𝐗𝐋𝐈𝐈

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Daeron se arrimó a Lara.

Observó la lastimadura en su abdomen: era una puñalada profunda, grave, y si bien no era un cirujano ni un versado en las materias de la medicina, dedujo que ningún órgano importante había sufrido daños, aunque cabía la posibilidad de que se estuviera equivocando. Miró a Fera, quien se encaminó hacia Arallypho, y Kyarah corrió en dirección a Lara, entrelazando los dedos de sus manos mientras balbuceaba palabras inteligibles. Daeron volvió la vista a la Cuarta Espada, y a pesar de no querer abandonarla, sabía que debía cerciorarse que Arallypho no se incorporaría de nuevo.

Empuñó sus espadas nuevamente y dirigió sus ojos a Kyarah.

—Cuídala, llévala afuera y busca un cirujano. Fera y yo nos encargamos del resto.

—¿Estás demente? —preguntó Kyarah, consternada y atónita—. apenas puedes mantenerte en pie.

—Y él también —replicó Daeron—. Si no lo acabamos ahora, quizás no tengamos una segunda oportunidad. Que la sangre que tú, Lara, Garren, Qhuaalo y Fera y muchos otros han derramado no sea en vano. Ve, ya.

Notó que Kyarah se debatía de forma interna si acatar la orden o no, pero después de un momento y de que Lara se retorciera levemente, la Sexta Espada aunó a la Cuarta y la cargó en sus brazos cual princesa mientras se retiraba por una de las puertas laterales del salón. Respiró hondo, clavó sus armas en el piso y las usó como soportes para erguirse, cerniendo sus dedos en torno a sus mangos. Caminó hacia Fera, que yacía a unos palmos de Arallypho, y se detuvo a su lado, sosteniendo sus espadas.

Arrodillado, con una de sus manos presionando su rodilla izquierda, Arallypho tosía y gruñía, como si fuera un animal medio muerto, al filo del abismo, acorralado y cansado. El corte de Fera que lo había despegado del suelo había desgarrado la placa interna de la armadura del general, exponiendo la cota de malla, el cuero endurecido y piel morena que se ocultaba detrás; la sangre manando de un corte superficial en la tez y carne del general, manchando los eslabones y pequeñas placas que componían la coraza inferior. Essiris, empuñando la parte superior de su alabarda, cuyo cuerpo había sido cercenado a la mitad por el sable de Fera, miró a la mastodóntica mujer y luego a Daeron, y ambos lo vieron a la cara, participando los tres en un efímero pero intenso duelo de miradas.

De repente, Arallypho empezó a erguirse, y la Quinta Espada, en un parpadeo, blandió su poderosa y amplia hoja hacia el cuello del traidor. En respuesta, este atrapó el sable con su mano. El acero de Fera hendió metal, piel, carne y hueso, incrustándose hasta el codo de su oponente, pero Arallypho se reincorporó y, aún con el antebrazo partido en dos, apuñaló a Fera en su único brazo intacto; el bramido de la Quinta Espada aturdiendo a Daeron y a cualquiera que estuviera lo bastante cerca. La empuñadura del sable de Fera se le escurrió entre los dedos, y Arallypho, irguiéndose por completo, devolvió a la mujer el cabezazo que le había propinado hacía no mucho.

Trastabillando, la braavosi cayó de bruces al suelo, incapaz de evitar el choque de su enrojecido rostro con las losas del piso; un charco de sangre expandiéndose bajo su cabeza. Arallypho elevó su pierna, pero Daeron arremetió en su contra antes de que su pie descendiera y astillara el cráneo de la guerrera. Elevó sus armas e incrustó el filo de estas en el espacio entre las hombreras y el cuello del general, quien rugió, profiriendo un alarido ahogado y gutural. Furioso, Arallypho le atizó un puñetazo en el pecho, pero Daeron se aferró a sus empuñaduras y hundió más y más el acero en los hombros de su rival. Dos, tres, cuatro, cinco... Aguantó los golpes de la mano blindada del traidor.

Sin embargo, sus fuerzas se drenaron y, al final, el sexto golpe lo alejó de sus espadas y del general. Tumbado sobre las frías losas, emanando sangre de media docena de heridas y por la nariz, Daeron apoyó sus palmas en el suelo grisáceo del fuerte, decorado con diminutas motas rojas, y se dispuso a levantarse, pero algo lo frenó en seco, y no fue un golpe de Arallypho, sino una placa de metal que se deslizó hasta su mano diestra: era la primera capa de la hombrera de Arallypho, y yacía limpiamente partida a la mitad a su costado.

Al girarse, su vista se topó con la figura de Garren Dirryl, que se erguía delante de él, con su espada larga envainada en la funda que colgaba de su cinturón; la mano izquierda cerrada alrededor de la empuñadura, y la mano derecha, en la vaina. Garren, encarado a Arallypho, se mantuvo en silencio, adoptando una postura solemne que Daeron reconoció: un pie al lado del otro, y sus dedos apretando el cuero de la cubierta que escondía la hoja de Segadora de Dioses y la empuñadura de la espada. Era la misma postura que utilizó durante su enfrentamiento con Gyllos, pero había algo diferente, más concentrado y sereno. El aura esmeralda que rodeaba al yitiense no desprendía sed de sangre; al contrario, el destello imperceptible y translúcido que lo envolvía era tranquilizador, esperanzador, aunque severo y dejando entrever una rabia fría.

Ni Garren ni Arallypho pronunciaron palabra alguna. Se hizo un silencio absoluto, interrumpido cada tanto por el sonido de las gotas de sangre que caían del antebrazo destrozado del general y los suspiros rasposos de Fera, quien temblaba esporádicamente. Por un momento, por un breve y eterno instante, no hubo palabras, no hubo gestos. La tensión se acrecentó y el ambiente se tornó aún más pesado, mucho más pesado.

Daeron no se incorporó, temeroso de distraer a Garren o provocar que los dos oponentes acometieran en contra de su respectivo enemigo. Aun así, se movió, lenta y cautelosamente, buscando alcanzar el sable de Qhuaalo, el cual todavía estaba en su cinto. Pese a que era consciente de que tal vez no poseía la fuerza para esgrimir aquel arma, no tenía una alternativa a su disposición y si la hoja de Qhuaalo había conseguido quebrar el yelmo del moribundo Arallypho, entonces lograría romper lo poco que restaba de su armadura. Las yemas de sus dedos presionaron la madera del mango y, con cuidado, empezó a desenfundar el acero plateado, esperando que la Garren tapara sus acciones.

Repentinamente, Arallypho blandió su rota alabarda en dirección a Garren; el filo oscuro de la pica y el hacha cortando el aire. Con un ligero movimiento de pies, sin despegarlos del suelo, deslizándose e inclinándose hacia un costado, Garren esquivó el tajo de Essiris. En apenas un segundo, desenvainó a Segadora de Dioses y realizó un corte ascendente. La armadura del brazo y la hombrera derecha de Arallypho se desgarraron como si estuvieran hechas de papel y no de acero; esquirlas de hierro, eslabones metálicos, la placa superior de la armadura del hombro y una lluvia de sangre se precipitaron y derramaron en el piso.

Trazando una nueva estela esmeralda a su paso, la hoja de Garren ejecutó una estocada directo a las costillas de Arallypho, y este no pudo ni siquiera detener el golpe, profiriendo un grito de dolor y rabia mientras la espada del yitiense se enterraba en las placas de su coraza. Sin embargo, Arallypho, reacio a morir o ceder al dolor y las heridas, balanceó su alabarda en dirección a Garren, pero Daeron, desenvainando el sable de Qhuaalo y corriendo hacia el general, propinó un poderoso mandoble descendente al arma del traidor, separando el mango del filo, y luego incrustó la espada en el pecho de Essiris hasta que los gavilanes chocaron con el chaleco de cuero de su rival. Sus ojos y el de Arallypho se cruzaron, y Daeron le sostuvo la mirada durante un instante, observándolo por lo que pareció una maldita eternidad, escrutando su podrida alma y sintiendo un deje de placer al percatarse del miedo que titilo en su iris.

Retrocedió y quitó el arma del cuerpo de Arallypho a la par que Garren hacía lo propio. Después de un instante, en cuanto las hojas abandonaron su carne, el traidor dio unos pasos hacia atrás, llegando a los primeros peldaños de una escalera que conectaba el salón y el piso superior de los balcones que se extendían a los laterales, dobló sus rodillas y se desplomó de espaldas, derrumbándose en los escalones de piedra; el estrépito de la armadura golpeando la roca reverberando a lo largo y ancho de la sala. Garren envainó su espada y se acercó a Fera, dándola vuelta y presionando dos de sus dedos en su cuello. Sin quitarle la vista de encima a Essiris ni soltar el sable, Daeron preguntó:

—¿Vivirá?

—Sí, pero necesita un cirujano. —El yitiense contempló de pies a cabeza a la enorme mujer y clavó su mirada en sus brazos—. Tardará semanas en sanar, y meses en recuperar su tamaño y habilidad.

—Lo que importa es que viva. Si no, no podrá volver a blandir su espada.

—Hey, estás hablando de la misma gigante que casi te mata cuando entraste a robar a la casa de su magíster. —Le recordó, burlón.

—También es la misma gigante que salvó a Lara y a Kyarah de morir decapitadas. —Se volteó, viendo las entradas de la estancia y oyendo las pisadas metálicas de los soldados aproximándose rápidamente—. Ve, yo...

Antes de terminar su frase, una enorme y negra sombra lo engulló. Giró y se quedó estupefacto al ver a Essiris de pie frente a él; la ira y el odio refulgiendo en su orbe. Conmocionado, asombrado, aterrado y gravemente cansado y herido, Daeron ni siquiera tuvo las energías para esgrimir el sable de Qhuaalo en contra de la mano de Arallypho cuando este extendió su brazo, cerniendo sus dedos sobre su rostro. Paralizado por el miedo y la fatiga, solo pudo observar cómo la palma de Arallypho se acercaba más y más a su cara. Lo miró directamente, desafiante, clavando su vista en el semblante de un único ojo, queriendo fastidiarlo y no darle la satisfacción de verlo temblar.

Pero, de pronto, cuando las yemas de Arallypho estaba a menos de un dedo de su nariz, el brazo del general se partió en un centenar de pedazos, rebanado por una lluvia de cortes que vinieron de la nada. Daeron cayó al suelo, salpicado de sangre, y contempló la suerte de muñón en el que se había convertido la extremidad del traidor; trozos de carne revestidos en cuero, cota de malla y acero desparramados por el suelo. Si bien llevaba aún su yelmo, Daeron vio con total claridad la expresión de absoluto terror y desesperación del general; los latidos débiles y desbocados del corazón de su enemigo zumbando en sus oídos.

Arallypho miró en todas direcciones, tratando de hallar algo, como una presa amedrentada por el pánico que desea fervientemente ver a su depredador al rostro antes de morir. Carente de brazos y de equilibro, el traidor se tambaleó y amagó con caerse al piso, pero una fuerza invisible lo retuvo en el aire y lo elevó bruscamente varias varas por encima del nivel del piso. Daeron dio un paso atrás y vio a Arallypho detenerse en las alturas, sobre los balcones y los últimos peldaños de la escalera, casi rozando el techo. Las piernas y lo que restaba de los brazos del general se tensaron, como si alguien tirase de sus extremidades. Era similar a una de esas imágenes que los libros acerca de los dothraki tenían plasmadas en sus páginas, una visión similar a la de los hombres cuyos brazos y piernas eran atados a caballos que galopaban en direcciones contrarias, ejerciendo tanta presión que, al final, terminaban descuartizando al pobre diablo escogido por los Señores de los Caballos.

Un destino horroroso al cual Daeron no condenaría ni a su peor enemigo, muchos menos a Essiris. Pero allí se encontraba, levitando a diez varas del suelo, con sus extremidades crujiendo y estirándose a causa de una fuerza antinatural e imposible de vislumbrar. Cuerdas invisibles tiraban de los mutilados brazos y las castigadas piernas de Arallypho, quien se retorcía en un intento fútil y desesperado por liberarse de lo que fuera que lo mantuviera cautivo. Los huesos tronaron, las articulaciones crujieron y los músculos se desgarraron en una sinfonía horrible y estremecedora complementada por los alaridos de agonía del traidor.

Daeron volvió la vista a Garren, pero el yitiense, a juzgar por su boca y párpados abiertos de par en par, se hallaba tan desconcertado y sorprendido que él, incluso atisbó una pizca de incipiente miedo brillar en los verdes iris del ex mercenario. Clavó sus ojos en Arallypho nuevamente, y cuando lo hizo, una cálida cascada de sangre le tiñó y bañó el rostro de rojo. Arallypho comenzó a precipitarse hacia los escalones, pero su descenso fue interrumpido de manera súbita por unas largas y retorcidas garras metálicas que lo empalaron desde la espalda; las zarpas sobresaliendo de su pecho; los gemidos ahogados de Arallypho resonando levemente.

Manifestándose de la nada, una sombra con forma humana se presentó ante ellos. De contextura alta y extremidades luengas pero fornidas, ataviada por un manto de tinieblas y humo negro, el espectro de armadura negra, más negra que la mismísima noche y la coraza de Arallypho, sostenía al moribundo general usando una sola de sus manos, cuyos dedos culminaban en unas dentadas garras metálicas de aspecto sanguinario. No lograba discernir bien su figura, pues las penumbras se enroscaban y movían en torno a su silueta como una suerte de larga capa y túnica que cubría las placas de acero oscuro que lo protegían, pero era fuerte, si bien sus brazos y piernas no eran tan gruesos y fornidos en comparación a los de Fera.

No obstante, además de sus zarpas, el detalle más insólito era su yelmo, o mejor dicho, su máscara: debajo de la negra capucha, sus rasgos eran tapados por una pieza de acero sin hendiduras, agujeros o visera; era una máscara lisa, rayada y decorada con el símbolo de las alas de un murciélago, pero que no poseía espacios que dejasen observar los ojos de aquel espectro. Pero Daeron era consciente de que esa cosa lo veía, pese a la nula visibilidad o rango de visión que debería otorgar una máscara de ese estilo. Y lo veía fijamente. Sentía su mirada clavada en él, en su alma, en su corazón; un escalofrío de terror y repugnancia recorriendo su espalda.

El demonio hizo un gesto desdeñoso con la muñeca, sacando sus zarpas del torso de Arallypho, quien rodó por la escalera y se estrelló contra el piso, rompiendo las losas; un charco carmesí expandiéndose bajo el desmembrado general. Daeron, con su vista incrustada en el espectro sombrío, se limitó a contemplar cómo este caminaba hacia él; sus manos sudaban y sus dedos temblaban. Hizo un terrible y titánico esfuerzo por no alzar el sable de Qhuaalo, por no moverse, por no parpadear, por no huir; el corazón amartillando su pecho, sienes y orejas. El aura alrededor del demonio de sombras era inhumana, tenebrosa, turbia, nociva, y el aroma que emanaba de sus ropajes y coraza era asfixiante, casi venenoso, distorsionando todavía más sus ya nublados sentidos.

—¿Quién...? ¿Qué...? —No sabía si era a causa de la fatiga, el dolor en su cuerpo o el miedo, pero sus palabras no emergían bien de su boca. «¿Quién o qué eres?», se cuestionó para sus adentros, atónito y desorientado.

A tan solamente unos pasos de su persona, el demonio frenó su andar y lo escrutó en silencio; las puntas de las zarpas rozando la unión entre las grebas y el talón de sus botas de hierro.

—Soy las sombras —respondió con voz rasposa, en un susurro aterrador; la malicia rezumando en su tono—. Soy la noche. Soy las pesadillas que te acechan en las penumbras. Soy aquello que temes con todo tu ser: muerte.

Y, entonces, la sombra levantó sus brazos, abriendo sus manos y cerniendo en un rápido movimiento sus garras sobre él.

Daeron, despertando del trance y haciendo frente al agotamiento y el temor, despojándose de cualquier duda y dolor, atajó el golpe a medio camino. El impacto de las zarpas con el lado plano del sable de Qhuaalo provocó que chispas rojas fueran disparadas en todas partes y que el mismo Daeron, debido a la velocidad y fuerza del embate, saliera volando hacia el extremo opuesto del salón. Se retorció en el aire, sus ropajes de cuero endurecido y cota de malla agitándose, y luchó por caer de pie, pero chocó de hombro con el suelo, rodando violentamente.

Al intentar detener su frenético y descontrolado avance, Daeron saltó, y al elevarse, se topó de frente con la sombra, que se había desplazado en menos de un instante a la otra punta de la sala. Cruzó sus brazos, como un acto reflejo con el objetivo de protegerse del embate de las zarpas de la penumbra humanoide, que se cernieron cual dagas en dirección a su rostro. Garren, moviéndose a la velocidad del salvaje viento del Norte, se apareció al costado del demonio, asestando un tajo vertical, y de su cuerpo no brotó sangre, sino un humo negro que pululó y se desvaneció en el aire.

—¿Qué mierda? —preguntó Garren, y Daeron sintió una consternación desagradable y su miedo acrecentarse al notar en la cara del yitiense genuina sorpresa, terror, desconcierto.

Dirigiendo sus garras hacia Garren, la sombra atizó un zarpazo que la Segunda Espada apenas consiguió bloquear utilizando su espada, retrocediendo un buen trecho. Encajando los pies en el suelo al aterrizar, Daeron esgrimió el sable de Qhuaalo, pero sus brazos ya no tenían las fuerzas necesarias para blandir la espada exótica del difunto espadachín. Sin embargo, recabando los resquicios de sus energías, evocando toda su voluntad y obligando a sus extremidades a moverse, efectuó una torpe estocada, la cual fue repelida con un gesto desdeñoso de la sombra.

Trastabilló, agotado, dolorido, golpeado, ensangrentado, herido, y la empuñadura del arma cedida por Qhuaalo se le escapó entre los dedos, cayendo al piso. Daeron hincó una rodilla, y luego otra, apoyando sus manos y después sus antebrazos en las losas; su respiración irregular y el ritmo debilitado de su corazón zumbando en sus oídos como el aleteo distante de una mosca. Sacudió la cabeza, tratando de despertar sus sentidos, de aclarar su mente, pero había luchado durante una semana y soportado días de tortura, y su cuerpo comenzaba a colparsar.

Buscó con la vista a Garren y a la sombra, pero solo atisbó las siluetas borrosas de los contrincantes, que dejaban una estela esmeralda y de penumbras por donde se deslizaban. Las chispas rojas salían despedidas cuando la hoja del yitiense colisionaba contra las cuchillas de los dedos del demonio, de cuya inexistente boca surgían risotadas horripilantes, rasposas y graves, similares a las de una hiena. Los dos, moviéndose con la rapidez del relámpago, recorrían el salón de un extremo a otro, y el entrechocar de sus aceros retumbaba a lo largo y ancho de la estancia.

Quizás, en circunstancias diferentes, Daeron hubiese apostado por Garren, pero había un detalle crucial: estaba herido, muy herido. No solo había peleado con Gyllos, sino también rechazado la acometida de casi mil guardias Essiris y enfrentado al mismo Arallypho. Nadie, ni siquiera una Espada de Braavos, estaría en condiciones para combatir, muchos menos confrontar a una abominación salida de los avernos.

«Debo ayudarlo», se dijo. Para su desgracia, sus músculos no contestaron ni acatar sus órdenes. «Vamos, ¡de pie!», pensó, frustrado, abrumado por un sentimiento de rabia e impotente; el cansancio y el dolor impidiéndole erguirse. Barrió la sala, contemplando el frenético duelo de soslayo, y fijó sus iris en la espada de Qhuaalo.

Batalló por estirar el brazo, por despegar la mano del piso, por deslizar un dedo. Pero nada. Sus esfuerzos, al final, empeoraron su situación, dado que acabó desplomándose enteramente, y las losas ascendieron a su encuentro, golpeándolo en el vientre, el pecho y la cara. Se dio vuelta como pudo, poniéndose de costado, y se tensó al percibir que todo se hallaba envuelto en un incómodo silencio.

No había sonido alguno, y lo único que podía ver Daeron eran las figuras estáticas de Garren y la sombra. Quietos, mirándose mutuamente, ambos adversarios se observaban, se escrutaban, se estudiaban. Hubo un instante tenso, infinito, en el cual ni el yintiense ni su oponente hicieron gesto o expresión alguna. Garren sostenía a Segadora de Dioses con su zurda, y su espada secundaria descansaba en las losas, partida en mil y un pedazos regados por el piso.

Un temblor de miedo atravesó a Daeron, y antes de que pudiera pronunciar palabra ninguna, Garren adoptó la misma postura que había usado al pelear contra Gyllos: un pie delante del otro, la mano derecha en la funda, y la izquierda, cerrada en torno a la empuñadura. El problema era que no había funda, así que Garren llevó su mano derecha al sitio donde debía estar su vaina, rodeando con su diestra la hoja de su espada, que se deslizó por el agujero creado gracias a sus dedos y palma, y la sangre no tardó en escurrir.

Finos hilillos rojos descendieron por el acero azulado del arma, y la sombra, impaciente, chasqueó sus zarpas metálicas, una, dos, tres veces. Con los párpados cerrados, Garren relajó su ceño, inspiró hondo y, luego de un efímero segundo, abrió los ojos, y la sombra, como una bestia hambrienta y libre de sus cadenas, se abalanzó encima de la Segunda Espada de Braavos. «Desenvainando» en un destello su espada, el antiguo Tigre de Jade realizó un tajo de abajo hacia arriba, hendiendo la armadura del peto de su adversario, y luego propinó una estocada descendente, enterrando en el pecho del demonio su hoja, la cual sobresalió por su espalda.

El cuerpo de la sombra cayó, pero se desvaneció antes de tocar el suelo, convirtiéndose en una bruma negra que se deslizó por el costado de Garren. La nube de humor oscuro tomó la forma del espectro, que, como si no hubiese sido apuñalado directo en el pecho, se movió con la agilidad de una pantera e incrustó sus largas garras en el lomo del yitiense; un grito de rabia y dolor brotando de la garganta de Garren. Este, reacio a caer, a rendirse, se volvió hacia su oponente, lanzando un corte que apuntaba a la yugular de la sombra, pero no fue lo suficientemente rápido. Riendo, el espectro evadió el ataque de su contrincante y dio zarpazo en el rostro de Garren, que se desplomó en el piso, llevando una de sus manos a su cara, reclinándose hacia adelante e incrustando sus rodilleras en las losas.

Acercándose al herido espadachín, la sombra se limpió la sangre de sus zarpas con un ademán burlón y unió todas sus garras en una única hoja, tomando a Garren de un hombro y preparando el golpe final, alineando la aguja compuesta de uñas de acero con la cabeza del yitiense. Pero había cometido un error fatal: aproximarse a Garren.

La Segunda Espada de Braavos, blandiendo su espada, la cual no había soltado, encajó un buen golpe en el lado izquierdo de la sombra, que se estremeció; las penumbras que la componían sacudiéndose de forma antinatural, errática. Propinó un puñetazo a Garren, tumbándolo, y caminó hacia atrás, arrancándose la hoja de su costado; el humo negro manando de su lastimadura, flotando y desapareciendo en el aire. Un ataque así hubiese matado a cualquiera, pero el espectro, aparte de los extraños espasmos esporádicos y la alteración de su silueta, no gritó ni mostró señales de que aquel fuera un daño significado.

Miró a la sombra, impresionado, conmocionado, horrorizado, y la figura de esta pareció distorsionarse, volverse aún más macabra. Los brazos y las piernas del ente se alargaron, y el velo de oscuridad que cubría sus rasgos se extendió como tentáculos negros de tinieblas, que se retorcían y enredaban; dos cuernos de penumbras emergiendo desde los laterales de la capucha del espectro. Era una visión infernal, capaz de amedrentar y quebrantar el espíritu de los caballeros más bizarros del mundo, y Daeron amagó con retroceder, pero sus huesos y músculos se hicieron de piedra, impidiéndole actuar o hablar.

—¿Te pasa algo, pequeño valyrio? Te veo... asustado —rio la sombra, profiriendo una carcajada tan estrepitosa y antinatural que Daeron experimentó el peor escalofrío de repugnancia y terror que jamás había trepado por su espalda.

El demonio se inclinó, y su máscara metálica se asomó a través de la pared de penumbras que tapaba su yelmo, y Daeron juraría que las sombras que surcaban su segunda cara formaban una suerte de sonrisa, negra y monstruosa.

—Me recuerdas a uno de mis hermanos. Es un bastardo insoportable, pero es mi hermano.

—¿Y eso qué mierda me importa? —cuestionó Daeron, en un arrebato de valentía y en un supremo acto de idiotez, demasiado enojado como para percatarse de su imprudencia.

—Oh, nada en particular. —Hizo un gesto con la muñeca, y sus zarpas rozaron su mejilla; el frío toque del metal acelerando el ritmo del tambor en su pecho; la sangre en las garras trazando líneas irregulares de sangre Essiris en su piel—. Solo quería distraerte antes de cortarte el cuello.

—¿A qué esperas, entonces? —espetó, clavando sus uñas en el suelo—. Si vas a matarme, hazlo de una maldita vez.

—Cuánta osadía, cuánta idiotez. Eres muy atrevido para alguien de tu tamaño.

—Y tú una cosa demasiado horrible para parecerte a un hombre.

Arremolinándose alrededor de los pies de la sombra, las tinieblas subieron por sus piernas como un suave torbellino, moviendo la capa y las tiras rasgadas de tela que colgaban de sus hombros. Si bien no poseía ojos, nariz ni boca, Daeron vislumbró una incipiente ira en la máscara de acero viejo y oscuro del demonio.

—Mi hermano y tú se llevarían bien.

—¿Porque somos valyrios? Lo dudo, si es tu hermano, de seguro es igual de feo que tú.

—No. —La sombra pasó sus afiladas uñas por el cuello de Daeron, y las tinieblas que conformaban su sonrisa se torcieron—. Porque ambos me hacen enojar, y tengo ganas de matarlos.

—Entonces, ¿qué esperas? —preguntó, desafiante, entrecerrando los párpados y deteniendo súbitamente el temblequeo de sus piernas y brazos—. Mátame de una vez.

—Tus deseos, son órdenes.

La sombra se irguió y alzó su mano derecha, extendiendo sus garras; la luz anaranjada de las antorchas y el destello rojizo del atardecer fluyendo por las cuchillas. Sin apartar la mirada, Daeron tragó saliva con dureza y se preparó para afrontar al bastardo que maltrató a Emma en el infierno, pero las zarpas de la criatura de tinieblas nunca cortaron su garganta ni cercenaron su cabeza en cinco partes, pues la mano de esta se desprendió de su muñeca. Pese a no poder ver su expresión, Daeron percibió la sorpresa, el dolor y el desconcierto en la máscara del demonio, que, al voltearse, se halló cara a cara contra Garren, quien, aun con su rostro desfigurado por el zarpazo que recibió momentos atrás, sonreía y se mantenía aferrado a su espada; la furia relampagueando en sus iris verdes. Antes de que pudiera reaccionar o protegerse con su extremidad restante, Garren «enfundó» a Segadora de Dioses, cortándose el interior de sus palmas y dedos diestros, y en un instante, la desenvainó, dejando una estela esmeralda y roja mientras su hoja rebanaba desde el costado izquierdo al hombro derecho al espectro.

El cuerpo del demonio chocó con el piso al mismo tiempo que Garren hincaba su rodilla y se llevaba su lastimada mano a los cinco profundos arañazos en su jeta. Recobrando una pizca de sus fuerzas, Daeron se arrastró hacia el espadachín, incorporándose con ayuda del sable de Qhuaalo, usándolo a modo de muleta. Se volvió a desplomar cerca del yitiense, el cual jadeaba por lo bajo y maldecía en una lengua que, supuso, sería la de su país de origen. Tenía los labios partidos en tres secciones y las laceraciones en su mejilla izquierda dejaba entrever sus dientes de jade; los cortes nacían en su mandíbula inferior y terminaban en la frontera de la frente y el luengo cabello oscuro del hombre. Debido a su visión borrosa, Daeron no supo a ciencia cierta si el orbe de su otrora secuestrador y actual salvador seguía intacto o tan dañado como el resto de sus rasgos.

—Mierda... —Por fin, una palabra que comprendió brotó de la boca de Garren. Este dirigió su mirada al cadáver de la sombra, de cuyas heridas emanaban hebras de humo negro que ascendían hacia el techo, enredándose y retorciéndose como enredaderas—. Puto infeliz. ¿Qué fue eso?

—¿Cómo voy a saber? —cuestionó Daeron—. Lo único que sé es que no le caía muy bien Arallypho —mencionó, volteándose a observar lo que hacía no más de unos instantes había sido el mayor traidor de la historia reciente de Braavos y el culpable de la guerra civil.

—Sí, era lo mínimo que el bastardo merecía. —Garren tosió sangre; hilillos escarlatas bajando por su barbilla, cuello y pecho—. Carajo...

—Pero no debía acabar así.

No lamentaba la muerte de Essiris, y no por falta de empatía, sino porque era un monstruo, un tirano que había empezado un conflicto que se había cobrado, sin duda, decenas de miles o cientos de miles de muertes. Arallypho no se diferenciaba de los magísteres de Lys: había sido cruel, inconsecuente, desinteresado, un desgraciado que ni siquiera encarando dos Espadas de Braavos se arrepintió de sus crímenes. Y, aun así, no sintió placer alguno al contemplar su horripilante muerte. Sí, lo detestaba y a todos sus lacayos, pero su final fue atroz, brutal, sanguinario, y no era el sino que le correspondía afrontar al general traidor. No habría juicio, ni confesión y Arallypho no viviría lo que fuese que le quedara de existencia en una celda, y tampoco habría una explicación acerca de por qué o para qué había iniciado una conspiración en el corazón de su patria.

Daeron quería seguir el ejemplo de Gyllos, el código de las Espadas de Braavos, las leyes por las que se regían y las máximas que los guiaban y las cuales habían defendido con palabras o el acero de sus armas. Si bien desconocía nueve de cada diez legalidades de la Ciudad Secreta, estaba segurísimo de que una de las primordiales era no asesinar a los perjuros, asesinos, ladrones o mentirosos y traidores, sin importar la gravedad de sus afrentas. Por eso había intentado detener a Garren junto a Qhuaalo, no solo porque conservar con vida a Arallypho los ayudaría a esclarecer varios aspectos inentendibles respecto a sus planes, sino también porque era lo correcto, porque, aunque despreciaba a Essiris y sus actos, lo justo era apresarlo y encarcelarlo.

No obstante, era tarde, y no había nada que pudiesen hacer para traerlo de regreso o sanar sus mortales lesiones. Reducido a un torso con cuatro asquerosos y doblados muñones de los que manaban ríos carmesíes a borbotones, el general de Braavos se había convertido en un cadáver mutilado, a un trozo de carne maltratado que se agitaba esporádicamente; gemidos y balbuceos ahogados escapando de su boca, sonando como los murmullos de un animal agonizante. Daeron, siendo generoso, estimaba que no sufriría por demasiado, así que, irguiéndose gracias a la espada de la difunta Séptima Espada, se encaminó a interrogar a Arallypho; o, por lo menos, los despojos de Arallypho.

Durante un momento, se dedicó a escrutar al moribundo traidor, estudiando el ligero e irregular movimiento de su pecho, el cual subía y descendía de manera pausada y desigual. A juzgar por el anormal ritmo de su respiración y la raposa tos que sacudía lo poco que aún permanecía intacto de Essiris, ocasionando espasmos antinaturales en el traidor y que este escupiera sangre, Daeron se percató enseguida que no Arallypho no duraría ni media hora en el mundo de lo vivos; sus lastimaduras excedían las capacidades de cualquier cirujano o curandero; incluso desconfiaba de que fuera posible que los dioses, de ser reales, tuvieran el poder de sanar las aplastadas, arrancadas y dobladas extremidades de Arallypho, junto con los tajos, golpes y estocadas que Garren, Lara, Qhuaalo, Fera, Kyarah y él mismo le habían propinado a lo largo de su pelea. No había chance de salvarlo, pero tal vez sí de sacarle alguna verdad.

Se agachó, poniéndose cuclillas a un lado del general, quien susurraba palabras inconexas y se debatía entre el más allá y el plano terrenal; sus iris oscuros yendo de un extremo a otro de sus ojos, tiritando al buscar algo con la mirada.

—Estás muriéndote —dijo Daeron, seco, directo.

—¿Quién... Quién habla? —La vista del traidor fue de izquierda a derecha, y Daeron pudo oír su corazón acelerarse brevemente.

—Soy yo, Daeron. ¿No lo recuerdas? Hace unos instantes querías matarme. —Apoyó sus manos sobre el pomo de su sable, escudriñando las facciones del braavosi—. El chico de pelo plateado.

—Ah, sí... Es verdad. —Tosió con fuerza, haciendo llover una miríada de gotas escarlatas que decoraron su maltrecha armadura con un patrón carente de significado o lógica—. Si lo que quieres es una disculpa, lamento decirte que no te la daré...

— No quiero tus malditas disculpas, quiero que me digas por qué —replicó, severo.

—¿Por qué? Ya no importa. Ese condenado yitiense y tú han prevalecido ante mí y ante esa... —Hizo una breve pausa y los latidos en su pecho se desbocaron por un breve segundo. Inspiró hondo, girando la cabeza y apartando su mirada de donde creía que se encontraba Daeron—. Disfruta de tu victoria y déjame morir en paz.

—Has lastimado y matado a muchísimas personas como para concederte ese deseo, ¿no crees? —Sus venas hirvieron y las cicatrices a lo largo y ancho de su cuerpo empezaron a arder; sus sienes palpitando de rabia. Apretó los puños, presionando el pomo de la espada que lo ayudaba a sostenerse en pie, tentado a incrustársela en el cuello al moribundo general. Respiró por la nariz, tranquilizándose, y se centró en lo que necesitaba: respuestas—. Contesta, y luego me iré. ¿Por qué? ¿Por qué quebrantar la confianza de tu gente? ¿Por qué causar tanto dolor, destrucción y muerte?

Arallypho lo miró, clavando su ojo negro en el suyo como dos dagas que anhelaban alcanzar su alma y hendir sus filos en ella. En su semblante predominaba la rabia, el odio, una determinación que Daeron había visto únicamente en Gyllos y en su propio rostro cada que se veía al espejo; un escalofrío trepando por su médula, hincando sus gélidos colmillos en su nuca. Pero no rompió su compostura ni permitió que el rencor y la furia que refulgían en el iris del traidor.

—¿Por qué? —El brillo de su mirada se intensificó, al igual que el volumen, el desdén y la rabia en su voz—. ¡¿Por qué?! Observa a tu alrededor, chico. El Señor del Mar, las Espadas de Braavos, los magísteres, los nobles, lo comandantes, todos son un plaga, un enfermedad, la putrefacción que ha roído los cimientos de esta nación. Son un chiste, una burla de sus ancestros, de los hombres y mujeres que fundaron este país, dedicándose a corromper las mentes de soldados, ciudadanos y vagabundos con promesas de eterna fama, prosperidad, paz, riquezas.

» ¡Paz! —Soltó una estrepitosa carcajada, escupiendo un chorro de sangre—. ¡Ese es un buen chiste! ¿Cómo podríamos disfrutar de la paz si nuestros enemigos se hallaban a la vuelta de la esquina? ¿Cómo ignorar la amenaza que representa la Triarquía y su alianza con Dorne? ¿Cómo gozar de las riquezas por las cuales tantos se han sacrificado y de las que tan solo unos pocos pueden presumir y gastar? ¿Cómo deleitarnos de nuestra fama si en los últimos siglos no hicimos más que escondernos tras nuestras murallas y dedicarnos a comerciar?

» Olvidamos quiénes éramos, qué fuimos. Somos hijos de la libertad, pero olvidamos las responsabilidades que acarrea, las obligaciones que, como hombres y mujeres libres, nos correspondían. Mientras cientos de miles sufren en la Bahía de los Esclavos, mientras Lys, Myr y Tyrosh atacan a nuestras ciudades hermanas y torturan a miles, mientras Volantis y los Dothraki secuestran a cientos y los vuelven esclavos de sus caprichosos, mientras el mundo se va a la mierda, Tichero y los «magísteres» de Braavos se refugian en sus mansiones, derrochando el oro de sus arcas en fiestas lujos y placeres.

» Yo soy el que nunca olvidó, el que siempre recordó, el único que quiso hacer algo para cambiar el mundo. Y entonces... Entonces ellos aparecieron —gruñó, dolorido; la sangre rezumando de su nariz y oídos—. No sé qué son, no sé qué quieren, pero mataron al Arconte de Tyrosh y a los anteriores líderes de las Ciudades Libres. —Su espalda se arqueó y su cuerpo se estremeció—. Yo...¡Ahg! ¡Yo fui elegido por ellos para suplantar a Tichero! ¡Forassar no era una opción; muy astuto y orgulloso, avaricioso en demasía! Creyeron que yo sería un mejor candidato —explicó, quejándose, era como si algo lo molestara, como si algo lo hiriera, algo que escapaba a la visión de Daeron—. Pero se equivocaron conmigo.

» ¡Dije que sí, que aceptaba, pero que yo me encargaría de quitar del tablero a Tichero! —Escupió un chorro de sangre, formando un charco rojizo a uno de sus costados—. Supongo que te haces una idea de qué pasó después...

—Hablaste con la Triarquía, les prometiste grandeza y riqueza si secuestraban a Myriah y si mataban a Garason y a Tichero —respondió Daeron.

—Cerca, pero no es cierto —sonrió Essiris, temblando—. Sí les prometí oro y gloria, pero mi plan era utilizar a esa princesita, la muerte de su padre y la del Señor del Mar para ir a la guerra, rescatarla, asegurarnos el apoyo de Dorne y... ¡AjHGHaag! ¡Y unirnos para terminar con la Triarquía!

—¿Y borrar del mapa a tus antiguos socios? —Inquirió.

—¡Para así evitar que ellos consiguieran sus objetivos, sean cuáles sean! —gritó de dolor, agitándose y contorsionándose de maneras inhumanas—. ¡Ellos, esa cosa que mataste y sus hermanos, hicieron realidad la Triarquía, instaron a los Tigres Volantinos a invadir las Tierras de la Discordia y unieron a Lys, Myr y Tyrosh finalmente tras cientos de años!

—Pero, Arallypho, ¿quieres decir...?

—¡Esas cosas no son humanas, chico, y no sabía qué hacer, pero preferiría morir a volverme su esclavo, su cómplice! ¡La guerra civil, los atentados y el secuestro de tu amiguita fueron obra mía, porque era necesario para engañarlos, para hacerles pensar que estaba con ellos, para limpiar a quienes serían un obstáculo para mi plan, para mi verdadero plan!

—¿Querías detenerlos? —Daeron apenas lograba procesar semejante revelación.

—¡Y, si deseaba hacerlo, tenía que deshacerme de los magísteres y nobles que no me fueran leales, y eso incluye a las Espadas de Braavos y el Señor del Mar! —Los alaridos de sufrimiento incrementaron, y Daeron, al dirigir su vista a los muñones de Arallypho, entendió cuál era el origen de su agonía: las sombras, que se internaban en su carne, ingresando por sus despedazados brazos y piernas—. ¡Yo solo quería lo mejor para Braavos, yo solo quería salvarlos... yo...! —Las lágrimas se desbordaron del ojo sano de Arallypho, inyectado en sangre y oscuridad; la vergüenza y el arrepentimiento mezclándose con el rojo y el negro—. No me debes nada, pero jura que harás prometer a Gyllos y a Tichero y a todo su Consejo de ricachones incompetentes que los detendrán.

Horrorizado, petrificado, desconcertado y aturdido, Daeron miró al general, viendo como su cuerpo se deformaba y su armadura se resquebrajar desde dentro hacia afuera, y como las serpientes de tinieblas reptaban debajo de su coraza y carne. «Es un tirano, es un monstruo», se recordó. «Es cierto, no le debes nada». Pero, ahora que sabía cuáles habían sido las razones que lo habían impulsado, si bien no justificaba en lo absoluto los terribles mil y un actos que había llevado a cabo durante la guerra civil y previo a esta, Daeron no supo qué responder ni cómo reaccionar.

Arallypho se retorció, girando su cadera de forma antinatural con un crujido que resonó en los oídos de Daeron. Un bramido gutural y agónico nació y murió en la garganta del traidor, quien se elevó por los aires, tiritando y gritando. Reincorporándose, Daeron empuñó el sable de Qhuaalo sin romper el contacto visual con Arallypho, quien, tras contorsionarse e hincharse, reventó en una nube de hueso, carne, metal y sangre, embarrándolo de tripas, cuero endurecido, eslabones rotos de acero y tibio líquido rojo. Con los párpados y la boca abiertos de par en par, los brazos temblando y las rodillas amagando con ceder, Daeron observó por un eterno y efímero instante el techo, incrédulo, tan impresionado como aterrado; las tripas retorciéndosele y la bilis subiendo por su garganta.

...

Nota del Autor:

¡Buenos días, tardes o noches a todas y todos, queridas lectoras y queridos lectores! ¿Cómo se encuentran el día de hoy? Ojalá que bien, así como espero que les haya gustado el capítulo. Continuamos con el enfrentamiento entre Daeron, Garren, Arallypho y alguien o algo que entra a la batalla para buenas, o quizás mala, suerte de nuestros protagonistas. ¿Qué será lo que acaba de matar al General Traidor? ¿Habrán ganado? ¿Qué ocurrirá ahora? ¿Cómo terminará esta locura? ¿Sobrevivirán nuestros desgastados y heridos Garren y Daeron? Averígüenlo pronto, en el siguiente capítulo del Rey de Plata.

De nuevo, como siempre, muchísimas gracias por su atención, dedicación, comentarios, tiempo y votos, y muchísimos éxitos.

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