𝐗𝐋

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—¡Gyllos! —gritó, abriéndose camino a través de la multitud de cirujanos y soldados—. ¡Gyllos! —Intentó saltar encima del círculo de curanderos que trataban a su maestro, a quien había visto ser arrastrado a un lateral de la calle hacía unos momentos—. ¡Déjenme pasar, idiotas!

—¡Chico, chico, relájate! —dijo Tichero, tomándolo de los hombros y dándolo vuelta.

—¡Tengo que verlo! —Se debatió, pero Tichero tenía más fuerza de lo que había estimado y no consiguió zafarse de su agarre—. ¡Gyllos!

—Por favor, chico, tranquilízate. —El Señor del Mar lo miró a los ojos, inclinándose hacia adelante—. También estoy preocupado, pero no podemos perder la calma. Los cirujanos de Braavos son los mejores de Essos, Gyllos está en buenas manos. Vivirá, créeme; es más duro de lo que parece.

Sabía que era verdad, que Gyllos, pese a no poseer una altura inmensa y una musculatura sobresaliente, era un hombre que no retrocedía ante nada ni nadie. Había resistido el embate de dos docenas de piratas y un duele posterior con una banda de mercenarios en los puentes, había ingresado a una mansión en llamas de frente y el fuego ni el humo lograron matarlo, había combatido contra Garren Dirryl teniendo una pierna quemada y había ganado. Y, para rematar, había luchado contra cientos o miles de soldados y había refrenado su avance el tiempo suficiente hasta que arribaron las tropas de los Faenorys y los Oliross, de acuerdo a lo que había escuchado de los soldados Flaerys y Forassar que interrogó al apersonarse a la escena.

Si había logrado vencer a decenas de soldados por su cuenta a pesar de sus lesiones previas y recientes, Daeron tenía la certeza de que saldría vivo de ahí; o, al menos, eso esperaba. Gyllos era endemoniadamente difícil de matar, increíblemente hábil y talentoso, pero era un hombre, y como todo hombre, era mortal; sus heridas eran la prueba irrefutable de que no era tan invencible o inderrotable como afirmaban los cantos de los bardos y las obras de teatros en su nombre.

La simple idea de que muriese lo consternaba y aterraba; sus dedos temblando y su corazón estrechándose ante tal escenario. Respiró hondo, aclaró su mente y se centró en el responsable de la serie de tragedias y la actual condición no solo de Braavos, sino también de su maestro: Essiris, Arallypho Essiris.

—Bien, ¿cuál es el plan? —preguntó a Tichero.

—Hay una guerra que ganar —contestó el Señor del Mar, irguiéndose—. Y quiero que tú me acompañes.

—¿Yo? ¿Por qué? —No encontraba lógica en llevar a un niño de ocho años que a duras penas sí conocía los rudimentos de la Danza del Agua a una batalla.

—Asaltaremos el Fuerte de Hierro, y mandarte de regreso al palacio sería muy arriesgado. Y como veo que trajiste refuerzos —mencionó, mirando por encima del hombro a la marea de Capas Violetas que se extendían a lo largo del Gran Mercado y los corredores laterales—, quiero que los guíes a través de las calles de Braavos; suena contradictorio, pero los imbéciles no recuerdan ni cuál es su casa y necesitarán a alguien que les muestre el camino.

—Pero ¿yo lideraré la carga?

—Dioses, no. Los Siete me lancen un rayo en este preciso instante si permitiera que un niño como tú comandara un ejército y se expusiera al peligro de una batalla. No, te retirarás en cuanto lleguen a las inmediaciones del fuerte.

—Son buenos hombres y mujeres. Acaban de desobedecer a sus comandantes para seguirme hasta aquí, pero es riesgoso dejarlos solos; no confío en que todos sean honestos —admitió Daeron.

—Tranquilo, chico, nosotras nos ocuparemos de ellos —dijo una voz femenina a sus espaldas.

Daeron se volvió, desenvainando a Colmillo y adoptando una postura ofensiva; el ceño fruncido y los ojos incrustados en la figura de Kyarah, la Sexta Espada de Braavos, quien sonreía, socarrona y con las manos en la cintura.

—Hola, Daeron. ¿Cómo estás? ¿Mejor desde nuestro último encuentro?

—Sí, estoy bien desde que una loca y su lagarto mascota ya no me persiguen por los tejados —respondió, severo.

—Ah, sí, lo recuerdo como si hubiera sido ayer —carcajeó la Sexta Espada—, y también recuerdo que tu amiguito Garren decapitó a mi querido basilisco. —Su tono amable y cortés se tornó un tanto más grave—. Eso no quedará impune, ¿lo sabes?

—Tus problemas con Garren no son de mi incumbencia —replicó—. Si quieres un regalo de consuelo, quizás puede que Tichero me dé permiso de regalarte una de las iguanas sothoryenses de su colección.

—Oye, chico, no me meta en asuntos ajenos —dijo Tichero, confundido y sorprendido.

—Kyarah, deja en paz al niño —intervino Lara, acercándose y propinándole una palmada en la espalda a la rubia—. Lo lamento, chico, está enojada porque tu maestro y Garren se nos adelantaron. Un momento, ¿tú eres Daeron? ¿El paladín de Gyllos del que Fera estuvo hablando?

—Sí. —Daeron asintió, bajando sus brazos, aún sosteniendo a Colmillo entre sus dedos—. Espera, tú eres Lara, ¿no? Garren me contó que Myriah estaba contigo. ¿Ella está bien?

—Despreocúpate, muchacho, esa princesa es tan dura de roer como una maldita armadura de acero valyrio. La hirieron en su pierna, pero volverá a caminar dentro de unos días, si es que obedece las órdenes del cirujano, claro —carcajeó, apoyando sus manos en los pomos de sus espadas, cuyas empuñaduras asomaban por los costados de sus caderas—. Por lo que escuché, tú serás nuestro compañero, ¿no?

—Sí —contestó—. Aunque no entiendo del todo por qué tendría que guiar a un ejército cuando el Gran Mercado está despejado. —Miró por el rabillo de su ojo a Tichero, aguardando una explicación a su interrogante.

—En realidad, no está despejado. —Tichero se acomodó el yelmo que protegía su cabeza, cruzando las manos delante de su panza—. No del todo. Despejamos el corredor principal, pero varios de los Grandes Corredores aún son ocupados por los traidores y no deseo arriesgar nuestra victoria y la enorme cantidad de territorio que acabamos de ganar, por lo que una buen número de mis fuerzas se quedará a defender el Gran Mercado mientras nosotros marchamos hacia el Fuerte de Hierro.

—¿Usarás a los cirujanos y los soldados malheridos como guarnición simbólica? —Inquirió Kyarah—. Eso sí es macabro.

—Essiris no enviará refuerzos a reconquistar un territorio que no sabe que perdió, pero me gustaría cerciorarme de que las bandas de guerras dispersas en la ciudad no se apoderen de nuestra ruta más importante.

—Imagino que los Essiris no vendrán con nosotros. —Lara observó a los Capas de Acero, amarrados con las manos a la espalda y tumbados en el suelo.

—Preferiría no contar con traidores en mis filas. Además, servirá como incentivo para aquellos que intenten acercarse demasiado. Si valoran de verdad a sus hermanos, entonces no pondrán sus vidas en riesgo en un ataque suicida contra los dioses saben cuántos de mis soldados. En fin —suspiró, volviéndose al platinado—, necesito que guíes a Lara y Kyarah por las calles del suroeste porque de esa forma rodearemos a Arallypho.

—¿Realmente planeas asaltar el Fuerte de Hierro? —Daeron no conocía muy bien a Tichero, pero el brillo en sus ojos, la determinación que refulgía en sus oscuros iris, le confirmaba que, en efecto, el Señor del Mar no bromeaba—. ¿Y qué hay del noroeste?

—Fera y Qhuallo deben estar en camino, y como los Oniruss se encuentran más al norte que los Essiris, es seguro que caerán sobre Arallypho y sus perros, y nosotros, los flanquearemos desde el oeste y el sur. —Kyarah sonrió, una sonrisa diabólica y burlesca—. La posición de su hogar será su sentencia.

Los Essiris habían erigido el Fuerte de Hierro en la punta suroeste de Braavos, siendo su avenida más famosa y la que conducía a la puerta de su titánico bastión el Corredor de las Fraguas, donde los herreros trabajaban día y noche el hierro, el bronce y el acero, y el lugar al que acudían todos los espadachines y soldados al querer renovar sus armas o armaduras. Tenían un puerto que conectaba directo con el fuerte, y unos muelles al sur de su residencia, el cual habían entregado hacía años a los herreros y maestros de la forja, según los rumores, con el propósito de que estos entregasen sus mejores obras a los Essiris y a los Capas de Acero. No había tenido tiempo de confirmar tales hablillas, pero tampoco le importaba descubrir la veracidad de esa clase de chismes, aunque empezaba a comprender por qué los soldados del traidor poseían corazas de placas y cuál era el motivo detrás de los diferentes tamaños de las espadas de sus tropas, que parecían hechas a medida para sus respectivos dueños.

Pero había un problema: los barcos que bloqueaban la única entrada y salida marítima de la nación, resguardando el espacio entre los pies inexistentes pies del Titán. De romper formación y dirigirse a apoyar a los Essiris, reforzando su férrea defensa, el asalto de Tichero se convertiría eventualmente en un asedio, y si eso ocurría, no habría forma de sacar a Arallypho de su cuartel y obligarlo a detener la guerra civil.

—¿Qué pasa con las galeras y dromones en la laguna? —cuestionó Lara, adelantándose a él.

—Ya me he ocupado de eso —respondió Tichero—. ¿Recuerdas a las galeras Irnah que las embarcaciones de Uma me ayudaron a frenar antes de que sus soldados pusieran un pie en el Puerto Púrpura?

—Sí, Uma sacrificó tres cuartas partes de su flota.

—Bueno, digamos que conseguí convencerlos de cambiar de bando. Fue una negociación desesperante, con muchísimas idas y demasiadas vueltas, pero hice ver a los soldados que no habría gloria ni oro si permanecían al lado de Arallypho —relató—. Se desharía de ellos eventualmente, cuando la guerra finalizara, y les ofrecí un perdón real si prestaban lo que restaba de su flota y la sumaban a la mía y a la de los Faenorys.

—¿Y accedieron? —Arqueó una ceja, impresionada e incrédula.

—No estaría aquí de no haberlos persuadido. —Tichero esbozó una sonrisa que irradiaba orgullo y confianza. Hizo un gesto con la muñeca, girándose y dando un par de pasos; los anillos enjoyados de tres dedos que elevó reflejando la luz del sol—. Admito que no fue sencillo hacer que tres diferentes regimientos de soldados colaboraran, pero lo logré, y si mis estimaciones no me fallan, ambas flotas deberían estar a punto de colisionar tres...

El anular de su diestra se cerró—.

—Dos...

Luego, plegó el dedo de en medio.

—Tres.

Como si lo hubiera estado calculando desde hacía días, el estruendo de los cascos de los barcos chocando contra los espolones de las barcazas enemigas; la madera crujiendo por el impacto y las aguas agitándose a la distancia. De pronto, los gritos de rabia de los soldados y la sinfonía del acero contra el acero reverberaron en el noroeste, resonando en sus oídos a pesar de las leguas que lo separaban de la batalla que se libraba en la laguna. Daeron se agitó en su sitio, sorprendido, y miró a Tichero, quien le dedicó una sonrisa ladina.

—Unos cuatro mil soldados se encuentran luchando en la entrada marítima de la ciudad, y doce mil marcharán al Fuerte de Hierro y terminará con la locura que Arallypho ha desatado en estos últimos meses —anunció Tichero, alzando su voz. Los Capas Arcoíris, Azules, Celestes, Grises, Verdes, Violetas y Rojas clavaron sus ojos en el Señor de Mar, quien levantó sus brazos, incrustando su vista en el cielo—. ¡Es hora de librar a nuestro país de la demencia del general y probarle que se equivoca, que Braavos se mantiene tan fuerte y unida como milenios atrás, que los braavosis no agacharán la cabeza ante ninguno que intente imponer su voluntad sobre ellos!

Los vítores de los soldados, ya de corazas grises o capas púrpuras, retumbaron en las inmediaciones y más allá, eclipsando el estrépito de las espadas a la lejanía y ensordeciendo a Daeron. Observó a Tichero, el cual se volteó a verlo, entrecruzando sus dedos detrás de su espalda; la solemnidad en su rostro y postura desprendían una seguridad inquebrantable.

—Me llevaré a cinco mil soldados conmigo, y quiero que Lara, Kyarah y tú comanden a los Capas Violetas en el sur. Y nada de hacerse el héroe, Daeron; no es momento para imprudencias ni de actuar de manera temeraria —advirtió, había seriedad en su tono, una severidad que el joven paladín no había percibido en el noble Señor del Mar con anterioridad—. Gyllos no me perdonaría jamás si te pusiera en riesgo.

"Pero lo hiciste cuando me pediste que averiguará las identidades de los posibles alquimistas involucrados en el atentado a Illora Irnah", pensó, acordándose del encargo del regente de la ciudad. Claro, no le había dicho que fuera al Corredor de las Ratas y que se enfrentara a Kyarah y a su mascota venenosa, pero era absurdo que alguien tan astuto y precavido como Tichero no hubiera barajado la probabilidad o formulado un escenario en donde se metía en problemas. No era un idiota arrogante como Forassar, sino un hombre que estudiaba cada eventualidad o acontecimiento, posibles o no; aun así, quizás solo se había tratado de una acción desesperada de un hombre desesperado,

De todos modos, él había sido el imbécil por volver a faltar a la promesa que había hecho a Gyllos de no arriesgarse hasta que la situación se solucionara. Podría haberse negado, pero optó por inmiscuirse en lugares turbios y pelear contra no una, no dos, sino tres Espadas de Braavos. Sí, no lo había realizado con malas intenciones y no era culpa de Tichero que su impulsividad lo motivara a cometer actos suicidas en nombre de la nación que lo acogió.

—Bien. Me retiraré antes de que la batalla comience.

—Perfecto. Organizaré a mis soldados. Lara, Kyarah, hagan lo propio y prepárense. Será una larga caminata —sentenció el Señor del Mar, y luego caminó hacia la horda de soldados que gritaba su nombre y bramaba, ansiosa por derrotar al general de los Essiris.

Daeron miró a Kyarah y a Lara, quienes se encaminaron en dirección a los Capas Violetas que había reunido después de desafiar a sus comandantes. Eran un total de diez mil, y Daeron aún no comprendía cómo había logrado unir a tantos soldados de distintos regimientos, pero supuso que la principal causa que los había movilizado era el castigo que recaería sobre ellos si no cooperaban y participaban en la contienda venidera. Tuvo que recordarles a cinco guarniciones de guardias la penitencia que había caído encima de aquellos soldados que huyeron y no actuaron para detener una de las invasiones los dothraki en Pentos, describiéndoles con lujo de detalle el sonido de las rodillas rompiéndose y el dolor que padecerían si se recluían en los torreones y no ayudaban a los ciudadanos de Braavos.

Al final, a excepción de los comandantes y su séquito personal, la mayoría de los protectores de la urbe regresaron a las calles, y Daeron se vio en la obligación de guiarlos a través de los callejones y estrechos pasillos del centro, atiborrados de personas asustadas que corrían despavoridas y cadáveres. No fue un camino fácil, y a eso se debía su demora. Pero no llegaría tarde a lo que aguardaba fuera la batalla final de aquella guerra civil, la pelea que determinaría el futuro de Braavos y sus habitantes.

—Tenemos que movernos —dijo a Lara, Kyarah y la hueste de diez mil hombres y mujeres que se extendía a lo largo y ancho del Gran Mercado, posando su mano en el puño de Segadora de Dioses—. Síganme, por favor.

Y, sin esperar una respuesta, empezó a caminar, sabiendo que permitirse perder un mero instante equivalía a otorgarle a Arallypho un segundo más para aprontarse y armar su defensa. Pronto, las ligeras y metálicas pisadas de los soldados y las Espadas se oyeron a sus espaldas, avanzaban rápido, bastante rápido. ¿Era acaso la velocidad de sus pasos una manifestación de un intrínseco deseo de redimir sus errores y liberar a Braavos del caos de la guerra o solo querían cobrar la fama y la riqueza que les reportaría la victoria?

Desconocía la respuesta, pero esperaba que fuese la primera opción y no la segunda.

...

Avanzaron, limpiando las calles del distrito sur que había pertenecido a los Oliross de los Capas Verdes que se habían vendido a Essiris y a sus conspiradores. No fue complicado, pero el auténtico desafió era desplazarse por los derruidos callejones, plagados de escombros, cadáveres o maquinaria de guerra abandonada, como catapultas o escorpiones que nadie se había molestado siquiera en retirar. Había oído hablar a uno de los comandantes Essiris, compartiendo información acerca de la presunta desaparición de Arallypho y su repentino pánico, pero nadie que tuviera la mitad de perspicacia y conocimientos militares que decían que el general poseía dejaría atrás semejantes armas; las murallas de las mansiones de los magísteres se desmoronarían con apenas un par de impactos de las piedras disparadas por las catapultas.

Quizás la tarea de desmontarlas y volverlas a construir acabó por hartar a Arallypho, que habría abandonado aquellas herramientas. Claro que no era descabellado pensar en esa y mil especulaciones diferentes, pero Daeron no terminaba de encontrar sentido a la jugada del general. Si su meta se basaba en conquistar Braavos a acero y sangre, ¿por qué deshacerse de la mayor ventaja en contra de sus rivales? No había forma en que las casas de los magísteres y nobles pudieran resistir el embate de las enormes piedras o los virotes de tres codos y medio que disparaban los escorpiones.

"Habían mencionado que parecía tener miedo". "Pero ¿a qué le tendría miedo un hombre que pactó un trato con la Triarquía y comenzó una guerra civil en su país?". La pregunta era inquietante, y un súbito escalofrío de terror trepó por su médula. Arallypho tenía a su disposición a los Capas de Acero, unos cuatro mil soldados, y a los Capas Violetas, otros diez mil soldados, sin contar a los distintos guardias de sus lacayos. Así que, ¿quién o qué lo había forzado a retirarse a su cuartel?

¿El miedo a Forassar y a Tichero? No, imposible; no les había temido previamente al conflicto bélico que desencadenó y no les temería cuando se aliaran. ¿Se habría asustado al ver el estancamiento en el Gran Mercado? Lo dudaba, pues sus tropas habían continuado conquistado suburbios y barrios de los distritos de Braavos, y Daeron tenía la sospecha de que Arallypho lideraba en secreto las bandas de guerra y a su hueste heterogénea de traidores desde su inexpugnable bastión. Una derrota no implicaba que hubiesen perdido la batalla, y sabía que Arallypho era consciente de esa realidad. Sin embargo, tres derrotas eran demasiadas y su ejército había menguado en cifras, por lo que no estaban tan bien como en un inicio.

Durante una semana habían gobernado el oeste de Braavos, pero les arrebataron el corazón de la ciudad y, dentro de unas horas, también les arrancarían el Fuerte de Hierro de sus manos. Los harían salir y pagar por cada uno de sus incontables crímenes, incluido a Arallypho. Soldados, nobles y el artífice de las mil y un tragedias que los azotaron en aquellos meses comprenderían que sus acciones no escaparían a las consecuencias.

El sol brillaba en lo alto, pero ya no se hallaba en el centro del cielo, si bien la intensidad de sus rayos dorados no había disminuido en lo mínimo; la fresca brisa de la incipiente tarde acariciando su rostro y cabello rubio-plateado, arrastrando el olor a sangre y muerte. Daeron elevó su mano, colocándola sobre sus ojos a modo de sombrilla, y volteó a mirar a los soldados y a las Espadas, quienes andaban por los callejones divididos en pequeños grupos que conformaban los eslabones de una larga cadena. Se desplazaban rápidamente, pero a través de diferentes calles, lo cual dificultaba un poco su coordinación, habiendo varios guardias que se adelantaban o atrasaban en la marcha.

—¿Estás seguro de que vamos por el buen camino, mocoso? —Kyarah le dio alcance, situándose a su izquierda—. ¿O solo nos llevas hacia una trampa?

—Si quieres llamarme traidor o insinuar que lo soy, Kyarah, te sugiero que vayas pensando en formas más creativas de hacerlo. —No tenía tiempo de sobra para perder en discusiones inútiles con una mujer de casi treinta años que había intentado matarlo hacía unos días—. ¿Por qué te empeñas en fastidiar? ¿Es que no te das cuenta de la pésima situación en la que estamos?

—Obvio, mocoso, no soy estúpida.

—Pues lo pareces. Actúas y hablas como estúpida.

—¿Ah, sí? Esta estúpida es la Sexta Espada de Braavos, si no te habías percatado, y podría cortarte el cuello cuando quiera.

—Y no lo has hecho. —Daeron miró de costado a Kyarah, no deteniéndose a encerarla—. Si Garren es un presumido, tú tendrías el puesto de reina de los creídos y arrogantes.

—Cuidado con esa lengua, pequeño insolente. De no necesitarte para que nos guíes, te hubiera asesinado hace rato.

—¿Es que no haces algo más que no sea alardear, amenazar e insultar? Tú lo has dicho, eres la Sexta Espada de Braavos, así que dime, ¿por qué te comportas como una imbécil que es pura palabrería?

—¿Disculpa? —Los rasgos de Kyarah se desdibujaron en una máscara de rabia; Daeron sintió los iris esmeraldas de la braavosi incrustarse en su alma, como si buscara asesinarlo con el pensamiento—. Caminas encima de un suelo muy quebradizo, chico.

—No es un problema para mí: soy delgado y, contrario a ti, no cargo un ego gigantesco a mis espaldas. Puedo caminar por donde yo quiera.

—Te estás ganando una de las peores muertes en la historia del Mundo Conocido.

—¿Una Espada de Braavos torturaría y mataría al paladín de otra Espada? Por favor, Kyarah, ni siquiera tú eres tan idiota para ganarte la ira de Gyllos.

—¿Escondiéndote detrás de tu maestro? —carcajeó—. Y luego dices que yo soy la patética.

—No me oculto, Kyarah, solamente digo lo obvio —replicó—. Te enfrenté sin Gyllos a mi lado y lo haría de nuevo, una y mil veces más; pero si me matas, mi mentor te perseguiría hasta los confines de la tierra. ¿Querrías correr ese riesgo? Con gusto aceptaré un duelo contigo, Reina de las Víboras, pero permíteme recomendarte que si vas a vengarte de mí por la muerte de tu lagartija, asegúrate de que no quede ni rastro de que fuiste tú.

Con el ceño fruncido y una postura firme, Daeron frenó su andar, clavando sus iris violetas en los orbes verdes de Kyarah. La severidad que había imbuido su voz lo desconcertó, pero no flaqueó ni mostró debilidad, sino que se mantuvo serio, desafiante; la vista fija en Kyarah, quien sostuvo un efímero contacto visual, vislumbrándose un leve nerviosismo entremezclado con frustración en su expresión.

La Sexta Espada desvió el rostro, chasqueando la lengua, molesta. Se cruzó de brazos y frunció sus labios, dando una serie de golpes al empedrado con el tacón de su bota.

Sin quitarle los ojos de encima, Daeron se llevó las manos a la empuñadura de Colmillo y Segadora de Dioses, soltando el aire acumulado en sus pulmones. "Esto no tiene sentido". Perdían instantes valiosos, y las tropas de Tichero los aguardaban en el Fuerte de Hierro. Se había dejado llevar por las palabras de Kyarah y su grupo se encontraba retrasado a causa de su incapacidad de ignorar los comentarios de la braavosi.

—Muy bien hagamos esto —dijo, acercándose a Kyarah—. Tú no puedes matarme, y lo sabes. No lo confieses a los cuatro vientos, pero es verdad. Sin embargo, si deseas retribución, te la daré: cuando terminemos con Arallypho, pelearemos y serás libres de lastimarme cuanto quieras, pero procura no lisiarme de por vida. —Extendió su brazo, ofreciéndole un apretón de manos—. ¿Trato?

Kyarah lo observó de soslayo, volvió a chasquear la lengua y los golpecitos de su calzado contra el piso intensificaron su rapidez. Después de debatirse internamente, Kyarah dejó escapar un bufido de exasperación y resignación, abofeteando la palma de Daeron y reanudando la marcha.

—Como sea —masculló, alejándose.

Daeron vio a Kyarah, aliviado pero consternado a la vez. Respiró hondo y prosiguió con su camino, encabezando la hueste de soldados que se hallaba detrás de él.

—Hey, chico. —Lara se acercó a Daeron en un parpadeo, apareciéndose a su derecha—. ¿Qué ocurrió?

—Nada. Ya sabes, a Kyarah no le agrado mucho. —"Está en su derecho de odiar". Garren había matado a su basilisco al salvarlo, y aunque Daeron comprendía los motivos que impulsaban su rabia y desprecio, no era justificación para comportarse como una joven malcriada y arrogante, menos aún en el fragor de la batalla.

—Créeme, nadie le agrada a Kyarah.

—¿De verdad? ¿Cómo es eso posible? —Había conocido a gente desagradable y recelosa, tímida y orgullosa, pero incluso las personas más despreciables se relacionaban con otros que compartían sus gustos y entablaban vínculos, si bien el propio Daeron no había entendido el significado de la amistad hasta que Myriah se lo había explicado.

—Qué no te sorprenda, pelo-plata. Kyarah es alguien con la cual no es sencillo lidiar, y la mayoría tiende a pasar de largo al verla o directamente fingir que no existe.

—¿Y por eso es una cretina?

—Por eso, sí, y porque crecer en la corte del antiguo Señor del Mar y nacer entre sedas y oro le ha podrido un poco la mente. No voy a mentirte, es una engreída que no soporta que los demás se burlen de ella o que sean mejores, pero es una duelista habilidosa, demasiado talentosa y diestra.

—Si no lo fuera, no la hubiera nombrado Sexta Espada —señaló Daeron—. La he visto esgrimir su "aguijón" y es buena, muy buena, pero no su actitud es impropia de una Espada de Braavos.

—Es una actitud impropia de cómo crees que debería actuar una Espada de Braavos —corrigió Lara—. Nuestros predecesores tampoco eran caballeros ungidos en los Siete Óleos Sagrados ni hombres y mujeres bizarros que no poseyeran sus defectos.

—Me malinterpreta, Cuarta Espada. Estoy consciente de que las anteriores Espadas, así como mi maestro, Garren, Fera, Qhuaalo, Kyarah y usted, tuvieron sus fallas y comportamientos cuestionables —aclaró, agregando enseguida—: Pero eso no quiere decir que fue correcto su actuar. Kyarah y Garren no son auténticas Espadas: no luchan por lo corrector porque es su deber, porque juraron proteger a los indefensos, porque prometieron derrocar a los tiranos y combatir la injusticia, porque es lo correcto.

—Nadie hace lo correcto gratis, pelo-plata, no en estos tiempos.

—Entonces, es hora de que los tiempos cambien.

Se había hastiado de la corrupción, de la violencia, de las intrigas, de las traiciones, de la codicia y del egoísmo. Se había cansado de que los inocentes pagaran por los pecados de los villanos y los crueles. Era momento de transformar el balance al que se había acostumbrado el mundo, era momento de despojarse de la posición neutral y desinteresada que había adoptado la mayoría, y hacer algo respecto a la brutalidad que abundaba en el mundo.

¿Cuántos más Arallyphos y Rogares debía haber para que alguien finalmente se dispusiera a accionar y pelear por un mañana mejor? Daeron decidió que, para que el mundo fuese un sitio más próspero y justo, no haría falta que ningún otro tirano ascendiera al poder y que ningún otro niño sufriera los castigos injustificados e inhumanos de los amos esclavistas. Si los poderosos y hábiles no batallarían en pos de un futuro diferente, él aceptaría dicha responsabilidad.

—¿Lo ves? —preguntó Lara, arrimándose a él, apuntando los techos de las diez torres del Fuerte de Hierro, que se erguían a lo lejos como lanzas de punta de hierro negro—. No falta mucho.

—Uhum. —Daeron se detuvo, viendo a Lara—. Supongo que aquí nos separamos.

—Eso creo. No te preocupes, pelo-plata, nosotros nos encargaremos de Arallypho y los conspiradores —afirmó la Cuarta Espada, sonriéndole ladinamente—. Haremos que paguen por sus crímenes.

—Puede que Kyarah no sea una verdadera Espada, pero usted sí parece una; al menos en actitud. Pero no se preocupe, pronto le demostraré que está equivocada. —Daeron le sonrió de vuelta y se encaminó hacia el norte, internándose en uno de los callejones laterales.

—¿Cómo, pelo-plata? ¿Cómo me probarás que yerro en mi pensar?

—Luchando gratis en nombre de lo correcto —respondió, resuelto y solemne.

Dobló en una esquina y se trepó a una de las paredes de la derruida casa que se alzaba a su izquierda. Aguardó un rato, oyendo las pisadas de los Capas Violetas enrumbándose hacia el Fuerte de Hierro, y luego subió al techo del edificio tambaleante, observando los ríos de soldados de armaduras negras confluyendo en las cercanías de la inmensa fortaleza; el destello broncíneo y multicolor de los Capas Arcoíris centelleando a la distancia, en el norte. Sin embargo, un estrépito que retumbó en los alrededores le advirtió que la contienda había empezado, pero no por un descuido de Tichero ni porque Lara o Kyarah se hubiesen precipitado.

El estruendo venía del norte; no obstante, se había originado más arriba del Corredor de las Fraguas, en los puentes que unían los distritos de los Oniruss con los de Essiris. ¿Habrían Fera y Qhuaalo conseguido repeler la invasión de los Capas de Acero y decidido devolverles la bofetada al asaltar su inexpugnable fortaleza y entrar a su territorio? Lo veía bastante probable, y Daeron no pretendía desaprovechar la brecha que abrieron la Quinta y Séptima Espada.

Corrió sobre los tejados y saltó de techo en techo, desplazándose por las alturas mientras los soldados en tierra bramaban y cargaban en contra de los muros. El viento sacudió sus ropajes, revolviendo su cabello; las tejas bajo sus pies, las torres y las casas a sus costados tornándose borrones de colores vibrantes mientras corría y saltaba en dirección al Fuerte de Hierro. Dio un rodeo, escuchando el golpe de las escalas contra la roca de las paredes, el hierro de los picos incrustándose en la piedra y las cuerdas de los arcos tensándose; las flechas silbando al hendir el aire. Los gritos de los soldados y el crujir de la madera de las luengas escaleras reverberaron en las inmediaciones, pero Daeron continuó corriendo, llegando al borde occidental del distrito, justo donde terminaban los barrios y comenzaba la gran laguna cristalina de Braavos.

Giró y recorrió los techos de las casas, dirigiéndose a la muralla del Fuerte de Hierro. Mientras lo soldados luchaban en los corredores y callejones, él se detuvo en uno de los tejados, descendió deslizándose por uno de los muros de la derruida construcción y pegó su espalda a la titánica pared de piedra que rodeaba el fuerte, agazapado. Miró a las almenas y no atisbó actividad de los soldados, que tal vez estaban ocupados tratando de resistir las tres acometidas que sufrían por el sur, oeste y noroeste.

Sacó de los pliegues de las ropas debajo de su armadura el par de picos que le robó a uno de los soldados durante la marcha y se volvió, encarando la gigantesca muralla. "Has escalado peores", pensó. Hizo danzar los picos en sus manos y luego los incrustó en la superficie del muro. Enterró y desenterró el filo de las herramientas, dando pequeños saltos y clavando la punta de hierro de sus botas en los imperceptibles salientes de la muralla. Subió poco a poco, inhibiéndose del escozor en su brazo herido, el entumecimiento y el cansancio en su cuerpo.

El aire se hacía más y más pesado, y el olor a carne, madera y piedra quemadas lo tentaron a echar un vistazo a la batalla. Pero acalló su curiosidad, abocándose a ascender e intentar no precipitarse al vacío; si la caída ya era mortal a la altura que había alcanzado, se tornaría peor a medida que se acercara a los parapetos. No obstante, el temor de morir no lo amedrentó, tampoco la posibilidad de que algún arquero repara en su presencia.

Para su desgracia, uno de los muchos ballesteros que corrían hacia el portón principal y a la cara de la muralla asaltada por los Capas Violetas se detuvo y barrió las calles con su mirada. Daeron se detuvo, aferrándose a los mangos de sus picos, conteniendo la respiración y esperando a que el tirador se fuera. El hombre se arrimó a las almenas, observando el exterior, y cuando Daeron levantó la mirada, sus ojos se cruzaron con los del ballestero capa de acero.

Y antes de que disparara, le lanzó una de sus herramientas, la cual voló y se incrustó en la cabeza del sujeto. El cuerpo del hombre se tambaleó y, tras unos segundos, cayó al vacío. Daeron, sujetándose a su pico, se hizo a un costado, esquivando el cadáver; el impacto del metal con la roca y el crujido de los huesos zumbando en sus oídos. "Estuvo cerca...", desenvainó a Colmillo y empezó a encajar su hoja en las diminutas brechas en la muralla, tratando de avanzar a pesar de solamente contar con un pico.

A medida que subía, escuchaba con mayor nitidez lo que juraría eran alaridos, pero no bramidos de rabia y guerra, como los que resonaban a la distancia, sino chillidos de dolor y horror. Si bien la idea de descender pasó por su mente, no lo hizo, sino que siguió escalando, y cuando se aupó para trepar a las almenas, se quedó perplejo al notar el río de sangre y las decenas de Capas de Aceros tumbados en el suelo, inertes, con una expresión de terror y agonía profunda plasmada en sus rostro. Contempló la escena, aturdido, confundido: no había cortado de espadas, de hachas o dagas, no había estocadas de lanzas o alabardas, ni golpes de mazas o puñetazos, pero había tajos en los muertos, tajos horrendos y profundos que habían desgarrados y retorcido la carne y los huesos de los soldados de Essiris.

Las armaduras habían sido despedazadas, destruidas como si las zarpas de seis monstruosas garras hubieran hendido el hierro, el acero, el cuero y la cota de malla. Se había tratado de un ataque directo, salvaje, pues no había cortes a la yugular, al pecho o las articulaciones de sus enemigos. Fuera quien fuese el ejecutor de los guardias se había ensañado con sus oponentes, golpeándolos con ferocidad pero permitiendo que estos experimentasen la agonía y el miedo antes de finiquitar sus vidas, manteniéndolos vivos lo suficiente para luego segar sus almas.

Se llevó una mano a la nariz, tosiendo. Había estado rodeado de cadáveres, muerte y sangre, pero aquel tétrico escenario fue demasiado. Los cráneos y costillas de los hombres y las mujeres yacían abiertos y astillados, expuestos al aire, revelando los despedazados músculos, los sesos y las vísceras de los Capas de Acero. Pese a que había visto muchísimos cuerpos en las calles, canales y tejados, la forma en la que los soldados fueron rotos y cercenados era inhumana, monstruosa. Aunque no era un experto en armamento, Daeron tenía la certeza de que no existía arma o persona que pudiera infringir semejante daño; al menos, no una que él conociera.

"Concéntrate", se reprendió. Inspiró por la nariz, inhalando el pútrido aroma de los cadáveres, y espiró, exhalando el aire en sus pulmones. Sacudió su cabeza y corrió por el adarve, viendo a los Capas de Acero en las diferentes almenas de la muralla luchando por repeler a los cientos y miles de soldados lealistas que trepaban los muros y se abalanzaban contra ellos como un ejército de hormigas, cuyo único obstáculo eran las altas paredes del fuerte, las cuales no tardarían en sortear. Daeron volvió la vista al frente y, al escuchar el inconfundible silbido de los proyectiles precipitarse en su dirección, embistió la puerta de madera que se erguía en uno de los costados de la torre que conectaba la muralla que había recorrido con el muro aledaño, escapando de los dardos y las flechas. Al entrar, no dudó dos veces y empezó a descender por los peldaños de roca que conducían al patio interior, oyendo el retumbar de los embates de los soldados contra el portón principal.

Bajó rápidamente y cuando salió al exterior, atropellando una segunda puerta, se encontró con un vasto patio de armas, donde cientos de Capas de Acero corrían en todas direcciones, portando arcos o ballestas, organizando a gritos una defensa enfrente de las puertas del bastión, subiendo a las almenas y arrastrando a los heridos a causa de las andanadas de flechas del ejército de Tichero. Era un vorágine caótica de actividad, rabia y ruido; los soldados traidores marchaban de un extremo a otro, cargando flechas, vendajes, armas o escudos; los sargentos, capitanes y comandantes bramaban órdenes a sus subordinados, indicándoles cómo acomodar su formación, y los cirujanos en las filas batallaban por atender a sus hermanos y hermanas caídas.

Daeron, abriéndose camino a través de la marea de guardias, se arrimó al portentoso edificio que se alzaba en el corazón del terreno, cercado por otras seis enormes paredes separadas de las que constituían la titánica muralla. Sin embargo, vislumbró la silueta y arquitectura del edificio, que era gigantesco, cuadrado, de muros gruesos, decorados con estrechas y altas ventanas por donde apenas entrarían los haces de luz del sol; las puertas que daban a los adentros del bastión eran de madera y se hallaban reforzadas con barrotes de hierro y bronce, imposibles de abrir sin una llave. Buscó una entrada alterna, y entonces vio los puentes de madera en las alturas que unían el edificio central a lo que supuso eran las barracas y regimientos donde se formaban a los soldados. Estas se encontraban pegadas a las fachadas internas de la muralla y debían medir treinta varas de altura, dividiéndose en tres plantas, y sus pisos superiores no solo poseían escaleras gigantes que llevaban a las almenas de los muros, sino también una serie de puentes de madera de aspecto sólido a través de los cuales se desplazaban los Capas de Acero, entrando y saliendo de los balcones dispuestos en las plantas de arriba de los Essiris.

Desenvainó a Colmillo y agarró su pico, y en vista de que en las paredes se habían labrado afilados pinchos de piedra y la cumbre de las barreras eran coronadas por espirales de hierro similares a enredaderas plagados de púas de acero, Daeron corrió hacia una de las barracas. Esquivó a los soldados de los Capas de Acero, quienes estaban demasiado ocupados liderando la defensa de su bastión como para reparar en su presencia. No obstante, eso no volvía el lugar menos peligroso: hombres y mujeres que se atropellaban entre sí, esgrimiendo despreocupadamente hojas de acero que rozaron la armadura de Daeron más de veces de lo que le hubiese gustado; grupos de lanceros y escuderos que marchaban en dirección al portón, apartando con brusquedad a aquellos que se interpusieran en su camino; lluvias de flechas disparadas por los soldados de afuera que caían sobre los Essiris en las almenas y en los patios de armas o entrenamientos, clavándose en los suelos, barricadas, escudos y cuerpos de los perros de Arallypho.

Eludiendo dichas amenazas, deslizando sus pies y dando largas zancadas, Daeron llegó a la barraca de tejas azules. Saltó e incrustó el pico en la pared, emprendiendo un nuevo ascenso. Subió y subió, agazaparse en el techo e impulsándose para alcanzar el tercer piso. Y se dirigió al balcón donde comenzaba y terminaba el puente de madera, pero había un problema: dos guardias de armadura completa, corazas grisáceas adornadas en su peto con el emblema de los Essiris, la espada negra del titán. Eran hombres corpulentos y mastodónticos, de dos varas y media de altura; las hojas de sus pesadas alabardas refulgiendo a la luz anaranjada de la tarde.

Sin dubitarlo ni siquiera por un segundo, suprimiendo cualquier temor que lo hiciera desistir o retroceder, ignorando a esa voz que le gritaba que no podría hacer ni un rasguño a los centinelas del puente, Daeron apoyó una de sus manos en el parapetos lateral y se metió al balcón, esgrimiendo su cuchillo en una mano y su pico en la otra. En cuanto lo vieron, los guardias blandieron sus alabardas hacia su cuello. Él se agachó, inclinándose hacia atrás y deslizándose con sus rodilleras raspando el suelo; el filo de sus enemigos rozando su nariz; sus ojos observando el reflejo de su cara en las hojas de las armas.

Balanceó su pico y lo encajó en la articulación de la rodilla de uno de los centinelas, que profirió un grito de furia y dolor. Luego, enterró a Colmillo en la madera del puente, deteniendo su avance, y se giró para encarar al segundo guardia, el cual corrió a su encuentro, elevando la alabarda por encima de su cabeza. Daeron se incorporó y puso su cuerpo de costado, evadiendo un ataque vertical que astilló la madera del puente. Los iris azules del guardia lo vieron a través de las estrechas hendiduras de su yelmo, llenos de rabia, y Daeron chocó miradas con su rival. Sin dudarlo, clavó su cuchillo en el ojo derecho del centinela y pateó el pecho del guardia, desenterrando la hoja de Colmillo de la cavidad ocular, para después darse vuelta y correr hacia el edificio principal; los gruñidos del centinela volviéndose inentendibles a medida que se alejaba.

—¡Deténganlo! —rugió uno de los dos, y Daeron no se volteó para comprobar quién había sido el delator.

Apresuró el paso, e iba por la mitad del puente cuando una orda de guardias revestidos en armaduras emergieron de la entrada al otro extremo del puente y corrieron en su dirección, empuñando sus espadas y hachas. Daeron no frenó en lo absoluto, sino que aceleró, saliendo despedido a la velocidad de una flecha hacia los soldados Essiris; el corazón amartillando fuertemente su corazón; la sangre en sus venas ardiendo como lava; los dedos de su mano aferrados a Colmillo. "Veamos de qué están hechos los Capas de Acero", y sin miedo, sin vacilación, acometió en contra de los perros de Arallypho.

...

Nota del Autor:

¡Hola, hola, mis queridos lectores! ¿Cómo se encuentran este domingo? Espero que bien, así como espero que les haya gustado este capítulo. No es taaaan largo como el anterior, pero ojalá les provocara la misma intensidad y emoción que el XXXIX, y créanme, no es ni la mitad de movido de lo que serán los próximos, eso se los aseguro. ¿Qué piensan? ¿Acaso Daeron llegará al Fuerte de Hierro? ¿Podrán las Espadas y los soldados vencer a los Capas de Acero? ¿Por qué Arallypho se resguardó en sus murallas? ¿Gyllos sobrevivirá a sus heridas?

Aguardo sus teorías y comentarios. Muchas gracias por su atención, dedicación y tiempo, y muchísimos éxitos, lectores míos.

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