𝟴 *・゚:✧* the marauders map.✓

Màu nền
Font chữ
Font size
Chiều cao dòng


━ ✩・*。𝐁𝐋𝐀𝐂𝐊 & 𝐏𝐎𝐓𝐓𝐄𝐑 。˚⚡
008.┊EL MAPA DEL MERODEADOR.
canción: miserable man por david kushner.

LA SEÑORA POMFREY INSISTIÓ en que Ara y Harry se quedaran en la enfermería el fin de semana. Mientras que Ara ya había aceptado que su escoba no tenía arreglo, Harry no le permitió a la señora Pomfrey que tirara los restos de su Nimbus 2000. Ara no podía culparlo, era uno de los primeros regalos que había recibido, y tenía cierto valor sentimental.

Recibieron un aluvión de visitantes, todos con la intención de infundirles ánimos. Hagrid les envió unas flores llenas de tijeretas y que parecían coles amarillas, y Ginny Weasley, apareció con una tarjeta de recupérate pronto para su hermana. El equipo de Gryffindor volvió a visitarlos el domingo por la mañana, esta vez con Wood, que aseguró a Harry y a Ara con voz de ultratumba que no los culpaba en absoluto. Ron y Hermione no se iban hasta que llegaba la noche. Ara no se sentía tan miserable como Harry, quien aún parecía estar particularmente sombrío a pesar de las visitas y palabras alentadoras de todos. Ara no sabía qué más podía hacer para levantarle el ánimo, ya había intentado animarlo tanto con palabras como con abrazos, incluso se transformó en su forma animaga con la esperanza de que le resultara divertido, pero solo consiguió arrancarle unas pequeñas sonrisas y carcajadas.

Pero Harry apreció de todos modos sus intentos, alegrado de que, aunque su semblante estuviera decaído, no se sintiera solo.

Durante una de sus noches en la enfermería, Harry le había confesado a Ara que creía haber visto al Grim durante su partido. Ara sugirió que tal vez se había confundido y se lo había imaginado, pero Harry insistió. Ella le creyó y guardó silencio, ya que Harry no quería que Ron y Hermione se enteraran, considerando que lo más probable era que se asustarían.

Fue un alivio regresar el lunes al ruido y el bullicio del colegio, donde estaban obligados a pensar en otras cosas, que no fueran los gritos de sus madres siendo asesinadas, aunque tuvieran que soportar las burlas de Draco Malfoy. Malfoy no cabía en sí de gozo por la derrota de Gryffindor. Por fin se había quitado las vendas y lo había celebrado parodiando animadamente las caídas de Harry y Ara.

La mayor parte de la siguiente clase de Pociones la pasó Malfoy imitando por toda la mazmorra a los dementores. Llegó un momento en que Ron no pudo soportarlo más y le arrojó un corazón de cocodrilo grande y viscoso. Le dio en la cara y consiguió que Snape le quitara cincuenta puntos a Gryffindor.

—Si Snape vuelve a dar la clase de Defensa Contra las Artes Oscuras, me pondré enfermo —explicó Ron mientras se dirigían al aula de Lupin, tras el almuerzo—. Mira a ver quién está, Hermione.

Hermione se asomó al aula.

—¡Estupendo!

El profesor Lupin había vuelto al aula. Ciertamente, tenía aspecto de convaleciente. Las túnicas de siempre le quedaban grandes y tenía ojeras. Sin embargo, sonrió a los alumnos mientras se sentaban, y ellos prorrumpieron inmediatamente en quejas sobre el comportamiento de Snape durante la enfermedad de Lupin.

—No es justo. Sólo estaba haciendo una sustitución. ¿Por qué tenía que mandarnos trabajo?

—No sabemos nada sobre los hombres lobo─

—¡. . . dos pergaminos!

—¿Le dijisteis al profesor Snape que todavía no habíamos llegado ahí? —preguntó el profesor Lupin, frunciendo un poco el entrecejo.

Volvió a producirse un barullo.

—Sí, pero dijo que íbamos muy atrasados─

—. . . no nos escuchó─

¡. . . dos pergaminos!

El profesor Lupin sonrió ante la indignación que se dibujaba en todas las caras.

—No os preocupéis. Hablaré con el profesor Snape. No tendréis que hacer el trabajo.

—¡Oh, no! —exclamó Hermione, decepcionada—. ¡Yo ya lo he terminado!

Tuvieron una clase muy agradable. El profesor Lupin había llevado una caja de cristal que contenía un hinkypunk, una criatura pequeña de una sola pata que parecía hecha de humo, enclenque y aparentemente inofensiva.

Al sonar el timbre, todos, Ara y Harry entre ellos, recogieron sus cosas y se dirigieron a la puerta, pero─

—Esperad un momento, Harry, Ara —les dijo Lupin—, me gustaría hablar con vosotros.

Ara y Harry volvieron sobre sus pasos y vieron al profesor cubrir la caja del hinkypunk.

—Me han contado lo del partido —dijo Lupin, volviendo a su mesa y metiendo los libros en su maletín—. Y lamento mucho lo de vuestras escobas. ¿Será posible arreglarlas?

—No —contestó Ara—, eran prácticamente polvo y las escobas son difíciles de remendar.

Lupin suspiró.

—Plantaron el sauce boxeador el mismo año que llegué a Hogwarts. La gente jugaba a un juego que consistía en aproximarse lo suficiente para tocar el tronco. Un chico llamado Davey Gudgeon casi perdió un ojo y se nos prohibió acercarnos. Ninguna escoba habría salido airosa.

—¿Ha oído también lo de los dementores? —dijo Harry, haciendo un esfuerzo.

Lupin les dirigió una mirada rápida.

—Sí, lo he oído. Creo que nadie ha visto nunca tan enfadado al profesor Dumbledore. Están cada vez más rabiosos porque Dumbledore se niega a dejarlos entrar en los terrenos del colegio. . . Fue la razón por la que os caísteis, ¿no?

—Sí —respondió Ara con rigidez—. Es un poco difícil de explicar pero. . . Cuando se acercan, siento como si me chuparan la vida.

—¿Por qué? ¿Por qué nos afectan de esta manera? ¿Acaso somos unos. . .? —empezó Harry vacilante.

—No tiene nada que ver con la cobardía —dijo el profesor Lupin tajantemente, como si le hubiera leído el pensamiento a Harry—. Los dementores os afectan más que a los demás porque en vuestro pasado hay cosas horribles que los demás no tienen.

Un rayo de sol invernal cruzó el aula, iluminando el cabello gris de Lupin y las líneas de su joven rostro.

—Los dementores están entre las criaturas más nauseabundas del mundo. Infestan los lugares más oscuros y más sucios. Disfrutan con la desesperación y la destrucción ajenas, se llevan la paz, la esperanza y la alegría de cuanto los rodea. Incluso los muggles perciben su presencia, aunque no pueden verlos. Si alguien se acerca mucho a un dementor, éste le quitará hasta el último sentimiento positivo y hasta el último recuerdo dichoso. Si puede, el dementor se alimentará de él hasta convertirlo en su semejante: en un ser desalmado y maligno. Le dejará sin otra cosa que las peores experiencias de su vida. No teneís de qué avergonzaros.

—Cuando hay alguno cerca de mí... —Harry miró la mesa de Lupin, con los músculos del cuello tensos. Ara notó su malestar y le agarró de la mano, dándole un apretón tranquilizador— oigo el momento en que Voldemort mató a mi madre.

—Yo también oigo a mi madre, sus palabras y. . . su grito —dijo Ara, aclarándose la garganta—. También había un hombre.

Lupin hizo con los brazos un movimiento repentino, como si fuera a agarrarlos por los hombros, pero lo pensó mejor. Hubo un momento de silencio y luego. . .

—¿Por qué acudieron al partido? —preguntó Harry con amargura, apretando con más fuerza la mano de Ara.

—Están hambrientos —explicó Lupin tranquilamente, cerrando el maletín, que dio un chasquido y mirando discretamente sus manos entrelazadas, casi con nostalgia—. Dumbledore no los deja entrar en el colegio, de forma que su suministro de presas humanas se ha agotado. . . Supongo que no pudieron resistirse a la gran multitud que había en el estadio. Toda aquella emoción. . . El ambiente caldeado. . . Para ellos, tenía que ser como un banquete.

—Azkaban debe de ser horrible —masculló Harry.

Lupin asintió con melancolía.

Ara se puso a pensar, «¿cómo pudo burlar Sirius Black a los dementores? Si se alimentaban de humanos, seguramente habrían sentido su presencia». Luego, su mente se dirigió a la noche en que irrumpió en el castillo, otra vez, ¿cómo es que los dementores no lo detectaron? Pero entonces recordó el cuadro, estaba rasgado, seguro que eso no lo hacían manos humanas. La posibilidad de que su padre fuera como ella, un animago no registrado, seguía rondando por su mente.

Ara se frotó la sien, frunciendo el ceño. Era posible, el profesor Lupin dijo que percibían las emociones humanas, pero ¿qué hay de los animales─?

Sus pensamientos se interrumpieron cuando el maletín de Lupin cayó de la mesa; tuvo que inclinarse enseguida para recogerlo.

—Sí —dijo incorporándose. Ara se dio cuenta de que había desconectado de su conversación—. Black debe de haber descubierto la manera de hacerles frente. Yo no lo habría creído posible. . . En teoría, los dementores quitan al brujo todos sus poderes si están con él el tiempo suficiente.

Ara decidió guardarse su pequeña teoría para sí misma.

—Usted ahuyentó en el tren a aquel dementor —dijo Harry de repente.

—Hay algunas defensas que uno puede utilizar —explicó Lupin—. Pero en el tren sólo había un dementor. Cuantos más hay, más difícil resulta defenderse.

—¿Qué defensas? Como. . . ¿El Encantamiento Patronus? —dijo Ara, y Lupin la miró fijamente como preguntándole cómo sabía ella eso. Ara simplemente se encogió de hombros tímidamente—. He investigado un poco. . .

—¿Puede enseñarnos? —dijo Harry de inmediato.

—No soy ningún experto en la lucha contra los dementores. Más bien lo contrario. . .

—Pero si los dementores acuden a otro partido de quidditch, tenemos que tener algún arma contra ellos.

Lupin vio a Harry tan decidido y los suplicantes ojos de Ara que dudó un momento y luego dijo:

—Bueno. . . de acuerdo. Intentaré ayudaros. Pero me temo que no podrá ser hasta el próximo trimestre. Tengo mucho que hacer antes de las vacaciones. Elegí un momento muy inoportuno para caer enfermo.

—¿Sabes? —le dijo Harry a Ara mientras salían del aula—. A veces, no quiero luchar contra los dementores, porque es la única forma de oír la voz de mi madre.

—Lo entiendo, ¿sabes? —dijo Ara, volviéndose para mirarle blandamente—. Quiero decir, tú no sabías cómo sonaba tu madre, y ahora lo sabes, es normal que no quieras desprenderte de eso. Pero. . . los dementores son capaces de cosas mucho peores que lo que pasó en el partido, así que tenemos que defendernos.

—Sí, lo sé —Harry suspiró—. Es sólo que. . . desearía que fuera diferente. . .

—Ya somos dos —Ara sonrió ligeramente, uniendo sus brazos mientras continuaban su camino hacia la sala común.

☾ ⋆*・゚:⋆*・゚:✧*⋆.*:・゚✧.: ⋆*・゚: .⋆ ☾

RAVENCLAW INFLINGIÓ A HUFFLEPUFF en el partido de quidditch de finales de noviembre. Gryffindor no había perdido todas las posibilidades de ganar la copa, aunque tampoco podían permitirse otra derrota. Wood recuperó su energía obsesiva y entrenó al equipo con la dureza de costumbre bajo la fría llovizna que persistió durante todo el mes de diciembre; a veces, Ara consideraba ponerle una poción adormecedora a Wood para que pudieran descansar alguna vez.

Dos semanas antes de que terminara el trimestre, el cielo se aclaró de repente, volviéndose de un deslumbrante blanco opalino, y los terrenos embarrados aparecieron una mañana cubiertos de escarcha. Dentro del castillo había ambiente navideño. El profesor Flitwick ya había decorado su aula con luces brillantes que resultaron ser hadas de verdad, que revoloteaban. Los alumnos comentaban entusiasmados sus planes para las vacaciones. Ara, Ron y Hermione habían decidido quedarse en Hogwarts.

Para satisfacción de todos menos de Ara y de Harry, estaba programada otra salida a Hogsmeade para el último fin de semana del trimestre.

—¡Podemos hacer allí todas las compras de Navidad! —dijo Hermione—. ¡A mis padres les encantaría el hilo dental mentolado de Honeydukes!

Resignado a ser Ara y él los únicos de tercero que no irían, Harry le pidió prestado a Wood su ejemplar de El mundo de la escoba, y decidió pasar el día informándose sobre los diferentes modelos, con Ara leyendo con él de vez en cuando.

La mañana del sábado de la excursión, Ara y Harry se despidieron de Ron y de Hermione, envueltos en capas y bufandas, y subieron juntos la escalera de mármol que conducía a la torre de Gryffindor. Había empezado a nevar y el castillo estaba muy tranquilo y silencioso.

—Esto es completamente injusto —se quejó Ara—. Quiero decir, ¿de verdad creen que Sirius Black aparecería y nos mataría cuando hay mucha gente en Hogsmeade?

—Lo sé —dijo Harry con un suspiro—. Pero al menos nos tenemos el uno al otro─

—¡Pss, hermanita! ¡Harry!

Se dieron la vuelta a mitad del corredor del tercer piso y vieron a Fred y a George que los miraban desde detrás de la estatua de una bruja tuerta y jorobada.

—¿Qué hacéis? —preguntó Harry con curiosidad—. ¿Cómo es que no estáis camino de Hogsmeade?

—Sí —dijo Ara, mirándolos con recelo—. Vosotros dos nunca perdéis la oportunidad de comprar suministros de broma.

—Hemos venido a daros un poco de alegría antes de irnos —les dijo Fred guiñándoles el ojo misteriosamente—. Entrad aquí. . .

Les señaló con la cabeza un aula vacía que estaba a la izquierda de la estatua de la bruja. Ara y Harry entraron detrás de Fred y George. George cerró la puerta sigilosamente y se volvió, mirándolos con una amplia sonrisa.

—Un regalo navideño por adelantado para vosotros dos —dijo.

Fred sacó algo de debajo de la capa y lo puso en una mesa, haciendo con el brazo un ademán rimbombante. Era un pergamino grande, cuadrado, muy desgastado. No tenía nada escrito. Los ojos de Ara se abrieron de par en par al darse cuenta de lo que era, pero Harry se limitó a mirarlo con detenimiento, sospechando que fuera una de las bromas de Fred y George.

—¡Oh! —exclamó Ara emocionada, mirando a sus hermanos con un brillo de travesura en los ojos—. ¿Es este el─?

—Es exactamente lo que crees que es, querida hermanita —dijo George, pasándole un brazo por el hombro.

—¿Qué es? —dijo Harry.

—Esto, Harry, es el secreto de nuestro éxito —dijo George, acariciando el pergamino.

—Nos cuesta desprendernos de él —dijo Fred—. Pero anoche llegamos a la conclusión de que vosotros lo necesitáis más que nosotros, y ya le habíamos prometido a nuestra pequeña demonio de hermana que se lo pasaríamos a ella.

Ara le dio un manotazo en el brazo.

—De todas formas, nos lo sabemos de memoria —dijo George—. Os lo legamos a los dos, ya que siempre estáis juntos —les guiñó un ojo—. A nosotros ya no nos hace falta.

—¿Y para qué necesito un pergamino viejo? —preguntó Harry, y Ara ahogó un grito, claramente ofendida.

—¡Un pergamino viejo! —exclamó Fred, cerrando los ojos y haciendo una mueca de dolor, como si Harry lo hubiera ofendido gravemente—. Explícaselo, George.

—Bueno, Harry... cuando estábamos en primero... y éramos jóvenes, despreocupados e inocentes. . . —Ara se rió y Harry resopló. Dudaban que Fred y George hubieran sido inocentes alguna vez—. Bueno, más inocentes de lo que somos ahora. . . tuvimos un pequeño problema con Filch.

—Tiramos una bomba fétida en el pasillo y se molestó.

—Así que nos llevó a su despacho y empezó a amenazarnos con el habitual─

—. . . castigo─

—. . . de descuartizamiento─

—. . . y fue inevitable que viéramos en uno de sus archivadores un cajón en que ponía «Confiscado y altamente peligroso».

—No me digáis. . . —dijo Harry sonriendo.

—Claro que lo hicieron —dijo Ara, sonriendo a los gemelos.

—Bueno, ¿qué habríais hecho vosotros? —preguntó Fred—. George se encargó de distraerlo lanzando otra bomba fétida, yo abrí a toda prisa el cajón y pillé. . . esto.

—No fue tan malo como parece —dijo George—. Creemos que Filch no sabía utilizarlo. Probablemente sospechaba lo que era, porque, si no, no lo habría confiscado.

—¿Y sabéis utilizarlo?

—Oh, sí —dijo Fred, sonriendo con complicidad—. Esta pequeña maravilla nos ha enseñado más que todos los profesores del colegio.

—Me estáis tomando el pelo —dijo Harry, mirando el pergamino.

—Ah, ¿sí? ¿Te estamos tomando el pelo? —dijo George.

—Créeme, no lo hacen —le dijo Ara.

George sacó la varita, tocó con ella el pergamino y pronunció:

Juro solemnemente que mis intenciones no son buenas.

E inmediatamente, a partir del punto en que había tocado la varita de George, empezaron a aparecer unas finas líneas de tinta, como filamentos de telaraña. Se unieron unas con otras, se cruzaron y se abrieron en abanico en cada una de las esquinas del pergamino. Luego empezaron a aparecer palabras en la parte superior. Palabras en caracteres grandes, verdes y floreados que proclamaban:

Los señores Lunático, Colagusano, Canuto y Cornamenta, proveedores de artículos para magos traviesos, están orgullosos de presentar
EL MAPA DEL MERODEADOR

Era un mapa que mostraba cada detalle del castillo de Hogwarts y de terrenos. Pero lo más extraordinario eran las pequeñas motas de tinta que se movían por él, cada una etiquetada con un nombre escrito con letra diminuta. Ara y Harry se inclinaron sobre el mapa. Una mota de la esquina superior izquierda, etiquetada con el nombre del profesor Dumbledore, lo mostraba caminando por su estudio. La gata del conserje, la Señora Norris, patrullaba por la segunda planta, y Peeves se hallaba en aquel momento en la sala de los trofeos, dando tumbos. Entonces Ara y Harry se dieron cuenta de algo más: aquel mapa mostraba una serie de pasadizos en los que ellos no habían entrado nunca. Muchos parecían conducir. . .

—Exactamente a Hogsmeade —dijo Fred, recorriéndolos con el dedo—. Hay siete en total. Ahora bien, Filch conoce estos cuatro. —Los señaló—. Pero nosotros estamos seguros de que nadie más conoce estos otros. Olvidaos de este de detrás del espejo de la cuarta planta. Lo hemos utilizado hasta el invierno pasado, pero ahora está completamente bloqueado. Y en cuanto a éste, no creemos que nadie lo haya utilizado nunca, porque el sauce boxeador está plantado justo en la entrada. Pero este de aquí lleva directamente al sótano de Honeydukes. Lo hemos atravesado montones de veces. Y la entrada está al lado mismo de esta aula, como quizás hayáis notado, en la joroba de la bruja tuerta.

—Lunático, Colagusano, Canuto y Cornamenta —suspiró George, señalando la cabecera del mapa—. Les debemos tanto. . .

—Hombres nobles que trabajaron sin descanso para ayudar a una nueva generación de quebrantadores de la ley —dijo Fred solemnemente.

—Bien —añadió George—. No olvidéis borrarlo después de haberlo utilizado.

—De lo contrario, cualquiera podría leerlo —dijo Fred en tono de advertencia.

—No tenéis más que tocarlo con la varita y decir: «¡Travesura realizada!», y se quedará en blanco.

—Así que, vosotros dos —dijo Fred, imitando a Percy admirablemente—, portaos bien.

—Nos veremos en Honeydukes —les dijo George, guiñándoles un ojo.

Salieron del aula sonriendo con satisfacción. Ara y Harry se quedaron allí, mirando el mapa milagroso.

—Pues bien —dijo Ara, sonriendo—. ¿A qué estamos esperando?

—Vamos —dijo Harry, también sonriendo.

Harry enrolló el mapa, se lo escondió en la túnica y agarró a Ara de la mano, yendo luego a toda prisa con ella hacia la puerta del aula. La abrió cinco centímetros. No había nadie allí fuera. Con mucho cuidado, salieron del aula y se colocaron detrás de la estatua de la bruja tuerta.

Sacó de nuevo el mapa y vio con asombro que en él habían aparecido dos nuevas motas de tinta con los rótulos «Harry Potter» y «Ara Black». Estas motas se encontraban exactamente donde estaban los verdaderos Harry y Ara, hacia la mitad del corredor de la tercera planta. Ara extrajo su varita y le dio a la estatua unos golpecitos. No ocurrió nada.

—Inténtalo tú —dijo Ara.

Harry volvió a mirar el mapa. Al lado de las motas había una diminuta burbuja de diálogo. Decía: «Dissendio.»

¡Dissendio! —susurró Harry, volviendo a golpear con la varita la estatua de la bruja. Inmediatamente, la joroba de la estatua se abrió lo suficiente. Harry le dedicó a Ara una sonrisa triunfante, a lo que ella se limitó a poner los ojos en blanco con una sonrisa. Harry miró a ambos lados del corredor y guardó el mapa antes de impulsarlos a los dos hacia delante.

Se deslizaron por un largo trecho de lo que parecía un tobogán de piedra y aterrizaron en una tierra fría y húmeda. Se pusieron en pie, mirando a su alrededor. Estaba totalmente oscuro. Ara levantó la varita, murmuró: «¡Lumos!», y vieron que se encontraba en un pasadizo muy estrecho, bajo y cubierto de barro. Harry levantó el mapa, lo golpeó con la punta de la varita y dijo: «¡Travesura realizada!» El mapa se quedó inmediatamente en blanco. Lo dobló con cuidado, se lo guardó en la túnica y se pusieron en marcha.

—Está asqueroso aquí abajo —susurró Ara, Harry le lanzó una mirada a la que ella simplemente se encogió de hombros.

El pasadizo se doblaba y retorcía, más parecido a la madriguera de un conejo gigante que a ninguna otra cosa. Corrieron por él, Ara tropezó un par de veces, pero Harry siempre se las arreglaba para atraparla.

Después de lo que pareció una hora, el camino comenzó a ascender. Jadeando, aceleraron el paso. Ara había pasado tanto frío que Harry tuvo que darle su jersey, no es que ella se quejara.

Diez minutos después, llegaron al pie de una escalera de piedra que se perdía en las alturas. Procurando no hacer ruido, comenzaron a subir. Cien escalones, doscientos. . . Luego, de improviso, la cabeza de Harry chocó contra algo duro, Ara se rió disimuladamente a su lado y Harry se volvió hacia ella molesto, pero ella levantó las manos en señal de rendición.

Parecía una trampilla. Aguzaron el oído, Harry mientras se frotaba la cabeza. No oían nada. Muy despacio, Harry levantó ligeramente la trampilla y miró por la rendija.

Se encontraban en un sótano lleno de cajas y cajones de madera.

Harry salió por la trampilla y tiró de Ara, volviendo a bajar la trampilla en cuanto ella salió. Anduvieron sigilosamente hacia la escalera de madera que conducía al piso superior. Ahora sí que oían voces, además del tañido de una campana y el chirriar de una puerta al abrirse y cerrarse.

Mientras Ara y Harry se miraban debatiendo qué hacer, oyeron abrirse otra puerta mucho más cerca de ellos. Alguien se dirigía hacia allí.

—Y coge otra caja de babosas de gelatina, querido. Casi se han acabado —dijo una voz femenina.

Un par de pies bajaba por la escalera. Ara agarró a Harry del brazo, los ocultó tras un cajón grande y aguardaron a que pasaran. Oyeron que el hombre movía unas cajas y las ponía contra la pared de enfrente. Tal vez no se les presentara otra oportunidad. . .

Rápida y sigilosamente, salieron del escondite y subieron por la escalera. Llegaron a la puerta que estaba al final de la escalera, la atravesaron y se encontraron tras el mostrador de Honeydukes. Agacharon la cabeza, salieron a gatas y se volvieron a incorporar.

Honeydukes estaba tan abarrotada de alumnos de Hogwarts que nadie se fijó en ellos. Pasaron por detrás de ellos, mirando a su alrededor, y Harry tuvo que contener la risa al imaginarse la cara de cerdo que pondría Dudley si pudiera ver dónde se encontraba. Ara se limitó a mirarle extrañada, preguntándose de qué se reía, pero sin embargo sonrió, le gustaba verle contento.

Se apretujaron entre una multitud de chicos de sexto, y vieron un letrero colgado en el rincón más apartado de la tienda («Sabores insólitos»). Ron y Hermione estaban debajo, observando una bandeja de pirulíes con sabor a sangre. Ara y Harry se les acercaron a hurtadillas por detrás.

—Uf, no, Ara no querrá de éstos. Creo que son para vampiros. Y además, a ella sólo le gusta el chocolate —decía Hermione.

—¿Qué te parece esto para Harry? —dijo Ron acercando un tarro de cucarachas a la nariz de Hermione.

—Definitivamente no —dijo Harry, y Ara resopló al ver la cara de terror de Ron, a quién casi se le cayó el bote.

—¡Harry! ¡Ara! —gritó Hermione—. ¿Qué hacéis aquí? ¿Cómo─ cómo lo habéis hecho─?

—¡Ahí va! —dijo Ron, muy impresionado—. ¡Habéis aprendido a apareceros!

—Por supuesto que no —dijo Harry.

—No puedes aparecerte en Hogwarts, Ron —dijo Ara en un tono aburrido, ella y Hermione se lo habían dicho como un millón de veces. Entonces Ara y Harry bajaron la voz para que ninguno de los de sexto pudieran oírles y les contaron lo del Mapa del Merodeador.

—¿Por qué Fred y George no me lo han dejado nunca? —dijo Ron, indignado.

—¡Pero Ara y Harry no se quedarán con él! —dijo Hermione, como si la idea fuera absurda—. Se lo entregarán a la profesora McGonagall. ¿A que sí, chicos?

—¡No! —contestó Harry.

—Podría sernos útil en el futuro —añadió Ara.

—¿Estás loca? —dijo Ron, mirando a Hermione con ojos muy abiertos—. ¿Entregar algo tan estupendo?

—¡Si lo entregamos, tendremos que explicar dónde lo hemos conseguido! Filch se enteraría de que Fred y George se lo mangaron.

Y no podemos echarlos así al fuego —dijo Ara, intentando convencer a Hermione de que conservarlo sería mejor.

—Pero ¿y Sirius Black? —susurró Hermione—. ¡Podría estar utilizando alguno de los pasadizos del mapa para entrar en el castillo! ¡Los profesores tienen que saberlo!

—Oh, vamos, 'Mione —dijo Ara, sonando un poco irritada—. Ni que Sirius Black supiera de la existencia de este mapa.

Ron se aclaró la garganta y señaló un rótulo que estaba pegado en la parte interior de la puerta de la tienda:

—por ordem del—
MINISTERIO DE MAGIA

Se recuerda a los clientes que hasta nuevo aviso los dementores patrullarán las calles cada noche después de la puesta de sol. Se ha tomado esta medida pensando en la seguridad de los habitantes de Hogsmeade y se levantará tras la captura de Sirius Black. Es aconsejable, por lo tanto, que los ciudadanos finalicen las compras mucho antes de que se haga de noche.

¡Felices Pascuas!

—¿Lo veis? —dijo Ron en voz baja—. Me gustaría ver a Black tratando de entrar en Honeydukes con los dementores por todo el pueblo. De cualquier forma, los propietarios de Honeydukes lo oirían entrar, ¿no? Viven encima de la tienda.

—Sí, pero. . . —Parecía que Hermione se esforzaba por hallar nuevas objeciones—. Mira, a pesar de lo que digas, Ara y Harry no deberían venir a Hogsmeade porque no tienen autorización. ¡Si alguien lo descubre se verán en un grave aprieto! Y todavía no ha anochecido: ¿qué ocurriría si Sirius Black apareciera hoy? ¿Si apareciera ahora?

—Que lo maldeciríamos —dijo Ara despreocupadamente.

—Pues que las pasaría moradas para localizarlos aquí —dijo Ron, señalando con la cabeza la nieve densa que formaba remolinos al otro lado de las ventanas con parteluz—. Vamos, Hermione, es Navidad. Se merecen un descanso.

—Además —dijo Ara, sonriendo—. ¿Qué es la vida sin un poco de riesgo?

—¿Segura? —pronunció Hermione con incredulidad.

Aburrida —corrigió Ara con un guiño.

—¿Vas a delatarnos? —le preguntó Harry con una sonrisa.

—Claro que no, pero, la verdad─

—¿Habéis visto las meigas fritas? —preguntó Ron, agarrándolos del brazo y llevándoselos hasta el tonel en que estaban—. ¿Y las babosas de gelatina? ¿Y las píldoras ácidas? Fred nos dio una a Ara y a mí cuando teníamos siete años. Nos hizo un agujero en la lengua. Recuerdo que mamá le dio una buena tunda con la escoba. —Ron se quedó pensativo, mirando la caja de píldoras—. ¿Creéis que Fred picaría y tomaría una cucaracha si le dijera que son cacahuetes?

—Deberíamos colárselas en su desayuno —sugirió Ara.

Después de que Ron y Hermione pagaran los dulces que habían elegido, salieron los cuatro a la ventisca de la calle.

Hogsmeade era como una postal de Navidad. Las tiendas y casitas con techumbre de paja estaban cubiertas por una capa de nieve crujiente. En las puertas había adornos navideños y filas de velas embrujadas que colgaban de los árboles.

Ara pilló a Harry temblando tras unos minutos de paseo e hizo ademán de quitarse el jersey y devolvérselo, pero Harry se limitó a agarrarla del brazo al darse cuenta de sus movimientos, negando con la cabeza.

—Harry, te estás congelando —protestó Ara, mientras intentaba devolverle el jersey una vez más.

—Quédatelo tú —dijo Harry, sonriendo ligeramente—. Sé que odias tener frío.

Ara volvió a ponerse el jersey a regañadientes.

—Ahí está correos.

—Zonko está allí.

—Podríamos ir a la Casa de los Gritos.

—Os propongo otra cosa —dijo Ron, castañeteando los dientes—. ¿Qué tal si tomamos una cerveza de mantequilla en Las Tres Escobas?

A Ara le apetecía muchísimo; sus mejillas y nariz ya tenían un pequeño tinte rojo, había bajado las mangas del jersey de Harry, de modo que ahora le cubrían las manos, antes congeladas. Así que cruzaron la calle y a los pocos minutos entraron en el bar.

Estaba calentito y lleno de gente, de bullicio y de humo. Una mujer guapa y de buena figura servía a un grupo de pendencieros en la barra.

—Ésa es la señora Rosmerta —dijo Ron—. Voy por las bebidas, ¿eh? —añadió sonrojándose un poco.

—¡Un chocolate caliente para mí por favor, Ron! —gritó Ara detrás de él, que le levantó el pulgar por encima del hombro.

Ara, Harry y Hermione se dirigieron a la parte trasera del bar, donde quedaba libre una mesa pequeña, entre la ventana y un bonito árbol de Navidad, al lado de la chimenea. Ron regresó cinco minutos más tarde con tres jarras de caliente y espumosa cerveza de mantequilla y un chocolate caliente.

—¡Felices Pascuas! —dijo levantando la jarra, muy contento.

Ara se llevó la taza a los labios, bebió un sorbo y sintió una oleada de calidez recorriendo su cuerpo.

Una repentina corriente de aire la hizo temblar y Harry tuvo que frotarle los brazos para mantenerla en calor. Se había vuelto a abrir la puerta de Las Tres Escobas. Harry se atragantó con su jarra de cerveza y Ara le acarició la espalda.

El profesor Flitwick y la profesora McGonagall acababan de entrar en el bar con una ráfaga de copos de nieve. Los seguía Hagrid muy de cerca, inmerso en una conversación con un hombre corpulento que llevaba un sombrero hongo de color verde lima y una capa de rayas finas: era Cornelius Fudge, el ministro de Magia.

En menos de un segundo, Ron y Hermione obligaron a Ara y Harry a agacharse y esconderse debajo de la mesa, empujándolos con las manos. Ara se apresuró a dejar el chocolate sobre la mesa mientras Harry y ella se agachaban hasta perderse de vista. La espalda de Ara estaba apoyada contra el pecho de Harry, que empuñaba con fuerza su jarra vacía y observaba los pies de los profesores y de Fudge, que se acercaban a la barra, se detenían, se daban la vuelta y avanzaban hacia donde ellos estaban.

En algún lugar por encima de ellos, Hermione susurró:

¡Mobiliarbo!

El árbol de Navidad que había al lado de la mesa se elevó unos centímetros, se desplazó hacia un lado y, suavemente, volvió a ponerse delante de ellos, ocultándolos. Mirando a través de las ramas más bajas y densas, Ara y Harry vieron las patas de cuatro sillas que se separaban de la mesa de al lado, y oyeron a los profesores y al ministro resoplar y suspirar mientras se sentaban.

Luego vieron otro par de pies con zapatos de tacón alto y de color turquesa brillante, y oyeron una voz femenina:

—Una tacita de alhelí. . .

—Para mí —indicó la voz de la profesora McGonagall.

—Dos litros de hidromiel caliente con especias. . .

—Gracias, Rosmerta —dijo Hagrid.

—Un jarabe de cereza y gaseosa con hielo y sombrilla.

—¡Hum! —dijo el profesor Flitwick, relamiéndose.

—El ron de grosella tiene que ser para usted, señor ministro.

—Gracias, Rosmerta, querida —dijo la voz de Fudge—. Estoy encantado de volver a verte. Tómate tú otro, ¿quieres? Ven y únete a nosotros. . .

—Muchas gracias, señor ministro.

Ara y Harry vieron alejarse y regresar los llamativos tacones. Harry seguía con sus brazos alrededor de Ara.

—¿Qué le trae por estos pagos, señor ministro? —dijo la voz de la señora Rosmerta.

Vieron girarse la parte inferior del grueso cuerpo de Fudge, como si estuviera comprobando que no había nadie cerca. Luego dijo en voz baja:

—¿Qué va a ser, querida? Sirius Black. Me imagino que sabes lo que ocurrió en el colegio en Halloween.

—Sí, oí un rumor —admitió la señora Rosmerta.

—¿Se lo contaste a todo el bar, Hagrid? —dijo la profesora McGonagall, enfadada.

—¿Cree que Black sigue por la zona, señor ministro? —susurró la señora Rosmerta.

—Estoy seguro —dijo Fudge escuetamente.

—¿Sabe que los dementores han registrado ya dos veces este local? —dijo la señora Rosmerta—. Me espantaron a toda la clientela. Es fatal para el negocio, señor ministro.

—Rosmerta querida, a mí no me gustan más que a ti —dijo Fudge con incomodidad—. Pero son precauciones necesarias. . . Son un mal necesario. Acabo de tropezarme con algunos: están furiosos con Dumbledore porque no los deja entrar en los terrenos del castillo.

—Menos mal —dijo la profesora McGonagall, tajante—. ¿Cómo íbamos a dar clase con esos monstruos rondando por allí?

—Bien dicho, bien dicho —dijo el pequeño profesor Flitwick, cuyos pies colgaban a treinta centímetros del suelo.

—De todas formas —objetó Fudge—, están aquí para defendernos de algo mucho peor. Todos sabemos de lo que Black es capaz. . .

—¿Saben? Todavía me cuesta creerlo —dijo pensativa la señora Rosmerta—. De toda la gente que se pasó al lado Tenebroso, Sirius Black era el último del que hubiera pensado. . . Quiero decir, lo recuerdo cuando era un niño en Hogwarts. Si me hubieran dicho entonces en qué se iba a convertir, habría creído que habían tomado demasiado hidromiel.

—No sabes la mitad de la historia, Rosmerta —dijo Fudge con aspereza—. La gente desconoce lo peor.

—¿Lo peor? —dijo la señora Rosmerta con la voz impregnada de curiosidad—. ¿Peor que matar a toda esa gente?

—Desde luego, eso quiero decir —dijo Fudge.

—No puedo creerlo. ¿Qué podría ser peor?

—Dices que te acuerdas de cuando estaba en Hogwarts, Rosmerta —susurró la profesora McGonagall—. ¿Sabes quién era su mejor amigo? ¿Y esa chica a la que solía perseguir?

—Pues claro —dijo la señora Rosmerta riendo ligeramente—. Nunca se veía al uno sin el otro. ¡Un par de cómicos, Sirius Black y James Potter, y la chica con la que se juntó, Ava Corbin!

A Harry se le cayó la jarra de la mano, que produjo un fuerte ruido de metal. Ron le dio con el pie y Ara le dirigió una mirada que le decía que guardara silencio.

—Exactamente —dijo la profesora McGonagall—. Black y Potter. Cabecillas de su pandilla. Los dos eran muy inteligentes. Excepcionalmente inteligentes. Creo que nunca hemos tenido dos alborotadores como ellos.

—No sé —dijo Hagrid, riendo entre dientes—. Fred y George Weasley podrían dejarlos atrás.

—¡Cualquiera habría dicho que Black y Potter eran hermanos! —terció el profesor Flitwick—. ¡Eran inseparables!

—¡Por supuesto que lo eran! —dijo Fudge—. Potter confiaba en Black más que en ningún otro amigo. Nada cambió cuando dejaron el colegio. Black fue el padrino de boda cuando James se casó con Lily. Luego lo nombraron a él y a Ava Corbin padrinos de Harry. Harry no sabe nada, claro. Y cuando Sirius Black y Ava Corbin tuvieron a su hija, Ara, nombraron a Lily Potter madrina.

—¿Porque Black se alió con Quien-ustedes-saben? —susurró la señora Rosmerta.

—Aún peor, querida. . . —Fudge bajó la voz y continuó en un susurro casi inaudible—. Los Potter y Ava Corbin-Black no ignoraban que Quien-tú-sabes iba tras ellos. Dumbledore, que luchaba incansablemente contra Quien-tú-sabes, tenía cierto número de espías. Uno le dio el soplo y Dumbledore alertó inmediatamente a James, a Lily y a Ava. Les aconsejó ocultarse. Bien, por supuesto que Quien-tú-sabes no era alguien de quien uno se pudiera ocultar fácilmente. Dumbledore les dijo a los Potter que su mejor defensa era el encantamiento Fidelio.

—¿Cómo funciona eso? —preguntó la señora Rosmerta, muerta de curiosidad.

El profesor Flitwick carraspeó.

—Es un encantamiento tremendamente complicado —dijo con voz de pito— que supone el ocultamiento mágico de algo dentro de una sola mente. La información se oculta dentro de la persona elegida, que es el guardián secreto. Y en lo sucesivo es imposible encontrar lo que guarda, a menos que el guardián secreto opte por divulgarlo. Mientras el guardián secreto se negara a hablar, Quien-tú-sabes podía registrar los pueblos en que estaban ellos durante años sin encontrarlos nunca. Ara Corbin era la guardiana secreta de su familia, era la mejor para el trabajo, por supuesto, pero los Potter eligieron a un amigo para guardar su secreto en vez de a ellos mismos.

—¿Así que Black era el guardián secreto de los Potter? —susurró la señora Rosmerta.

—Naturalmente —dijo la profesora McGonagall—. James Potter le dijo a Dumbledore que Black daría su vida antes que revelar dónde se ocultaban, y que Black estaba pensando en ocultarse él también con su hija y su esposa. . . Y aun así, Dumbledore seguía preocupado. Él mismo se ofreció como guardián secreto de los Potter.

—¿Sospechaba de Black? —exclamó la señora Rosmerta.

—Dumbledore estaba convencido de que alguien cercano a los Potter había informado a Quien-tú-sabes de sus movimientos —dijo la profesora McGonagall con voz misteriosa—. De hecho, llevaba algún tiempo sospechando que en nuestro bando teníamos un traidor que pasaba información a Quien-tú-sabes.

—¿Y a pesar de todo James Potter insistió en que el guardián secreto fuera Black?

—Así es —confirmó Fudge—. Y apenas una semana después de que se hubiera llevado a cabo el encantamiento Fidelio. . .

—¿Black los traicionó? —musitó la señora Rosmerta.

—Desde luego, pero no sólo eso, también asesinó a su propia esposa y planeaba llevar a su hija a Quien-tú-sabes. . . —Ara se quedó helada, con una frialdad que la invadió y que, ciertamente, no estaba causada por el tiempo—. . . Black estaba cansado de su papel de espía. Estaba dispuesto a declarar abiertamente su apoyo a Quien-tú-sabes. Pero, como sabemos todos, Quien-tú-sabes sucumbió ante el pequeño Harry Potter. Con sus poderes destruidos, completamente debilitado, huyó. Y esto dejó a Black en una situación incómoda. Su amo había caído en el mismo momento en que Black había descubierto su juego. No tenía otra elección que escapar─

—Sucio y asqueroso traidor —dijo Hagrid, tan alto que la mitad del bar se quedó en silencio.

—¡Chist! —dijo la profesora McGonagall.

—¡Me lo encontré —bramó Hagrid—, seguramente fui yo el último que lo vio antes de que matara a toda aquella gente! ¡Fui yo quien rescató a Harry de la casa de Lily y James, después de su asesinato mientras Dumbledore iba a buscar a la pequeña Ara! Lo saqué de entre las ruinas, pobrecito. Tenía una herida grande en la frente y sus padres habían muerto. . . Y Sirius Black apareció en aquella moto voladora que solía llevar. Estaba pálido y tembloroso. ¿Y sabéis lo que hice? ¡ME PUSE A CONSOLAR A AQUEL TRAIDOR ASESINO! —exclamó Hagrid.

—¡Hagrid, por favor —dijo la profesora McGonagall—, baja la voz!

—¿Cómo iba a saber yo que su turbación no se debía a lo que les había pasado a su esposa, a Lily y a James? ¡Lo que le turbaba era la suerte de Quien-vosotros-sabéis! Y entonces me dijo: «Dame a Harry, Hagrid. Soy su padrino. Ava y yo cuidaremos de él junto a Ara. Tengo que volver a casa con Ara─» ¡Ja! Pero ¡yo tenía órdenes de Dumbledore y le dije a Black que no! Dumbledore me había dicho que Harry tenía que ir a casa de sus tíos. Black discutió, pero al final tuvo que ceder. Me dijo que cogiera su moto para llevar a Harry hasta la casa de los Dursley. «No la necesito ya», me dijo. Tendría que haberme dado cuenta de que había algo raro en todo aquello. Adoraba su moto. ¿Por qué me la daba? ¿Por qué decía que ya no la necesitaba? La verdad es que una moto deja demasiadas huellas, es muy fácil de seguir. Dumbledore sabía que él era el guardián de los Potter. Black tenía que huir aquella noche. Sabía que el ministerio no tardaría en perseguirlo. Pero ¿y si le hubiera entregado a Harry, eh? Apuesto a que lo habría arrojado de la moto en alta mar. ¡Al hijo de su mejor amigo! Y es que cuando un mago se pasa al lado tenebroso, no hay nada ni nadie que le importe. . .

Tras la perorata de Hagrid hubo un largo silencio. Luego, la señora Rosmerta dijo con cierta satisfacción:

—Pero no consiguió huir, ¿verdad? El Ministerio de Magia lo atrapó al día siguiente.

—¡Ah, si lo hubiéramos encontrado nosotros. . .! —dijo Fudge con amargura—. No fuimos nosotros, fue el pequeño Peter Pettigrew: otro de los amigos de Potter. Enloquecido de dolor, sin duda, y sabiendo que Black era el guardián secreto de los Potter, él mismo lo persiguió.

—¿Pettigrew. . .? ¿Aquel gordito que los seguía a todas partes? —preguntó la señora Rosmerta.

—Adoraba a Black y a Potter. Eran sus héroes —dijo la profesora McGonagall—. No era tan inteligente como ellos y a menudo yo era brusca con él. Podéis imaginaros cómo me pesa ahora. . . —Su voz sonaba como si tuviera un resfriado repentino.

—Venga, venga, Minerva —le dijo Fudge amablemente—. Pettigrew murió como un héroe. Los testigos oculares (muggles, por supuesto, tuvimos que borrarles la memoria...) nos contaron que Pettigrew había arrinconado a Black. Dicen que sollozaba: «¡A Ava, a Lily y a James, Sirius! ¿Cómo pudiste. . .?» Y entonces sacó la varita. Aunque, claro, Black fue más rápido. Hizo polvo a Pettigrew.

La profesora McGonagall se sonó la nariz y dijo con voz llorosa:

—¡Qué chico más alocado, qué bobo! Siempre fue muy malo en los duelos. Tenía que habérselo dejado al ministerio. . .

—Os digo que si yo hubiera encontrado a Black antes que Pettigrew, no habría perdido el tiempo con varitas. . . Lo habría descuartizado, miembro por miembro —gruñó Hagrid.

Cinco narices se sonaron.

—Bueno, ahí lo tienes, Rosmerta —dijo Fudge con la voz tomada—. A Black se lo llevaron veinte miembros del Grupo de Operaciones Mágicas Especiales, y Pettigrew fue investido Caballero de primera clase de la Orden de Merlín, que creo que fue de algún consuelo para su pobre madre. Black ha estado desde entonces en Azkaban.

La señora Rosmerta dio un largo suspiro.

—¿Es cierto que está loco, señor ministro?

—Me gustaría poder asegurar que lo estaba —dijo Fudge—. Ciertamente creo que la derrota de su amo lo trastornó durante algún tiempo. El asesinato de su mujer, de Pettigrew y de todos aquellos muggles fue la acción de un hombre acorralado y desesperado: cruel, inútil, sin sentido. Sin embargo, en mi última inspección de Azkaban pude ver a Black. La mayoría de los presos que hay allí hablan en la oscuridad consigo mismos. Han perdido el juicio. Pero me quedé sorprendido de lo normal que parecía Black. Estuvo hablando conmigo con total sensatez. Fue desconcertante. Me dio la impresión de que se aburría. Me preguntó si había acabado de leer el periódico. Tan sereno como os podáis imaginar, me dijo que echaba de menos los crucigramas. Sí, me quedé estupefacto al comprobar el escaso efecto que los dementores parecían tener sobre él. Y él era uno de los que estaban más vigilados en Azkaban, ¿sabéis? Tenía dementores ante la puerta día y noche.

—Pero ¿qué pretende al fugarse? —preguntó la señora Rosmerta—. ¡Dios mío, señor ministro! No intentará reunirse con Quien-usted-sabe, ¿verdad?

—Me atrevería a afirmar que es su. . . su. . . objetivo final —respondió Fudge evasivamente—. Pero esperamos atraparlo antes. Tengo que decir que Quien-tú-sabes, solo y sin amigos, es una cosa. . . pero con su más devoto seguidor, me estremezco al pensar lo poco que tardará en volver a alzarse. . .

Hubo un sonido hueco, como cuando el vidrio golpea la madera. Alguien había dejado su vaso.

—Si tiene que cenar con el director, Cornelius, lo mejor será que nos vayamos acercando al castillo —dijo la profesora McGonagall.

Todos los pies que había ante Ara y Harry volvieron a soportar el cuerpo de sus propietarios. La parte inferior de las capas se balanceó y los llamativos tacones de la señora Rosmerta desaparecieron tras el mostrador. Volvió a abrirse la puerta de Las Tres Escobas, entró otra ráfaga de nieve y los profesores desaparecieron.

—¿Harry? ¿Ara?


Bạn đang đọc truyện trên: Truyen2U.Pro