Amelia

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Así es -Dijo Sancho- pero tiene el miedo muchos ojos, y ve las cosas debajo de la tierra, cuanto más encima en el cielo.
»Miguel de Cervantes
Don Quijote

Imagínense que pudieran visualizar vuestras emociones, pues yo podía. Créanme no era la gran cosa  y nunca me había causado algún problema, hasta aquel momento. De pequeño me parecía más divertido. Corretear por todos lados con ellos era mi rutina, pero de mayor todo fue complicándose.

Nuevos compañeros de juegos comenzaron a desarrollarse, algunos que jamás hubiera imaginado que existieran, como el deseo. Aquel fue uno de mis mejores y el peor de mis amigos.

Por otra parte estuvo él. Cuando eres niño quizás no te das cuenta de su existencia, pero siempre estaba ahí. Era exactamente igual a mí, solo que más demacrado. Sus facciones estaban en exceso caídas y arrugadas, como un viejo desierto árido en el que se reflejaba la desesperación de miles de hombres. Casi no tenía pelo y su piel yacía pegada a los huesos, mostrando un semblante realmente asqueroso.

Ese amigos míos, fue el miedo.

Aún con aquellas características solo yo podría entender los parecidos que poseíamos. Se preguntarán el por qué. Obviamente eran mis emociones y solo yo las podía reconocer.
Así como podía vislumbrar mis sentimientos, era mi mente mi sala de juegos, la más adorada de mis pertenencias. Mis memorias estaban ahí, al alcance de mi mano. Muchas fueron borradas por mis antojos, tan fácil como tirar un papel sucio.

Créanme cuando digo que tuve total control de ellas. Pero como siempre, en la vida existe un momento en que todo escapa, como aire entre los dedos. Momentos en los que sentimos cruzar un mar de espinas, pero al final terminamos cayendo, disfrutar el vieja, es lo único que nos queda. Como todos me terminé enamorando de alguien.

Nunca me había descontrolado tanto, ni siquiera en mis peores momentos. Así me di cuenta que la felicidad, era muchas veces peligrosas, al igual que lo era el deseo. Aquel amor fue exquisito.

Era una muchacha bastante normal, aunque bella a los ojos de un hombre enamorado. Su sonrisa dulce y de niña pequeña, aceleraba todo en mí. Era sencillamente una rueda de hormonas y sentimientos. Aquella mujer sacaba lo mejor y más oscuro de mí y eso me daba miedo, me aterraba.

Esa noche llovía y el repiqueteo de las gotas golpeaba de manera estruendosa las ventanas. Aunque la tormenta se desataba fuera de aquella casa, entre las sábanas con Amelia, todo era tranquilo. Era tan pequeña que en mis manos podrían romperse. Estaba loco por ella. La conocía mucho antes de pedirle para salir. Mis pies siempre me guiaban hacia ella, nunca se dio cuenta de cómo la seguí por tantos meses. Pero así sabía que no le gustaban las flores y disfrutaba el olor de la ciudad, por muy putrefacto que fuera.

Era esa mujer rara que dormía ahora en mis brazos. Pensaba en todo lo bueno y en el miedo que aquello me causaba. Él siempre estaba allí observándonos desde la lejana oscuridad. Mis ojos se cerraban, cuando una sustancia caliente comenzó a correr por mis brazos.

Liberé a Amelia de mi abrazo con tal fuerza que su cabeza golpeó el piso separándose aún más del cuerpo. Mi amada ahora yacía sobre la alfombra con una tijera clavada en su cuello. Sus ojos desorbitados me miraban preguntándome ¿por qué?

Allí estaba lejos y agazapado en la oscuridad, mi miedo, con las asquerosas manos aún manchadas de sangre. Con la misma arma, acabé con él.

¿Cómo había pasado todo aquello?

Fue aquel repugnante rostro su última imagen, algo parecido a mí de una manera horrible. Murió asesinada por mí.

En aquel momento la decisión fue fácil. Yo no era un asesino, repetía para mis adentros cuando arrastraba ambos cuerpos a la parte más oscura de mi jardín. Nunca había hecho tal esfuerzo físico. Mis hombros dolían y las lágrimas por mi amada se confundían con las gotas de lluvia.

¿Cómo iba a explicar aquello?

¡Que absurdo!

Quien se creería que yo no era el asesino cuando enteraba a mi propia novia y a otro cuerpo extraño, muy parecido a mí y extrañamente podrido. Ahora mi hermosa Amelia era solo abono de las margaritas de mi jardín, aunque nunca le gustaron tales flores, crecieron igual de hermosas que ella.
Esa noche otra persona fue enterrada. Aquella mujer de cabellos verdes y sonrisa mustia descansa hoy junto a Amelia. La tristeza no me dejaría vivir.

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