La debilidad

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Si el padre de Elisabetta viviera, probablemente no iría a consentir que su única hija, docente de artes plásticas, fuese la esposa de un mercachifle que tiene un salario mínimo, que apenas alcanza para comer. Pero con total certeza él hubiese vaticinado, que retornaría a la vida de su prole.

Pues, después de andar unos meses en la vida perra, extrañaba ser el peón de Gloria, prima de Eli. Llegué a echar de menos mi pueblo, ahí cosechábamos las cerezas de café cuando estaban maduras.

Nuestra actividad era el «Picking». Seleccionábamos y recogíamos manualmente, para producir una cosecha homogénea. A decir verdad, nunca tuve madera para trabajos de oficina. No tuve nunca un disfraz de empresario, ni corbatas, ni mocasines italianos, nada.

El caso por momentos sentí la nostalgia en mi pecho. En la ciudad todo es diferente, no hay trabajo bruto, ni chacareros, ni puercos, ni gallos cantando al aparecer en el horizonte la luz del sol.

Aquí solamente me dedicaba a trabajar en la tienda de camping, hacer los inventarios y rascarme el ombligo. Detrás de un mostrador de madera, bebiendo tequila en una cantimplora, de manchas verdes y grises, al estilo militar.

Sin embargo mi nueva casa era bastante espaciosa, con un galpón lleno de chirimbolos, que los antiguos propietarios dejaron abandonados.

El dueño de la tienda era un narigueta y simplón, me había preguntado si sentía la soledad, entonces le conté que antes era un pueblero, que siempre trabajé bajo el viento y el sol abrasador.

Él dijo que yo podría ser un logrero, un joven que se afana por complacer a una gringa, que por lo visto, no era tarea fácil, atraer a alguien que no se muestra compasiva con mis flaquezas. Pero claro está, que todo el mundo tiene debilidades, para algunos es el juego, para otros la guita y para otros son las minas.

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