Destino sellado

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Había pasado un mes y había conseguido un trabajo de medio tiempo en una tienda de productos de acampar. Pasaba unas horas frente a un mostrador, vendiendo cañas de pescar, carpas, linternas y artículos varios para la caza.

Allí estaba, como un vengativo animal, que solo sueña con arrebatarle la vida a golpes a su contrincante. Pasaba las horas meditando un plan.

Una vez estaba dándole lustre a los mangos de los cuchillos de cacería. Mis manos flotaron con inquietud, imaginando como sería sentir la sensación de apuñalar a una persona. Como para calmar mi encono.

Sostenida esa idea, al otro día me dispuse a recolectar sapos cerca de una laguna, que quedaba cerca de mi casa. Logré atrapar a dos bastante grandes, como la palma de mi mano. Los puse en una caja de cartón y los dejé en mi camioneta.

Al llegar a mi casa, coloqué a los batracios en una tabla de madera y los apuñalé frenéticamente, hasta ver sus órganos salir. En ese momento sonreí y me sentí flotar como si fuese una atracción abismal.

Vencido por el cansancio, esa noche cené un poco de arroz hervido y medio litro de vodka.
Hasta que escuché un tiroteo afuera, salí a la calle a ver que ocurría. Había una persona muriendo tirada en el suelo y un arma, regada a unos metros.
Entonces la pateé con fuerza y fue a parar abajo de un auto abandonado, en dirección oblicua a mi casa.

La gente había salido a ver que acontecía y gritaban que el tirador ya había escapado en un vehículo color gris plata.

Cuando me acerqué a ver la cara del hombre, pude notar que era Lorenzo, el tío de Elisabetta. Aquella situación me impidió respirar, me había quedado inmóvil viendo su cuerpo convulsionar.

Afortunadamente los vecinos ya habían llamado a la ambulancia, al oír la sirena de la misma, corrí a golpear frenéticamente la puerta de los Signorelli, pero extrañamente no salió nadie.

La luna bañaba con su tenue luz, toda la calle. Los paramédicos colocaron a Lorenzo en una camilla y gritaron a viva voz que alguien tenía que subirse a acompañar al moribundo. Entonces, cerré con llave mi casa y subí a la ambulancia. Sabía que por más inquebrantables sean los Signorelli, el destino ya estaba sellado.

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