𝐗𝐋𝐈

Màu nền
Font chữ
Font size
Chiều cao dòng

Antes de que su hoja rozara el primer escudo, un destello verde pasó a su costado, arremetiendo con la potencia de una tormenta y la rapidez del relámpago, desbaratando a la línea de enemigos que se acercaba. Daeron reconoció a quién pertenecía esa estela esmeralda y la silueta que se difuminaba en el aire como un borrón verdoso; la figura borrosa de la hoja de su espada vislumbrando. Los escudos de los Capas de Acero se astillaron, partiéndose en dos; el acero de sus armas se despegó de las empuñaduras, y sus cabezas, de sus hombros; chorros de sangre lloviendo de sus cuellos cuales fuentes.

Y luego una nueva estela, celeste y pálida, remató a los atónitos Capas Celestes. Un rugido en el patio sacudió los cimientos de la fortaleza, y al girarse a ver, Daeron se percató de que los portones habían caído y que las tropas del Ejército de la Libertad entraban en tropel a los patios del fuerte, y la acometida era encabezada por la mastodóntica Fera, quien blandía con ferocidad su enorme sable curvo, elevando por los aires a los soldados con golpes ascendentes que destruían las formaciones de los guardias. Y cuando los grupos de lanceros y escuderos se aproximaron para flanquearla, Lara y Kyarah, moviéndose con la rapidez del rayo y dejando un rastro azul y dorado a su paso, los asesinaron en un mero instante, despejando la zona mientras abrían un camino para sus soldados, pavimentado con los cadáveres de los soldados rivales, que se desangraban y ahogaban en su propia sangre.

—¡Hey, chico! —dijo Qhuaalo, haciendo danzar su ancho sable con su mano—. Pensaba que habías muerto. ¿Cómo te las arreglaste para sobrevivir a Garren?

—Tengo mis métodos. —Daeron no guardó a Colmillo; su mano libre reposaba en el puño de Segadora de Dioses—. ¿De qué lado se supone que estás tú, morsa?

—Del lado de la libertad y la justicia, por ahora. —El espadachín se volvió, observando la carnicería que Garren había desatado en el puente, cuya estructura se tambaleaba debido al peso de los cuerpos y la violencia desencadenada por la Segunda Espada. Miró a Daeron, ladeando su cabeza y señalando con aquel gesto al balcón del edificio central—. ¿Me acompañarás a darle una paliza a Arallypho?

—No hace falta que lo preguntes —contestó, encaminándose a paso ligero al balcón.

Qhuaalo se adelantó, desapareciendo y manifestándose en el umbral de la entrada. Tras sortear el mar de muertos que había dejado Garren, Daeron llegó a la puerta. Al adentrarse en las entrañas de la construcción, tuvo que detenerse durante un breve momento, admirando los paredes de ladrillo negro, los pialres y los arcos de marmol negro que se erguían a los laterales de los pasillos, sosteniendo el techo o decorando las puertas a distintas habitaciones, escaleras y balcones; la luz natural filtrándose por las angostas ventanas. No había lienzas, ni alfombras ni artículos lujosos, solamente armas exóticas o regulares que colgaban de las paredes y cientos de corazas de hierro y acero se encontraban dispuestas a los lados de los corredores, colocadas en estatuas de madera de ébano. Daeron tomó una de las espadas, sopesó su peso y volteó a mirar a Qhuaalo.

—¿Quién necesita tantas espadas, lanzas, hachas y armaduras?

—Alguien que espera usarlas —respondió el hombre fofo. acariciando su bigote—. Tenemos que apurarnos, o Garren matará a Arralypho.

Daeron asintió y se llevó consigo la espada. «Una pequeña excepción a las reglas no hará daño», pensó. Gyllos había aclarado bastante bien que no utilizaría una hoja de acero hasta que no lo considerara listo, pero la situación que enfrentaban requería que estuviera bien armado, y dudaba seriamente que Colmillo le sirviera a la hora de confrontar a sujetos recubiertos en placas de acero. Corrió junto a Qhuaalo, buscando en los diferentes pasadizos una puerta que les indicara que era el despacho o sala de reuniones de Arallypho; las antorchas pegadas a la pared espantando las sombras del incipiente atardecer. Pero nada, no había ni un escrito o señal que les indicara dónde se hallaba Arallypho.

Sin embargo, no hubo necesidad de seguir buscando por mucho tiempo.

Garren salió despedido en su dirección, volando a través del corredor como si un ariete lo hubiese golpeado de lleno. Daeron se pegó a la pared a su izquierda, esquivando a la Segunda Espada de Braavos, mientras que Qhuaalo lo atajó en el aire, deslizándose un par de varas en el piso debido al impacto; las longas y papada del hombre agitándose bajo su armadura. Furioso, el yitiense de incorporó, apoyándose en un muro aledaño, y la Séptima Espada posó una de sus manos en el hombro de su colega, quien respiraba agitado, la congestión en su rostro y la rajadura en su camisa verde delatando que había sido golpeado, duramente golpeado.

Unos pesados pasos en el extremo opuesto del pasillo hicieron que Daeron se volteara, viendo a la imponente figura de Arallypho Essiris, recubierto con una armadura de apariencia portenta, de enormes hombreras y casco compacto que se asemejaba al yelmo del Titán de Braavos. Sin embargo, el rostro de Arallypho no estaba expuesto, sino protegido por una máscara de acero negro carente de rasgos humanos, adornada con dos estrechas hendiduras rectangulares que revelaban los iris oscuros del general traidor, que empuñaba una alabarda en una mano y una espada curva en la otra. Arallypho colgó su espadón en su cinto y levantó su visera, mostrando sus duros y severos rasgos; las cicatrices en su cara y el negro metal de su coraza absorbiendo la luz de las antorchas, braseros y el sol.

—Qhuaalo, no esperaba verte aquí —dijo, con una tranquilidad inquietante y una cortesía tan profunda que Daeron la consideró una burla—. ¿Cómo está la hermana de la magíster Illora?

—Tú ya deberías saberlo. —La Séptima Espada se situó delante de Garren y Daeron, en el centro del pasillo; sonaba más grave y enojado que momentos atrás—. Muerta, como todos los Irnah. Gracias a tus hombres, la familia de mi magíster se ha extinguido.

—Gracias a tu incompetencia como Espada de Braavos, la familia de tu magíster se ha extinto —corrigió Essiris, golpeando con la punta sin filo de su alabarda el piso; el mango del arma irguiéndose a la derecha del conspirador—. Mis soldados están bien entrenados, y si lograron superar tus defensas y asesinar a la familia que se te había encargado proteger, entonces significa que hice un buen trabajo entrenándolos o que tú eres una vergüenza. Todavía no entiendo por qué Bhorro te eligió como Séptima Espada; Tichero tendría que haberte quitado el título cuando subió al poder.

Los puños de Qhuaalo se cerraron fuertemente, y Daeron consiguió oír la madera de la empuñadura de su sable crujir debajo de las gordas falanges del braavosi de mostacho. Haciendo acopio de su valor y tragando saliva, Daeron se colocó a un lado de Qhuaalo, desenvainando la espada que había recogido y a Colmillo, posicionando su cuerpo de costado.

Arallypho dirigió sus ojos a él, entornando los párpados y escudriñándolo. Daeron sintió un repugnante y súbito escalofrío trepar desde sus talones a su nuca, agitándose sin perder la compostura.

—El paladín valyrio. —Había desdén en la voz del hombre y en sus orbes relampagueó la misma ira que refulgía en las miradas de los nobles lysenos. No era envidia, sino odio, odio puro—. No sé qué motivó a Gyllos a nombrar cómo su sucesor a uno de los descendientes de quienes esclavizaron a nuestros ancestros.

—Lo siento, amigo, pero quizás no notaste las marcas en mi cuello —comentó Daeron—. No soy esclavista, fui esclavo. No te atrevas a compararme con ellos ni a llamarme amo de nadie.

—Cabello rubio-plateado, ojos violetas... Perdóname si es que se me hace difícil creer en tus palabras, chico.

—Me da igual lo que creas, infeliz. Eres un traidor, un tirano, un asesino. —La furia hizo hervir su sangre y quemó sus costillas; los latidos de su corazón amartillando su peto y zumbando en sus orejas.

—¿Un traidor? —Sus labios se torcieron en una mueca de ira que apenas contenía, pero que brillaba en sus iris y deformaba su rostro en una máscara de fría rabia—. Yo soy más leal que cualquiera de las míseras excusas de magísteres, nobles, comandantes, Espadas y soldados de esta nación. Ellos son los verdaderos tiranos, ellos son los que se esconden en sus mansiones y fortalezas, abandonando a la gente que les sirve a su suerte, en las manos de sus atacantes. Ellos son los asesinos, porque optaron por resguardarse de nuestros enemigos en vez de encararlos.

—¿Orquestaste toda esta locura porque Tichero rechazó tu petición de invadir Myr, Lys y Tyrosh? —Garren, que había recuperado el aliento, se adelantó, irguiéndose a la izquierda de Qhuaalo—. ¡Y luego dicen que yo soy rencoroso! —carcajeó.

—No te metas, sucio mercenario —masculló Arallypho—. Ninguno de ustedes tiene derecho a juzgarme. Soy el único que se dignó a tomar acción, a levantarme en armas, a luchar en nombre de los valores sobre los cuales se fundó Braavos, a purgar con fuego y acero la podredumbre que ha corrompido a mi patria.

—¡¿Y tu solución es quemar Braavos con tal de liberarlo de la corrupción?! —exclamó Daeron, exaltado y enojado—. ¡Si ese es tu plan, no quedará ni una de las cien islas para gobernar!

—¿Qué te hace pensar que quiero regir Braavos? Solo deseo destruir a nuestros enemigos, a las amenazas que acechan en el exterior, en las sombras. —Momentáneamente, Daeron vislumbró miedo en la expresión del general, quien se sacudió la oscuridad que cubrió su semblante—. Pero primero debía romper la cúpula de mentiras dentro de la cual Tichero y su Consejo nos encerraron. Por eso empecé todo esto, por eso cometí la innumerable cantidad de imperdonables crímenes que han quebrantado la paz de Braavos. Tenía que despertar a mis hermanos y hermanas de la ilusión, ¿y qué mejor forma de mostrarles nuestra debilidad que con una invasión de parte de los mismos piratas que su regente ignoró y desmeritó?

—Basta —dijo Qhuaalo—. Escuché miles de excusas patéticas en mi vida, pero tus razones son inmundas, un asqueroso intento de justificar la matanza de los últimos siete días y los atentados que han costado tantísimas vidas. Decenas, cientos de miles murieron durante estos dos meses, ¿y por qué? ¿Para qué? ¿A quién salvarás si todos estarán muertos para cuando acabes con nosotros?

—¡A los verdaderos braavosis, a los fuertes que sobrevivan al fuego de la guerra y se curen de la corrupción y la arrogancia de los magísteres y nobles! —replicó el general—. Puede que no lo vean, puede que no lo comprendan, pero...

—¿Pero qué? —cuestionó Garren—. ¡Mira a tu alrededor, idiota! No hay «verdaderos braavosis» o «falsos braavosis». ¿Crees que todos los primeros ciudadanos de Braavos eran guerreros bizarros y amantes de la justicia? ¡Hasta yo sé que varios de ellos debieron haber sido cobardes, traidores, monstruos!

—¡Silencio! —bramó Arallypho, golpeando el piso con el extremo liso de su alabarda—. ¿Qué sabrás tú de mis ancestros, asqueroso yitiense? No mereces ni siquiera pronunciar la palabra braavosi. Pero ellos no son los que importan, sino las personas de hoy, las personas que conformarán el futuro Braavos. Un Braavos más fuerte y que no tema afrontar las amenazas que buscan exterminarlos.

—¿Construirás esa ciudad, ese país, encima de las cenizas, los cuerpos y la sangre de cada hombre, mujer, niño y anciano que has asesinado? —Inquirió Daeron, frunciendo el ceño y apretando las empuñaduras de sus armas.

—Es lo que debe hacerse. —No hubo vacilación ni remordimiento en su tono.

—Tú no eres un braavosi —dijo Qhuaalo, blandiendo su sable, apuntándolo hacia Arallypho—. Eres un criminal, un monstruo. Y serás juzgado como tal.

—Pero, primero, vamos a darte una paliza —agregó Garren; el mango de su espada corta danzando entre sus dedos.

—Lamento informales que el único juicio que habrá es el de ustedes. —Colocando su máscara de nuevo en su yelmo, Arallypho desenvainó su espada y esgrimió su alabarda, adoptando una postura de combate ofensiva, con las rodillas flexionadas y las hojas de sus armas cruzadas delante de su peto—. Yo los declaro culpables, y mi deber como General de la Armada de Braavos, como regente del Nuevo Braavos, es ejecutarlos con mis propias manos.

—¡Cierra la puta boca y pelea! —rugió Garren, que se lanzó al ataque.

En un instante, la Segunda Espada de Braavos se apareció cerró la distancia que separaba a Garren y a Arallypho, pero el general actuó antes, propinando una estocada con su alabarda en dirección a la cara de Garren. Reaccionando a tiempo, el yitiense se agachó y giró, esquivando el ataque. Ejecutó una serie de golpes veloces que impactaron de lleno en la pierna de su oponente, pero la hoja de Garren rebotó, repelida por la armadura de Arallypho.

Arallypho elevó su espada y efectuó un golpe vertical. Rodeando al general, Garren evadió la hoja de su rival, la cual se estrelló en el piso, hendiendo la piedra. Qhuaalo embistió a Arallypho, encajando un tajo lateral en el costado del traidor, justo en las costillas. El retumbar del acero contra el acero reverberó en las paredes, y el eco de la coraza deteniendo el filo del sable de Arallypho ensordeció a Daeron. Desprendiéndose de su espada, el general enterró su puño en la barriga de la Séptima Espada, que liberó todo el aire en sus pulmones, reclinándose y comiéndose un segundo golpe en la mandíbula.

Retrocedió, confundido, aturdido, y Arallypho aprovechó para blandir su alabarda, cortando el peto que cubría el pecho de Qhuaalo y la carne que yacía bajo el metal. Cuando se preparaba para atizar una estocada en el corazón de su rival, Garren se abalanzó sobre el general, distrayéndolo y tratando de incrustando la hoja de su espada en el fino espacio que dividía las placas del cuello y las hombreras. No obstante, no hubo sonido de carne o hueso, ni un grito de agonía y rabia por parte de Arallypho, sino un golpe metálico y seco.

Garren levantó ambas cejas, abriendo sus ojos de par en par; la sorpresa y disgusto en su rostro era palpable. Retorciéndose, Arallypho se despojó de su arma larga, estirando sus brazos y tomando al yitiense, tirándolo al suelo. Un quejido de dolor escapó de los labios de Garren, que rodó para esquivar una de las pisadas de Arallypho, cuyo impacto desquebrajó la roca del pasillo. Incorporándose de un salto, la Segunda Espada inspiró hondo por la nariz, limpiándose el hilo de sangre que descendía de su labio inferior.

—Bastardo... —susurró, escupiendo una mancha roja de su boca.

Daeron dio un paso adelante, y giró sus armas con un movimiento de muñecas. Miró a Garren, y los orbes del mayor se dirigieron a él. Sin decir nada, ambos asintieron, y luego voltearon a ver a Arallypho, quien había recogido sus armas. Esta vez, el general fue el que acometió, las paredes estremeciéndose a su paso, pero su armadura no le permitía desplazarse tan rápido, así que, aprovechando aquella ventaja, Daeron corrió en su dirección. Garren arremetió primero, dejando una estela esmeralda y apareciendo frente a Arallypho en un segundo.

Sin embargo, antes de que su oponente pudiera atacar, el yitiense le dio un patada en la mandíbula, haciéndolo trastabillar. Daeron, esgrimiendo su espada y cuchillo, golpeó el vientre de Arallypho. Para su desgracia, sus hojas no hicieron ni un mísero rasguño a la coraza del general. El hombre recobró el equilibrio y le lanzó un tajo ascendente con su espada curva, Daeron se protegió cruzando sus armas, elevando sus brazos. Al chocar las hojas, se desprendieron chispas anaranjadas y rojas, y él voló varios metros, retorciéndose en el aire mientras caía, aterrizando de pie, arrodillándose para no partirse las articulaciones ni las piernas; no obstante, sus huesos sí resintieron el golpe de sus suelas con el piso.

Volvió a cargar contra Arallypho, a quien Garren encaraba, abrumándolo con una lluvia de golpes constantes y veloces, tan ágiles que a Daeron le costaba distinguir la silueta de la espada de su otrora secuestrador. Recuperado de los puñetazos de su oponente, Qhuaalo atizó en la rodilla del general un poderoso y rápido golpe lateral con su sable, y luego un segundo y tercer sablazo en el codo y hombro; el ruido del acero golpeando el acero retumbando a lo largo y ancho del corredor. Arallypho frenó en seco los embates de Garren, y después hizo girar su alabarda como la aspa de un molino, enterrando la pica en la panza de Qhuaalo.

Un alarido de furia y dolor brotó de la boca del Fantasma Celeste, que se volvió hacia Arallypho, y aun con la hoja de la alabarda incrustada en sus entrañas, ejecutó un potente corte paralelo a la hombrera derecha del traidor. Garren saltó y pateó con ambas piernas el pecho de Essiris, haciéndolo retroceder para no desplomarse en el suelo; el filo de su arma emergiendo de forma brusca y embarrado de sangre del vientre de Qhuaalo. Visiblemente adolorido y con el rostro congestionado, el hombre se recargó en la pared a su lado, y Daeron se aproximó a ayudarlo, revisando la herida, de la cual manaba un río de sangre; las entrañas del braavosi palpitando detrás de la armadura rota.

—Mierda... —murmuró Daeron, preocupado y acelerado—. Qhuaalo, tienes que...

—No —sentenció, tapando con su mano regordeta la lesión; hilos rojos filtrándose entre sus dedos—. No.

Aunque no lo conocía, Daeron no deseaba que Qhuaalo muriese. Pese a que lo había perseguido, si no fuese gracias a su intervención, Kyarah lo hubiera matado, y estaba allí, peleando por lo correcto. Dejarlo morir no era una opción, tanto porque le debía una suerte de favor como porque era una persona, y no abandonaría a nadie, incluso si eso disminuía sus chances de vencer a Arallypho.

Qhuaalo se recompuso, luchando por respirar y aferrándose a su sable. Rojo de dolor y enojo, respiró hondo, alzó su espada y cerró sus ojos. Hubo un breve momento de concentración, un efímero instante en donde pareció enfocar sus fuerzas en sus brazos y piernas, y luego desapareció, corriendo a una velocidad impropia de alguien de su tamaño y anchura, dejando una estela celeste a sus espaldas; el viento sacudiendo los ropajes y cabello de Daeron.

Los ojos de Daeron se dirigieron a Arallypho, a quien Garren enfrentaba. Sin embargo, el general fue empujado por el impacto del sable de Qhuaalo, haciéndolo recular y dar varios pasos hacia atrás. Y mientras luchaba para recuperar el equilibrio, la Séptima Espada continuó atacando, danzando en círculos y blandiendo su arma con una agilidad y elegancia mortíferas. Arallypho lanzó una estocada, esgrimiendo su alabarda, pero su hoja no hendió carne, acero ni cuero, solo aire.

Desvaneciéndose como un fantasma y desplazándose como un destello azul claro, Qhuaalo dio un golpe ascendente, rechazando el embate de Arallypho y desestabilizando su postura. Y, en un mero segundo, una tormenta de fugaces y contundentes espadazos llovió sobre Arallypho, que se cubrió con sus brazos, aferrándose a sus armas. Esquirlas de metal volaron en todas direcciones, precipitándose al suelo o encajándose en las paredes; los brazales y guantes de Arallypho plagados de profundos tajos.

Fascinado, Daeron se aproximó rápidamente, queriendo ayudar, pero Garren lo retuvo, extendiendo su brazo delante de él. Al mirar al yitiense, la consternación en Daeron se agravó: el semblante del rival de su maestro era severo y, a juzgar por el veloz movimiento de sus iris, analizaba cada acometida, siguiendo a Qhuaalo con su aguzada vista. No obstante, notó la rabia, la preocupación e inclusive la tristeza en su expresión.

—¿Qué estamos esperando? —cuestionó Daeron—. Hay que ayudarlo.

—Tal vez tu mentor no te lo haya enseñado, pero uno no se entromete en la batalla final de un guerrero —respondió Garren, sin voltear a verlo.

—Garren, ¿quieres decir que Qhuaalo...? —No hacía falta ser un genio para inquirir qué iba a suceder.

No obtuvo una contestación de la Segunda Espada.

Al girar la cabeza, Daeron percibió cómo Qhuaalo se volvía más y más visible, y su fofa figura, nítida, tangible. Sus ademanes se tornaron toscos, lentos, y la potencia de sus acometidas, menos poderosas. Aun así, no desistió ni reculó. Su respiración era rasposa e irregular; la mano que tapaba la herida en su vientre se encontraba pintada de un intenso rojo carmesí, y un grueso río de sangre manaba de su lesión, manchando su armadura y pierna derecha.

Arallypho atrapó la hoja del sable con su palma y dedos enguantados, incrustando su alabarda en el techo. Propinó un puñetazo en la cara del espadachín, quien trastabilló, pero no soltó su arma. Usando su espada curva, Arallypho atravesó el dorso de la mano de Qhuaalo, enterrando la hoja nuevamente en la herida. Escupiendo una maldición y alarido de furia y agonía, la Séptima Espada, con lo que parecía su último esfuerzo, tiró del mango de su espada, arrebatándosela al traidor, y ejecutó un tajo de arriba hacia abajo justo en el yelmo de su oponente, al mismo tiempo que este le desgarraba la panza, vertiendo sus tripas por el piso.

Qhuaalo se desplomó de espaldas, pero antes de que su lomo chocara con el suelo, Garren lo atrapó, acortando la distancia que los separaba y recostando cuidadosamente al Fantasma Celeste en la piedra. Acercándose al braavosi, Daeron se arrodilló a su costado, pero en cuanto observó el horrendo corte en la barriga de Qhuaalo, supo que no había nada que hacer. Pero, a pesar de que era plenamente consciente de la inevitable muerte del espadachín, se arrancó la capa gris de su hombro y la utilizó para tapar la lesión; la tela grisácea tornándose de un color rojo oscuro.

—Lo hiciste bien —dijo Garren, en un tono carente de su típica burla y cinismo. Era un cumplido genuino, honesto—. Te mereces descansar.

—Pude haber hecho más... —murmuró Qhuaalo, tan débilmente que Daeron a duras penas oyó su voz, casi por debajo del espectro de la audición—. Soy una vergüenza como Espada de Braavos.

—Alguien con cuarenta y cinco años y con una panza como la tuya debería enorgullecerse de haber peleado hasta el final.

—Supongo que tienes razón, Ojos Delgados. —Tosió sangre, la cual salpicó el rostro de Garren y un par de cálidas gotas cayeron en la mejilla de Daeron—. Realmente tenía ganas de vencerlo... —confesó, apenado, melancólico—. Si fuera un poco más joven y menos gordo, quizás no me hubiera herido.

—No vale la pena lamentarse, Qhuaalo —dijo Daeron—. Trata de respirar, nosotros llamaremos a unos cirujanos y...

—Chico, chico, sé que me estoy muriendo. Soy viejo, no ciego... —Carraspeó, luchando por inhalar y exhalar—. Mi sable, ¿dónde está?

—Aquí. —Recogió el arma, mostrándosela a su dueño.

—Muy bien, llévaselo a Illora. Dile que se lo entregue al hijo de mi hermana. Es un buen muchacho, un joven de tu edad, tendrá a lo mucho dos o tres años más que tú. Sé que no soy nadie ni estoy en posición de pedirte nada, pero quisiera que te aseguraras de que mi arma llegue a las manos de mi sobrino...

—¿Por qué yo? —preguntó, desconcertado por semejante petición.

—Intuyo que eres alguien de palabra. De lo contrario, Gyllos no te hubiese elegido como paladín.

Daeron bufó, meneando la cabeza. Tras meditarlo unos momentos, asintió.

—Está bien. Lo haré.

—Gracias. Y una última cosa... —susurró.

—¿Qué?

—Maten a ese desgraciado.

Arallypho se reincorporó y arrancó su alabarda del techo.

Qhuaalo cerró los párpados y un suspiro final abandonó sus labios. Al tocar su pecho, Daeron no sintió su corazón latir. Apretó los dientes y los puños, inspirando hondamente; la sangre que corría por sus venas hirviendo; las cicatrices en su cuerpo escociendo, palpitando. Tomó a Segadora de Dioses y se la tendió a Garren, que contempló su espada y luego clavó sus iris esmeraldas en Daeron.

El yitiense, más serio que nunca, agarró su arma y se incorporó, volviéndose en dirección a Arallypho. A la par, Daeron se levantó, empuñando sus hojas y colgándose el sable de Qhuaalo en la parte posterior de su cinturón. La ira amartillaba sus sienes y hacía arder su nuca, como si estuvieran incrustando un cincel al rojo vivo en aquellas zonas. Hizo girar a Colmillo y su espada, y Garren alzó a Segadora de Dioses a la altura de su nariz y, con un lento pero limpio gesto de muñeca, desenvainó la hoja azulada; los jeroglíficos y grabados yitienses centellando a la luz del sol, emitiendo un leve destello dorado.

Blandiendo sus dos espadas curvas, Garren apoyó las vainas en el piso y, sin erguirse, se impulsó contra Arallypho. Daeron también se lanzó al ataque, pero no consiguió dar alcance a la Segunda Espada, que lo dejó atrás; una transparente estela esmeralda que se desvanecía al instante marcando su recorrido. Garren embistió a Arallypho, realizando un golpe de barrido con ambas espadas, cuyos filos chocaron con la superficie plana de la alabarda del general, el cual contraatacó efectuando un corte lateral. 

Veloz como el pensamiento, Garren desvió el embate de Arallypho y giró sobre sus talones, propinando un tajo paralelo en el peto del traidor con Segadora de Dioses. Un buen pedazo de la armadura se desprendió de la coraza, y Daeron saltó, elevando su espada por encima de su cabeza y empuñándola de manera inversa (con la punta de la hoja mirando al suelo y el pomo al techo), y efectuó una estocada a la brecha en la coraza.

Sus brazos se sacudieron y los huesos de todo su cuerpo se estremecieron, y Daeron se agachó, esquivando un golpe de izquierda a derecha de la alabarda de Arallypho, y retrocedió. De inmediato, entendió por qué el general no cayó y por qué su estocada no lo mató: la placa que salió despedida era la superior, una que revestía una segunda placa de acero. Al ver la armadura, denotó que no se trataban de gruesas planchas de acero o hierro, sino finas placas unidas y entrelazadas por otras placas más pequeñas, y al dirigir la mirada a Arallypho, la sombra de este lo engulló de un segundo al siguiente.

De manera inexplicable, a pesar de su pesada armadura, el traidor se movió hasta alcanzarlo y esgrimió su espada en un golpe descendente; los iris oscuros del general clavándose en su alma como dagas ardientes. Subió los brazos, bloqueando el ataque a duras penas; sus extremidades superiores cediendo poco a poco a la fuerza de Arallypho. Rodó hacia atrás, evadiendo el filo del acero del general, y después se irguió, adoptando una postura de costado. Entonces, lo comprendió: Arallypho había fingido, podría haber corrido y saltado, pero había esperado a eliminar a uno de ellos, para así nivelar el combate.

«Hijo de puta», pensó Daeron. Fue astuto, pero jamás alabaría a una persona tan nefasta como Arallypho por su perspicacia; lo único que merecía era pasar el resto de su miserable vida encadenado en la más oscura de las celdas. Daeron se preparó con la intención de acometer de nuevo, pero se vio obligado a retroceder, abrumado por Arallypho, quien cargó contra él, esgrimiendo sus armas.

Danzó a lo largo y ancho del pasillo, no quitando su vista de su imponente rival, que lo perseguía, lanzando estocadas y tajos que lograba esquivar con demasiado trabajo. Sin embargo, el filo de la alabarda de Arallypho dañó su peto, cortando el acero como si fuese mantequilla. «¡Maldición!», espetó Daeron para sí, furioso, nervioso, desesperado.

Pero el general detuvo su persecución y la lluvia de embates, frenándose en seco y volteándose; no obstante, la rapidez de Garren sobrepasó la suya. El yitiense se abalanzó hacia Arallypho, y cuando este levantó su alabarda, Dirryl descendió, evadiendo la puñalada, y corrió por la derecha hacia su rival, quien ejecutó un corte lateral. En el último instante, Garren redireccionó su embestida, blandió su espada corta hacia la brecha que había abierto Qhuaalo en el yelmo de su oponente y rodeó a Essiris, que gritó, rabioso, dolorido.

Garren deslizó sus pies, situándose a un lado de Daeron, quien respiraba agitado, cansado; los dedos de sus manos tiritando; sus latidos haciendo temblar sus costillas. Moderó el acelerado ritmo de su corazón y respiración.

—Brazos en alto, chico. Esto no ha hecho más que empezar —dijo Garren.

—¿Lo heriste? —Daeron elevó sus antebrazos, reafirmando su agarre sobre las empuñaduras de sus armas. La espada del yitiense se hallaba manchada de sangre, la cual caía al piso en forma de pequeñas gotas escarlatas.

—¿Dudas de mí? —Garren rio—, Me ofendes.

—No está muerto —señaló.

—Es un hueso duro de roer. La maldita armadura complica demasiado las cosas, pero el espacio no lo favorece. Si estuviéramos en un salón, no podríamos ni acercarnos; esa alabarda será un problema si logra llevarnos a un lugar abierto.

—¿Yo lo distraigo y tú atacas? Soy más pequeño.

—Te hará pedazos. No sé cómo, pero esa coraza no limita su velocidad, aunque no es tan ágil. No durarás mucho hasta que te atrape y te destroce.

—Pues asegúrate de matarlo rápido. Usa tu espada, la buena, no esa porquería que mide menos de dedo y medio. Le arrancaste un buen trozo de armadura con Segadora de Dioses, utilízala otra vez, pero córtale un brazo o una pierna.

—¿Y si mejor le entierro la espada en el corazón?

—Si lo haces, no podremos verlo pudrirse en prisión.

Arallypho se volvió, confrontándolos, y la ira que refulgir en su ahora único iris sano estremeció a Daeron; los párpados del orbe izquierdo cerrados con fuerza, la sangre de la herida que atravesaba verticalmente el ojo fluyendo a borbotones.

—Infelices. —El general gruñó, molesto—. ¿Quieren morir? Bien, les concederé su deseo.

Colgando su espada en su cinto, el traidor Essiris empuñó su alabarda con sus dos manos y comenzó a avanzar hacia Garren y Daeron, girando su arma cual aspa de molino, pero muy rápido, peligrosamente rápido. Garren aguardó en su sitio, flexionando sus rodillas, con un pie delante del otro y sus espadas listas; Daeron, de costado, permaneció firme en su lugar, luchando contra los nervios que lo carcomían por dentro. Saltando y elevándose en el aire, Arallypho blandió su alabarda hacia abajo. Garren y Daeron se hicieron a un lado, esquivando el golpe, y el general, en respuesta, lanzó un movimiento de barrido, mandando a volar a la Segunda Espada, que chocó con la pared del extremo opuesto del corredor.

—¡Garren! —clamó Daeron, volviéndose para comprobar que su compañero no hubiera muerto, pero la sangre que rezumaba del brazo izquierdo del yitienso lo consternó; sus piernas amagando con fallarle.

Se volteó, afrontando y concentrándose en Arallypho, quien lanzó una estocada directo a su rostro; la punta de la hoja a menos de un dedo de su ojo derecho. Reaccionando por instinto, Daeron se agazapó a tiempo y golpeó las rodillas blindadas de Arallypho, poniéndose a sus espaldas al rodar a través del espacio entre sus dos piernas. El traidor se giró rápidamente, pero Daeron saltó, evadiendo el tajo que hubiera cercenado sus pies, e incrustó sus hojas en los estrechos bordes que dividían las dos placas de las hombreras.

—¡Bájate! —bramó Essiris, retrocediendo y retorciéndose con tal de quitárselo de encima.

Daeron plantó sus dos pies en el peto de Arallypho y empezó a patearlo. Cuando la mano del general ascendió para atraparlo, se aferró a los mangos de su cuchillo y su espada, y atizó una patada en el antebrazo del traidor, para luego darle un rodillazo en su yelmo, justo en la rajadura que dejaba al desnudo su ojo izquierdo; el hueso de la rodilla resintiendo el impacto con el metal del casco. Arallypho profirió un alarido de dolor y, cansado de juegos, tomó a Daeron por una de sus piernas y lo lanzó contra una de las puertas que decoraban el pasillo.

La madera se quebró al chocar con el acero que recubría su espalda, pero su médula se quejó por el choque de todas maneras; un lacerante dolor recorriendo sus vértebras de arriba a abajo. Estiró su brazo y sus dedos, desprendiéndose de su espada y agarrándose al borde del parapeto del balcón en el que se encontraba ahora, tras atravesar la puerta; los trabajadores y soldados corriendo de un lado a otro del salón que se extendía a tres o cuatro varas debajo de él. Subió su brazo derecho, aupándose sin soltar a Colmillo, y vio a Essiris corriendo en su dirección.

Daeron se irguió sobre el parapetos y flexionó sus rodillas, observando a Arallypho. Cuando este lanzó un movimiento de barrido con su alabarda, Daeron brincó hacia su oponente, rodeó su cuello con sus dos brazos, giró y pateó usando todas sus fuerzas la pared detrás del general, precipitándose junto a Essiris a la sala. El impacto hizo temblar todos sus huesos y el golpe en su cabeza lo desorientó bastante; el olor a sangre invadiendo sus fosas nasales, el dolor trepando por sus pies hasta la rodillas, la sangre manando de sus codos y frente.

Rodó, alejándose de su contrincante, quien no se movió y no daba señales de estar vivo. Toda la vorágine de actividad y ruido en el salón se vio suplantada por un insólito e incómodo silencio, y las miradas de cada uno de los presentes se habían clavado en él. Daeron estudió de soslayo las expresiones de horror, miedo, consternación, duda y rabia de los hombres y mujeres que lo veían; tres hilillos de sangre que descendían de su sien izquierda le hicieron cerrar uno de sus ojos, pero, aun así, no necesitaba ambos para entender que la gente a su alrededor no se hallaba contenta.

No obstante, sus muecas de terror se transformaron en máscaras de sorpresa, esperanza y... ¿felicidad? El tintineo de la cota de malla y el sonido de las diminutas placas que unían las placas más grandes resonando a sus espaldas. Se volvió rápidamente y se agachó, evadiendo un espadazo pero recibiendo de lleno en la boca del estómago un puñetazo que lo obligó a liberar todo el aire en sus pulmones y reclinarse.

Luego, una patada en sus antebrazos, los cuales protegían su dolorido panza, lo levantó en el aire y consiguió atisbar a Arallypho alzando sus dos brazos. Los brazales y guantes le atizaron un doble embate en el lomo, y Daeron escupió una maldición mezclada con un grito previo a estrellarse con el piso por segunda vez; el sabor metálico a la sangre asentándose en su boca y el líquido escarlata escurriéndose de sus labios. Su cráneo latía, al igual que sus hombros y cuello. Trató de reincorporarse, pero sus brazos tiritaban y sus dedos no respondían a sus órdenes. «Vamos, vamos, ponte de pie», se maldijo a sí mismo, tratando desesperadamente de erguirse.

En un acto de rabia, Arallypho lo ayudó, cerniendo su mano enguantada sobre su cuello y elevándolo del suelo hasta que sus pies se despegaron de las losas manchadas de rojo. La vista de Daeron se cruzó con la del general, y pese a la furia y el dolor que le impedían ver claramente, pudo distinguir el odio y la ira en los iris del traidor. Haciendo acopio de sus menguantes energías, Daeron apretó la muñeca de Arallypho con su zurda sin romper el contacto visual y esbozó una sonrisa divertida, soltando una leve risa.

Arallypho arqueó su ceja recién partida a causa del tajo de Garren.

—¿De qué te ríes? —cuestionó, más alterado que intrigado.

—Es gracioso que un tipo como tú tenga problemas para matar a un niño como yo. —Daeron sintió los dedos del Essiris hendir su piel, amenazando con quebrarle el cuello—. El Gran Arallypho, el Asesino de Niños. Un título adecuado para asquerosos traidores.

—No tienes idea de lo que hablas —murmuró, grave—. Estoy haciendo esto por...

—¿Braavos? Puede ser, pero también lo hiciste porque estás asustado y por tu ego. Eres tan arrogante que ni siquiera se te ocurrió pedir ayuda a Tichero o a Gyllos.

—¿En serio crees que quiero esto? ¿Qué deseo desangrar a mi nación y purgar a mis hermanos y hermanas?

—Tú lo dijiste, idiota, no tengo idea —masculló—. Pero lo que sí sé es que vas a pagar y te pudrirás en una celda el resto de tu miserable vida, aunque primero pienso derrotarte.

—¿Ah, sí? ¿Tú? ¿Un mocoso de apenas seis años que no comprende ni los principios de la Danza del Agua?

—Sí, yo... Y ellas. —Ladeó su cabeza, señalando a alguien al otro lado de la habitación.

Al voltearse, Arallypho fue golpeado en la frente y el pecho por las hojas carmesíes de Lara, quien entró como un relámpago de sangre a la habitación, ingresando a través de una de las puertas de los balcones laterales en lo alto del salón; la cabellera castaña rojiza ondeando en el aire. Daeron encajó a Colmillo en la pequeña ranura que revelaba las pequeñas placas que conectaba el guante y el brazal; el acero del cuchillo se enterró en la cota de malla reforzada, y la articulación crujió bajo la coraza. Lanzando un rugido, retorciéndose y trastabillando, Arallypho retrocedió y liberó a Daeron, que se aferró a Colmillo y enredó sus piernas en torno al brazo del general.

Preparándose para acometer nuevamente, Lara deslizó sus pies, esgrimiendo sus espadas con forma de aguja hacia el peto del traidor, donde había logrado dejar un diminuto hueco instantes atrás. Arallypho, no obstante, blandió su sable curvo en un tajo ascendente, pero Daeron, desenterrando a Colmillo de la carne y el hueso de su oponente, bloqueó el filo de Essiris antes de que la hoja siquiera alcanzase la altura del cinto del general. Las puntas de las armas de Lara chocaron con la coraza de Arallypho, y no se hundieron ni un dedo.

«Mierda», pensó Daeron, reteniendo al traidor durante menos de un momento, pero su rival sacudió su brazo, liberándose de él y lanzándolo a un costado, y luego realizó un corte vertical, de la cual Lara no podría defenderse debido a haber perdido el equilibrio. Una hoja recta y afilada cortó el aire y se enterró en la mano de Arallypho, perforando tanto la empuñadura de su espada y la placa que revestía su palma. El comandante traidor gruñó, maldiciendo entre dientes. Reincorporándose, Daeron dirigió sus ojos hacia el extraño arma y la reconoció: Aguijón.

Miró a arriba y sonrió al ver a Kyarah, apoyada sobre la rodilla de la pierna con la que pisaba la baranda del parapetos del balcón desde el cual contemplaba la escena; los dientes blancos y la rizada melena rubia centelleando; los orbes esmeraldas brillando de emoción. La Sexta Espada jugó con uno de sus largos mechones dorados y rio, burlesca.

—Hola, Al —saludó en un tono socarrón, moviendo su mano libre en un gesto coqueto y sentándose en la baranda—. ¿Esa es tu manera de tratar a una dama? Qué impropio de un general distinguido y honrado... Oh, espera. —Echó la cabeza hacia atrás, no desprendiéndose del parapeto—. Tú no eres ese tipo de general, ¿no? —Deslizándose de cabeza cual serpiente, de forma antinaturalmente sensual, Kyarah bajó de su sitio, doblando las piernas al caer, y después caminó, meneando sus caderas y situándose a un lado de Lara.

—No, él es un perjuro y un asesino —respondió la Cuarta Espada—. Avergüenzas a Braavos.

—¿Yo? ¿Avergonzar a Braavos? —Había rabia en la voz de Arallypho, pero, a su vez, su tono estaba plagado de sarcasmo—. Ustedes son la vergüenza de este país. —Con un alarido de furia y luego de alivio, se arrancó el aguijón de Kyarah, tirándoselo a los pies—. Se hacen llamar Espadas, pero no moverían ni un dedo si la nación no estuviera ardiendo, la gente no muriese a montones y su vida de lujos y prestigio no peligraran.

—Cierto, a nadie le gusta que sus ganancias se reduzcan, y las nuestras se desplomarían si Uma y los nobles mueren —afirmó Kyarah, usando la punta de su bota para impulsar su Aguijón y atrapándolo cuando el arma ascendió—. El problema es que tampoco me caen bien las personas que asesinan a otros sin razón.

—Tú hubieras matado a Frallo porque sí —comentó Daeron en el extremo izquierdo del salón.

Kyarah lo miró por el rabillo de su ojo y chasqueó la lengua, encogiéndose de hombros.

—No iba a matarlo «porque sí». Iba a matarlo porque sabía mucho —corrigió.

—Me dan asco —espetó Arallypho, recogiendo su alabarda. Observó a la gente a su alrededor y chasqueó los dedos—. Váyanse.

Ninguno de los hombres y ninguna de las mujeres protestaron, marchándose enseguida, abandonando el salón. Arallypho respiró hondo, giró sus armas, moviendo sus muñecas; una mueca de incomodidad se dibujó en su cara, y sus iris se incrustaron en las dos Espadas que se erguían a unos palmos de su posición. Kyarah y Lara escrutaron al general, quietas, serenas, serias, aguardando a que su contrincante diera una señal de cómo atacaría o si adoptaría una postura defensiva.

Daeron, atento, estudió los ademanes de Arallypho, Kyarah y Lara, reafirmando su agarre en torno a la empuñadura dorada de Colmillo. El corazón le palpitaba con fuerza, y si bien la cabeza le daba vuelta y sus extremidades amenazaban con fallarle en cualquier momento, no se amilanaría. Se había metido en aquella pelea a pulso y la terminaría junto a Lara, Kyarah o quien fuera que se animara al titán de acero y hierro oscuro que anhelaba «salvar» Braavos quemándolo hasta sus cimientos.

Se mantuvo rígido en su lugar, pero comprobó luego de unos segundos que ni las Espadas ni el general darían un paso adelante; la tensión era palpable en el ambiente y del duelo de miradas entre las mujeres y el traidor se desprendían chispas. Por ende, y arriesgándose a recibir una estocada de sus aliadas, Daeron echó a correr hacia Arallypho, quien, en respuesta, esgrimió su alabarda en un barrido de izquierda a derecha.

Pegó un salto, esquivando la hoja plana del arma del braavosi, y rodó en el suelo, irguiéndose y continuando su carga en contra de Essiris, que se inclinó hacia él, lanzando un corte horizontal con su espada. Daeron se agachó, pero el acero de Arallypho cortó su mejilla; una llamarada de dolor abrasó la zona dañada, y tuvo que matar el grito que pugnó brevemente por brotar de su garganta. En cambio, utilizó esa furia, siguió bajando, sintiendo su carne desgarrándose y la sangre emergiendo de su herida, y enfocó sus fuerzas en una puñalada en la rodilla de Arallypho, incrustando la hoja de su cuchillo en la articulación de la pierna de su oponente.

El acero de su arma quebró las diminutas placas de la cota de malla pesada y se hundió en ella piel y músculo de Arallypho. Conteniendo un bramido, el general intentó patearlo, pero Daeron lo rodeó al deslizar ligeramente sus pies. Movió el cuchillo sin arrancarlo y tiró de Colmillo, cortando horizontalmente la articulación del traidor, y luego retrocedió, colocándose detrás del general, que amagó con derrumbarse debido al peso de su coraza y la herida en su pierna.

—¡¿Qué están esperando?! —gritó, viendo a Kyarah y a Lara, experimentando un horrible dolor en su mandíbula—. ¡Ahora!

Ambas mujeres, asombradas y conmocionadas, se sacudieron la impresión de encima y acometieron hacia Arallypho a una velocidad cegadora. Sosteniéndose en su alabarda, el traidor se mantuvo en pie, alzando su brazo derecho para detener el Aguijón de Kyarah, cuya hoja rebotó al impactar con su brazalete. Arallypho blandió su arma largada, propinando una estocada, que Lara, emergiendo desde abajo al desplazarse entre medio de las piernas de Kyarah, desvió con elegancia, atrapando el mango de la alabarda con el filo de sus espadas, como si fuese una tijera carmesí.

Recuperando el equilibrio y realizando una finta por la derecha, Kyarah lanzó una puñalada a la rodilla sana de Arallypho, pero este se defendió con su espada curva, deteniendo el ataque de la Sexta Protectora de Braavos. Daeron, volviendo a la acción a pesar del inconmensurable ardor en su rostro y lomo, se abalanzó sobre Arallypho, pero el general le propinó una patada sin voltearse, justo en el pecho, sacudiendo sus costillas y esternón. Exhalando bruscamente, Daeron salió disparado y se estrelló con una de las paredes a sus espaldas; su médula quejándose por el choque.

Apoyándose en el muro aledaño e incorporándose poco a poco, observó a Lara mover sus espadas de tal manera que guió la alabarda de Arallypho a incrustarse en el suelo. Luego, giró sobre sus talones y enterró sus espadas en la axila de Essiris, justo en la conexión del corso con el brazo; las hojas escarlatas embarradas en sangre sobresaliendo por debajo del omóplato de Arallypho. El general traidor no cayó, sino que contraatacó, redirigiendo el Aguijón de Kyarah para que golpeara el costado derecho de Lara, quien apretó los dientes en respuesta. Luego, tiró de su alabarda, desenterrándola del suelo, y propinó un tajo horizontal, hendiendo la carne del muslo de la Cuarta Espada; el sonido del acero clavándose en el hueso zumbando en los oídos de Daeron.

—¡Ahg! —vociferó Lara, que blandió sus armas en dirección al cuello de Arallypho, pero el collar que unía el yelmo a la armadura del peto resistió el embate.

Kyarah, visiblemente molesta, desencajó su arma del cuerpo de su amiga y pateó el brazo derecho de Arallypho, haciendo una abertura que usó para enterrar su Aguijón en la rodilla derecha del general. Moviéndose con la rapidez propia de una pantera, la rubia no aguardó a que Arallypho gritara o se quejara, sacando su hoja de la coraza del traidor y después apuñalando su antebrazo izquierdo. El hombre ataviado con acero y hierro golpeó con su puño a Kyarah, quien retrocedió, y embistió con su hombro a Lara, tomando distancia de ambas, manteniéndose de pie a pesar de las heridas que plagaban sus extremidades y cuerpo.

Desplomándose en el piso debido a la lesión en su pierna y la estocada que había rozó sus costillas, Lara pareció perder el aliento y la consciencia por un instante. Kyarah se agachó a su lado, revisando sus heridas y ejerciendo presión en estas. Se notaba preocupada: los dedos le temblaban y la forma en que sus labios tiritaban y se abrían y cerraban era una clara señal de que buscaba disculparse, convencer a Lara o bien convencerse a sí misma de que no ocurriría nada, o quizás trataba de persuadir a su compañera de no retomar sus espadas y quedarse tumbada en el suelo. No obstante, Arallypho, que permaneció quieto en su sitio durante unos momentos, luchando por recuperar el equilibrio, volvió a la carga, acometiendo contra las chicas.

Colgándose su espada al cinto, esgrimió su enorme alabarda hacia las cabezas y yugulares de las mujeres, efectuando un tajo vertical. Daeron lanzó a Colmillo, el cual impactó con la hoja del arma de su oponente, desviándola lo suficiente para que se enterrase en el angosto espacio que había entre Kyarah y Lara. Corrió hacia Arallypho y se deslizó con las rodillas pegadas al suelo cerca de su lateral derecho, robándole su espada curva y recogiendo la espada que había soltado anteriormente cuando cayeron al salón. Se incorporó de un salto, entrechocó sus hojas y golpeó con un doble corte ascendente el mango de la alabarda de Arallypho, elevándola y desincrustándola de las losas rotas.

El general giró su arma y lanzó una ráfaga de estocadas sobre él, pero Lara, reincorporándose en un destello, bloqueó elegante y velozmente sus embates. Y, viendo una oportunidad, Kyarah encajó una serie de golpes directos en el pecho de Arallypho, y el filo de su Aguijón perforó el metal de la armadura del traidor. Este trastabilló, pero no se derrumbó; empuñó su pesada arma con sus dos manos, plantando fuertemente sus pies en las losas, las cuales se quebraron bajo sus suelas, y conectó un potente golpe lateral al brazo diestro de Kyarah, quien salió despedida hacia la izquierda.

Daeron se agachó, esquivando el ataque de Essiris y oprimiendo las ansias de comprobar si la Sexta Espada se hallaba bien, y después desató una serie de tajos y puñaladas encima de Arallypho. Balanceó sus espadas con precisión y poder, recurriendo a los últimos resquicios de sus energías, golpeando una y otra vez de manera consecutiva el torso y las piernas de su oponente. Se inclinaba hacia los lados, adelante o atrás, evadiendo sus estocadas y cortes, devolviéndoselos todos y cada uno; la hoja de la alabarda acarició su abdomen, pecho y cuello más veces de lo que le gustaría. Pero sus ataques no afectaban demasiado a Arallypho y no se movía tan rápido como hacía unos minutos; las lesiones y los golpes recibidos con anterioridad, el cansancio y el dolor repercutiendo en su agilidad y la fuerza de sus embates.

Alzó sus hojas, bloqueando de milagro uno de los golpes de Arallypho, que lo hizo deslizarse un par de palmos a causa del impacto. Lara giró sus dos espadas como un torbellino rojizo, dejando una estela escarlata a su paso, y atizó un par de estocadas en el collar de Arallypho, agrietando aquella parte de su corazada. Cuando el traidor se volvió para enfrentarla, Daeron cargó en su contra, saltando y elevando sus espadas. Essiris se dio media vuelta en pos de encararlo, subiendo su alabarda en una puñalada ascendente, y Daeron, poniéndose de lado y arqueando su espalda, logró que la pica solamente rompiera su coraza y no dañara su carne o médula.

Giró mientras descendía, juntó sus dos espadas y manos, y propinó un mandoble en la yugular acorazada de Arallypho, destrozando su collar. Rodó por las losas y clavó su mirada en su contrincante, a quien Lara abrumó con una llovizna de puñaladas y cortes horizontales, verticales y paralelos; una vorágine conformada por las estelas carmesíes que desprendían las borrosas siluetas de las hojas rojas de sus espadas azotando y atravesando a Arallypho como luengos haces de luz; esquirlas de metal saliendo disparadas de la armadura del traidora. Essiris atrapó una de las espadas con su mano derecha y atravesó a Lara en el estómago con su alabarda, la hoja oscura del arma se asomó por el lomo bajo de la mujer, que, quizás a causa de la impresión no supo si gritar o desmayarse.

Conmocionado, aturdido, con un temblor de terror y un escalofrío de pánico y consternación trepando de su cintura hasta su nuca, Daeron contempló como Lara retrocedía y el acero salía de su cuerpo, dejando caer sus armas y llevándose una mano a su vientre; la sangre manando de la herida en su espalda y vientre. Se desplomó, batallando por regular el ritmo de su respiración, que era irregular y entrecortado, y buscando con desesperación las empuñaduras de sus espadas. Arallypho se acercó a ella, levantó su alabarda, apuntándola con su filo, y Daeron corrió para detenerlo.

La puerta principal se quebró, volando cientos de astillas hacia todas partes, y un enorme sable curvo surcó el aire, despojando a Arallypho de su alabarda al chocar con esta, y al voltearse, el puño de Fera se estrelló en la cara del general. Essiris retrocedió torpemente, tambaleándose, y Fera, con una ira abrasadora brillando en sus iris, lo tomó del cuello del peto y comenzó a golpearlo, lastimándose sus nudillos. Recobrando el sentido, o al menos el poco que poseía tras casi seis puñetazos de la fornida Quinta Espada, Arallypho atajó la mano de la mujer con su mano derecha y, utilizando su izquierda, encajó un gancho en su mandíbula inferior. Fera, sin embargo, continuaba prendida de Arallypho, y la mano que se agarraba al peto del hombre se dirigió a su cuello, apretándolo con tanta vehemencia e intensidad que las venas en sus portentos brazos se marcaron bajo su piel, era como si quisiera arrancarle la garganta.

Arallypho usó su mano libre para apalizar el rostro de la Quinta Espada, que pronto se manchó de sangre. La nariz de Fera se quebró por la potencia de los golpes y sus rasgos se tiñeron de rojo, y Daeron juraría haber visto varios de sus dientes volar. Pero ella no se soltó, sino que estranguló a Arallypho con aún más violencia; sus ojos inyectados en sangre centelleando de rabia. Desesperado, o tal vez falto de aire, Arallypho bajó su brazo libre y su puño ascendió, y cuando sus nudillos revestidos en metal impactaron el codo de la mujer, un horrible crujido se mezcló con el rugido de la braavosi.

Fera dio un cabezazo a Arallypho, dañando gravemente su frente pero forzando al general a distanciarse. La Quinta Espada recogió su gigantesco sable, esgrimiéndolo con una sola mano, y acertó un tajo en el pecho de Arallypho, cuya potencia fue tal, que el traidor se alzó durante un breve segundo en el aire, precipitándose al piso e impactando con las losas; el estrépito del metal contra la piedra reverberando en los muros, balcones y pilares, resonando en los oídos de Daeron.

...

Nota del Autor:

¡Buenos días, tardes o noches, queridos lectores! ¿Cómo se encuentran el día de hoy? Ojalá y bien. Espero que les haya gustado este capítulo, me costó mucho escribirlo, pues tuve que dividirlos en varias partes para que no quedase muy largo; háganse la idea de que el anterior, este y el próximo eran todo en uno, o sea, unas 24000 palabras 🫠

Por eso, preferí segmentarlo y darles no sólo más capítulos, sino también potenciar la intriga sobre lo que ocurrirá a continuación. En fin, ¿qué les pareció? ¿Les está gustando? ¿Qué opinan de Arallypho? ¿Creen que tiene buenas razones para hacer lo que hace? ¿Serán Daeron y las Espadas capaces de ganarle? Espero sus comentarios.

Como siempre, muchas gracias por su tiempo, dedicación y atención, y muchos éxitos ✨️✨️✨️

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen2U.Pro