aquel sobre estaba firmado por una familiar de Baz.

—Fiona Pitch —leí, con los ojos muy abiertos y la garganta de pronto seca.

Miré hacia la puerta, esperando encontrar al Hechicero ahí plantado, con los brazos en asas y una mirada decepcionada. Pero seguía solo en el despacho.

Volví a dirigir mi atención al sobre.

Debía de ser su familiar, ¿verdad? No creo que haya muchos más Pitch en el mundo mágico. Y, si realmente Baz había desaparecido, tendría todo el sentido que su familia hubiera intentado contactar con el Hechicero. Probablemente para culparlo, es cierto. Pero aun así.

Un minuto después, estaba volviendo a mi habitación a paso rápido, mirando hacia atrás al principio para asegurarme de que el Hechicero no me había visto salir de su despacho. Con las manos en los bolsillos del pantalón, y con el puño cerrado en torno a la carta que Fiona Pitch le había escrito al Hechicero.

···

Ahora sé dónde está Baz. La carta confirmó mis sospechas: ha sido secuestrado por cenutrios, quienes lo tienen escondido en su guarida, probablemente bajo algún puente. Fiona culpaba al Hechicero, por supuesto. Exigía que se lo devolvieran. Se negaba a pagar ningún rescate.

Trago saliva al recordarlo... Realmente la familia de Baz prefiere abandonarlo a su suerte antes que pagar una pequeña suma de todo el dinero que tienen, ¿eh?

Fue complicado dar con su paradero exacto, y obviamente tuve que pedirle ayuda a Penelope. Mis hechizos de búsqueda suelen ser tan intensos que apenas me sirven (suelen indicarme todo el recorrido que ha realizado la persona en los últimos días; pero Baz no daba señales de haber realizado ningún recorrido en los últimos días).

Penelope se negó al principio, pero finalmente aceptó a regañadientes.

—Sólo si me prometes que esperarás a que amanezca para pedir ayuda al Hechicero —había dicho.

—Te lo prometo —mentí.

Y ahora estoy a menos de media hora de la guarida de los cenutrios, en un taxi cuyo conductor está a punto de quedarse con el cerebro frito; con la frente apoyada en la fría ventanilla, pensando en Baz.

Baz secuestrado.

Baz torturado, tal vez.

Baz...

¿Cómo voy a dejar de pensar en Baz?

···

La guarida de los cenutrios huele a muerto. A podrido, a humedad. Me cuesta un rato acostumbrarme al hedor, y al principio tengo que respirar por la boca para no desconcentrarme por su culpa.

Ha sido fácil encontrar el escondite de lo que no son más que unos troles de piedra muy feos y grandes: literalmente se trata de un agujero en uno de los pilotes del puente. Al entrar, me resbalo con un barro asqueroso y estoy a punto de caerme, pero mantengo el equilibrio. Está tan oscuro que tengo que sacar la varita para invocar una pequeña llama (es de los únicos hechizos que puedo controlar la mayor parte del tiempo), no sin antes desenvainar la espada, y entonces empiezo a caminar, sigilosamente, por la guarida de los cenutrios.

La verdad es que no hay mucho que ver: grandes piedras, telarañas en el techo, pavimento destrozado. Me pregunto si los cenutrios estarán despiertos, o en casa. Evito, por si acaso, hacer ruido.

Y, tras un minuto caminando, lo veo, a lo lejos, apenas iluminado por mi llama pero fácilmente reconocible: un ataúd.

Me parece tan surrealista que, de no ser por lo preocupado que estoy, podría reírme.

«Un ataúd. ¡Por Crowley! Es justo del estilo de Baz. Estilo vampírico».

Me cuesta no correr hacia el largo ataúd de madera astillada, y una vez junto a él, susurro:

Ábrete, Sésamo.

La tapa del ataúd se abre con un crujido casi al instante.

Ahí está Baz, hecho una bola, con los ojos cerrados y la boca entreabierta. Tiene el pelo enredado y grasiento, y le cae por el rostro en una maraña negra. Está más pálido y más delgado de lo normal, y toda su ropa está arrugada y manchada de sudor amarillo.

Apesta casi más que el resto de la guarida.

Me inclino sobre él, acercando la llama a su rostro (pero no demasiado, pues los vampiros son inflamables. Y, aunque Baz no deje de negarlo, ahora que lo veo en este ataúd me queda clarísimo que es uno de ellos sin ninguna duda), y digo:

—¿Baz?

Espero unos segundos, pero no hay respuesta. Vuelvo a intentarlo, en voz un poco más alta. Me empiezo a alterar. No estará muerto, ¿verdad? Con la empuñadura de la espada, le doy unos toquecitos en el costado.

Nada. Baz no despierta.

Acerco los dedos a su nariz y exhalo con alivio al notar que respira. Lo hace de manera pausada y débil; pero respira. Aún no ha muerto.

No puedo evitar sonreír un poco.

—Menudo idiota. ¿Cómo has dejado que unos cenutrios te hagan esto? Te he visto salir de situaciones peores...

Estoy dispuesto a sacarlo en brazos del ataúd cuando escucho un choque de piedras a mis espaldas, y entonces me doy cuenta de que mis últimas palabras no han sido precisamente un susurro. Más bien, una burla dolorida, en voz alta, con la esperanza de despertar por fin a Baz.

Pero es a los cenutrios a quienes ha despertado.

El suelo bajo mí empieza a temblar mientras todas las rocas que me rodean empiezan a moverse entre crujidos y choques. Le doy la espalda al ataúd de Baz, espada alzada frente a mí, y espero a que las moles de piedra empiecen a tomar forma. Pronto las rocas se unen en brazos, torsos, piernas y cabezas de expresiones toscas y enojadas. Son como enormes bloques de cemento capaces de moverse (bastante a duras penas) y de hablar con voces profundas y roncas. —¿Quién eres? —dice uno de ellos, que viste con un gorro de lana y lo que parece ser un jersey de cuello alto talla XXXL.

No respondo. Estoy intentando evaluar la situación; averiguar a cuántos de ellos puedo derribar antes de que se me echen encima.

Si Penelope estuviera aquí, no tendría que pensar tanto. Ella se encargaría de unos cuantos y yo del resto.

Pero, en solitario... No sé cuánto podré aguantar.

—¿Quién eres? —repite el cenutrio de antes.

—He venido a por él —respondo, señalando con la cabeza a Baz—. Liberadlo.

Los cenutrios me miran, impasibles. O, más bien, miran la llama que prende sobre mi varita. La veo reflejada en sus ojos pequeños de caliza. Parecen asustados, como si temieran que se fuera a apagar de un momento a otro.

—No podemos —dice otro cenutrios—. Márchate.

—Liberadlo —repito—, o ateneos a las consecuencias.

Los cenutrios se miran entre sí. La verdad es que he sonado mucho más inseguro de lo que quería, pero igualmente parecen tomarme un poco en serio.

—¿Qué consecuencias?

Joder. ¿Qué consecuencias? Buena pregunta, cenutrio número 2. Sólo podré decapitar a unos cuantos antes de que me aplasten entre sus brazos de roca.

—El puente está rodeado —digo, y mi voz suena tan débil que es imposible que nadie me crea—. Los, eh... Los Hombres del Hechicero han venido conmigo.

La reacción entre los cenutrios es, desde luego, la que menos esperaba recibir. Al oírme hablar de los Hombres del Hechicero no se ríen de mí y de lo poco veraz que sueno, ni se asustan o parecen temer por sus vidas; lo que hacen es mirarse entre ellos, con los ojos más brillantes aún, y se palmean las espaldas con lo que parece ser emoción. Me fijo bien en sus caras... ¿Están sonriendo? ¿Pueden las rocas sonreír?

—¿Te manda el Hechicero? —dice un cenutrio.

—¿Nos dará calor de nuevo? —dice otro.

—Haced lo que dice. Rápido, rápido. El Hechicero nos calentará.

Ni siquiera me dan un segundo para responder (aunque casi mejor, porque estoy tan confuso que tal vez mi respuesta hubiera arruinado el engaño que he llevado a cabo sin querer). Rápidamente se acercan a mí, al ataúd, sin preocuparse lo más mínimo por el filo de mi espada, y uno de ellos saca a Baz con cuidado, sosteniéndolo sobre una sola mano con la mayor de las delicadezas.

—Lo hemos cuidado tal y como debíamos —dice el cenutrio que ha tomado a Baz, dejándolo en el suelo junto a mí—. Por favor, díselo al Hechicero.

Y nos dejan ir.

Sin más. Sin necesidad de batallar, sin darme tiempo a asimilar lo que pasa.

Guardo la espada, decidido a ignorar por ahora las preguntas que se han formado en mi cabeza; tengo cosas más importantes por las que preocuparme en este momento. Cojo a Baz, que ha empezado a despertarse y puede mantenerse más o menos en pie, le paso un brazo por la espalda para sostenerlo junto a mí y abandonamos la guarida de los cenutrios, juntos.

···

Baz se come el bocadillo que le he pedido en cuatro bocados, y luego tiene que sujetarse el estómago y taparse la boca para no vomitar. Le tiendo una botella de agua y él me la quita de las manos y bebe sin mirarme.

No me ha mirado en ningún momento desde que está consciente.

Yo tampoco le he dicho nada, para ser justos.

Lo he llevado al restaurante/cafetería 24 horas más cercano que he encontrado (lo cual, gracias a Circe, era bastante cercano) y nos hemos sentado en una mesa junto a una ventana. He pedido dos bocadillos, pero en cuanto Baz se termina el suyo le ofrezco el mío, sin tocar.

En cualquier otra situación sé que Baz no habría aceptado nada que viniera de mí. Pero, esta vez, está demasiado desesperado. Seguro que piensa que ya no puede caer más bajo. Su peor pesadilla debía de ser que yo lo rescatara alguna vez; y ahora que ha pasado, comerse un bocadillo que yo le ofrezco debe de parecerle una tontería.

Cuando termina de comer (esta vez come con más tranquilidad, masticando con paciencia y bebiendo agua entre bocado y bocado, aún tapándose la boca) se queda muy quieto, con el ceño tan fruncido que las cejas prácticamente se le unen entre los ojos, la barbilla pegada al pecho.

Creo que ya toca decir algo. Llevamos casi una hora en completo silencio.

—Baz... —empiezo.

—Te arrancaré la lengua si dices una sola palabra más —amenaza, y su voz suena débil, rota, hueca. Parece que lleva sin hablar semanas. Probablemente sea así.

No le hago caso, y me inclino inconscientemente hacia él antes de volver a hablar:

—Baz. —No me interrumpe esta vez; sólo frunce aún más el ceño—. ¿Qué ha pasado?

—Pues, no sé, Snow. Creo que está bastante claro, ¿no? —responde, cada vez más enfadado. Más cerca de perder el control. Más roto—. Que unos putos cenutrios me han secuestrado. Eso ha pasado. Tú mismo lo has visto.

Silencio, de nuevo. La camarera se acerca a preguntarnos si queremos algo más, y aunque Baz niega con la cabeza, yo pido otra botella de agua.

—Sí, pero... —Lo intento de nuevo—. ¿Por qué?

Prefiero no contarle aún lo del Velo. No creo que esté lo suficientemente estable como para hablarle de su difunta madre. Mejor que él me cuente lo que sepa.

—Joder, Snow. Yo qué coño sé —dice Baz. Se pasa las manos por el pelo para apartárselo de la cara, y su pico de viuda vuelve a asomar al final de su frente. Le tiembla el labio inferior, y el superior se curva hacia abajo como una flecha grisácea. Parece tan enfermo que no sé si debería llevarlo a un hospital—. Pero ya tienes lo que quieres, ¿no? Ya puedes reírte todo lo que quieras con Bunce y la estúpida de tu novia. Ya puedes decirle a todo el mundo que unos cenutrios me han tenido encerrado en un puto ataúd durante seis semanas. Hacerte el héroe porque me has salvado y ocuparte de que nadie me vuelva a tomar en serio de nuevo.

—¿Qué? No, yo... Yo no iba a...

—Por lo que más quieras, cállate ya.

Se levanta, y yo me levanto en un acto reflejo con los brazos extendidos, temiendo que las piernas le fallen y se caiga. Pero se mantiene en pie, apoyándose en el sillón donde estaba sentado, frente a mí.

—Me voy a casa. Nos vemos mañana en Watford. Aún puedes llegar antes de que se haga de día y extender el rumor para cuando yo llegue.

—Dios mío, Baz, deja de ser tan gilipollas un segundo y siéntate —suplico, agarrándole el brazo más cercano a mí. Noto lo delgado que está incluso a través de la manga de su camisa—. Necesitas descansar.

No hace nada por zafarse de mi agarre. Levanta la mirada y me mira a los ojos por primera vez en no sé cuánto tiempo. Y me parece que algo se rompe en él al hacerlo.

—Te aseguro que ya he descansado bastante —murmura, intentando sonar sarcástico. Aunque a mí me da la sensación de que va a echarse a llorar en cualquier momento.

No puedo apartar la mirada de él, y él tampoco deja de mirarme a mí. Baz es objetivamente guapo, eso es algo que nunca he negado. Ha tenido momentos mejores, por supuesto; pero incluso ahora, con el pelo sucio y las ojeras marcadas y mi chaqueta por encima de su cara camisa manchada de sangre (espero que no suya) y sudor... Incluso así, me parece que es muy atractivo.

Siempre me ha dado envidia. Que sea tan guapo, mucho más que yo. Y más alto. Que tenga esos pómulos perfectos y esa nariz recta unida a su prominente frente blanca. Esos ojos grises que me miran con odio desde el otro lado de la mesa.

Con odio...

¿Por qué Baz no me mira con odio?

—Tienes que ir a casa y recuperar fuerzas —le digo.

¿Y por qué yo tampoco puedo odiarlo?

—Snow —dice, suplicante. Pero sigue sin deshacerse de mi agarre.

Baz.

Ya ni siquiera recuerdo haberlo odiado en algún momento.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen2U.Pro