Meditación

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Finalmente había llegado el día en que pude entablar una conversación amena con Elisabetta. Su semblante había cambiado, se notaba la inmensa tristeza. Sus ojos color miel estaban dilatados bajo la luz del sol.

Mientras ella hablaba, contemplaba su rostro. Poseedora de una mirada penetrante, que se instaló rápidamente en mi alma, como si fuese una experiencia psicodélica.

Ella había dicho que había leído un artículo en una revista, de esas que compra su madre, que decía que la muerte puede convertirse en una resurrección. Que la eternidad es inmortal y que todos podemos atravesar las diferentes dimensiones, que existen en esta vida.

Ciertamente, siempre supe que  era dotada de intelecto, una mujercita con ideas alucinantes. Pero también tenía una fachada de niña burguesa ingenua. Una joven que siempre supo vencer a los fantasmas de la hipocresía.

Y mientras tanto intentaba día a día, contemplarla como si fuese un mendigo, mendigando amor, en una batalla de silencios.

Imaginaba que ella solo esperaba al místico Ray. Y evidentemente, ella deseaba poseerlo, y yo pensando porque Buda, Alá o Jesús no me estaban ayudando a convencerla que soy un buen partido.

El énfasis que Elisabetta hacía, era que el amor lo era todo.
¿Y que hay de mí? ¡Misericordia!

Entonces insistió en que podríamos encontrar la paz, meditando. Porque según lo que dicen, uno halla la paz, una iluminación extraordinaria interna se iría a apoderar de nuestras mentes y como consecuencia, podría convertirnos en seres humildes, amorosos y compasivos.

Realmente no estaba muy interesado en aferrarme a esas prácticas innovadoras.
Prefiero ir al infierno, que encontrar el nirvana.

Después de todo, y seguramente, la gente más audaz estará allí, pasando su eternidad junto a los espíritus rebeldes, asesinos, científicos, poetas dementes, egoístas y corruptos.

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