𝐗𝐋𝐕𝐈𝐈𝐈

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Al morir su madre, Myriah pasó varias semanas tumbada en su cama, rechazando las visitas de sus primas, de sus tías y de su tío. Cualquiera de los trabajadores de los que trataba de entablar una charla con ella o ingresar a su habitación no recibía insultos o amenazas, pues ni siquiera contestaba. Aunque se hallaba devastada por la partida de su progenitora, no era excusa para insultar a quienes solían atender sus necesidades y realizar sus labores en el Antiguo Palacio; además, no gustaba de maldecir ni amedrentar a otros, y su pérdida no justificaba maltratar a terceros o conocidos.

No tenía energías, ánimos o aspiraciones. Deseaba permanecer en su alcoba día y noche, tendida sobre su cómodo colchón, hundiéndose en este con la única esperanza de que la engullera, de que la asfixiara de manera lenta e indolora, para así reunirse con su madre. Era un deseo egoísta, pero era un anhelo que daba vueltas en su mente hora sí y hora también. Se desentendió de su apariencia, de la salud de su cuerpo, de sus responsabilidades para con Dorne.

Había olvidado incluso su propio nombre, pero, entonces, un día, su padre irrumpió en su habitación de una patada, desencajando las bisagras de la puerta. Cuando Myriah, sobresaltada y confundida, intentó incorporarse, Garson cernió sus dedos alrededor de su talón y la arrastró desde su habitación hasta el patio de armas, siendo arrastrada por casi cuatro pisos y cuatro docenas de escalones. Adolorida y aturdida, no tuvo tiempo ni de erguirse, ya que su padre, tras lanzar una lanza a sus pies, la atacó con sus dagas.

Myriah, movida por el miedo y el instinto, empuñó el arma y se defendió de los embates de su padre. No sabía qué ocurría o por qué su progenitor la había sacado de su cama y llevado al exterior para acometer en su contra, pero, pese a sus ansias de reencontrarse con su madre y su falta de fuerzas, se protegió de los tajos y puñaladas de Garson, efectuando una o dos estocadas, si bien fallando en el intento de atizar un golpe a su rival. Al cabo de unos minutos, se desplomó de rodillas, con la respiración agitada y los músculos ardiendo; el sudor manando de sus poros a borbotones; cientos de gotas surcando su rostro y torso.

—De pie —dijo Garson, situándose delante de ella.

—No puedo —musitó Myriah, sin aire en los pulmones.

—¿No puedes? ¿O no quieres?

—Yo...

—Eres una Martell, Myriah —vociferó, severo—. Lo que tú quieras es irrelevante cuando el bienestar de tu gente, de tus amigos y tu familia está en riesgo. Da gracias a los dioses de que estamos en tiempos de paz, porque si estuviéramos en una guerra y yo hubiese muerto, el pueblo de Dorne no tendría una princesa que los guiara y el futuro de nuestra nación se hubiera desmoronado hace meses.

—¡No es verdad! —gritó, alzando la vista y encarando a su padre—. ¡Me tienen a mí!

—¿Es eso cierto? Porque las personas no te han visto en meses, ¡yo, tu padre, no he hablado contigo en semanas! —exclamó. Respiró hondo, acuclillándose—. He sido paciente, he respetado tu luto, pero tienes que levantarte, Myriah. Hay gente que confía en nosotros, en ti. No podemos defraudar su fe, no podemos desligarnos de ellos, porque están tan atados a nuestra sangre como tú a mí, como tu madre a mí.

Garson colocó una de sus manos sobre su negra cabellera, y Myriah vio el grave semblante transformándose en una expresión menos seria, revelando la pena y la melancolía que escondía tras esa máscara; la lástima y el dolor centelleando en sus oscuros iris, apagando el brillo de su confianza y ennegreciendo sus rasgos.

—Te amo, Myriah, y no deseo romper tu duelo ni encomendarte tareas para las que aún no estás preparada. Pero no estás sola. —Garson se humedeció los labios y agachó la cabeza, ocultando su cara—. Yo... Yo la extraño. No eres la única que todavía escucha su voz en la noche, y no eres la única que espera despertar y que ella aparezca para abrazarte o besar tu frente.

Las lágrimas escocieron en los ojos de Myriah, nublando su visión, pero alcanzó a vislumbrar varias gotitas caer de las mejillas de su padre y estrellarse en el suelo. Quiso abrazarlo, compartir su frustración, su impotencia, su amargura, maldecir a los dioses por arrebatarle a su madre, llorar hasta perder el conocimiento. No obstante, Garson acarició con gentileza su pómulo derecho, cortando el flujo de lágrimas que se deslizaban por su piel.

Al elevar la mirada, Myriah, sollozando, clavó su vista en los iris de su progenitor, cuyo negro fulgor tranquilizó su alterado corazón, infundiéndole quietud, paz, seguridad.

—Nunca podré llenar el vacío que dejó tu madre en nosotros, pero no tenemos por qué sobrellevar este dolor separados —aseguró, esbozando una leve sonrisa—. Los Martell somos más fuertes unidos, Myriah, y yo mejor que nadie comprendo la angustia que vives. Dorne depende de nosotros, nuestra casa depende de nosotros, y aunque el deber nos reclama, eso no quiere decir que debamos hacer a un lado los sentimientos por los muertos o los vivos.

» Pero ignorar las obligaciones que acarrea el apellido que portamos sería una afrenta terrible al legado de tus ancestros, a nuestra nación y a la memoria de tu madre. Ella no querría que te alejaras de tu pueblo, de tus primas, de mí. No puedes quedarte en el suelo, Myriah, sin importar cuán fuerte sea el golpe o cuán profunda y lacerante sea la pena. Tienes que levantarte.

Escuchó, conmocionada por la solemnidad y la potencia en la voz de su padre, que, sin gritar o arrugar el entrecejo, hizo que se estremeciera. Vaciló, desconfiando de su capacidad para lidiar con la violenta vorágine de contradictorias emociones que sacudía sus adentros. Anhelaba erguirse, pero la melancolía y el cansancio la instaban a quedarse ahí, de rodillas y con las manos apoyadas en el suelo; una llama en su interior ardía, incitándola a blandir su lanza, pero el peso de la tristeza la invitaban a rendirse, a no pelear.

«¿Cómo se supone que me ponga de pie si yo soy la que se rinde?». «¿Cómo reinaré si no puedo siquiera gobernarme?». «¿Cómo lucharé por mi pueblo si no poseo el poder de vencerme?». Muchas interrogantes y ni una mísera pista sobre cómo contestarlas. Sin embargo, su padre la despertó de su trance al golpear el piso con la suela de su bota.

—¡Nunca doblegado, nunca roto! —exclamó—. Ese es el lema de los Martell, ¿o es que acaso lo has olvidado como te has olvidado de tus familiares, tus amigos, tu gente? —cuestionó, severamente, tendiéndole su mano; el color oscuro de sus iris refulgiendo a la luz del mediodía—. Dame la mano, recoge esa lanza y pruébame que eres una Martell. Pruébame, hija mía, que estás decidida a honrar la memoria de tu madre y a trabajar conmigo en preservar su legado. Pruébame que el orgullo y el dolor no te cegarán. Pruébame que no te doblegarás ante nada ni nadie, incluso ante ti.

Myriah observó la mano de su padre, dirigió sus ojos hacia el arma que yacía a un palmo de su diestra y luego contempló su reflejo en las puntas de bronce de las botas de su progenitor. «Nunca doblegado, nunca roto», el lema de su familia reverberó en sus oídos, agitando su alma. «Nunca doblegado, nunca roto», se repitió, y aquel mantra, aquella máxima adoptada por su familia, retumbó en su cabeza y espíritu, abriéndose camino a través del temor, de las dudas, las inseguridades, de la furia y del pesar que la habían retenido en su colchón y hecho olvidar quién era, su propósito y misión, expulsándolos de su ser.

«¡Nunca doblegado, nunca roto!». Agarró su lanza, estrechó su mano libre con la de su padre y, usando el extremo sin filo de su arma y ayudada por la fuerza de Garson, se reincorporó, viendo al mayor cara a cara; la sonrisa de orgullo del Príncipe de Dorne inflando su pecho y llenándola de confianza, realzando su revitalizada determinación.

—Eso es, hija mía. —Garson la abrazó, y Myriah correspondió su gesto, rodeándolo con sus brazos—. Jamás olvides quién eres. Jamás olvides que no estás sola.

Durante dos años, esa realidad se fue diluyendo como una mota de polvo en el viento, como una gota en un mar de cientos de otras verdades que Myriah tuvo que afrontar. Había sido la mano derecha de su padre tras su enfrentamiento y ambos se habían apoyado, tanto en asuntos políticos y personales. Pero las obligaciones y los deberes que había adoptado terminaron por enterrar el recuerdo, el hecho de que no se tenía por qué hacer todo sin la ayuda o la compañía de sus amigos.

Tal vez la soberbia dorniense de la que se burlaban los habitantes de los seis reinos del norte de Poniente sí existía y sí la había envenenado, volviéndola lo suficientemente arrogante para desoír una de las lecciones más importantes de su padre y dejarse consumir de nuevo por la amargura, la fura y la pérdida. En lugar de recordar las enseñanzas de su progenitor y acudir a los que habían demostrado auténtica consternación por su estado, había desechado sus palabras y elegido desdeñar sus intentos de sacarla del foso en el cual se había hundido. En sus entrañas, se había gestado un resentimiento y un rencor hacia los asesinos de su padre, hacia los que permitieron tal masacre y hacia el propio Garson tan, pero tan profundos, que estos comenzaron a reemplazar a su pena y a formular ideas macabras en su mente, ideas de venganza y aniquilación.

Pero, en su momento más oscuro y cuando la desesperación empezaba a carcomerla, un rayo plateado atravesó aquella densa y nociva bruma que la había envuelto, regresándole la esperanza. Daeron la había rescatado, pero no de un dragón, de una bandida de ladrones o de unna secta de sacerdotes que deseaba sacrificarla en nombre de un macabro dios con una puñalada en el corazón, sino de sí misma. Sus palabras la conmovieron, enfurecieron, confundieron y enervaron. Una daga compuesta un centenar de volátiles explosiones la atravesó, y el frágil metal que la conformaba acabó de estallar en miles de esquirlas que se incrustaron en su corazón cuando su amigo valyrio sugirió la insultante posibilidad de cortar el lazo de amistad que los ataba.

Enfurecida por aquella insinuación, salió a encararlo, abriendo su puerta de un tirón y acortando la distancia que los separaba en un segundo. Pero, al tenerlo enfrente, no vio en sus ojos miedo o lástima. No, lo que vio fue una preocupación palpable, casi tangible, y un dolor tan hondo y lacerante como el que desgarraba su alma reflejados en los iris de Daeron.

Las palabras de su amigo quebraron la escasa compostura que aún preservaba, y ella, en un acto instintivo, empujada por un sentimiento, una necesidad de desahogar esas lágrimas, esa pesada pena, ese insoportable rencor, se aferró a él, rodeándolo con sus brazos y estampando su rostro contra su camisa mientras el llanto brotaba de sus orbes cual río desbocado. Pensaba haberse quedado sola. Sola y sin nadie con quien compartir sus pesares. Sola y abandonada. Sola y huérfana. Sola con sus remordimientos, melancolía, rabia y odio. Pero Daeron, como si su padre hablase a través de su boca, le recordó que no se encontraba sola.

El chico de cabello rubio-plateado que desconfiaba de su sombra, no conocía el significado de lo que era tener un amigo y se castigaba por sus fracasos pretéritos que Myriah había consolado en su momento, la había calmado con su voz y sus amable y torpes gestos. Y le agradecía, le agradecería de ese día en adelante por ayudarla a disipar esa negra y venenosa niebla que la retenía en aquel pozo, por ayudarla a escapar de dicho foso, por evocar las memorias de su difunto padre, quien, aún desde el más allá, parecía incapaz de abandonarla o permitir que se rindiera. Ambos la habían tendido la mano, se habían ofrecido a acompañarla en su duelo, y Myriah no volvería a cometer el error de distanciarse una tercera vez.

Su soberbia y su tristeza la habían cegado demasiado, y era tiempo de que entendiese que sumergirse en la bruma no era la solución, y que ninguna ley prohibía lidiar junto a sus allegados con su oscuridad. «Todavía tengo mucho que aprender», meditó mientras terminaba de peinar su melena negra y depositaba el cepillo sobre el mueble que sostenía el espejo. «Eres terca como un uro y arrogante como un jaguar», se recriminó, observándose en el cristal. «Pero no estás sola, y mejorarás». «Tienes que ser mejor». «Y no lo harás sola».

Respiró hondo, irguiendo la espalda y abrochándose los botones de bronce de su camisa naranja. Se ajustó el cinturón de su pantalón y se colocó en torno a sus sienes la sencilla diadema de oro que su madre le había regalado en su quinto Día del Nombre. Escrutó su figura proyectada en la superficie del espejo, y tuvo que entornar los párpados para cerciorarse de que su apariencia no se trataba de una alucinación por su reciente y pobre alimentación a base de pan y agua. Se notaba distinta, quizás era por los rayos dorados del sol que se filtraban por su ventana, pero el tenue y radiante fulgor broncíneo que desprendía su tez morena y el destello oscuro de sus orbes la sorprendieron.

No se reconoció, no al principio. ¿Hacía cuánto no acicalaba su cabello, se bañaba o vestía decentemente? No es que lucir elegante y refinada fuera su prioridad, pero tampoco no era de su agrado oler rancio o asemejarse más a un vagabundo que a una princesa. «¿Habré olido mal?», no había sentido el perfume del sudor o de la suciedad que se había quitado al bañarse, pero era probable que Daeron sí.

El calor de la vergüenza se asentó en su cara, y Myriah percibió un suave azoro en sus pómulos. «¿Y si le pegué el olor a perro de la calle?». Meneó su cabeza, sacudiéndose esos pensamientos, y se centró en lo urgente: sus soldados. Debía hablarles, disculparse por su ausencia y, así como con Daeron, abrirse a ellos, conllevar el hombro con hombro el duelo y la carga de la muerte de su padre.

Se miró de nuevo en el espejo, y luego de unos instantes, una sonrisa se dibujó en sus labios; la decisión brillando en sus iris. Se levantó del banco y se encaminó a la salida, a paso ligero, abandonando su cuarto y cerrando la puerta. Recorrió el pasillo a gran velocidad y se deslizó por una barandilla de metal pegada a una de las paredes de las escaleras, descendiendo rápidamente; los largos mechones negros que enmarcaban su rostro agitándose a los costados de este, rozando las puntas de sus orejas.

Usó sus manos para reducir la rapidez con la que se desplazaba, apoyando sus pies en el piso al arribar a la primera planta de la torre. Caminó hacia la puerta, en cuyo marco Daeron se hallaba recargado de espaldas, tamborileando con sus dedos los mangos de las armas que colgaban de su cinto. Al verlo bien, se agitó al percatarse de la horrible cicatriz similar a un rayo irregular que nacía en la comisura de su labio derecho y culminaba bajo el lóbulo de su oreja.

Tragó saliva y se acercó a su amigo, que dirigió su vista a ella, incorporándose de un salto y yendo en su dirección.

—¡Hey, ya venía siendo hora! —comentó Daeron, sonriente, deteniéndose a un palmo de Myriah.

—Tu cicatriz... —dijo, extendiendo con cuidado su brazo, acariciando con las puntas de sus uñas la piel cicatrizada, de textura rugosa y seca.

Daeron se estremeció levemente, y Myriah atisbó por el rabillo de su ojo como la diestra del platinado se despegó de la empuñadura del cuchillo, pero su extremidad se frenó antes de siquiera poder llegar a su muñeca o antebrazo. Entonces, lo recordó: Daeron también había temblado al agarrar sus manos en la mansión de Faenorys y al abrazarlo hacía una o dos horas. «Mierda», maldijo para sus adentros, aprende por no haberse dado cuenta con anterioridad.

—Perdona, yo... —Llevó sus palmas y yemas a su cintura, su vista fija en Daeron—. ¿Qué te sucedió ahí?

—Un presente de Arallypho Essiris —contestó—. El bastardo se negó a rendirse y no cayó de una estocada o un tajo. Aguantó bastante, y no se fue sin regalarme esta marca primero —relató, había rencor y lástima en su voz, como si el deceso del General Traidor fuese una mala noticia o un suceso trágico; una sombra de terror cubriendo sus ojos.

—¿Eso es todo lo que pasó? —preguntó, preocupada.

Daeron la miró, dubitativo, cerniendo sus manos alrededor de los puños de su espada y su daga, viendo de izquierda a derecha y luego de derecha a izquierda. Giró su cabeza, observado por encima de su hombro, y después se volvió hacia Myriah. Se arrimó a ella, suspirando hondo, como si buscara recabar valor o encontrar la manera correcta de responder a su interrogante.

Tras unos momentos, Daeron por fin procedió a explicar:

—No, no es todo lo que pasó —dijo, casi en un susurro.

—¿Y qué pasó en verdad? —La curiosidad nunca había sido su enemiga ni le había jugado en contra, pero en cuanto algo captaba su interés, Myriah sentía la imperiosa necesidad de conocer cada detalle—. Puedes contármelo.

—Lo sé, pero... —Se debatió durante unos segundos, negando con la cabeza, dándose media vuelta—. No me creerías, y tus hombres están esperando afuera.

—Daeron. —Tomó la manga de su brazo con delicadeza pero rapidez, y el aludido se agitó ante su toque; el mango del cuchillo de su amigo moviéndose ligera e imperceptiblemente a causa del tiritar de la mano de este—. ¿Estás bien? ¿Por qué pareces...?

—No estoy asustado —replicó, sin voltear a verla—. Solo... —Inspiró profundamente, exhalando por la boca y posando su zurda sobre su nuca; los dedos amenazando con rascar la horrenda cicatriz que decoraba su cuello—. Solo que no quiero sonar como un loco.

—Pues suenas como uno —advirtió—. ¿Qué estás escondiendo?

—Nada, yo... —Daeron vaciló un instante, apretó los puños y luego los abrió—. Te lo contaré, pero no ahora. Lo único que tienes que saber es que ni Garren, ni Fera ni yo asesinamos a Arallypho.

—Y si ustedes no fueron, ¿quién lo mató? —No comprendía nada. Se suponía que los presentes en el salón eran la Segunda y Quinta Espada de Braavos y Daeron, o eso habían dicho los Capas Violetas que irrumpieron en el Fuerte de Hierro y se encontraron con la escena de ambos espadachines y su amigo tumbados en el suelo. Si ellos no eran los responsables de haber matado al traidor, ¿quién había propinado la estocada final y escondido el cadáver?

—Algo.

—¿Algo? —Levantó una ceja—. ¿Qué estás diciendo?

—Que algo mató a Arallypho. No sé quién o qué, pero era algo terrible, demoníaco, maligno. Nunca vi una cosa parecida, ni siquiera en los reñideros de bestias en Lys o en mis pesadillas. Casi mata a Garren, casi me mata a mí e hizo reventar a Arallypho desde dentro. —Detuvo su historia, apartando su mirada—. Era un espectro, un demonio, una sombra. Clamaba ser la Muerte, pero no conozco a ningún dios que le arranque las extremidades a un hombre y se meta en él para hacerlo desaparecer en una nube de sangre y hueso.

Myriah oyó atentamente, y si bien la idea de cuestionar a su amigo acerca de su cordura la tentó, cualquier atisbo o rastro de duda sobre la veracidad de sus declaraciones se esfumó al captar la firmeza y el sutil temor en su tono. Hablaba en serio, muy en serio. Pero ¿sombras? ¿Demonios? ¿La Muerte manifestándose para matar a Arallypho y enfrentar a Garren, Fera y Daeron? Era extraño, inusual, irreal, una anécdota macabra digna de plasmarse en uno de los muchísimos libros que coleccionaban cientos de historias de criaturas antinaturales y deidades crueles. Sin embargo, Daeron no mentía, su voz, sus gestos lo confirmaban,

No mentía, y eso la aterró.

—Si Mara no hubiera usado su magia, nosotros no estaríamos vivos —terminó Daeron, volviendo sus ojos a Myriah—. Sé cómo se oye, por eso no se lo dije a Gyllos, a Dromin o a Tichero. ¿Quién se comería semejante historia?

—Yo te creo —afirmó Myriah, dando un paso adelante y colocando su mano en el hombro de su amigo—. Está bien tener miedo, Daeron.

—No tengo miedo, Myriah; estoy aterrado —confesó, una sombra de deshonra y frustración surcando su cara—. Esa cosa nos hubiera mutilado y destrozado como a Arallypho, y ni Garren pudo combatirla.

—Pero estás aquí. Estás vivo. —Palmeó su espalda, y Daeron y ella cruzaron miradas—. Comprendo que no le hayas contado a Gyllos, pero es importante que lo hagas; esa sombra podría estar oculta en las calles de la ciudad o planeando un nuevo ataque.

—Imposible —respondió—. Mara la exorcizó con su fuego, o eso dijo ella; es difícil entender a esa mujer.

—Es una Sacerdotisa de R'hllor —le recordó—, ¿en serio esperabas que hablara como una persona normal?

Ambos rieron por lo bajo, y Daeron soltó un pesado suspiro.

—Sí, supongo que fui un ingenuo al pensar que entendería su palabrerío mágico y religioso.

—Más que ingenuo, yo diría optimista —corrigió Myriah—, pero todos nos equivocamos alguna vez. —Espiró, uniendo sus manos detrás de su cabeza—. ¿Y cuándo le dirás a Gyllos?

Daeron torció los labios y arrugó el ceño en un semblante pensativo, sobándose el mentón con su zurda y observando la puerta que daba al exterior, para luego clavar sus orbes violetas en Myriah.

—Después de que tú converses con tus guardias —contestó, la sonrisa en sus labios ensanchándose en una ademán divertido y burlón—. No te preocupes —se apresuró a decir, adoptando una expresión y un tono más sereno, brindando unas suaves palmadas en su lomo—, estaré a tu lado por si necesitas un empujón, o un golpe.

—Hey —protestó Myriah, haciendo una mueca—, ¿se te olvidó que soy una princesa?

—Lo recuerdo muy bien —asintió Daeron—, pero no te golpearía, y no porque seas una princesa.

—¿Ah, no? ¿Por qué no me pegarías?

—Primero, porque eres mi amiga. Segundo, eres una niña. Tercera, no estamos en un duelo. Y cuarto, no quiero que tus guardias me maten.

Myriah dejó escapar una risa en forma de bufido, propinando un puñetazo al brazo de Daeron, que carcajeó levemente.

—Eres un imbécil.

—¡Vaya sorpresa! —mencionó el valyrio, con exagerado asombro y una mano en el pecho.

Ambos rieron a la par, y el ambiente tenso y pesado se tornó más ameno y ligero.

Daeron irguió su espalda, se volvió hacia la puerta y se encaminó a esta. Al estar a menos de un palmo de la plancha de madera reforzada con varas de metal, agarró la anilla de hierro rojizo. Myriah se acercó a su amigo, posicionándose a su derecha, y Daeron tiró del aro carmesí, abriendo la puerta y permitiendo que la luz del sol entrara como una marea de oro resplandeciente al interior de la torre.

Parpadeó tres veces, acostumbrándose a la iluminación del exterior. Ante ella se reveló el patio anterior del palacio, pavimentado con adoquines blancos y cercado por las inmensas murallas de piedra grisácea decoradas con franjas violetas; los cuatro torres occidentales y los otros dos pares de torreones orientales alzándose a su derecha e izquierda respectivamente, los rayos del mediodía reflejándose en las planchas de cobalto, esmeralda, hierro gris y acero rojo. El palacio, de paredes níveas manchadas por las cenizas de los incendios, cambiando el color marfil de la roca por un tono gris opaco, sucio, se elevaba a unas diez o quince varas de distancia, imponente, majestuoso, gigantesco. No sabía si alcanzaba las veinticinco o treinta varas de altura, pero las tejas púrpuras parecían rozar el cielo.

Boquiabierta al contemplar la titánica construcción, Myriah recobró el sentido al oír el sonido de las rodilleras de sus soldados incrustarse en el suelo. Cerró su boca y clavó su mirada en los hombres y mujeres que se habían hincado frente a ella, ordenados en dos hileras de seis guardias; sus armaduras abolladas, mugrosas o rotas como mudo testigo del infierno que habían vivido. A uno le faltaba un brazo; le habían extirpado el ojo diestro a una de las chicas de la segunda fila; otro de los soldados usaba una rudimentaria pata hecha de roble como reemplazo de la parte inferior de su pierna zurda. Y los demás no se salvaban: parches, extremidades enteramente vendadas, cicatrices suturadas o cauterizadas e incluso tres o cuatro utilizaban sus armas a modo de muleta.

La imagen de su otrora orgullosas lanzas dornienses convertidos en una triste parodia de lo que fueron contrajo su corazón. Vislumbró el arrepentimiento y la vergüenza en sus sombríos rostros. Había vivido la guerra, participado y combatido en el campo de batalla. Había observado las terribles repercusiones en las calles, en los edificios, en las personas, pero no había reparado en el daño sufrido por sus tropas, por los guerreros de su nación, los guardias de honor de su familia.

Era una visión que la sacudió de pies a cabeza y que la hizo sudar frío, no de miedo, sino de horror. Horror que se transformó en pena, y la pena en compasión. Tragó saliva, adelantándose a Daeron y atravesando el umbral de la puerta. Ninguno de los soldados se irguió ni despegó su vista del piso, y Myriah sintió una punzada de nerviosismo pinchar su nuca.

«Creen que murió por su debilidad», intuyó, basándose en la oscuridad que tapaba los rasgos y el comportamiento de sus hermanas y hermanos. «Como yo lo creía», reflexionó. Inspiró por su nariz y cernió sus manos en torno a su cintura.

—Lamento haberme ausentado durante estas semanas —dijo, avergonzada pero firme, cerciorándose de que el último de los soldados de cada fila escuchara sus palabras—. Fui descuidada con ustedes. Les fallé.

—No es así, Princesa Myriah —replicó el primero de los de la derecha—. Usted no nos falló; nosotros, sí, a su padre, a su familia, a nuestro pueblo.

—Quizás algunos lo vean de esa forma, incluso que los culpen por la muerte de mi padre, su señor —mencionó, y un temblor de terror recorrió de punta a punta a las hileras de guardias, quienes, a pesar de agitarse, no se movieron—. Pero yo no.

—Mi señora, nosotros...

—No. —Elevó su diestra, frenando a una de las mujeres—. Se les encargó una misión y ustedes dieron todo de sí para cumplirla. Fracasaron, es verdad, pero no fue porque quisieran. El enemigo los superaba en número y armamento, y ustedes los enfrentaron. Mi padre no los eligió por su fuerza o velocidad, sino que los nombró su guardia de honor debido a su lealtad y determinación.

» Han probado que no se equivocó al escogerlos, porque, aún con un brazo, una pierna, un ojo o varios dedos amputados y heridos de gravedad, continuaron de pie y fieles a su encomienda. Son los más perseverantes y leales de Dorne, y los halago por eso, los admiro por eso. Sé que se creen responsables de la muerte del hombre que depositó su vida y seguridad en sus hombros, pero ni ustedes ni yo provocamos su final.

» Cualquier cosa que diga o haga no traerá consuelo a sus corazones, pero deseo que sepan que no habrá castigo y no habrá destitución para ni uno de ustedes.

El silbido del viento y el ondear de las desgarradas capas de las lanzas dornienses inundaron el lugar. Un breve e infinito silencio se prolongó por unos tensos instantes en los que nadie se atrevió a susurrar o realizar un mísero ademán. Hasta que, por fin, uno de los soldados elevó su mirada. Era un hombre de treinta y pico de años, de tez bronceada y orbes castaños; una quemadura fusionada con un luengo tajo adornaban el lado izquierdo de su cara, deformando su oreja y mejilla, preservando a duras penas su sien y ceja, cuyo extremo fino se hallaba medio calcinado. Había lágrimas en sus iris, y tuvo que pugnar para decir aquello que su garganta se esmeraba por retener.

—¿Cómo no puede odiarnos? —cuestionó el hombre, su voz quebrándose segundo a segundo—. Le fallamos. Tendríamos que haber muerto defendiendo a su padre, protegiéndola a usted. ¿Por qué no nos ha sentenciado al destierro o la decapitación?

—¿Y ejecutarlos regresaría a mi padre a la vida? —Myriah se aproximó al guardia, quien agachó la vista—. Hemos vivido demasiadas tragedias y derramado demasiada sangre, y no sirve de nada asesinar a hombres y mujeres tan comprometidos y decididos como ustedes, que han demostrado su destreza y valor.

—Nosotros perdimos, mi señora —dijo la primera de la otra fila; los ojos incrustados en los adoquines—. Merecemos la penitencia máxima.

Myriah dirigió su mirada a la mujer y, viendo que sus palabras, en efecto, no disiparían la vergüenza y la amargura en las almas de sus testarudos soldados, dio un paso atrás. Cerró los párpados y, luego de un momento, los abrió, con una idea en mente. Cruzó sus manos detrás de su espalda y aclaró su garganta.

—Levántense —ordenó, solemne pero serena—. Por favor —añadió rápidamente.

Todos los dornienses se incorporaron, y Myriah aguardó a que los tullidos o quienes portaban muletas se irguiesen. En cuanto los veinticuatro se pusieron de pie, los contempló con detenimiento; la fresca brisa moviendo los mechones a los costados de su rostro. Y, después de escrutarlos, exhaló y aspiró tendidamente.

—¿Anhelan tantísimo una sentencia? Bien, esta será la suya: a partir de hoy, ustedes me servirán como mi guardia de honor, y su deber solo finalizará cuando mueran. Podrán tener familia, podrán visitar a sus amigos, esposas y esposas, hijas e hijas, y disfrutar de sus actividades favoritas, pero me protegerán el resto de sus días —proclamó, grave y calmada—. No me juren lealtad, no me obedezcan, no se arrodillen ante mí, no hasta que muestre que soy digna de su confianza y juramentos.

Los hombres y mujeres sobrevivientes, aturdidos y desconcertados, se miraron entre sí, elevando sus iris del piso y buscando en sus compañeros una respuesta respecto a cómo reaccionar o qué contestar. Sin embargo, la mayoría, si no es que la totalidad de ellos, voltearon a ver al hombre de la cicatriz, esperando su respuesta. Myriah no lo conocía, pero dedujo que era respetado, una suerte de autoridad; Theron, el que había otorgado el título de Capitán de la Guardia, había fallecido a causa de los escombros, y el Capitán de la Guardia de su padre había sido encontrado flotando en uno de los canales, con siete flechas en el pecho. No había designado a un nuevo capitán debido al dolor y la melancolía, pero era evidente que sus tropas habían ascendido a un superior en su ausencia.

Este la miró de frente, al borde del llanto a juzgar por la capa vidriosa en sus orbes castaños, y desenvainó con su único brazo sano la espada corta que portaba en su cinto. Clavó su rodilla derecha y el extremo filoso de su hoja en el piso, y sus veintitrés hermanos hicieron lo propio de inmediato. Con las lágrimas desbordándose de sus párpados y los labios tiritando, el hombre clamó:

—Gracias, Princesa Myriah. Será un placer servirle.

—Servirme y resguardarme es su sentencia, pero no me servirán ni me cuidarán; pelearán junto a mí, y junto a mí compartirán el pesar de la temprana partida de mi padre. —Acortó la distancia entre el guardia y ella, tendiéndole la mano, como Garson y Daeron le ofrecieron las suyas—. Lloremos unidos, luchemos unidos.

El hombre asintió, sollozando, presionando su frente contra el puño de su espada, y estrechó su palma con la diestra de Myriah, quien posó su zurda sobre el dorso de la mano del soldado.

—¿Cuál es su nombre, Capitán? —preguntó, amable.

—Oros, mi señora, pero no soy Capitán de la Guardia todavía.

—Ahora lo es. Sus hermanas y hermanos lo estiman y siguieron. Es obvio que usted es a quien le corresponde el título. —Ladeó la cabeza, viendo a los demás guardias—. ¿Están de acuerdo?

—Sí, señora —vociferaron al unísono los veintitrés.

Confundido, impresionado, con los labios y ojos abiertos cual platos, Oros tardó en procesar la información.

—No sé si lo merezca, honestamente —musitó.

—Tengo el presentimiento de que es el adecuado y que pronto averiguaremos si estoy o no en lo cierto —comentó Myriah—. Levántese, Capitán Oros, y comande a estos soldados.

—Eso haré, mi señora —aseveró, reincorporándose al usar su espada como un soporte, desenterrándola de la roca de un tirón—. Agradezco el título, Princesa, y me esforzaré por honrarlo. Y, si me permite, usted no debe ganarse nuestra confianza; le pertenece desde que se lanzó al combate en la defensa de la mansión Oliross.

—Y, no obstante, probaré que soy digna de ella día y noche —aseguró, esbozando una sonrisa—. Usted y sus guardias se ven cansados, ¿por qué no van a que los cirujanos revisen esos vendajes, a beber o comer algo y a dormir un rato?

—¿Es una orden, Princesa? —Oros alzó una ceja.

—Una invitación —aclaró, divertida—. Un descanso no les vendría mal.

—No —rio Oros—. La verdad es que no. —Volvió su mirada a sus hermanas y hermanos—. Escucharon a la Princesa, marchamos a la Cámara de los Curanderos.

Los hombres y mujeres se despidieron de Myriah con un ademán de cabeza, dirigiéndose a paso lento a una de las grandes puertas que daban a los intrincados pasillos del palacio. Oros envainó su espada, se inclinó hacia adelante, como si intentara hacer una tosca reverencia a Myriah, y se adentró en las entrañas de la casa del Señor del Mar, persiguiendo a sus tropas y desvaneciéndose a la lejanía. Satisfecha por el resultado de su conversación con su ahora Guardia de Honor, Myriah se giró y observó a Daeron, que sonreía, recargado en la pared externa de la torre.

—Fue increíble —dijo, asombrado—. Tienes futuro como Princesa de Dorne.

—¿Eso piensas? —Un leve calor se asentó en sus pómulos, sus dedos jugando con uno de los cabellos negros a los laterales de su rostro.

—Los discursos se te dan mejor que a mí, sin duda, y me superas con la lanza, ¿o no te acuerdas que me diste una paliza hace unos meses?

—¿Cómo podría olvidarme? Peleaste bien, aunque el duelo no estuvo tan reñido —mencionó, sonriéndole de manera pícara.

—Hey, no sabía cómo se empuñaba una espada hasta que Gyllos me nombró su paladín, y aún con esas acerté un par de golpes. —Se defendió el valyrio.

—Daeron, te encajé veintidos bastonazos; y tú apenas me atinaste tres estocadas y un tajo.

—Yo solo dije que un par de golpes, nunca dije que fueran buenos —advirtió.

Myriah rodó los ojos, riendo por lo bajo mientras negaba con la cabeza y se cruzaba de brazos.

—¿Y ahora qué?

—¿Uhm? —Daeron pasó una mano por su cuello con expresión pensativa—. No lo sé. Dromin, Gyllos y tichero están en una asamblea con el resto del Cónclave Púrpura, así que no hay clases y tampoco entrenamiento. Si quieres, podemos dar una vuelta por el palacio o los jardines, que ya me aprendí los caminos de memoria gracias a Ahrysa; esa chica no se cansa de andar para ser alguien que no puede mover las piernas con libertad. Incluso te invitaría a practicar un poco, pero mi brazo se está recuperando del corte de Garren. Y si sugieres ir a las piletas, las aguas están más sucias que las de las cloacas de Lys por culpa de la ceniza.

—Aguarda, ¿Tichero está en una reunión con su Consejo Privado?

—Sí. No pude escuchar mucho, pero iban a discutir sobre qué hacer con Braavos y tal. Las cosas están tensas y quieren implementar algunos cambios para que no empeoren.

—¿Qué tan malo?

—¿Recuerdas lo pésimo que estaba todo luego del atentado al palacio y antes de la guerra? Pues peor.

—Dioses... —suspiró Myriah, atónita, desconcertada—. ¿Y cómo lo sabes?

—Soy el paladín de la Primera Espada de Braavos... y de casualidad oí a Tichero y a Gyllos conversar al respecto cuando venía hacia acá —respondió, enderezándose y posando sus manos en las empuñaduras de sus armas—. Con Arallypho y Sallyrhos muertos, Irnah destituida, Viria vigilada día y noche, Loreoh Faenorys y Ballios Oliross muertos y Forassar actuando como un idiota, se ve a Tichero no le ha resultado fácil la tarea de restaurar Braavos.

—¿Y qué hay de Uma? Ella es una buena magíster.

—Una de las pocas, sí, pero ni con sus recursos las aguas se han calmado. Demoraremos años en arreglar el desastre de Arallypho, y quizás Braavos se arruiné en el camino.

—¿A qué te refieres?

—Que tres millones de monedas de oro, seis millones de monedas de plata y diez millones de hierro es una cantidad de dinero que a la gente no le agradará gastar, ni siquiera a los magísteres o nobles. No soy bueno en matemáticas, pero sé que si sumas a un gobernante subiendo impuestos y pidiendo semejante cifra más un pueblo que acaba de vivir una guerra civil, obtienes una segundo levantamiento, o la ruina de una nación.

Conmocionada, Myriah no supo qué contestar. Las monedas de oro de Essos equivalían a los famosos dragones de oro de Poniente, y si sus estimaciones no fallaban, tres millones de esas monedas bastarían para comprar no solo el ejército más grande de su continente, sino también uno o más reinos, si no es que los siete. Braavos era masiva, una ciudad capaz de albergar en su inmensidad a unas ochocientas o novecientas mil personas sin hundirse o crear un ambiente asfixiante, y Myriah se había imaginado que reconstruirla costaría muchísimo, pero no tanto. De no errar en sus cuentas, la fortuna que planeaba recaudar Tichero equivalía, en total, a unos nueve o diez millones de dragones de oro.

«Nueve o diez millones de dragones de oro», se repitió, tratando de atisbar una riqueza de tales proporciones, pero ni usando como referencia la imponente estructura del palacio del Señor del Mar pudo formular un escenario en donde aquel monstruoso mar de lingotes y monedas doradas se presentara ante ella. «No, restaurar Braavos no saldría diez millones», concluyó. Los daños a la ciudad, a sus habitantes y a su economía era brutal, incalculable; sin embargo, reconstruir lo material y, sin restarle importancia al dolor de los braavosis, compensar a los afectados no exigiría esa titánica cifra.

No, había algo más detrás de las intenciones del Señor del Mar. Si bien no tachaba a Tichero de conspirador, avaro o tirano, y sabía por comentarios de Dromin y Daeron que era buen hombre y un excelente gobernante, pero nadie en la historia tramaba conseguir una fortuna de esas dimensiones con el fin de gastarlas en el bienestar de su país, de su gente. Era una cruda realidad, y Myriah no la descartó a pesar de la reputación de Tichero.

—Da lo mismo, no quiero hablar de esas cosas —dijo Daeron, encogiéndose de hombros—. La política no es lo mío.

—Y las matemáticas no se te dan, pero supiste que era grave, y creo que sabes que esto no es menos serio —replicó Myriah.

—Ahg, sí, pero... —Daeron exhaló, cansado—. Las intrigas, conspiraciones y leyes me aburren, y hemos tenido suficientes por un rato, ¿no?

—Lo malo de estar relacionado con nobleza, Daeron, es que las intrigas, conspiraciones y leyes se vuelven parte de tu cotidianidad —citó, recordando uno de los cientos de consejos de su madre, la Araña de las Sutilezas—. Me gustaría relajarme, pero tengo deberes como Princesa de Dorne y quisiera charlar con Tichero acerca de unos asuntos, si pudieras indicarme dónde...

Daeron chasqueó la lengua. Inspiró hondo y comenzó a caminar en dirección a la entrada por la cual sus soldados se habían ido.

Myriah arqueó una ceja y se apresuró a seguirlo, confundida.

—Espera, ¿a dónde vas?

—A la estúpida asamblea de Tichero y su consejo de idiotas —contestó, sereno, pero con una incipiente y notable molestia en su voz.

—No es necesario que vayas, lo juro; no es como si fuese a extraviarme en el palacio —afirmó, consciente de que no conocía el sendero a recorrer para llegar a la sala de juntas. No deseaba que su amigo se esforzase de más cuando tendría que estar descansando de sus heridas.

—Es mi responsabilidad y obligación como paladín de la Primera Espada de Braavos guiarte —explicó Daeron—. Aparte, no quiero arriesgarme a que te desorientes y te pierdas en los pasillos, o termines encerrada en los almacenes inferiores; los trabajadores tardarían meses en encontrarte.

—Muy gracioso —rio burlona y sarcástica—. ¿En serio no crees que pueda moverme por el palacio sin quedarme atrapada en una habitación?

—Sí, sé que puedes, pero ¿correrías el riesgo? —cuestionó Daeron, mirándola de reojo.

Myriah entrecerró los párpados y le dio un puñetazo en el brazo derecho.

—Eres un idiota... —masculló, frustrada, esbozando una sonrisa en las comisuras de sus labios—. Pero gracias.

—Es un honor y un placer, Myriah —rio Daeron.

...

Ambos anduvieron por los amplios y largos corredores del primer, segundo y tercer pisos, todos plagados de una lúgubre atmósfera que Myriah halló tétricamente familiar. Contrario a los pasadizos del Antiguo Palacio de Lanza del Sol, el polvo que se acumulaba en las reliquias y artículos que adornaban las paredes y el techo oscurecía el ambiente, opacando la luz que se filtraba por los esbeltos y estrechos ventanales en los muros; la falta de antorchas, braseros o lámparas de aceite agravaba la penumbra que parecía extenderse por las entrañas laberínticas de la edificación. La suciedad en las reliquias detrás de la vidrieras o la mugre en el cristal y la madera de los muebles no acentuaba la antigüedad y el aura mística de los tesoros, sino que extinguía esa majestuosa aura que los envolvía cuando Myriah los estudió al asentarse en el palacio; la entristecía ver artículos de tamaño valor y belleza olvidados.

Lamentablemente, se había dedicado más a examinar los objetos y los libros del hogar de su anfitrión en vez de memorizar las mil y una sendas que conformaban la maraña de corredores de sus tres plantas. Supuso que, como nueva regente de Dorne, sería un desafío imponer ciertas prioridades a sus intereses, por lo que intentó prestar más atención al sendero que recorrió junto a su amigo Daeron en lugar de a las descuidadas reliquias encerradas en hermosas pero descuidadas obras de maestros carpinteros. Despegó su vista de los laterales y el techo, fijándola en el frente, grabando a fuego en su mente cada curva, cada giro, cada intersección, cada puerta, cada escalera y cada uno de los pasillos.

«No tendrás tiempo para juegos o examinar tesoros del pasado en Dorne». «Hay un reino que gobernar, un pueblo que dirigir, un país que te espera», se recriminó. «¿Cómo piensas guiarlos si no eres capaz de priorizar tus obligaciones a tus gustos?», se recriminó. «Pero ni has alcanzado la mayoría de edad todavía». «Tienes mucho que aprender, y aprenderás, a su tiempo», reflexionó.

Estaba siendo demasiado severa consigo misma, pero si no reparaba en sus errores, ¿quién lo haría? No obstante, no era momento de lastimarse ni señalarse sus equivocaciones. Había apoyado y liderado a sus soldados y a los de otros en la batalla, había logrado emerger de la oscuridad e inspirar a los suyos, y se hallaba camino a confrontar al Señor del Mar. No eran acciones típicas de niñas de ocho años, pero aunque sus hitos eran remarcables, sus fracasos eran igual de grandes, y trabajaría duro para no cometerlos en el futuro.

Aun así, no hubiese concretado sus hazañas por sí sola. Había tenido la ayuda de Daeron, Lara, Uma, Kyarah y la asistencia de todos los hombres y mujeres que lucharon a su lado. Sus derrotas habían condenado a miles, pero sus victorias salvaron a decenas, cientos de miles, y si bien eso no desvanecía su pesar, al menos lo aliviaba y la hacía comprender que sola podría vencer o caer y aprender de sus aciertos o fallos, pero cuando su astucia y fuerza no bastasen, únicamente recurriendo a otros conseguiría triunfar donde no pudo en solitario. Y si todos caían, se levantarían y aprenderían unidos, juntos.

Dorne necesitaba más que en cualquier crisis pretérita a Garson, de un líder que los defendiera y organizara en contra de los presuntos invasores de la Triarquía. Sin embargo, en su lugar la recibirían a ella, una niña de ocho años. Myriah dedujo que sus hermanas y hermanos no la aplaudirían ni vitorearían al desembarcar en sus tierras, pero les demostraría que la niña ingenua y abstraída en sus estudios y entrenamientos que se había ido de Lanza del Sol retornaba a su hogar como una princesa.

Una princesa decidida a honrar el legado de su madre y de su padre, decidida a no sentenciar a su país y no defraudar a los grandes señores, a los nobles menores ni al pueblo llano. Una princesa determinada a despojarse de rencores pasados cuyos orígenes se habían perdido en los anales del tiempo y a forjar nuevas alianzas. Una princesa dispuesta a exaltar los valores sobre los cuales se erigió su nación y cerciorarse de que estos no se diluyeran y corrompieran, buscando unificar a los dornienses y evitar una catástrofe como la Masacre de los Siete Días.

Al subir el último escalón de la gran escalera de piedra que conducía al tercer piso, se sacudió aquellos pensamientos, concentrándose en su próxima reunión con Tichero. Daeron se hizo a un costado, y ella lo imitó, viendo pasar a tres mujeres y tres hombres acompañados por un séquito de guardias de capas violetas. Reconoció a Uma, y la saludó con un ademán de cabeza; la magíster asintió, pero no la miró ni de reojo, marchándose con el resto de extravagantes individuos que, según especuló, eran los integrantes del Consejo Privado del Señor del Mar. Se veía apresurada, y Myriah presintió que era a causa de las tareas y la demanda de su posición, sumadas, claro, al estado de la ciudad; era una idea más reconfortante que la idea de que la hubiese casi ignorado por estar enfrente de sus compañeros.

—¿Desde cuándo Uma es miembro del Cónclave?

—Desde que Tichero la nombró magíster del distrito este y Maestra de los Susurros —respondió Daeron.

—¿No era ya magíster? —Se giró hacia su amigo, asombrada; aparentemente, en su ausencia las cosas no se habían frenado.

—Es complicado —murmuró, observando como se alejaban los demás por las escaleras, sosteniendo su mirada hasta en los peldaños hasta que los pasos de estos se esfumaron. Luego, se volteó e instó a Myriah a seguirlo con un movimiento de sus dedos, desplazándose en dirección a una enorme puerta doble al final del pasillo—. Vamos, Dromin, Gyllos y Tichero tienen que estar allí.

Myriah se encaminó al salón, y clavando su vista en los dos altos pilares de marmol negro a los laterales de la puerta que se enterraban en el techo, delante de los cuales se apostaban media docena de guardias a cada costado. Iban revestidos con corazas y yelmos oscuros, que absorbían el tenue destello de la mañana que entraban por las ventanas y se derramaban en el suelo, y en sus cinturones colgaban espadas cortas. De espaldas a las paredes del corredor, ninguno de ellos apartó sus ojos de los hombres y mujeres que encaraban; o, en el caso del par de Capas Violetas que se alzaban frente a las columnas de obsidiana, de las escaleras detrás de Daeron y Myriah.

Al fondo de la sala que se abría tras las puertas y en el extremo de la larga mesa, la regordeta figura de Tichero Flaerys yacía sentada en su colosal asiento de arciano y ébano; la dulce y discreta fragancia del perfume que emanaba del Señor del Mar pululando por el aire. Gyllos Forel se sentaba a su derecha, y Dromin, a su izquierda. Myriah escudriñó velozmente a los guardias de armadura negra y sedas púrpuras, pero permanecieron solemnes, inmóviles, el ceño fruncido, las manos apoyadas en los pomos de sus armas. Daeron se mantuvo junto a ella en el umbral de la puerta, escuchando la conversación entre el Señor del Mar, la Primera Espada de Braavos y el Gran Maestre, quienes discutían acerca de su futuro, el Dorne y un pacto que, aparentemente, su padre había firmado sin haberla informado al respecto.

Demoró un segundo, pero palideció al notar la inexistencia del brazo derecho de Gyllos y los vendajes que recubrían las extremidades superiores de Dromin y las muletas apoyadas en el reposabrazos izquierdo de su silla. ¿Acaso el viejo del Norte había participado en la batalla? ¿Cómo había el mentor de su amigo sido despojado de sus brazos? ¿Habrían Lara o Kyarah sufrido lesiones de así de preocupantes? No lo sabía, y eran interrogantes que respondería a su tiempo.

Justo cuando el regente de la Ciudad Secreta acabó de hablar, Myriah supo que era momento de actuar.

—Y así lo haré, Señor del Mar.

Los tres hombres, que hasta entonces no se habían percatado de su presencia, voltearon sus ojos en su dirección, asombrados, desconcertados. Una sonrisa de diversión y orgullo se dibujó en el rostro de Gyllos, y Dromin, haciendo un esfuerzo tremendo, se puso de pie y realizó una educada y fría reverencia, aunque el brillo de sus iris grises delataba su júbilo e impresión al verla. Pasmado, casi incrédulo, Tichero no se levantó de su asiento, pero efectuó un lento y cortés ademán con su cabeza en señal de respeto y bienvenida.

—Princesa Myriah —dijo el regente, con los párpados abiertos de par en par y un tono tan sorprendido como contento—, es un placer. ¿Cómo se siente el día de hoy?

—Mejor, mis heridas no duelen tanto, puedo caminar sin necesidad de muletas, pero admito que me muero de hambre —confesó, intentando aligerar el pesado ambiente que se palpaba en la habitación, probablemente una manifestación del humor de Uma y los demás que habían abandonado la sala.

—¡Oh, pero qué falta de atención de mi parte! —clamó el Señor del Mar, llevándose una mano a la sien—. Discúlpeme, Princesa. Enviaré a mis cocineros personales a prepararle cuánto platillo desee; tenemos delicias de todos los rincones del Mundo Conocido, así que siéntase libre de pedir lo que guste.

—Es muy amable, lord Tichero, pero me temo que no vengo a pedirle comida.

—¿Ah, no? —Tichero arrugó el entrecejo y se reclinó en su silla, sus orbes oscuros incrustados en los de Myriah, escrutando aquello que se escondía detrás de estos—. ¿Y cuál es su petición, Princesa? ¿Por qué vino a visitarme?

—Quisiera... —Respiró hondo, sintiendo sus manos sudar frío y una punzada de nerviosismo reverberando a través de sus costillas y médula—. Quisiera proponerle un trato.

Tichero elevó una ceja, y luego la otra. Buscó con su vista a Dromin, que lo miró con gélida calma, y después se giró hacia Gyllos, quien se encogió de hombros, su mano tamborileando la empuñadura de su espada. El gobernante recostó su lomo contra el respaldo de su sillón y la invitó con un amplio gesto de su brazo a tomar asiento en la silla vacía en el extremo opuesto de la mesa, entrelazando sus dedos a la altura de su barbilla.

Myriah caminó hacia la enorme silla y se acomodó en la misma pese a que le quedaba grande; espalda recta y mentón en alto. Daeron se acercó, pero se mantuvo parado a su derecha, tan callado como Gyllos y Dromin.

—Cuéntame, ¿qué clase de trato tiene en mente? —La curiosidad refulgiendo en la mirada del braavosi.

—Primero, me gustaría saber, si no es molestia, cuál fueron las palabras de mi padre, cuál fue su promesa —contestó Myrian, amablemente.

—Oh, ya veo. —El regente se arrellanó en su sitio, acariciando con la yema de uno de sus dedos un anillo dorado—. No se preocupe, su padre no selló conmigo ningún pacto comercial o bélico. Dorne no está en deuda con Braavos ni nada parecido.

—Entonces, ¿qué le prometió?

—Mientras charlábamos durante la fiesta que precedió al atentado, lo convencí de que retirarara sus tropas de los Peldaños de Piedra y de la vileza de la Triarquía. Aunque..., bueno, eso lo hablamos tiempo atrás, hace meses, cuando aún vivía —mencionó, grave y melancólico—. No tuve el gusto de conocer bien a su padre, Princesa, pero era un hombre que sabía acallar su ego y priorizar el bienestar de su pueblo. Entiendo que su muerte es reciente y que estos asuntos a usted no le incumben, dado que no ha asumido su posición de Princesa de Dorne, pero...

—Honraré la palabra de mi padre —aseveró—. El Alto Consejo envenenó su mente con venganzas triviales y alianzas vacías, pero, si lo que dice es cierto, no dudo que él vio la verdad en usted, lord Tichero. Juro que la Triarquía no obtendrá más suministros ni refuerzos de Dorne, y que pagarán por su atentado a mi padre y a Braavos.

Satisfecho, Tichero asintió e irguió su espalda, cerniendo sus manos alrededor de los picos de los flamencos en los cuales culminaban los reposabrazos de su sillón.

—Y yo, Princesa Myriah, juro que la flota de los Capas Arcoíris la escoltará y se cerciorará de que llegue sana y salva a su hogar. Junto a sus valientes soldados y los restos de su difunto padre, por supuesto.

—Muchas gracias, lord Tichero. —Myriah curvó las comisuras de sus labios en una gentil sonrisa de genuino agradecimiento.

—Disculpen mi intromisión —dijo Dromin, con voz gélidamente cordial—, pero, Princesa Myriah, ¿usted tiene la autoridad para dar órdenes a la milicia de Dorne? No es por subestimarla, sé lo capaz que es. Sin embargo, está lejos de los quince o dieciséis años.

—Espera, Dromin, ¿qué quieres decir? —cuestionó Gyllos, clavando sus ojos ambarinos en el norteño—. Es una princesa, ¿no? Joven o no, tiene poder sobre las decisiones de su país. Quizás su familia o consejeros puedan ayudarla a gobernar.

—No es tan sencillo —replicó el maestre—. La última vez que un «niño rey» ascendió al poder, las Tierras del Oeste, las de los Ríos y el Valle desataron una guerra que devastó tres cuartas partes de cada una de las regiones, y si el Rey del Norte no hubiese amenazado con matarlos a todos si no zanjaban sus diferencias, solamente los dioses saben por cuánto se hubiera prolongado la matanza. La Princesa Myriah es una muchacha tan diestra con la pluma como con la lanza, y no me cabe duda de que será una regente ejemplar. Pero muchos grandes señores no estarán de acuerdo.

—Acabas de afirmar que será una princesa excelente, ¿por qué no coronarla, entonces? —preguntó la Primera Espada—. Ni un solo monarca, magíster, arconte o Señor del Mar ha recibido la aprobación de todos los nobles o ciudadanos de su país, pero eso no equivale a que sean malos gobernantes ni los detuvo o provocó una guerra civil.

—Y aquí estamos —advirtió—, reunidos tras vivir un infierno y perder a más de cuarenta mil personas por culpa del descontento de un general cuyas ideas no concordaban con las de Tichero y lo consideraba «débil». —Dromin se sentó, y la madera de su asiento crujió, el semblante del ponientí una máscara de fría serenidad—. No es hora de tentar nuestra suerte, mucho menos luego de acontecido, y estoy seguro de que Dorne tampoco necesita dramas e intrigas.

Myriah digirió la información y los argumentos de Dromin, y aceptó que tenía razón. No solo era una princesa de escasa reputación en sus tierras, también poco amada por el pueblo llano y los nacidos en alta alcurnia. Su fama se basaba en actuar como la mano derecha de su padre, la niña encargada de administrar las cuentas y los edictos promulgados por Garson y de revisar las cartas enviadas por los grandes señores de las dunas.

Contrario a sus primas, las cuales se aventuraban a las calles de Lanza del Sol a danzar en los días festivos o a juguetear con los niños de los suburbios, Myriah prefería quedarse en sus estancias estudiando, en el patio de armas entrenando o explorando los rincones del Antiguo Palacio. De cuando en cuando se animaba a adentrarse en los barrios, pero no se distancia demasiado de las murallas del bastión familiar y su gente la veía cinco o seis ocasiones al año, en alguna celebración o viaje al asentamiento de otro señor. «Una cosa más que debo mejorar», pensó.

Tendría que hallar una forma de deslindarse de la Triarquía y no elevarse como la nueva Princesa de Dorne. Intentó encontrar un modo de resolver el dilema que afrontaba, un medio por el cual concretar su objeto y no arrastrar al infierno a su casa o nación. Caviló en silencio, y la respuesta a su problema arribó tras unos momentos.

—El maestre Dromin está en lo cierto —dijo Myriah—. Mi pueblo apenas me conoce y los señores nobles no me respetan, no en su mayoría. Pero hay una manera de cumplir con la última voluntad de mi padre sin desatar una guerra.

—Uhm... —Tichero se inclinó sobre la mesa, intrigado—. ¿Y cómo lo lograría, Princesa?

—Mi tío Olyvar. Es un buen hombre, y mi padre y él fueron muy unidos desde niños. Estará más que encantado en honrar su promesa.

—¿Es de confiar? —cuestionó el Señor del Mar—. No insinúo que su familia esté conformada por traidores y oportunistas, pero he oído rumores de un tío usurpador en el Norte y no me agrada la idea de delegarle tamaña decisión a un hombre que no he visto a los ojos.

—Usted no conocía bien a mi padre, y confió en él.

—Le di el beneficio de la duda, Princesa. Uno de los máximos honores que alguien en mi posición puede otorgar, que no doy a la ligera ni regalo y que, desgraciadamente, se ha vuelto más exclusivo después de los actos de Arallypho —explicó Tichero—. Su padre demostró, al igual que usted, que era de fiar al derramar su sangre y la de sus hombres en contra de los enemigos de Braavos. Pero depositaré mi fe en su tío. Lo lamento.

—Confía en mí, ¿no es así? ¿Por qué no darme una chance? Crea en mis palabras, lord Tichero. Olyvar tal vez no es un guerrero, pero mi padre no hubiera encomendado Braavos a mi tío en su ausencia si no fuese digno. —Se levantó de su silla, posando una mano en su corazón—. No le pido que tenga fe en Olyvar, sino en mí, en mis elecciones y juicio.

Hubo un rotundo y largo silencio. El Señor del Mar y Myriah sostuvieron un eterno y efímero duelo de miradas, indispuesto a ceder, hasta que alguien carraspeó, distrayéndolos. Al volverse hacia el origen del sonido, Myriah vio a Daeron, quien había dado un paso al frente.

—Perdonen, pero no sabía cómo más llamar su atención —dijo el valyrio, como si tal la cosa. Tragó saliva e inspiró hondo—. Yo quisiera apoyar a Myriah en esto. Es una princesa comprometida con su gente, y si no fuera por ella, los Capas de Acero hubieran masacrado al Ejército de la Libertad en el Gran Mercado. Además..., es una buena amiga, y sabe dar buenos golpes y dirigir un ejército.

» Tiene mucho que aprender, y yo no soy diferente. A pesar de eso, ustedes confiaron en mí, en mis decisiones. Y yo confío en Myriah de la misma forma. Así que, si dice que su tío es un buen hombre que cumplirá con el juramento de Garson, yo le creo.

Perpleja, Myriah se estremeció ante las declaraciones de Daeron. Sus ojos centelleaban de asombro; la tensión en sus hombros y sienes desapareció, y su pecho se hinchó de felicidad. «Gracias», pensó. Hubiera saltado de su asiento en ese precioso segundo para estrujar a Daeron con sus brazos y escuchar el crujido de sus costillas, pero contuvo ese impulso y volvió la vista a Tichero, reprimiendo la sonrisa que pugnaba por curvar sus labios.

—Si Daeron confía en la princesa —dijo Gyllos, adelantándose a Tichero y Dromin—, yo también.

—Gyllos... —empezó Tichero.

—Supongo que no tiene caso. —Espiró Dromin, negando con la cabeza y haciendo danzar entre sus dedos uno de los eslabones de la cadena que rodeaba su cuello. Volteó a ver a Myriah, y, aunque su vasta y espesa barba tapaba su boca, la chica juraría haber atisbado una sonrisa oculta bajo los pelos marrones grisáceos—. Discúlpeme si soné brusco y duro, pero mi fe en su persona prevalece, Princesa Myriah, y se ha acrecentado gracias a usted.

—Dromin —dijo Tichero—, ¿en serio piensas que es buena idea?

—La señorita Myriah se irá tarde o temprano a Dorne; no podemos retenerla aquí indeterminadamente, no si queremos evitar una guerra con Dorne —señaló, estirando su pesado collar y contemplando los metales de la cadena, para luego clavar sus ojos en la dorniense—. Ella es una de las mejores estudiantes que he tenido el placer de conocer, y no miento cuando digo que será una regente excepcional. Me preocupaba que su juicio se viera afectado por... los recientes y trágicos eventos. Pero veo que no ha perdido el rumbo.

—Me esforzaré por mantenerlo —afirmó Myria.

—Aparte —agregó Gyllos—, Daeron no confía en cualquiera. ¡Si supieran cuánto demoré en convencerlo de que no lo regresaría a Lys! —carcajeó, divertido.

—¡Oye! —exclamó Daeron, frunciendo el ceño y apretando los dientes.

—Muy bien, muy bien —vociferó Tichero, exasperado y resignado. Tras unos momentos de dubitación y debatirse, prosiguió—. Está claro, pues: la Princesa Myriah retornará a su hogar cuando la flota esté reparada y lista, y honrará la memoria y palabra de Garson Martell. —Se levantó de su asiento, apoyando una de sus palmas en la mesa y reclinándose encima del mueble—. Pero si no cumple, habrá consecuencias.

Y, sin más, el Señor del Mar se retiró a paso apresurado, dejando una sensación de satisfacción y victoria opacada por la severidad de su sentencia.

...

Nota del Autor:

Buenos días, tardes o noches, queridas lectores y queridos lectores. ¿Cómo se encuentran? Ojalá que bien, así como espero que les haya gustado el capítulo de esta semana. Me disculpo por la leve demora, pero es que estas semanas la facultad me ha estado dando con todo y no me ha dejado respirar ni por un maldito segundo. Aun así, aquí está el capítulo semanal.

Cada vez estamos más cerca del final, y si bien el climax ya pasó, les aseguro que todavía hay sorpresas por delante. Díganme, ¿qué les pareció este capítulo? ¿Les ha gustado cómo ha reaccionado y actuado Myriah? ¿Creen que será una buena regente? ¿Tichero está accionando con razón y pragmatismo o está siendo imparcial y se está dejando llevar por la complicada situación de Braavos? ¿Habrá una mala relación entre Braavos y Dorne o las cosas se tensaran hasta que se rompan, llegando a un punto de no retorno? Todo esto lo averiguaremos tarde o temprano.

Como siempre, mi querida audiencia, muchísimas gracias por su atención, dedicación y tiempo, y les deseo muchísimos éxitos y mucha buena suerte. 

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