𝐗𝐋𝐈𝐈𝐈

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Entre la bruma carmesí y blanca, las serpientes de sombras que habían entrado en el cuerpo de Arallypho se dispararon en su dirección, y Daeron apenas pudo agacharse, esquivando de milagro una de las flechas de tinieblas, que le cortó su mejilla sana, pero el miedo y el impacto de la escena que presenció le impidieron sentir dolor. Las víboras negras chocaron con el suelo y se deslizaron hasta llegar al cadáver del espectro, uniendo las dos partes en las Garren lo había partido, como si fueran hilos de oscuridad tratando de coser un corte. Ambas mitades se fusionaron, volviendo a ser un cuerpo entero, y tras un breve y tenso silencio, la sombra se irguió, parándose de manera inhumana, los huesos y placas de la armadura tronando en el proceso.

Garren, quizás por temor, quizás por precaución, retrocedió, colocándose a un lado de Daeron, quien se levantó con dificultad.

—Lo corté... —dijo Garren, y en su tono de desconcierto había un deje de terror e incredulidad—. Lo corté. Todo lo que corto muere. Todo lo que corta Segadora de Dioses muere. Animales, personas, dioses...

—Parece que no mata demonios... —comentó Daeron, pensando en voz alta.

—No soy un demonio —carcajeó la sombra, con una voz impropia de un humano, de un animal, de uno de los engendros del averno. Sonaba rasposo como la piedra contra la piedra y ronco cual gatosombra al gruñir, pero sus palabras eran casi un murmullo, un susurro aterrador que erizaba los vellos de la nuca de Daeron y hacía saltar sus instintos, que gritaban: «¡Corre!». «¡Corre y escóndete»—. Yo soy... la Muerte. 

Dos estrellas plateadas, diminutas y desprendiendo un intenso destello, brillaron en la oscuridad del velo de penumbras que ocultaba la identidad de aquel monstruo, de la muerte. Chasqueó sus dedos, estirando sus dedos y las cuchillas ensangrentadas en las que culminaban, y su capa negra se transformó en una maraña de tinieblas, tentáculos de sombras que se enrollaban y retorcían, extendiéndose hacia los laterales y arriba; tres pares de cuernos irregulares brotando del cráneo del asesino de Arallypho—. Y ustedes son mis presas.

Había saboreado el miedo previamente, y era un sentimiento poco agradable, demasiado amargo para su gusto; estremecía el alma, limitaba su capacidad de razonamiento y acción, y volvía a cualquiera un animal. Daeron había degustado el terror con anterioridad, se había congelado y había huido, aterrorizado, invadido por un temor imposible de controlar. Y ese mismo temor lo azotaba de nuevo, estremeciendo cada hueso de su cuerpo y cada palmo de su alma. El mismo temor que lo retuvo cuando quiso ir al rescate de Emma, de las demás mujeres y niños. Había escapado de Fera, de Lara, de Gyllos, pero no fue por miedo, sino porque era consciente de que enfrentarlos era un locura, pero ahí, delante de un ente compuesto de pura maldad y que afirmaba tratarse de la mismísima Muerte, su sentido común lo incitaba a escapar no por lógica. No, lo incitaba a escapar por puro terror, un terror salvaje y terrible.

Sus rodillas se sacudían, sus brazos tiritaban, su respiración y corazón se aceleraban y desaceleraban, frenándose de cuando en cuando, y sus cicatrices latían, ardían. Pero, entonces, oyó una voz conocida en su mente, una voz cálida, serena, risueña, imbuida en una confianza y sabiduría que detuvieron en seco el miedo que lo carcomía. «El miedo hiere más que las espadas». «Solo cuando tenemos miedo podemos ser valientes. No se trata de dominarlo o aislarlo, sino de enfrentarlo y superarlo, aceptarlo»

Las palabras de su mentor reverberaron en su cabeza, y Daeron inspiró hondamente. Alzó los brazos, sosteniendo el sable de Qhuaalo, y clavó sus ojos en los iris plateados de la Muerte.

—Lo siento, Muerte —dijo, serio, firme—, pero hice una promesa y no pienso romperla. Algún día, si eres quien dices ser, nos reencontraremos y puede que reclames mi alma, pero no te lo haré fácil. Si eres la Muerte, todos somos tus presas, pero te aseguro que yo no soy una liebre.

La sombra ladeó la cabeza, soltando una suave risa.

—¿Y qué eres, pequeño?

—Soy el paladín de la Primera Espada de Braavos —respondió, decidido; el coraje prugando sus terrores y fortaleciendo su postura; sus dedos cerrados con fuerza alrededor de la empuñadura de su arma—. Y hoy no es el día en que muero.

—Lo dices con tanta seguridad, y estás tan equivocado. —Una carcajada susurrante silbó entre los inexistentes dientes del monstruo—. Muy bien, Daeron, paladín de la Primera Espada de Braavos, ¡demuéstrale que eres una presa digna de mí!

Y, de un instante al siguiente, la Muerte se le apareció a menos de medio dedo de su rostro. Aunque sorprendido, Daeron no se amilanó y, blandiendo el sable de la Séptima Espada, giró hacia un costado, rodeando al espectro y cortando la coraza de su vientre. O eso creyó, pues, a pesar de enfocar todas sus restantes energías en aquel embate, la llamarada de dolor que recorrió su lomo era un claro indicativo de que no había logrado evadir el ataque de la sombra ni lastimarlo de gravedad.

Al voltearse, vio a su adversario a su cara de penumbras, desafiante, con la espada en alto, bloqueando un segundo zarpazo a duras penas y logrando una apertura que, por suerte, Garren no dudó en aprovechar.

Antes de percatarse, Segadora de Dioses cortó a través de la oscuridad que componía el cuerpo de la sombra. Pero, como si nada, la Muerte pateó al yitiense, que voló en dirección a las escaleras, impactando con los peldaños regados de sangre Essiris; no soltó su espada, pero, aun arrancándole la hoja de su espalda y pecho, la Muerte ni se inmutó y acometió contra Daeron. Este movió el sable con un movimiento de muñeca, y se aprontó para el próximo golpe, entornando los párpados y apretando los dientes; su sangre hirviendo y el palpitar que amartillaba su corazón incrementando su velocidad; el recuerdo de Emma, de Gyllos, de Dromin, de Myriah, de Tichero, de Garson y de todos los que una vez apreció y de todos a los que apreciaba con la totalidad de su alma dotándolo de una fuerza y una valentía inmensas de las que no se creía poseedor.

Esgrimió su espada en un corte vertical descendente, y cuando la hoja del sable y las cuchillas de la Muerte estuvieron a punto de colisionar, una cegadora luz escarlata llenó el salón.

Dejando escapar un chillido agudísimo y similar al de un animal que acababa de ser golpeado por una vara de hierro al rojo vivo, se cubrió el rostro con la mano que iba dirigida a la cabeza de Daeron y se desplazó hacia atrás. El monstruo, agazapándose en el descanso que conectaba la gran escalera de la sala con las otras dos que daban a los balcones de los bordes, se sacudía de una forma que evidenciaba que el fulgor carmesí lo lastimaba, y mucho. El contorno de su figura se distorsionaba y estremecía, y las tinieblas que conformaban su físico, se evaporaban.

Tapándose los ojos con su palma, Daeron retrocedió sin despegarse de su sable, y si bien el poderoso brillo que lo había salvado de una muerte horrible surgía de una fuente desconocida a sus espaldas, el destello que despedía el objeto o la entidad responsable era tal, que procuró no darse la vuelto; no deseaba perder su vista por culpa de su curiosidad. Oyó unos pasos quedos detrás de él, y la intensidad del fulgor rojizo se intensificó, volviéndo si cabe todavía más cegador. Ni con los ojos cerrados podía soportar la potencia y vehemencia de aquel poderoso escarlata que invadió su visión y mundo.

«Mierda», ocultó su cara en la intersección de su antebrazo y brazo, pero eso no atenuó el vibrante y abrasador escarlata que hacía escocer sus orbes.

—No eres bienvenido a la Ciudad de la Libertad, heraldo del Otro —dijo una mujer a su derecha; sus palabras sonando como una severa y cálida melodía en sus oídos—. ¿Con qué propósitos has traspasado los glifos de protección y la barrera que mis antecesoras conjuraron hace miles de años?

—Maldita bruja —masculló la sombra, carcajeando—. No soy enviado, siervo ni esclavo de nadie. Soy la Muerte, las sombras, el miedo, aquello que acecha en la oscuridad y a lo que todos temen: lo desconocido.

—El Desconocido está muerto —replicó ella.

—Sí, mis hermanos y yo lo matamos —afirmó, profiriendo una espantosa y macabra carcajada que sacudió el corazón de Daeron y retumbó en las paredes del lugar hasta desvanecerse en un antinatural eco.

—Los Antiguos y los «Nuevos» Dioses llevan tiempo muertos.

—Yo existo desde los albores de lo que ustedes, mortales, llaman tiempo; ni siquiera han descifrado qué es en realidad, ni los misterios que envuelven a la divinidad. Pero se esfuerzan, tratando de entender a deidades muertas, erigiendo templos en su nombre y dedicándoles alabanzas todas las noches, para que los resguarden del mal y los bendigan, cuando incluso los cadáveres y esencias de los infelices se han podrido hace milenios. —Había burla y cinismo en su voz, y a Daeron, aunque no era creyente de ninguna de las miles de religiones en el Mundo Conocido, le repugnó su tono y el desdén en este.

—Cierto. —La mujer se escuchaba tranquila y resuelta a pesar del desprecio y sarcasmo de las palabras de la Muerte—. La mayoría de los dioses murió porque su poderío, arrogancia y codicia los consumieron; al final y al cabo, no somos diferentes a ellos; hacernos a su imagen y semejanza fue un acto de soberbia, una maldición, y también una bendición. Pero, al igual que nosotros, nuevos dioses surgieron de las cenizas de los primeros.

—¿Hablas de tu Señor de la Luz? ¿De tu proclamado Dios de la Llama y la Sombra? Por favor, con suerte es una pseudo deidad, y estoy siendo amable.

—Un engendro de la oscuridad no tiene lugar en las sombras, territorio de mi señor, ni derecho a hablar sobre él.

Una ráfaga de aire caliente despeinó a Daeron, atizando un suave pero asfixiante y tórrido golpe en sus mejillas, frente y nariz. Una segunda oleada de calor lo impactó, y el destello que lo incapacitaba de ver quién era la mujer se tornó aún más carmesí y aún más brillante. «A este paso estaré ciego de por vida», pensó, frustrado e intrigado, deduciendo cuál era el origen de aquella luz: fuego. ¿Cómo no se había dado cuenta? La sensación del fulgor de las llamas acariciando sus rasgos e iluminando la oscuridad... Era una experiencia que evocaba recuerdos de un pasado distante que arrastraba muchas penas, pero pocos y valiosas memorias amenas, y un presente tan trágico como esperanzador y cálido. Sí, cálido.

—Has blasfemado en contra del Señor de la Luz, del Corazón Rojo, del Dios de la Luz y de las Sombras —clamó sin levantar el volumen de su voz, pero con una gravedad que, pese a su profundidad, no ocultó al completo su fría rabia, la cual quemaba como las olas ígneas que emergían de la fuente de luz—. Has profanado su sagrado territorio y escupido en su majestuosidad. Tú, aberración del Gran Otro, vástago de la maldad y falsa Muerte, te condeno a ser incinerado y purificado por el santo fuego de mi señor. Que tu alma, si es que posees una, halle descanso en el polvo y la oscuridad, donde perteneces.

Tras determinar la sentencia, el rojo carmesí en sus ojos cambió a un rojo escarlata vibrante, que danzaba entre un amarillo dorado y un intenso anaranjado, para luego de un efímero instante estallar en una explosión que combinaba los tres tonos en un color que se asemejaba al de la sangre fusionado con el del fuego y el sol, y el color de como imaginaba que eran las llamas del averno. Aquel resplandor indescriptible fue acompañada de una devastadora y potente ola de calor, un calor abrasador y desgarrador, infernal, que, de milagro o porque quizás no era a quien iba tan abismal poder, no lo convirtió en cenizas ni lo borró de la existencia. Rodó un par de veces, aferrándose al mando del sable que tenía entre manos, clavándolo en el suelo y deteniendo su torpe retroceso.

Luego, el brillo se esfumó mientras escuchaba una terrible y estrepitosa carcajada de la sombra, que se cortó abruptamente, y el rojo que teñía su visión se desvaneció poco a poco.

Cautelosamente, abrió poco a poco los párpados, revelándosele la identidad de la mujer: una absoluta desconocida. Alta, menuda, de cabello cortó y dorado, tez morena e iris marrón oscuros, labios gruesos y nariz afilada, vestía una amplia túnica escarlata adornada con intrincados toques de oro que imitaban las siluetas de los fuegos que ardían en los braseros en las esquinas del salón; la luz que despedían las llamas fluyendo por los detalles del atuendo de su salvadora, que parecían cobrar vida y danzar como verdaderas llamas. Y a espaldas de ella, en la pared detrás del descanso donde se había agazapado la sombra, el menguante resplandor anaranjado de la tarde se filtraba por un enorme e irregular hueco, dando paso a la oscuridad de la noche, que se derramaba por los calcinados peldaños; la piedra de los muros derretida cayendo por los escalones.

No conocía su nombre y no recordaba haberla visto nunca, pero era obvio que pertenecía al culto de R'hllor, a los llamados Sacerdotes Rojos. Aunque, claro, ella no sería sacerdote, sino sacerdotisa, y viendo que iba mejor ataviada que la mayoría de los integrantes de la orden, a los cuales había escuchado y observado pregonar a la distancia, no se trataba de una miembro ordinaria del culto. Se arrodilló sin soltar su espada, mirándola a los ojos, escrutando su inalterable expresión, cuya seriedad contrastaba con la abrasadora y calmada aura que la rodeaba, una especie de fuego mágico que remarcaba su silueta y centelleaba levemente.

¿Quién era ella? ¿Qué hacía ahí? ¿Cómo había llegado ahí? ¿Cuál era su misión, su objetivo? ¿Acaso tendría un propósito que la instara a atravesar una horda de soldados y exorcizar a la Muerte, si es que esa había sido en verdad la muerte y no un vástago demoníaco de alguna deidad oscura? Muchas preguntas, muchas interrogantes, ni una mísera respuesta.

La posibilidad de cuestionarla al respecto lo tentó, pero se deshizó de la idea en cuanto esta terminó de cruzar por su mente/cabeza. Comenzar conversaciones no era su fuerte, y tenía sus reservas en cuanto a los hombres y mujeres religiosos, sobre todo los fanáticos, y aún más con los fanáticos que poseían la capacidad de enfrentar sombras humanoides y desintegrar paredes de roca sólida. Quiso erguirse, para ponerse a su altura o por lo menos agradecerle debidamente, pero sus piernas no contestaron; se encontraba débil, muy débil, demasiado. No entendía de qué manera se las había arreglado para no perder el conocimiento; sin embargo, que la bruma que nublaba su visión se tornase más y más densa y que su alrededor se desdibujara hasta volverse un borrón irreconocible no eran buenas señales.

—Maldición... —espetó entre dientes, apoyando su fenete en el pomo del sable.

Escuchó las suaves pisadas de alguien acercándose y, al levantar la vista, se halló con que la sacerdotisa había acortado la distancia que los separaba, colocándose delante de él. Se agitó en su sitio, luchando por no caerse, y meneó la cabeza. Oía zumbidos inteligibles desde el exterior, en el patio, en la muralla, en las calles, y un entumecimiento inquebrantable lo imposibilitaba de actuar o siquiera hablar.

Para su fortuna, ella habló en su lugar.

—La sangre de la Antigua Valyria corre por tus venas —comentó, con las manos ocultas en sus grandes mangas rojas, escudriñándolo quizá buscando desentrañar los misterios que escondía—. Pero no eres un dragón, no eres un príncipe ni hijo de la luz o de la oscuridad.

—Soy Daeron —respondió, batallando por respirar y no caer inconsciente—. Paladín de... Paladín de Gyllos Forel..., la Prinera Espada de Braavos...

—Ah, eres un espadachín. O, bueno, el discípulo de uno, y no de cualquiera. —Se agachó, poniéndose a su altura sin arrugar su vestido; sus orbes cafés observándolo detenidamente—. Gyllos Forel, la Primera Espada de Braavos, el guerrero más diestro, talentoso y hábil del últimos cincuenta años, y la hoja más temida en el continente tras la muerte de Symeon Ojos de Estrella. Tuviste suerte de que te eligiera.

—Prefiero que me digan aprendiz. Y sí..., sí tuve muchísima suerte —admitió, jadeante, herido; la sangre manando del corte en su mejilla y el dolor renaciendo y esparciéndosede de los puntos en que Arallypho y el suelo lo habían golpeado—. Condenado hijo de perra...

—¿Arallypho? —Inquirió ella—. No te preocupes, ya no puede escuchar nada de lo que le digas, así que siéntete libre de maldecirlo cuánto quieras. Era un pecador, un traidor, alguien que conspiró con los heraldos del Gran Otro para destruir la Ciudad Libre y erigir un reino sobre los cadáveres de cientos de miles de inocentes y los escombros de un reino que una vez lo vio como su protector.

—Creía que ustedes los feligreses no insultaban.

—No, no. Insultamos, sí, pero no a la ligera. Nuestras peores maldiciones están resevadas para nuestros enemigos y los enemigos del Señor de la Luz —explicó.

—¿Rahllr? Disculpe, no soy bueno pronunciando los nombres de quienes no conozco.

—Pero sí conoces a R'hllor —aseveró—. Él ha estado contigo desde el momento en que llegaste a este mundo, seas o no un dragón, un príncipe, un hijo de la luz, de las sombras o un guerrero. Y hoy, me ha llamado, me ha revelado lo que acontecía en este salón, lo que acontecería aquí, y me ha enviado como su emisaria, su representante, su heraldo, para así detener el terrible futuro que se gestaba en esta sala, el horroroso mañana que nos deparaba si Arallypho y sus demoníacos colaboradores concretaban sus planes.

—¿Visiones? —Daeron la llamaría loca, pero él se había enfrentado con caballeros negros y encarado dragones en sus sueños. No tenía derecho a insultarlo ni dudar de sus declaraciones por muy surrealistas que fuesen; además, no se arriesgaría a hacerla enojar y terminar calcinado, o peor si cabe; solo aquella mujer y su dios sabían qué clase de castigos les aguardaban a los insolentes que osaban cuestionarlos—. Imagino que es toda una bendición.

—Lo fue, lo es —aseguró, asintiendo—, pero me temo que varios de mis hermanos y hermanas no comparten tu opinión y la mía.

—Perdóneme, pero ni siquiera me ha dicho su nombre —interrumpió Daeron, tosiendo, tambaleándose—, y me gustaría saber quién me salvó antes de que mi cráneo choque con el piso.

—Acabas de decir que eres pésimo pronunciando los nombres de quienes no conoces —mencionó ella.

—Sí, soy malo diciéndolos, pero los recuerdo, y los recuerdo bien.

Hubo un instante de silencio en el que ambos se miraron sin decirse nada, y la encargada de romperlo, de nuevo, fue la mujer de cabello de ébano/aurocorazón.

—Mara. Mi nombre es Mara —dijo—. Lamento no haberme presentado antes.

—Estabas ocupada pateándole el culo a un demonio de sombras, no tienes porqué pedir perdón. —Daeron sintió una punzada de dolor lacerante atravesar su pecho, sienes y lomo, dejando escapar un gruñido ahogado, llevándose una de sus manos a su corazón, el cual amagaba con frenar sus latidos de un segundo al siguiente—. Gracias, Mara, espero devolverte el favor un día de estos.

—Tranquilo, joven discípulo, tu deuda no es conmigo, sino con el Señor de la Luz, y él ni yo hemos finalizado nuestro trabajo en Braavos o conmigo —sentenció.

Mara posó su mano en contra de su pecho, y Daeron, antes de reaccionar con sorpresa, desconcierto, miedo o intriga, fue callado súbita e inesperadamente por una ola de calor, pero mucho menos violenta y tórrida que las dos previas. Una repentina energía cálida purgó una buena parte de la fatiga y el dolor, y heridas recientes y pretéritas le escocieron como si Dromin hubiese echado uno de sus condenados ungüentos sobre estas. Daeron, atónito y con sus energías renovadas, dio un salto hacia atrás, esgrimiendo el sable de Qhuaalo y adoptando una postura defensiva, la cual abandonó al percatarse de que sus fuerzas habían regresado y que sus lastimaduras, aunque no habían desaparecido, no ardían y de ellas no brotaba ni una gota de sangre.

No obstante, al tocarse la mejilla, sus dedos se hundieron en piel cicatrizada, no sana. Se trataba de una marca larga, que iba desde la comisura de su labio al lóbulo de su oreja. Una herida que había sanado, pero no sin plasmar un recuerdo más en su carne, como los incontables latigazos, arañazos, mordiscos y quemaduras que decoraban su tez morena. «Es mejor que tener los dientes expuestos», concluyó, contento de no verse en la necesidad de aprender a convivir con una lesión que revelaría a todos quienes lo miraran al pasar su dentadura.

—Gracias —dijo Daeron, dirigiendo su vista a Mara, quien se había arrimado a Garren, depositando su palma en el rostro del yitiense—. Te debo otra.

—Si no contamos el hecho de que tu mera existencia se consiguió por obra y gracia de nuestro señor, sí, nos debes dos. —Mara giró su cabeza y le dedicó una leve sonrisa—. Por el momento, te recomiendo que descanses. Habré sanado tus lesiones físicas, pero solo descansando sanarán los golpes que tu alma ha recibido y purgarás el cansancio en tu espíritu.

Al principio, Daeron no entendió qué quería decir, pero, en cuanto se relajó, envainando la hoja de la espada de Qhuaalo, un temblor de agotamiento lo recorrió desde los pies a la nuca. Si no fuera por las fuerzas de sus piernas y el equilibrio que había recuperado hacía unos momentos, se hubiera caído de bruces al suelo. Enderezó su espalda, respirando hondo y sosteniéndose al apoyar sus manos en sus rodillas.

—¿Qué...?

—Estás cansado, espiritualmente. —Un tenue brillo se filtró entre los dedos de Mara mientras su amplia manga rojiza cubría la cara, el cabello, el cuello, los hombros y la mitad del torso de Garren—. Créeme, si no duermes y comes bien en los próximos días, podrías morir de cansancio. No me hace falta tener visiones o usar mi magia para saber que no has dormido bien ni comido como corresponde en los últimos días; las bolsas negras en tus ojos y tu débil aura te delatan.

Confundido, Daeron pasó sus dedos por debajo de sus párpados inferiores y confirmó que Mara decía la verdad al notar el sutil relieve en su piel. Chasqueó la lengua, frunciendo el ceño.

—Me atrapaste. —Espiró hondamente, caminando hacia Mara con su diestra cernida en torno al puño del sable—. Dormiré por días cuando acabemos con lo que resta del ejército de Forassar, pero...

—¿Uhm? —Mara lo observó, despegando su mano de la cara de la Segunda Espada de Braavos.

—Mi maestro está muy herido y no quiero que esa cosa que tú expulsaste vaya por una presa que sí le represente un desafío de verdad. Vio lo que le hizo a Forassar, y eso que portaba una armadura pesada. —Un escalofrío de asco y terror trepó por su médulo al rememorar aquel no tan distante escenario—. Descansaré, pero solamente cuando Gyllos despierte. —«Si es que despierta», le susurró la misma vocecilla que lo había incitado a rendirse y huir una decena de ocasiones en el pasado.

—No será necesario, joven discípulo. —La sacerdotisa se irguió, encaminándose en dirección a Fera, quien yacía tumbada en el piso—. Verás, la criatura que asesinó al general traidor no irá tras tu maestro ni por ti. La expulsé de la ciudad, quemando su oscuridad con las llamas sagradas que mi señor me ha permitido canalizar a través del fuego que nos regaló a los mortales. He quemado su esencia, su existencia, su «persona» y su «alma», si es que los engendros del mal la tienen, todo su ser.

—¿Cómo?

—Oh, es verdad. Me disculpo, las personas que no son feligreses de R'hllor no lo entienden, y es una pena que no pueda contarte cada uno de los secretos que nuestro señor nos ha confiado con el pasar de los siglos, pero no temas, esa «sombra» no te perseguirá ni matará a nadie jamás —afirmó, acuclillándose a un lado de Fera y acariciando su gigantesca espalda con sus nudillos.

—Entonces..., ¿quemaste a ese maldito hasta desaparecerlo? —Arqueó una ceja, con las ideas más mezcladas que antes.

—Sí, es una forma ruda y poco elocuente de decirlo. —El destello carmesí volvió a brotar de su palma izquierda, iluminando el lomo de Fera.

—¿Y qué estás haciendo? —preguntó, intrigado, volteando a mirar a Garren. Una genuina sensación de asombro lo sacudió al contemplar que, similar a lo ocurrido con él, las heridas del yitiense se habían curado, tornándose en llamativas y escalofriantes cicatrices que surcaban sus rasgos, como relámpagos irregulares grabados en su cara.

Sin embargo, había algo diferente en Garren: la cuenca ocular derecha se hallaba vacía, invadida por un denso color negro. Daeron se volvió hacia Mara, consternado.

—¿Garren estará...?

—¿Bien? —Se encogió de hombros—. Dentro de todo, sí, pero incluso para mí y para mi señor es imposible dar sin quitar. Si curase a la Segunda y a la Quinta Espada y no les cobrase un precio, yo lo haría, y no miento cuando digo que eso duele, duele y el precio que debería pagar sería alto, muy alto.

Daeron se estremeció al percibir la severidad y el ligero miedo en la voz de la sacerdotisa.

—Un ojo, una nariz y un par de dedos es un precio demasiado generoso, e imagino que si son la mitad de hábiles, testarudos y diestros de lo que los ciudadanos dicen que son, esto no los afectará a largo plazo.

A pesar de no entender ni estar versado en las intrincadas y místicas artes de la magia, Daeron no veía cómo era equitativo arrebatarle la visión a un hombre, y la nariz y los dedos a una mujer a cambio de rescatarlos de la muerte. Nuevamente, su curiosidad y el imperioso impulso de interrogar a fondo a Mara al respecto lo instaron a cometer una locura, pero logró contenerse, moderar ese deseo de comprender de qué hablaba la sacerdotisa. Dromin decía a menudo que el conocimiento era poder, y Daeron, al menos en cuanto a la magia, era un absoluto ignorante, y eso equivalía a no tener ni una pizca de fuerza.

Mara chasqueó la lengua.

—Las heridas en los brazos son demasiado graves, me temo que tendré que sacrificar uno por el otro —dijo, escrutando con la mirada las extremidades de la enorme mujer—. Ella era zurda, ¿no?

—Sí. —Daeron apretó los puños, molesto por no poder hacer más—. Es zurda.

—Bien, el brazo derecho será, pues. —Pasó sus dedos por el antebrazo diestro de Fera, y la luz roja que desprendía su palma bañó la piel plagada de marcas de batalla de la Quinta Espada. Un incipiente fuego comenzó a subir por las uñas de la mano inerte de la mujer que lo habían perseguido meses atrás, y la carne y el hueso de esta ardieron en un parpadeo, convirtiéndose en cenizas.

Preocupado, Daeron se aproximó al cuerpo de la espadachín, que ni se inmutó a pesar de que su brazo se estaba quemando. Las llamas se esfumaron al llegar al hombro; no quedó el muñón o la parte superior del brazo, solo una cicatriz circular en lo que fue la axila y la articulación del brazo y el hombro. Era una suerte de glifo extraño, como un emblema compuesto por decenas de rayas y quemaduras leves, pero dudaba seriamente que a Fera le fuese a importar; no parecía una de esas mujeres que repararan en demasía en su aspecto.

—Es... sorprendente. —Aún no había procesado su pelea contra una sombra humanoide y ya tenía que digerir la revelación de que la magia no era un cuento ni un arte muerta, sino una realidad, algo auténtico. Se giró, mirando a Mara—. Te preguntaría cómo es que lo haces, pero tengo la sospecha de que no me lo dirás.

—Aunque te lo dijera, no podrías invocar ni una chispa —contestó Mara, cortés y divertida. Observó la sala, a Garren, a Fera y luego de vuelta a Daeron—. Mi trabajo recién empieza, y hay otras dos Espadas a las que mi señor me ha encomendado rescatar de las zarpas de la oscuridad. Debo irme de inmediato si quiero concretar mi misión. Ha sido... Ha sido... —Hizo una pausa y una mueca, como si buscara las palabras que no lograba pronunciar—. Bueno, no puedo decir que fue un placer, pero conocerte ha sido una experiencia peculiar, joven discípulo.

Si bien la confesión de Mara despertó extrañeza en Daeron, no lo hirió en lo más mínimo; apenas había charlado con ella y, pese a salvarle la vida, no era una amiga, ni su mentora o una eminencia a la cual admiraba. Pero la respetaba, no solo por haber desterrado a la Muerte, sino que también por sanar a Fera, a Garren y por sanarlo, y cerciorarse de no causarles dolor alguno.

—Gracias, Mara —atinó a decir—. Te seré sincero: no sé si me caes bien o no, pero te agradezco a ti y a tu... a tu señor por rescatarnos. Si no fuera por ti, estaríamos muertos.

—Eres honesto, genuino, son virtudes que se han perdido en los últimos siglos —mencionó, esbozando una gentil sonrisa en sus gruesos labios—. Presiento que nuestros caminos se reencontrarán tarde o temprano; espero que para ese momento no hayas perdido esa honestidad y autenticidad tuya.

—Ojalá la próxima no estemos enfrentando una sombra viva —rio Daeron, rascando la parte posterior de su cuello.

—Dudo que volvamos a vernos si no las circunstancias no son parecidas a las de hoy —respondió, grave, tranquila—. Mi dios ni yo abandonaremos nuestro templo si la situación no requiere de nuestra intervención.

—Un momento, ¿nuestro templo? —No era un feligrés, pero nunca había oído a los religiosos creyentes en el Corazón Rojo llamar a la iglesia que habían erigido en la Isla de los Dioses como «nuestro templo», refiriéndose al edificio como «el templo del Señor de la Luz». Quizás era un detalle insignificante, pero, si antes sospechaba que Mara no era una integrante normal del culto al Dios del Fuego, ahora sus suposiciones acerca de quién era Mara se habían acrecentado.

—Oh, es cierto. Perdóname por no contártelo, pero no estás hablando con una de las muchas sacerdotisas fieles a mi señor. Mi nombre es Mara, sí, y el cargo que se me ha designado en mi templo es el de Gran Sacerdotisa —reveló, relajada, como si tal la cosa.

La mandíbula de Daeron se desencajó y sus ojos se abrieron de par en par. Aturdido, avergonzado e impactado, no sabía si arrodillarse, agachar la cabeza, disculparse, besar sus nudillos o sus pies. «¡Es una Gran Sacerdotisa!», el título era ostentoso, impresionante, y su intuición le decía que no cualquiera lo alcanzaba o lograba presumirlo. Aunque el fulgor de sus llamas lo había cegado, Daeron había sentido el poder que emanaba de Mara estremecer sus huesos y abrasar su alma. En definitiva, no era una sacerdotisa más del montón, menos aún una persona corriente. De serlo, no podría exorcizar demonios o sanar gente con el «fuego sagrado» del dios al que alababa.

Que recordara, ninguno ni ninguna de los que pregonaban en las calles de Lys y Braavos habían demostrado semejantes habilidades en público, y a pesar de la posibilidad de que los Grandes Sacerdotes o el Supremo Sacerdote de Volantis les hubiesen prohibido a sus súbditos utilizar sus poderes arcanos en frente de las masas, incluso Daeron era consciente de la inmensa cantidad de seguidores que se unirían a su secta si descubrían que rezar y entregar su espíritu a una deidad conllevaba aquellos beneficios. «¿Quién se rehusaría a obtener la bendición de un dios?», se preguntó. «Nadie», hasta a Daeron le resultaba atractiva la propuesta; esa magia le vendría bien a la hora de confrontar a los tiranos lysenos y a los hermanos de la Muerte.

Mara era poderosa, poderosa de verdad, y los instintos de Daeron le advertían al respecto, y el tono transparente en la voz de la mujer reafirmaba sus previas sospechas y las frescas declaraciones de la misma Mara, Gran Sacerdotisa del Templo de Braavos.

—Es un honor —dijo, asombrado, inquieto, no entendiendo cómo actuar.

—No tienes nada que temer, muchacho; no te quemaré por no hincar la rodilla en cuanto me viste —aclaró ella.

Daeron soltó un suspiro de alivio, tensándose de nuevo al notar que no había siquiera disimulado su calma.

Mara arqueó una ceja y dejó escapar una risilla por lo bajo mientras de volvía hacia uno de los pasillos que conectaba con el salón, caminando en dicha dirección.

—Y tampoco te mataré por eso.

—Esto, eh, gracias, otra vez. —Una vorágine de voces que le recriminaban lo idiota que había sido azotaron sus oídos, y Daeron despejó sus orejas al sacudir su cabeza, dando un paso adelante, viendo a Mara alejándose—. ¡Mara! Mi maestro, Gyllos Forel, él...

—Mi señor me ha susurrado su nombre y mostrado su rostro. Es un hombre poco agraciado, pero de corazón noble, y el Señor de la Luz ha intentado ayudarlo, y la Primera Espada se negó. Según mi discípula, llamó a R'hllor un «tirano» —relató, y Daeron no consiguió discernir si su acento dejaba entrever una fría furia o un inusual desconcierto—. Sin embargo, mi dios insiste en evitar que la «Muerte» y el Gran Otro reclamen su vida. Y si es la voluntad de mi señor, yo no soy nadie para rehusarme a cumplirla.

Daeron abrió su boca, pero ni una palabra surgió de su garganta, y sus labios no se movieron. Aquella era una revelación más sorprendente y preocupante que enterarse de que había hablado sin respeto frente a una Gran Sacerdotisa del Templo de R'hllor, pues involucraba a uno de sus allegados, y peor, a su maestro, al hombre que lo había sacado de las calles y entrenado en el sendero de la Danza del Agua, de la justicia, el honor y la lealtad. Si Gyllos no hubiera decidido adoptarlo como su pupilo, nunca habría aprendido el significado de la libertad, de la verdadera libertad, ni conocido que había mucho más en el mundo que la crueldad del hombre, ni abrazado sus sueños, ni recuperado la esperanza o forjado las relaciones con quienes lo habían acompañado, aconsejado, apoyado, enseñado, luchado codo a codo, con quienes apreciaba, a quienes quería.

Gyllos no podía morir. No podía, no todavía. No podía perderlo, no porque a duras penas había iniciado su entrenamiento como Espada de Braavos. No. Gyllos no podía morir porque todavía le debía compensar por su mordida, por haberle robado a Escarlata, por haber puesto en peligro la reputación de su familia. Porque habían prometido que vivirían, que pelearían, que recorrerían la senda por la cual caminaban juntos.

Gyllos no podía morir. No podía.

—Sálvalo, por favor —murmuró, movido por una tormenta de emociones; la impotencia, la tristeza, la rabia y el temor mezclándose en su pecho. No formaba parte de su naturaleza rogar, suplicar o pedir clemencia: había preferido sufrir cien latigazos a llorar y clamar misericordia a Rogare. Pero no era su vida ni su bienestar el que peligraba, sino el de su mentor, Gyllos Forel, la primera persona después de años que lo había tratado como un niño y no como un objeto, que tendió su mano en lugar de abofetearlo con esta, que lo reconfortó y no se burló de su sufrimiento, de sus inquietudes y miedos. Si había alguien por quien valiera la pena hacer a un lado su orgullo, doblar sus rodillas e implorar compasión, ese alguien era Gyllos—. Por favor, sálvalo.

No recibió una contestación de Mara, quien desapareció a la distancia, justo cuando los soldados de los Capas Arcoíris, Azules, Celestes, Rojas y Violetas entraba en tropel al salón, empuñando sus armas y rugiendo. Pero al arribar a la sala, todos los guardias, desde los jóvenes a los adultos, desde los comandantes a los novatos, silenciaron sus bramidos, bajando sus hojas y mirando con evidente confusión la escena que se revelaba delante de ellos: las paredes plagadas de raspones, el suelo lleno de huecos, el muro del descanso de las escaleras agujereado, con la piedra derretida descendiendo como ríos grises hacia los peldaños, y Garren y Fera tumbados en el piso, sobre un charco de su sangre. Sin agregarse a sí mismo, claro, un chico con una horrenda cicatriz en la cara y con su armadura despedazada; varias secciones de su cota de malla colgando de su peto abollado; su brazalete derecho y su greba izquierda destrozados.

Respiró hondamente, peinando su corto cabello hacia atrás y clavando su mirada en el comandante de los guardias de Tichero, cuyo rango dedujo a partir de la cresta de plumas que adornaba su yelmo de bronce.

—Tú —habló, apuntando con su dedo al hombre de armadura broncínea y capa de seda multicolor—, dile a Tichero que Arallypho está muerto.

—¿El Traidor ha muerto? —preguntaron cientos al unísono, conmocionados y sorprendidos, incluidos sargentos, capitanes, tenientes y comandantes.

—¿Ustedes lo mataron? —cuestionó el Flaerys.

—Qhuaalo murió, Garren, Fera y yo vengamos su muerte y acabamos con el puto Arallypho. —Daeron inspiró por la nariz, sentándose; la bruma nublando su vista y el mareo quebrando su equilibrio.

—¿Y dónde está el cuerpo?

—Confía en mí, no quieres saberlo, y aunque te lo dijera, no me creerías. —Se recostó en el piso, cubriendo su rostro con su brazo—. Avísenle a Tichero y les pido de favor que no hagan ruido.

—Pero...

—Busquen a Tichero, traigan cirujanos, no griten. No es complicado, ¿o sí? —Soltó un respingo y cerró los ojos—. Y si no quieren quedarse aquí, vayan y cacen a los Capas de Acero y traidores que siguen corriendo por las calles.

Si lo interrogaron, si espetaron en su contra, si se quejaron o gritaron, Daeron no escuchó. No se percató si lo movieron, si lo patearon, si lo agitaron para despertarlo o si lo rodearon como una horda de animales hambrientos. Estaba cansado, demasiado cansado; había recobrado sus fuerzas, pero, como bien lo había explicado Mara, su espíritu, su mente, se hallaban agotados, drenados de esa energía que lo mantenía en pie cuando sus músculos se entumecían y volvían de roca. Esa energía que, en su experiencia y como bien lo había explicado la Gran Sacerdotisa, solo se recuperaba durmiendo.

Así que, pese a estar en el centro de una habitación en la que había peleado con el mayor traidor de los últimos cincuenta años, el cual había estallado en una nube de sangre y tripas, y una sombra humanoide, que casi lo había asesinado, se hundió en la oscuridad. El mundo de los sueños lo abrazó, y Daeron no se resistió, siendo vencido por la fatiga.

...

Nota del Autor:

¡Buenos días, tardes o noches a todos, queridos lectores! ¿Cómo se encuentran este domingo? Espero qué bien, así como espero que les haya gustado el capítulo. Este sí que ha sido una bueno, ¿eh? Le metí bastante acción, emoción y misticismo, presentando a nuevos personajes y electrodomésticos que cobrarán sentido e importancia a futuro, se los prometo.

Sin embargo, lo relevante es la guerra por fin ha llegado a su fin, pero ¿a qué costo? ¿Será que nuestros protagonistas realmente ganaron? ¿Y qué era esa cosa o cómo y por qué se apersonó Mara en el Fuerte de Hierro? ¿Tendrá la sacerdotisa segundas intenciones? ¿Dónde estarán Kyriah y Lara? ¿Dónde está Myriah? ¿Y Garson Martell? ¿Qué sucederá con Gyllos y Daeron? ¿Habrá muerto la Sombra?

Todas las respuestas a estas interrogantes se revelarán pronto, créanme, en los próximos capítulos. Sin embargo, quería tomarme un momento para agradecer a a-andromeda por la tremendamente hermosa portada que verán a partir de ahora como rostro del Rey de Plata, llamada de hoy en adelante: El Rey de Plata, Nación de Acero y Veneno. Porque sí, lectores, he decidido que esto será una saga, una de siete obras. Así que esta solo se trata de la primera entrega de la septilogía. Y el precioso arte que verán en la portada fue forjado y pulido por las benditas y hábiles manos de mi querida amiga María Paula. ¡Todos alaben su magnífico talento y su incuestionable destreza! ✨️✨️✨️

Sin más, les agradezco por su atención, dedicación y tiempo, y les deseo muchísimos éxitos, amigos y lectores 💖

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