𝐗𝐋𝐈𝐗

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—¿Vas a explicarme qué fue lo que sucedió?

Giró su cabeza, observando de reojo por encima de su hombro izquierdo a Gyllos. La manga derecha de la camisa violeta de su amigo yacía vacía al costado del espadachín, moviéndose de manera suave y sutil a causa de la fresca brisa de la tarde que se filtraba por la ventana que se elevaba delante de Tichero. Volvió su mirada al ventanal, contemplando la inmensidad de Braavos, los escombros de la nación próspera y segura que creía haber erigido, los despojos de un paraíso multicolor convertido en un yermo grisáceo y negro; pena estrujando su corazón, la ira creciendo más y más en sus adentros.

—¿Cómo me encontraste? —preguntó, las manos cruzadas sobre su vientre.

—Supuse que vendrías aquí. Fue la habitación de Genalla y tú compartieron por dos años.

—Ah, buenos tiempos, buenos tiempos.

Inspiró, melancólico, dirigiendo su vista a uno de los anillos en sus dedos. Era de oro blanco engastado con centelleantes y diminutos zafiros tan azules como el cielo despejado en un día de verano y tan afilados como las rocas del Escudo de Sellagoro; pequeñas estrellas pálidas refulgiendo en el interior de las gemas.

—La extraño, ¿sabes? —admitió—. Fue la primera mujer después de Danasha en no voltear a verme por mi fortuna o posición. Nunca fui atractivo, te consta, así que me sorprendió cuando esa muchacha volantina se fijó en mí. Siempre conseguía calmarme, incluso cuando Joraquo me hacía enrabiar.

Tras la muerte de la mujer que amó desde su juventud, del amor de su vida, había caído en una profunda angustia y sus sentimientos solían salir a flote en los peores momentos. Sí, se había educado en el arte de la oratoria, la administración, los negocios, las relaciones políticas y las intrigas de aquel mundo, pero vencer a su hermano y torturarlo por siete días y siete noches no le había traído paz ni le había devuelto a Danasha. Al ser elegido como nuevo Señor del Mar, tuvo que enterrar sus emociones y pesares, pero estos emergían cada tanto, y no precisamente en forma de confesiones frente a Dromin o charlas con Gyllos.

Arranques de furia, tormentas de maldiciones, episodios en donde se abocaba a romper cada mueble de su habitación o se encerraba en sus aposentos eran un par de ejemplos que aún recordaba. El alcohol y la comida no solo acentuaron su voluminosa figura, sino que, a su vez, lo ayudaron a olvidar una buena parte de sus comportamientos nocivos y a mantenerse relativamente cuerdo en el cargo. Si no fuese por el incondicional apoyo de Gyllos y Dromin, y la inesperada aparición de la joven Genalla, quien sería su futura esposa, no hubiese logrado deslindarse de tales hábitos ni preservar su cordura.

No obstante, su mente evocó memorias amenas, hermosas, amargas, dolorosas. Memorias que lo atormentaban cada que el nombre o el rostro de alguna de sus mujeres acudía a él. Les había fallado a ambas, y a sus hijos. Y no únicamente a ellas, pues también había defraudado a los ochocientos mil habitantes de Braavos.

«Ellos sangran por mi culpa, ellos murieron por mi culpa, como ellas sangraron y murieron por mí».

—Parecía tener un don especial para tratar contigo —mencionó Gyllos a sus espaldas, su nítida voz rescatando su consciencia de sus turbulentos y sombríos pensamientos—. Ni Dromin ni yo pudimos entender jamás esa magia suya que te traía del mundo de los sueños a la realidad.

Tichero rio por lo bajo, admirando su anillo.

—¿Te tragaste los cuentos de las víboras de mi corte, amigo mío? Creí que no eras ingenuo.

—No soy ingenuo, soy supersticioso —replicó—. Y luego de lo ocurrido hace unas semanas..., no se me hace raro imaginar que Genalla quizás tenía algunos trucos mágicos escondidos por ahí.

—Créelo o no, pero no había magia. No de ese tipo de magia a la que te refieres —contestó Tichero—. Pronunciaba sus palabras con un talante que era como si las imbuye en magia, y su voz..., oh, qué preciosa melodía, era capaz de despertarme de mi ensoñación y meditación más honda en un mero instante. —Chasqueó los dedos de su mano zurda. Espiró largo y tendido, y continuó—: Mi temple no ha sido el mismo después de su partida.

—Lo he notado. Todos lo han notado. Estás fuera de ti, Tichero. No es que estés cerca de asemejarte siquiera a Xhabarro, pero... hay ocasiones en las que no te reconozco.

—Yo tampoco me veo cuando me miro al espejo algunos días, amigo —confesó, alzando sus ojos y rostro; la luz anaranjada del ocaso derramándose sobre los techos ennegrecidos de Braavos; los pilares de humo de las piras funerarias ascendiendo hacia el firmamento azul oscuro, fundiéndose con las nubes negras que se asomaban por el oeste—. Puede que mi peor lado se haya apoderado de mí.

—No digas eso, Tichero. Eres un buen hombre y...

—¿Un buen hombre? —carcajeó, cínico—. Gyllos, no soy un buen hombre. Nadie en mi posición lo es. Ni el gran Jaehaerys el Conciliador mantuvo intactas sus manos cuando asumió el mando de los Siete Reinos. Mis palmas no están manchas; son rojas, se desborda la sangre entre mis dedos, si es que no está seca ya. He cometido cada atrocidad, cada crimen imaginable, cada horror con tal de preservar el bienestar de Braavos, y no sirvió de nada.

—Te equivocas —aseguró el espadachín, dando un paso adelante—. Construiste un lugar maravilloso, un oasis para quienes desearan huir de las cadenas y la crueldad.

—Y, aun así, se desmoronó en un par de años. Me llevó, nos llevó, quince años erigir Braavos, nuestra Braavos, y Arallypho y sus lacayos lo destruyeron en menos de seis meses.

—Fue orquestado desde dentro, Tichero, y Arallypho era tan precavido que rayaba lo paranoico y enfermizo. Leíste sus cartas, las de Vogeo, ni tus espías ni alguien que no formase parte de la conspiración se hubiese enterado hasta que fuese demasiado tarde.

—Pero debería haberlo sabido —repuso, grave, arrugando su frente—. Soy el Señor del Mar de Braavos, el regente de esta ciudad, de este país, el Derrocador de Tiranos, el Arquitecto de Imperios, el Amo de las Mareas. Y fracasé. Decepcioné a todos y permití que uno de mis hombres de confianza asesinara a inocentes por siete días. —Hizo una breve pausa, despegando su vista de su anillo de bodas e incrustándola en su país—. Cien mil muertos..., cien mil almas segadas. Ni siquiera nuestra guerra con Xhabarro se cobró ese precio.

Su responsabilidad y obligación para con el pueblo de Braavos era protegerlos de los tiranos, resguardar la integridad de su ciudad y de sus ciudadanos a toda costa, aún si eso conllevaba sacrificarse. Pero había procurado contentar al pueblo llano y vigilar a los nobles en lugar de estrechar lazos con estos. Se había persuadido de que, comprándolos con oro y títulos, calmaría las tensiones pasadas y se ganaría el aprecio y admiración o, al menos, el favor de los magísteres y grandes señores.

Había estado más centrado en aliarse con eminencias del exterior y no afianzar la lealtad de quienes se encontraban en el interior de Braavos, y ese había sido su error. Un error que no cometería dos veces. Se había cegado a sí mismo, se había disuadido de eliminar a posibles adversarios o amenazas como lo había hecho su hermano, impulsado por la paranoia y los celos. Quiso ser diferente, deseaba serlo, y lo sería, pero habría que tomar nuevas y drásticas decisiones si anhelaba concertar sus renovadas aspiraciones, su sueño, y que estas no se desmoronasen.

Luchó contra esa necesidad intrínseca de los nobles y los regentes de abusar de su poder, de fustigar a sus pueblos, de desdeñar a todos los que estuvieran un peldaño político o social debajo de él. No se entregaría a la crueldad, no se rendiría a las macabras ideas que la cara más retorcida y maquiavélica de su mente formulaba y se intensificaron en los meses recientes. Sin embargo, quizás, tal vez, implementar algunas de ellas era necesario.

«Necesario», pensó. No era una justificación, no era una excusa para escudarse de las consecuencias o el remordimiento que acarreaban sus acciones, sus decisiones. Había elegido asesinar y torturar a su hermano; había elegido aceptar los votos de los magísteres y ascender al poder; había elegido fraguarse el respeto de sus hermanas y hermanos y no su amor; había elegido fomentar la unión con extranjeros cuando su pueblo nunca se había recuperado de la fragmentación ocasionada por Xhabarro; había elegido recurrir a tácticas rastreras como el secuestro de jóvenes para provocar que los traidores salieran de sus escondites en vez de interrogarlos por separado en vano.

Eligió, y las repercusiones de sus actos se extendían ante él, en forma de una ciudad devastada por una guerra civil.

Gyllos avanzó hasta situarse a su derecha, pero Tichero no se volvió a mirarlo, vislumbrando por el rabillo de sus ojos el ligero movimiento de la manga de su amigo.

—Las vidas son invaluables, y ni todo el mundo puede comprar una, por mucho que los Grandes Amos crean que sí y usen la vida de las pobres gentes que esclavizaron como moneda común. Braavos sufrió una de sus mayores pérdidas de la historia, pero estamos aquí, ¿no? Tú y yo decidimos jugar sucio, rebajarnos al nivel de Xhabarro y Arallypho, y por eso fuimos incapaces de detener la guerra.

—¿Tú crees que, si hubiéramos malgastado el escaso tiempo que poseíamos, habríamos frenado la guerra? —cuestionó Tichero.

—No tengo ni la menor idea —contestó su amigo, en un tono sereno—, pero poco sirve especular acerca de qué pudo ocurrir. Lo solucionamos entre nobles, soldados y Espadas, y eso es lo importante. Nos unimos en contra de un enemigo común y triunfamos.

—¿A qué costo, Gyllos? ¿Y por cuánto tiempo?

—Uno imposible de estimar en vidas, y es el precio por nuestra arrogancia. Fuimos descuidados, así que procuremos estar más atentos la próxima y no subestimar la avaricia de nuestros magísteres y los integrantes del Cónclave. No soy experto en política, ahí el versado eres tú, pero no queremos un segundo Arallypho. Y quizás nos unimos por dos días, tres si somos optimistas, pero nos unimos. Hicimos a un lado nuestras diferencias por primera vez en años, y logramos algo sorprendente.

—¿Temes que se aventuren a traicionarme? —Tichero nunca antes había oído a Gyllos hablar de estrategia o insinuar posibles conspiraciones. Sin duda, la guerra lo había cambiado. Se veía más calmado, sobrio, y se escuchaba una incipiente sabiduría en su voz.

—Arallypho demostró que Braavos estaba expuesta, y ahora está todavía más débil. Los caudillos no tardarán en aparecer y reclamar territorio. Según Dromin, claro.

—¿Desde cuándo te interesa tanto la política?

—Desde que mi país casi se hunde por no saber nada al respecto y no haberme interesado en ella. Y, además, conocer los rumores e intrigas me hará una mejor Primera Espada, o eso espero.

—Has crecido, Gyllos —advirtió Tichero—. Lamento que Braavos haya tenido que caer para que decidieras meterte en los asuntos de la corte. —Volvió la vista hacia sus manos, apreciando los detalles en los anillos de compromiso en sus dedos—. Danasha y Genalla estarían avergonzadas de mí —murmuró, el arrepentimiento carcomiendo su interior.

—También les daría asco verme; que no se te olvide que te ayudé en tú sabes qué —recordó Gyllos—. Déjame preguntarte, Tichero, ¿te enorgulleces de lo que hiciste?

—He hecho tantas atrocidades, amigo mío. —Se recargó en el respaldo de su enorme asiento—. Te imploro que seas más específico.

—Bien, ¿te enorgulleces de haber secuestrado a niños inocentes?

—No. En realidad... —Suspiró—. Me aborrezco a mí mismo. Abdicaré en cuanto terminé de reconstruir Braavos y expulsar a la Triarquía de los Peldaños de Piedra.

—¿Qué? —Gyllos se mostró sorprendido, parpadeando rápidamente—. Tú no... ¡Tú no puedes abdicar!

—No soy el indicado, Gyllos. No soy merecedor de mi apellido, del poder que se me concedió. No soy un buen Señor del Mar. ¿O es que acaso conoces a alguno de mis antecesores que raptara a niños e impulsara una guerra civil? —Echó su cabeza hacia atrás, inspirando hondo—. Atormenté a mi hermano hasta su muerte, amenacé a mi sobrino, no me percaté del peligro que se gestaba bajo mis narices, planifiqué y ejecuté el secuestro masivo de jóvenes herederos, obligué a mi mejor amigo a ayudarme, incité a mi propia gente a matarse entre sí e insulté a una niña de ocho años.

» Soy una vergüenza para Braavos. Traicioné cada una de nuestras máximas y costumbres. Y lo peor es que funcionó. No de la manera que esperábamos, pero resultó. Me arrepiento —confesó, sincero, su pecho aplastado por el peso del remordimiento y el rencor—. Me arrepiento de haber sido tan estúpido y de los medios que utilicé, pero no me arrepiento de purgar a Braavos de esa escoria, de librar a nuestra nación de las víboras que la envenenaban.

» El peso de las muertes de mis cien mil hermanas y hermanos pesará en mis hombros y alma. Jamás me perdonaré por el sufrimiento de esos niños, por el sufrimiento de sus padres, por el sufrimiento de mi gente, de mis amigos, de los Martell y de tu paladín. Pero no me pidas que me arrepienta del sino de Xhabarro, ni por el fin de Arallypho y la sentencia que les aguarda a sus perros. Hice lo que tenía que hacer, lo necesario, y si mi penitencia es observar a mi pueblo llorar y retorcerse agonizante en el suelo, lo aceptaré, aunque no me cause placer ninguno.

No había mentido, se arrepentía, profundamente. Deseaba poder corregir sus errores, evitarle tamaño dolor a los braavosis que había jurado resguardar, si bien era imposible borrar el daño y compensar las secuelas de la batalla con palabras u oro. Si tuviera la chance de no retroceder el tiempo, y supiera cuáles eran los acontecimientos que le deparaban, no solo buscaría a los culpables, sino que los castigaría de las maneras más horribles por su afrenta en contra de su nación, de sus habitantes, pues una vida de tortura y agonía no bastaría para retribuir sus viles actos.

Sin embargo, no había forma de volver atrás, y Tichero se había hartado de mirar hacia el pasado y Braavos tendría que aprender a fijar su vista en el mañana, y él se aseguraría de ello.

—Pero no ocurrirá, no nuevamente —aseveró, grave, firme, sus dedos acariciando las joyas de sus anillos—. Braavos resurgirá, y yo no pasaré a la historia como su salvador. Abdicaré tras la derrota de la Triarquía, y guiaré a Braavos desde las sombras.

—No puedes, Tichero —dijo Gyllos, impresionado, conmocionado—. Tus gentes te necesitan.

—Necesitan un Señor del Mar, no un monstruo, no un criminal, no un hombre que está dispuesto a cometer las peores aberraciones en nombre de su nación. —Hizo una pausa, alzó el rostro y escudriñó la oscuridad de la naciente noche; el sol poniente desapareciendo detrás del mar y el Escudo de Sellagoro—. He fragmentado a nuestro pueblo, he fallado a mis antepasados, he deshonrado el título del Señor del Mar, he manchado el honor de Braavos con la sangre de cientos de miles de inocentes. Y no permaneceré en mi cargo más de lo que dure la campaña de liberación.

—¿Y qué hay de tu sueño? ¿Qué pasa con la nueva Braavos que deseabas erigir?

—Oh, la construiré, pero no seré yo quien sea recordado por tal acto. Habrá nuevos Señores del Mar, nuevos magísteres, nuevos grandes nobles, nuevas Espadas de Braavos, y ellos serán quiénes alcen a nuestra ciudad y reunifiquen a nuestro pueblo; o eso es lo que dirán los libros de historia. Enterrarán mi nombre y mis actos con sus hazañas, fortalecerán las bases y construirán un imperio encima de los cimientos quebradizos de un país roto. Y ni un alma sabrá que he sido yo el arquitecto de esta nueva nación.

—Tichero, hazme el favor de reconsiderarlo, por favor —dijo Gyllos, casi en una súplica—. Si hablamos de fracasar, todos hemos fracasado, incluido yo. No eres el único cuyas palmas están teñidas de rojo y que ha llevado a cabo acciones terribles, ¿o no recuerdas la Carnicería de Myr? Yo secuestré a los herederos, yo asesté el golpe final a Xhabarro, yo me conformé con barrer a los criminales de las calles cuando el verdadero peligro se hallaba en la corte y en las mansiones.

—¡Tú te arrepientes, Gyllos! —exclamó—. Yo no.

—¡Sí, por supuesto que te arrepientes! —bramó de vuelta su amigo—. Lo veo en tus ojos, lo noto en tu voz, y tu patético intento de esconderte en las sombras no funciona. ¿Quieres elevar a Braavos? ¿Quieres honrar las muertes de tus ciudadanos y tus esposas? ¿Quieres corregir tus errores y enmendar el daño? Entonces no huyas, no te ocultes, no abdiques. Por los Dioses, Tichero, no pretendas esconderte en las sombras en el momento en que Braavos más requiere de un líder, de un pilar de luz en medio de las penumbras y la noche.

—Yo no soy ese faro de esperanza. ¿Por qué insistes? No pude evitar las peleas que tuvimos que librar, no pude detener a Arallypho antes de que surgiera. Mi astucia, mis recursos, mi poder... no marcaron una diferencia, no sirvieron de una mierda. No serví de una mierda.

—Y yo no te frené cuando cruzaste la línea —replicó Gyllos—. Sí, ambos somos un desastre, pero tú aún conservas la suficiente cordura como para sentir remordimiento y yo un brazo para matarte por si enloqueces, y créeme, estoy tentado a apuñalarte en este preciso segundo.

—¿Por qué no lo haces, entonces? ¿Por qué no me matas, Primera Espada? Soy un tirano, soy el más terrible enemigo de este país. ¿Por qué no me has matado?

Se giró hacia Gyllos, y sus miradas chocaron finalmente. Contempló los iris ambarinos de su amigo, de su verdugo en caso de caer en la locura, escudriñándolos en búsqueda de rabia, de odio, de desprecio hacia su persona. Sin embargo, no había furia ni rencor. Había temor y había duda, y el imperceptible temblor de su única mano, siempre apoyada encima del pomo de su espada, delató su nerviosismo. Había dolor, pena, frustración, y Tichero no supo cómo reaccionar.

—¿En serio lo preguntas, maldito imbécil? —cuestionó, serio—. Eres mi amigo, y me has encomendado que te mate, y es una tarea que no haría ni aunque fuera capaz —declaró—. ¿Crees que Braavos sobrevivirá sin ti, que un segundo Arallypho o un segundo Xhabarro no aprovecharán a tomar el poder? ¿De verdad estás barajando la puta posibilidad de abandonarnos a todos a nuestra suerte? Por favor, Tichero, por los dioses a los que les reces y la memoria de tus esposas, no renuncies.

—¡No merezco el palacio, no merezco mi posición, no merezco nada de lo que he conseguido! —clamó, poniéndose de pie de un salto—. No merezco a Braavos, no merezco reconstruirla o erigir una nueva nación, ni el beneficio de la duda o tu confianza ni la de Dromin, la del Cónclave, la de cualquier braavosi o humano —masculló, las lágrimas esconciéndole en los ojos—. No me lo merezco, Gyllos. Merezco pudrirme en una celda, una penitencia, no una oportunidad de arreglarlo todo.

—¿Quieres una penitencia? ¿Un castigo? Bien.

Gyllos desenvainó a Escarlata con un veloz ademán de muñeca, y Tichero se agitó en su sitio. Lo apuntó con la punta de acero plateado de su sable y entornó los ojos, clavándolos en los suyos como dos estacas al rojo blanco. No había visto a Gyllos así de enojado en años, y no había sentido su corazón acelerarse y sacudir sus costillas tan abrupta y fuertemente en más de una década.

—Yo, Gyllos, la Primera Espada de Braavos, te condeno a cumplir tu visión de un Braavos más fuerte, de un Braavos libre de corruptos y traidores, un Braavos donde los hermanos no se maten los unos a los otros. Y si abdicas o rechazas esta condena, yo me entregaré a los Capas Violetas y a los magísteres como el culpable del secuestro de los herederos.

—¡Gyllos, tú no...! —Amagó con avanzar, pero la hoja resplandeciente pinchó su chaleco dorado, hundiéndose levemente en el cuero y forzándolo a quedarse quieto en su sitio.

—¿Yo qué? ¿No puedo? —Gyllos frunció el ceño, y sus párpados se entrecerraron aún más; la determinación centelleando en las iris ambarinas de su amigo; su nariz arrugada—. Te ahorraría el chantaje de Mara y te quitarías un peso innecesario de tus hombros. Facilitaría tu misión y los nobles de Braavos tendrían en sus manos al auténtico responsable del secuestro de sus herederos, o a uno de los culpables.

—¿Qué pasará con Daeron, con Dromin? ¿Los dejarás a su suerte?

—Dromin obtendrá un lugar en la corte de cualquier gran señor al que escoja y cuidará bien de Daeron.

—¿Y Braavos?

—Seguirá sin mí. Tú te asegurarás de ello, pero si no abdicas y permaneces en el poder, yo continuaré peleando codo a codo contigo, trabajando hombro a hombro junto a ti en la reconstrucción de nuestra nación.

—Gyllos...

—Tomamos decisiones, Tichero. Yo elegí vengarme, matar a cientos de inocentes en Myr, conformarme con atrapar ladrones y asesinos de poca monta, y ahora lidiar con sus consecuencias por el resto de mi vida. Tú elegiste lo necesario ante lo correcto, expansión en lugar de unificación, prosperidad a unidad, respeto y no amor, y ahora tendrás que afrontar las repercusiones. Podemos afrontar las secuelas unidos en la luz, o podemos entregarnos y escondernos en la sombra.

La solemnidad en el rostro y las palabras de su amigo congelaron a Tichero. No había observado a Gyllos así de decidido y severo luego de la masacre que desató en Myr y la Guerra de las Cenizas de la Laguna. Su buen amigo no había utilizado la particular facultad legal de la que gozaban las Espadas de Braavos: el derecho de arrestar y dictar una sentencia a criminales, perjuros y traidores, sin importar su influencia, fama o riqueza. Era un privilegio concedido solamente a los Protectores de Braavos, como los Generales y las Espadas de Braavos, pero uno que no se podía aplicar sin justificación a cuanto anciano, hombre, mujer o niño señalaran estos como monstruos.

Se requerían pruebas concretas y comprobables para castigar o encarcelar a los acusados, y Tichero sabía que Gyllos tenía más de un centenar de las mismas para arrojarlo a una de las celdas en las entrañas inferiores de su palacio, al exilio o en el Escudo de Illonarra. Cuando una Espada decretaba una condena, una condena respaldada por hechos, por motivos sólidos y no razones idiotas, no existía protesta u objeción que fuese oída por parte de los jurados de cualquier juicio que se celebrase, si es que se celebraba un juicio. Tichero era consciente de que podría haber destituido a Gyllos por su lesión y argumentar que, debido a su amputación, no era el adecuado para ocupar el puesto de la Primera Espada de Braavos y, por ende, el derecho de dictaminar condenas y efectuarlas no le pertenecía.

Pero nadie era más digno que Gyllos de portar el título de Primer Protector de Braavos. Contrario a Garren o Kyarah, no había usado su autoridad en pos de fines egoístas, y sus acciones probaban que no había errado al nombrarlo Primera Espada como condecoración y recompensa por sus esfuerzos durante la guerra con su hermano Xhabarro. La penitencia decretada era justa, sincera, bien fundamentada e intencionada, pero Tichero sentía que merecía un tormento similar al que había experimentado el Tirano de los Mares por siete largos y agónicos días, como mínimo.

Sin embargo, Gyllos no estaba equivocado: había elegido y desvanecerse en las sombras no era la solución a sus problemas. No deseaba escapar o evadir las consecuencias de sus actos, de sus decisiones, pero no se veía capaz de encarar el gobierno de la ciudad, el país, el pueblo, que había arrastrado a su casi absoluta destrucción. Había sido arrogante, ciego, estúpido, incompetente, y había subestimado terriblemente el alcance de la avaricia, el egoísmo, la soberbia y la brutalidad de los magísteres y nobles que había pensado haber disuadido de desencadenar conspiraciones o asesinarse los unos a los otros.

Y había que remediarlo, y delegar semejante misión a un tercero, no era una opción. No planeaba depositar sobre los hombros de nadie que no fuese él tamaña tarea, pero ocultarse y esperar que ningún tirano se aprovechase de su trabajo y progreso o el vacío de poder que se crearía al abdicar era más estúpido e ingenuo de su parte que creer que los nobles se desprenderían de sus rivalidades ancestrales y rencores vacuos. Había hecho lo justo y necesario, y era hora de expandir sus horizontes y empujarse a límites en los cuales no bastase sencillamente lo necesario. Iría más allá, y si aquello volvía sus ambiciones una realidad a costa de morir a manos de su amigo, era un precio que pagaría con gusto.

—Bien, tú ganas. —Alzó el rostro, mirando a Gyllos a los ojos y apartando la espada de este con el dorso de su mano de forma educada—. No abdicaré, y tú no te entregarás a los torturadores de los magísteres. ¿Te parece un buen trato?

—Preferiría una promesa —mencionó el espadachín, sosteniendo su grave semblante.

Tichero suspiró, alisando su chaleco y cruzando sus manos detrás de su cintura.

—Mi promesa, Gyllos, es que, si tú y yo continuamos por este sendero que recorremos, lo haremos juntos, espalda con espalda. Será nuestro castigo. No..., nuestro propósito. Será nuestro sueño. Uno renovado, uno mejor. —Se volteó y se acercó a la ventana, escrutando la noche—. Hoy la noche cae sobre Braavos, pero mañana, mi amigo, nos levantaremos a la par del amanecer, y con nosotros, Braavos comenzará a elevarse de las cenizas de la guerra.

» Nosotros la erigiremos de nuevo. El Cónclave, Dromin, tú y yo nos encargaremos de forjar un Braavos que dure diez mil siglos. Un Braavos inquebrantable. Un Braavos fiel a sus orígenes, pero no atado al pasado. Un Braavos que avance, pero no pierda el rumbo. Un Braavos que haga frente a las amenazas que acechan más allá de nuestras fronteras y corte de raíz los males que se atrevan a gestarse en su interior.

» Un Braavos afilado como el hierro, brillante como el oro, duro como la piedra negra. No un Braavos de acero y veneno como el que buscaba erigir Arallypho.

Apoyó sus manos en el alféizar de su mármol dorado, el metal de sus anillos raspando la superficie del marco. Contempló la noche por un rato, vislumbrando el fulgor de las llamas de las piras resplandeciendo a la distancia, más radiantes que las antorchas que iluminaban las calles o canales; las estrellas salpicando el negro cielo, miles de pequeñas pero nítidas y relucientes, pálidas como copos de plata blanca. Giró su cabeza, viendo por encima de su hombro a Gyllos, quien guardaba su espada con un súbito y rápido gesto de su mano, posándola en el pomo de rubíes de Escarlata.

—¿Suena como una buena promesa, amigo mío?

—La más maravillosa de todas, amigo. —Sonrió la Primera Espada, arrimándose a él y situándose a su izquierda—. Nos espera un camino difícil.

—Para empezar, ¿cuándo fue fácil? —cuestionó, soltando un bufido de diversión.

—Hubo una época en la que llegué a pensar que sí lo sería. Quizás tienes razón, igual y resulta que soy ingenuo.

—No, Gyllos. No lo eres. Si hay un hombre noble en este mundo, ese eres tú. Más de uno te acusaría de iluso, de idiota, pero yo veo un soñador, un idealista, y no sobran personas así hoy en día.

—Tú también eres un soñador, Tichero, un gran soñador. —Gyllos le propinó un par de palmadas en el hombro—. ¿Eso nos hace idiota a ambos?

Tichero carcajeó, enderezando su espalda y palmeando el lomo de su amigo.

—Supongo que sí. Pero estos idiotas le probarán al mundo que Braavos aún tiene guerra que dar y que se mantendrá como la única y auténtica Ciudad Libre de Essos —afirmó, observando de costado a Gyllos—. Gracias, amigo.

—Guárdate los agradecimientos para los ciudadanos y los nobles, que conmigo no hacen falta, amigo —dijo Gyllos, sonriente y tranquilo—. Aunque me gustaría que te disculparas con la Princesa Myriah.

—Oh, es cierto. —Se llevó una mano a la cara, masajeando sus sienes—. Qué estúpido fui. Mañana por la mañana la invitaré a desayunar y le pediré perdón por mi comportamiento.

—Tranquilo, el estrés de gobernar un país que acaba de pasar por una guerra civil y se está cayendo a pedazos le juega en contra a todos alguna vez.

Tichero entornó los ojos y escrutó la cara de su amigo, adornada con una sonrisa burlesca.

—Eres cruel cuando te lo propones.

—Nadie mejor que tú o yo lo sabe —comentó, y una sombra de arrepentimiento y melancolía surcó sus rasgos durante un breve segundo. Sacudió su cabeza y esbozó una ligera sonrisa—. Pero le debes una disculpa a la chica, y procura mantener ese temple tuyo y no imitar el de Xhabarro.

—Xhabarro hubiese matado a la princesa antes de que siquiera pusiese un pie en esa habitación, o la hubiera recibido para luego... —Inspiró y espiró—. Sí, perdí los estribos por un momento; no ocurrirá nuevamente.

—Oye, sé lo complicado que es. Es decir, nunca goberné un país, pero comprendo tu carga y cómo presiona tus hombros; no permitas que te aplaste, Tichero, ni por un instante. No es un consejo que ayude mucho, pero, siendo tú el Señor del Mar, y yo, la Primera Espada de Braavos, ¿qué le deparará a nuestra ciudad si nosotros nos dejamos quebrar por el peso del deber?

«Un destino incierto», respondió en sus adentros. Si los defensores y los dirigentes no de una nación no podían lidiar con sus compromisos, obligaciones y responsabilidades, ¿qué sería de los demás? «Un sino trágico». «La devastación, la perdición, la anarquía». «El olvido». La situación de Arallypho había roto su compostura, abollándola y agrietándola, y el caos económico, político y social que representaba afrontar las secuelas de su locura terminó por abrir una brecha a través de la que su molestia emergió, dirigida en forma de una tácita amenaza a su invitada y a la hija del hombre que había dado su vida por su pueblo.

Había sido un segundo de debilidad, de flaqueza, y la rajadura en su temple había apagado su determinación, evocando memorias amargas y pensamientos nocivos. Gyllos le había recordado por qué luchaban, quién era, quién tenía que ser, revitalizando su voluntad y ambiciones. La debilidad era un lujo que no podía concederse, ni siquiera a sí mismo.

Braavos necesitaba un líder regio y decidido, y Tichero se hallaba dispuesto a convertirse en ese regente.

«Gracias, Gyllos», pensó, a sabiendas de que su amigo no aceptaría los agradecimientos; en ocasiones, su modestia se tornaba frustrante. No había conseguido esclarecer la duda de que si su humildad era tan genuina o solo una característica exagerada. Pero de lo que estaba seguro era de que Gyllos era el único capaz de sacarlo de su trance, de anclar sus pies a la tierra y de inspirarlo cuando sus ánimos decaían y se hundían en el suelo, de enfrentarlo por sus errores, por sus elecciones erradas y macabras, de encaminarlo si se desviaba del sendero que había jurado recorrer el día que su hermano puso fin a la vida de su esposa.

Más que un hermano, Gyllos era un amigo, uno sincero y auténtico, uno sin pelos en la lengua, uno que lo había acompañado el duelo tras la muerte de Danasha y de Genalla y durante sus años de gobierno. Era su mano derecha, y más que su mano derecha, era su confidente y su guía. Muchos divulgaban rumores sobre Gyllos, tachándolo de perro faldero o sabueso del Señor del Mar, pero Tichero era plenamente consciente de que ellos no eran empleado y empleador, ni caudillo y soldado, ni rey y caballero.

Eran amigos, y si Gyllos no hubiese permanecido a su lado la última década y media, Tichero poseía la certeza de que sus fines se habrían desviado, y sus sueños, corrompido.

¿Había dependido demasiado de Gyllos y su moralidad, su visión de las cosas, para mantenerse fiel a los ideales con los que había iniciado su objetivo de restaurar su país? ¿Acaso el poder, la gloria, la riqueza y la corte lo habían envenenado y confundido? ¿Qué ocurriría si su amigo moría? ¿Cómo seguiría con su misión sin el faro que impedía que se perdiese en la neblina de inquietud, rabia, culpa y odio que lo cegaba? ¿Qué luz lo ayudaría a espantar esos oscuros y latentes impulsos de ascender como tirano, de entregarse a la crueldad, la violencia?

¿O, quizás, el destello de su amigo lo había cegado? ¿Y si había limitado su visión y evitado que explorase las posibilidades que se escondían en esa neblina? ¿Cuántos problemas, cuántas desgracias se hubieran evitado si hubiese abrazado esas ideas que pululaban por su mente cada tanto u oído a esas vocecillas que susurraban soluciones que harían sentirse orgulloso a su hermano?

«No, no es la forma». La vergüenza por formular tales preguntas acrecentó el arrepentimiento que su amigo había apaciguado. ¿Cómo barajaba un escenario donde Gyllos lo traicionara, donde jugase con sus aspiraciones y valores, donde lo utilizara como un mero medio para un fin, donde lo restringiera? De inmediato, se despojó de tales pensamientos, y clavó sus ojos en Gyllos, quien lo observaba con una ceja en alto y el entrecejo arrugado.

—¿Estás bien?

—Oh, sí, sí. Solo... solo estoy cansado —contestó, acomodándose el chaleco y reposando sus brazos en los laterales de su asiento—. No he dormido bien desde el atentado al palacio, y los recientes eventos no me han devuelto el sueño.

Mentía, pero había pulido el arte de disimular los engaños y enredos lo bastante para fundirlos y enmascararlos como verdades indistinguibles de las falacias. Había perfeccionado su tono de voz y gestos, para así no delatarse ante sus enemigos o aliados, imposibilitando a los primeros leerlo mediante su voz o ademanes, y ahorrándoles preocupaciones a los segundos.

—Diez años de mandato, quince de trabajo, un intento de asesinato y una guerra civil también agotan a cualquiera, eh —mencionó Gyllos—. Estás en tu derecho de desquitarte, Tichero, pero no con niñas de ocho años.

—Como siempre, amigo mío, tienes razón. Prepararé un desayuno exquisito y le pediré mis más sinceras disculpas. —Agachó el rostro, frunciendo el ceño—. Ahg, qué imbécil fui, pero lo compensaré saciando el hambre de nuestra invitada.

—Dudo que se niegue; es una chica educada, y tú no es que la insultaras.

—No, pero ¿quién querría reunirse a desayunar con el hombre que te amenazó?

—Una niña como Myriah, aunque no creo que todavía sea una niña. Luego de la guerra y la muerte de su padre, la he notado un poco más... seria, sombría.

—Podría darle uno o dos consejos sobre cómo gobernar un país. Quizás sea astuta y tenga los recursos a su disposición, pero yo mejor que nadie sé que eso no basta para mantener el control y dirigir a un pueblo —mencionó, entrecruzando sus manos encima de su vientre.

—¿En serio? ¿Tú planeas darle consejos a alguien respecto a la administración de un país? ¿Tú? ¿El mismo que no se dio cuenta de una guerra civil? —preguntó, burlón.

—Braavos, conmigo a la cabeza, prosperó más que en mil años. Sí, me comporté como un arrogante cretino y centré mi atención en las fronteras en lugar de fijarme en las calles y cortes de nuestra ciudad, pero no sucederá nuevamente. Y, supongo, es lo único de valor que puedo ofrecerle a Myriah; no creo que el oro le importe.

—No eres un cretino, Tichero, pero ese orgullo Flaerys de tanto en tanto te hace ver algo... soberbio —comentó Gyllos, curvando las comisuras de sus labios en un arco ascendente—. El oro viene bien a todos, más que nada a los países que tratan de repeler invasiones piratas y están desesperados por armar un ejército organizado. Como Dorne, por ejemplo.

Arqueó una ceja y elevó la vista, observando la sonrisa de Gyllos convertida en una línea tensa, sus ojos ambarinos clavados en él.

—Ah, así que estás enterado —dijo, recostándose en el respaldo de su silla—. ¿Se lo has contado a Myriah?

—No me corresponde —repuso Gyllos—. ¿Garson sabía?

—Uhum —asintió—. La carta llegó a nosotros una semana antes del estallido de la Masacre, pero Garson me pidió que no divulgara la información, y Dromin me sugirió exactamente lo mismo; no te lo conté porque estabas entrenando a Daeron y no quería preocuparte a ti. Supe enseguida que se lo dirías a los soldados dornienses cuando volvieras a caminar, y Garson no podía permitirse un motín de su Guardia de Honor.

—Me estás jodiendo, ¿no? Dime que es un mal chiste, Tichero. Porque si me dices que decidiste esconder adrede malas noticias a hombres y mujeres cuyas familias están siendo esclavizadas por la Triarquía...

—Las defensas de Dorne han impedido que los piratas entren a sus tierras, y las aldeas y pueblos cercanos a las orillas del mar fueron abandonadas por sus habitantes, que ahora se refugian en los pasadizos secretos y redes de túneles subterráneos de la región o en las ciudades de los grandes señores —explicó, interrumpiendo a Gyllos—. Tú sabes que estaba organizando una flota para enviar refuerzos, pero pasó lo de Loreoh, y después la mansión de Illora ardió en fuego valyrio. No tuve otra alternativa que retrasar el viaje de Garson y priorizar la investigación y la seguridad de Braavos.

La incipiente rabia en la mirada de Gyllos se extinguió, pero el descontento en su semblante no se esfumó. Se giró hacia la ventana, y su mano liberó el puño de Escarlata, empezando a tamborilear suavemente el cuero de su empuñadura, un ritmo veloz que se fue ralentizando paulatinamente.

—¿Y cuál es el plan?

—Mandar a mis tropas o las de los magísteres ya no es una opción; Braavos está débil y no sobrevivirá al caos que se avecina sin cada uno de sus soldados y las Espadas que aún conserva —respondió Tichero—. Una porción de mi flota acompañará a Myriah hasta Marcaderiva, donde Rhaenys Targaryen recibirá a modo de huésped.

Gyllos se volteó a verlo, los párpados abiertos en una mueca de asombro y desconcierto total.

—¡¿Estás demente?! —clamó—. ¿Le confiarás la vida de una Martell a una Targaryen? ¡Es como si quisieras que se mataran, o como si entregaras a Nakio a Forassar!

—La Serpiente Marina y su esposa son íntimos amigos míos, ¿se te ha olvidado que mi hijo se comprometió con su hija hace años y medio, y que hemos sostenido excelentes relaciones comerciales por quince años? Rhaenys se encuentra interesada en criar a sus dos hijos y educarlos en la política, ¿y qué forma más beneficiosa y enriquecedora que unas vacaciones en Dorne?

—Pensé que Myriah se quedaría con Rhaenys.

—Unas semanas, sí, pero emprenderán el viaje a Lanza del Sol por tierra en cuanto Myriah esté lista.

—Los dornienes los destriparán en el momento en que los vean.

—Me he asegurado de que no. Verás, lord Dayne y lady Yronwood disuadirán a los nobles y forajidos de Dorne de no alzar ni un dedo en contra de los dragones, no solo porque la princesa viaja con ellos, sino porque, de desenvainar sus cuchillos o envenenar su comida, cometerán una afrenta imperdonable, y Braavos invadirá Dorne si la princesa no arriba viva y en una sola pieza al Antiguo Palacio. —La gravedad en su voz agitó su corazón y lo conmocionó, pero no dejó que aquellas sensaciones se manifestaran en reacciones físicas.

—¿Cómo estás seguro de que no desenfundarán sus espadas u ocasionarán un accidente en mitad del camino? Para comenzar, ¿cuándo hablaste con Rhaenys, o con lord Dayne y lady Yronwood? Es más, ¿cómo mierda hiciste para juntarte con ellos cuando están en la punta opuesta del Mundo Conocido?

—No lo creo; lo sé. Envié emisarios a los «Lores de las Dunas» y a la Reina que nunca fue hace dos semanas, la noche en la que Garson murió. No han contestado; mis legados demorarán tres meses en ir y tres meses más en regresar a Braavos con las respuestas de cada señor. Pero sé que accederán a mis condiciones y demandas.

—¿Qué condiciones? ¿Cuáles demandas?

—Te dije que no obligaría a Myriah a firmar ningún pacto, y así será. Desgraciadamente, alguien tiene que afianzar nuestros lazos comerciales con Dorne, y no impondré en los hombros de una niña esa tarea.

—¿Por qué no mandar uno de tus encapuchados a Dorne? Sé que tienes espías hasta en el baño de Mero.

—En su baño, en su dormitorio, en sus arcas e incluso en los cuartos secretos de su mansión y las múltiples propiedades en Braavos y más allá. —Se arrellanó en su sillón, cerniendo sus dedos en torno a los cráneos de flamencos en los reposabrazos—. Mi error fue confiar en que ellos harían sus aspiraciones egoístas a un lado, pero erré. Si uno de los dos fue ingenuo, ese fui yo, y no pretendo equivocarme otra vez ni otorgar el beneficio de la duda o mi fe a ellos ni a Olyvar.

«Además, no me imagino a un hombre negándose a cumplir con la última voluntad de su difunto hermano al reunirse con su sobrina y estar frente a la casa Targaryen y sus súbditos», pensó.

—Mis magísteres, nobles y un miembro de mi Cónclave, el General de la Armada de Braavos, me traicionaron. ¿Qué puedo esperar de los regentes y nobles de afuera?

Gyllos guardó silencio, y ambos se miraron mutuamente sin intercambiar ni una palabra. Había consternación en la expresión de su amigo, mezclada con una profunda pena y la decepción que se había visto opacada por la ira y la impresión, pero que ahora emergía y se expandía por los rasgos de Gyllos, deformándolos en una mueca sombría y triste.

—Lo que menos necesitamos en estos tiempos es recelo, amigo.

—Díselo a ellos, Gyllos —replicó, severo, tajante—. Mi amabilidad, esfuerzo por hacer la paz y generosidad se me han devuelto en forma de conspiración, insultos, muertes a montones, traición. Les ofrecí mi amistad, mi mano, mi confianza, y me escupieron en la cara y luego me abofetearon de revés.

Dio un golpe con su puño a una de las cabezas de flamenco, y el impacto reverberó en la habitación. Inspiró hondo, y exhaló por la boca. Irguió su espalda y fijó su mirada en la ventana y la vasta noche.

—Cumpliré con mi palabra, ayudaré a los dornienses, pero quienes no estén dispuestos a bajar las armas y deshacerse de sus rencores, pagarán un impuesto extra y no estarán privados de los beneficios que Braavos les proporcionará a quienes sí firmen.

—¿Por eso necesitas tanto dinero? —cuestionó Gyllos, serio—. ¿Para sobornar y comprar lealtades?

—Para construir la base de la lealtad y la confianza se requieren un motivo sólido y una prueba de que son auténticas. Yo les doy un motivo a los dornienses y los aliento a que confíen en mí, uno muy bueno, y ellos me demostrarán si son leales a sus juramentos y si merece la pena depositar en ellos mi fe.

—Tichero... —Chasqueó la lengua, cerrando su puño alrededor del pomo de su espada—. Esto no es correcto.

—Lo sé, amigo mío, pero es necesario. —Se incorporó, alisando sus ropajes y uniendo sus manos detrás de su cintura—. Y ni siquiera he iniciado. No podré concretar nuestra visión de un Braavos mejor si no realizamos sacrificios. Eres un soñador, Gyllos, un idealista, pero te equivocas conmigo: yo ya he despertado de ese sueño, y es tiempo de que abras los ojos.

—¿Y los ideales de nuestra nación? ¿Qué sucederá con ellos? ¿Renunciarás a las máximas de nuestro país?

—Me ofende que lo preguntes. —Se dio media vuelta, y meditó un segundo su contestación—. Jamás traicionaré los valores de nuestros ancestros, y tú te cerciorarás, en el peor de los casos, de qu.

—Tichero, viste lo que desencadenó tu plan de los herederos, no pretendas que forme parte de un acto tan vil por segunda vez.

—No tienes por qué unirte a mí, Gyllos. —Volvió su vista hacia el aludido, mirándolo de costado—. Ambos trabajaremos codo a codo por un Braavos más fuerte, ambos avanzaremos por la senda que hemos recorrido hasta hoy. Pero me temo, mi amigo, que yo he de tener un pie en nuestro sendero, y otro en uno distinto.

—¿Qué clase de sendero sería ese? —interrogó, preocupado, inquieto, amagando con dar un paso adelante; la mano de su amigo tiritando imperceptiblemente en torno al rubí de su mango.

Tichero contempló a Gyllos por un momento, y luego clavó sus ojos en la puerta del cuarto, encaminándose hacia esta.

—Uno que rezo porque nunca conozcas ni camines de nuevo.

Y antes de que Gyllos pudiera detenerlo o protestar, Tichero atravesó el umbral de la puerta, sumergiéndose en el oscuro pasillo del tercer piso, desprovisto de antorchas o braseros encendidos; el crepitar de las brasas zumbando en sus oídos; el frío viento nocturno agitando su túnica blanca.

El palacio estaba plagado de penumbras y tan desprovisto de ruido como uno de los templos de Qohor. Una sensación de pequeñez y soledad lo abrumó por un instante, y Tichero se la sacudió de un plumazo. La punzada de hirviente remordimiento lo traspasó cual daga al rojo vivo, hundiéndose en lo más recóndito de su pecho y avivando las llamas de su resolución, del rencor. Si bien las acciones que llevaría a cabo en un futuro no tan lejano no lo enorgullecerían y lo atormentarían por el resto de su mísera existencia, sino que lo llenarían de vergüenza y un ferviente desprecio hacía su persona, Tichero no planeaba retroceder.

Había caído, Braavos había caído, y él se alzaría junto con ella, sin importar el coste.

Su hermano probablemente estuviera jactándose de su hipocresía en el infierno, riéndose a pesar de sufrir mil y un tormentos inimaginables a manos de los seres que moraban en el averno. Tichero escuchaba su risa en el viento que entraba por las ventanas y las diminutas brechas en las paredes de roca lisa, una carcajada rasposa y repugnante. La risotada de un muerto, de un monstruo. La risotada de su hermano.

El Tirano de los Mares lo habían apodado, aunque no había dominado ni un mar a excepción de la laguna de Braavos. Sí, había comandado desde su trono de mármol dorado y ébano la flota mercante más grande que Essos y Poniente habían conocido en siglos, pero su ejército se concentraba en Braavos, no en las aguas extramuros del Escudo de Sellagoro. Si se lo había motejado con ese extravagante título, era porque su maldad era tal que se esparcía por las aguas aledañas y por océanos que ningún braavosi o humano había atisbado. Pero el mar se había tornado de un color rojizo en la laguna, un tono similar al del vino, al de la sangre. Un rojo intenso y vibrante que causaba escalofríos en Tichero al rememorarlo.

Ni los hidromantes del Templo de la Lluvia supieron explicar el tétrico fenómeno. Sin embargo, Tichero no tuvo que versarse por veinte años en los misterios de la magia del agua para comprender lo que implicaba el inexplicable acontecimiento: perdición, ruina, muerte. Y, pese a las señales, no actuó, y el precio fueron ciento veinte mil vidas, cinco años de reconstrucción y el alma de su esposa y de varios amigos.

Y, hacía no más de tres días, las Doncellas de las Corrientes habían hecho llegar una tétrica noticia a su estudio. Mientras limpiaban las aguas de Braavos envenenadas por el polvo del fuego, la sangre, las entrañas y los cuerpos de los muertos y los cascos rotos de los navíos, habían notado que, sin importar cuántos sortilegios o aceites místicos utilizaran, el agua no retomaba su característico y típico color celeste esmeralda. La superficie y las profundidades de las aguas se habían vuelto carmesíes, escarlatas. Y eso, por experiencia de Tichero, no era un buen presagio, ni un evento que hallaba su origen en las sales de las algas o los cadáveres de los fallecidos en la guerra.

Era un augurio. Uno que les advertía sobre la aparición de un mal semejante a Xhabarro. Tichero adoptaría cualquier medida preventiva y ejecutaría cualquier atrocidad con el fin de proteger a Braavos. Y si él resultaba ser esa catástrofe que se avecinaba, haría cuanto recayera en su poder para no condenar a Braavos, y si el precio por la preservación y el mañana de su nación era la condena de sus enemigos, que así fuera. 

... 

Nota de Autor:

Buenos días, tardes o noches, queridas lectoras y queridos lectores. ¿Cómo se encuentran? Espero que bien, así como espero que les haya gustado el capítulo. Los avisos parroquiales de esta semana se resumen en: soy libre y por fin me deshice de los exámenes, por lo que ando menos estresado y corriendo de acá para allá, además de tener un poco más de tiempo para escribir y descansar. Ojalá ustedes también puedan disfrutar de estas vacaciones de mitad de invierno tanto como yo las gozaré. 

Díganme, ¿qué tal les pareció el capítulo? ¿Les gustó o no? ¿Qué opinan de la estrategia y las decisiones de Tichero? En general, ¿cuál es su visión de Tichero, la de un buen líder que se ve en la complicación de hacer lo necesario para asegurar el bienestar de los suyos, o la de un hombre al que no le importan los otros y solamente se preocupa por preservar su nación? Estaré leyendo sus comentarios al respecto.

En fin, les deseo muchísimos éxitos y muy buena suerte. Como siempre, muchas gracias por su atención, dedicación, tiempo y apoyo. 

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