Mi primer empleo

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  Este es el principio de la ruina y de la derrota. Kung Chang había hablado con mi madre por teléfono, llamó para dar una noticia. El oriental le comentó que su empleado había muerto por un tiro de cerbatana que le atravesó el corazón y que ellos se habían quedado sin una persona para lavar y planchar los manteles del restaurante. Como mi mamá quería que obtenga el empleo no dudó y le dijo que me presentaría a trabajar en breve.

Con el rostro abrumado por la contrariedad le dije que iría a ver a los chinos en ese mismo momento.

Me bañé, me puse una camisa de jeans, un pantalón negro y unos borcegos, me peiné con gel y salí a tomarme el colectivo con el aire encogido en el cuello. Llegué como un desconocido, haciendo reverencias y humillandome a mí mismo. Los chinos me veían raro, como si estuviese andrajoso. Me llevaron a la trastienda y me pusieron un guardapolvo de vinilo que me llegaba hasta los tobillos.

Una anciana llegó a paso de tortuga y me mostró donde estaba el lavadero. Me dijo que se llamaba Kyon, ella me tomó de las manos con sus dedos arrugados pero fuertes. Me puso un jabón blanco en pan en mi palma izquierda y me indicó como tenía que fregar los manteles y las servilletas a mano.

La piel de Kyon era delgada, como la de su cara que había perdido la tirantez natural pero brillaba de pura limpieza. No entendía como podía soportar el agua helada de los fuentones de zinc en sus manos. La octogenaria lavó un mantel largo. La tela sintética había absorbido el olor del pescado y las frituras de pollo que servían en la fonda. Con infinita paciencia, la mujer pasaba el jabón, frotando con tal suavidad para no abrir el tejido.

Todavía no recuerdo cuantos manteles había para lavar: sentado en el inodoro, me sentí cansado y hasta demacrado, débil, con dolor en mi columna vertebral, con mi camisa sudada sobre mis hombros. Parecía que la jornada laboral parecía ser infinita, pero solo habían pasado cinco horas de mi primer día de trabajo.

Mientras fregaba, escuchaba voces en otras habitaciones que me causaban pesadez y sueño. Durante algunos intervalos, venía la anciana a inspeccionar mi trabajo, entonces decidí darle charla.

—Me enteré que falleció el hombre que hacía este trabajo —repuse—. Así que murió por una cerbatana.

La mujer me tiró una absorta mirada penetrante.

—Se llamaba Dionisio y era oriundo del Perú. Tenía una enfermedad luética —dijo la anciana, brindándome una sonrisa forzada.

—No consigo comprender.

—Tenía Sífilis. Quiero decir que tenía sífilis. Estaba en una fase irreversible.

—Entiendo...

—Al principio estaba estupefacta. No sabía nada sobre la enfermedad y no quise acercarme a él durante meses. Pensé que si tocaba el agua del lavado también me podría contagiar —dijo Kyon con los ojos cristalinos.

—La verdad que no se que decir.

—¿Cree usted que que yo podría haberme contagiado...de su Sífilis? —preguntó dubitativa.

—Claro que no. Que yo sepa es una enfermedad de índole sexual. Pero si se quiere sacar la duda tendría que ser examinada por un médico —le expliqué amorosamente.

—Dionisio no supo por mucho tiempo que tenía esta enfermedad, porque dijo que los primeros síntomas son demasiado débiles que no se advierten. Físicamente solo tenía unas llagas al costado de su boca —explicó.

—La verdad que me resulta difícil de creer que una persona muera de sífilis en plena década de los '90 —dije y luego bizqueé.

—Dicen que esas enfermedades son cosas del demonio. No quise indagar demasiado —dijo Kyon con nostalgia sin saber que más podría decir.

—A lo mejor y luego empeoró y tuvo una gran erupción en todo su cuerpo —inquirí, escuchando a la viejecita con paciencia.

—Mi hijo me dijo que había acudido con el doctor. Pero ya sabemos como son los doctores de este país...

La lavandería estaba muy tranquila, casi espectral, entonces decidimos hacer una pausa para beber un té de frutas frescas. Después del té nos pusimos a jugar con los naipes. Pero yo no tenía paciencia para el juego, tenía muchas inquietudes en mi cabeza. Quería seguir indagando en ese momento, pero no quería tener una monótona y aburrida conversación con la anciana.

—En mi época las mujeres no eran compasivas y liberales como son ahora —repuso la octogenaria—. Cuando era joven era imposible interactuar con personas de diferente sexo y que sea normal como sucede ahora. Mi hermana y yo viviamos juntas en las afueras de un pueblo en China.

—¿Entonces ustedes serán parte de la población de rural? —exclamé curioso.

—Los occidentales ven por la televisión
las imágenes de los rascacielos en Shanghai y los multimillonarios recorriendo el occidente intentando saciar su apetito de exotismo, con sus relojes Cartier y trajes a la medida —explicó con una mirada penetrante.

—Es cierto. Una vez leí en el periódico que la mitad le los chicos aún viven en granjas con escasos recursos e ingresos —mascullé.

—Cuando llegué a este país, descubrí que aquí habían casinos y un centro de carreras de caballos. Aunque nunca fuí a uno de esos lugares porque carecía de valor y confianza en mí misma —dijo con la mirada perdida.

—Sin embargo ustedes son una comunidad de empresarios, y eso significaría una gran mejora en comparación de su antiguo estilo de vida.

—Pero extraño color de los pájaros. A veces creo oir el sonido del Charrán Chino de mi madre. Es una de las especies aviares más raras del mundo —dijo con los ojos encandilados.

—Debe ser un pajarito muy bonito. Se nota que le gusta el mundo natural — dije recordando al lorito que teníamos cuando éramos pequeños en la casa de mi abuela.

—En este país tuvimos que aprender sin piedad —dijo y tragó saliva—, como se pronuncia la lengua castellana, como era el idioma, los signos y la escritura.

Mientras relataba todo esto, sus rangos recobraron la autoridad y la soberbia. Rígida se inclinó sobre la máquina de secado y se puso a doblar los manteles. En ese preciso instante apareció el chinito que se anda haciendo el galán con Meteora y me lanzó una una risa suave pero sobradora que me hizo alterar los nervios.

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