𝐗𝐗𝐈𝐈

Màu nền
Font chữ
Font size
Chiều cao dòng

—Carajo, ¿son todos los focos de batalla? —Gyllos se acomodó en la montaña de almohadas a sus espaldas, rígidas cual rocas, finas cual papel a causa de estar dos semanas recostado en ellas.

—Sí, señor —asintió el soldado que había señalado con un círculo de tinta los puntos en los cuales las fuerzas de los magísteres y los nobles de la ciudad se habían congregado y empezado a matarse—. De poder usted caminar y verlo en persona... Dioses, dudo que lo creyera a la primera —mencionó el joven guardia.

—¿Tan mal están las cosas?

—Peores que nunca, mi señor. Los nobles menores se enfrentan entre sí en las calles y callejones de la ciudad, mientras que los grandes nobles y los ejércitos privados de los magísteres luchan en avenidas y sobre los techos —explicó, apuntando con su dedo a un círculo al este de Braavos, en el Corredor de los Arquitectos—. Los Faenorys y el resto de los suyos se han atrincherado en sus Grandes Islas, pero, según nuestros exploradores, los nobles del sur están preparando una flota de veinte galeras y cuarenta barcoluengos para atracar en el Puerto de los Zafiros.

—¿De dónde sacaron la flota?

El soldado se encogió de hombros, rascando su nuca.

—No lo sabemos.

—¿Y lord Ballio? ¿Él dio su venia para invadir a los Faenorys?

—Ni idea. Los hombres del magíster Ballio no se han movido de su mansión. Patrullan los muros que rodean el edificio central, pero no abandonan las almenas ni el patio; pero el portón principal está roto.

Gyllos se cruzó de brazos.

—¿Está seguro de que son soldados de los Oliross? —Por mucho que quisiera ser optimista, siempre cabía la posibilidad de que se tratasen de tropas enemigas que hubieran irrumpido en la mansión, asesinado a los presentes y fingieran ser ellos. ¿Con qué motivo? Lo desconocía.

—Son ellos —afirmó—. Vimos a lady Myriah y a la Cuarta Espada de Braavos, junto a un decena de guardias dornienses, vigilando desde las almenas.

—¿Myriah Martell? ¿Qué hace esa niña en la mansión de un magíster?

—Al parecer, lord Garson la llevó consigo a una reunión que tenía con Ballio Oliross.

«Mierda», maldijo, masajeando el puente de su nariz. Aquello complicaba la situación. Una situación que era bastante difícil no solo por la guerra civil que había estallado de manera insólita y repentina, sino también por la desinformación y lo extraño que era el conflicto en general.

Gyllos había visto y vivido la guerra en carne propia, y aquel había resurgido en Braavos luego de meses de incertidumbre, incontables conspiraciones, atentados y la desaparición de los herederos de las casas más influyentes de la ciudad. Al final, la olla reventó después de soportar por semanas una constante y creciente presión.

Sin embargo, estaba convencido de que ese no era el resultado que Tichero buscaba conseguir al raptar a los hijos, sobrinos, hermanos y nietos de los nobles de la nación. Aunque tampoco podía echarle toda la culpa. Después de todo, los magísteres hubiesen iniciado un caos fuera como fuese. Luego del atentado de la orquestado por los piratas de la Triarquía, una mínima chispa, una minúscula excusa, cualquier justificación serviría para aprovecharse de la paranoia colectiva y del recelo de sus rivales, y empañar su reputación o deshacerse de ellos.

Tichero lo anticipó, y él era un imbécil por no haber creído que esos avariciosos, privilegiados y soberbios bastardos no asesinarían a los suyos. Pero, aparentemente, ni siquiera el gran castigo que caería sobre ellos si se llegaban a revelar sus crímenes los amedrentaba.

«Pertenecer a la misma asquerosa calaña no los salva de los suyos». «Los demás pueden estar retorciéndose de hambre en el suelo, la ciudad se podría estar consumiendo por las llamas, y ellos seguirán peleando por oro y terreno», recordó Gyllos, evocando las sabias palabras de su difunto hermano. Jyrio siempre odió a los nobles debido al desprecio que mostraron por los Forel y como se rieron de ellos al verlos desmoronarse y perder su fortuna, su fama, su dignidad.

Por su parte, si bien los había detestado e insultado durante años, Gyllos se retractó al chocarse con Tichero y conocerlo. Entendió, gracias a las sabias reflexiones de Dromin y a su recorrido por los exóticos salones y ostentosas fiestas en la mansión de los Flaerys, que los magísteres y los nobles no eran unos desgraciados descorazonados por naturaleza; al menos, no en su totalidad.

Como pocos comprendían, los de alta alcurnia tenían numerosas obligaciones. Administrar un territorio, organizar el comercio, defender sus tratados comerciales, lidiar con otros nobles, responder ante el Señor del Mar y los seis magísteres o cerciorarse de que la economía, la política, la seguridad y las condiciones de sus suburbios o distritos se hallaran en buen estado.

La mayoría de aquellas responsabilidades y trabajos conllevaban un esfuerzo inhumano, mental y físico, y varios se consideraban por encima del pueblo llano, ya por su sangre, ya por su riqueza, ya por sus ropajes. Aun así, había hombres y mujeres de alta alcurnia que no se veían superiores a la gente común, como Tichero y su esposa Danasha.

Aquel nombre le trajo malos recuerdos, memorias que había enterrado en lo más profundo de su pensamiento años atrás, luego de quebrantar su código de Espada. Había valido la pena. Cada maldito segundo había valido la pena.

Oírlo gritar, suplicar misericordia, piedad, perdón. Fue una sinfonía exquisita, pero que después sería aberrante, insoportable. Una canción que rememoraba su más grande pecado, su más grave falta, su más horrenda atrocidad.

Pero esta vez era diferente. Había aprendido, había madurado y había pagado el precio de su impulsividad al recibir horribles quemaduras en su pierna y quedar postrado en su cama, observando con impotencia y rabia a su ciudad sumirse en la desesperación, ahogarse en sangre inocente y, si no actuaba rápido, desvanecerse en un mar de llamas.

Inspiró por la nariz, posando su mano izquierda alrededor de la empuñadura de Escarlata, la cual reposaba a un costado suyo. Le costaba admitirlo, pero recuperar a Myriah no era menester; mientras ella estuviera custodiada por su escolta personal y las tropas Oliross, no había nada de lo que preocuparse. No obstante, Dromin era otra historia. Ningún guardia del palacio lo había localizado, y los exploradores y espías de Tichero no daban con su paradero. Su buen amigo era más que un consejero y un compañero de varios años, era el castellano del palacio, y por ende, poseía conocimientos y secretos que comprometerían la integridad de Tichero, de Braavos.

No era una opción abandonarlo ni tampoco confiar su vida a cualquier noble. Le pesaba no tener la menor idea de cómo o dónde estaba Dromin. ¿Se habría refugiado en algún edificio del Corredor de las Forjas? ¿O acaso uno de los matones de los magísteres se enteró de la escapada del maestre y lo secuestró? Siendo sincero, rezaba porque un herrero hubiera acogido a Dromin en su local antes del masivo enfrentamiento de los ejércitos personales de los nobles.

Desgraciadamente, hasta que los agentes del Señor del Mar no lo encontrasen, no había mucho que hacer. Por lo tanto, se centró en deducir cuáles eran los posibles movimientos que ejecutarían las tropas de los magísteres en caso de que ganasen o perdiesen sus respectivas contiendas.

Recorrió el amplio mapa que se extendía sobre su pierna entablillada y su pierna sana, estudiando los círculos dibujados por el soldado que yacía de pie al lado de su cama.

—¿Las huestes de lady Uma siguen peleando en la laguna?

—Sí. Es una batalla de desgaste —dijo el hombre—. Lo más probable es que estén durante horas allí.

—Entonces, hay que ayudarlos —sentenció Gyllos—. Dígale al comandante Daaro que envíe a cinco galeras a apoyar a las fuerzas de Uma. Necesitamos aliados, y si le demostramos que no somos sus enemigos, ella se nos unirá.

—Es arriesgado, mi señor —comentó, nervioso—. Las galeras de lady Uma y los dromones de los vasallos de lady Irnah colisionaron, y ahora forman una suerte de isla diminuta de madera, cascos rotos y mástiles quebrados. Pelear en un terreno así quizás para usted es fácil, pero le aseguro que, para nosotros, los soldados, es todo un desafío.

—¿Y se siente capaz de cumplirlo?

—Sí, las armaduras de cuero endurecido evitará que nos ahoguemos al precipitarnos al agua, pero...

—¿Pero? —Gyllos arqueó una ceja.

—Pero la victoria no es un hecho. Y si cayéramos a la laguna, estaríamos a la merced de las flechas del enemigo.

—¿Y eso lo asusta?

—Bueno..., no. Quiero decir...

—No lo piense mucho, sargento. ¿Puede con un puñado de hombres y mujeres desorganizados que han traicionado a su nación y desatado la muerte contra sus hermanos y hermanas, o no?

El soldado pareció debatirse unos instantes, luego se enderezó y alzó la mirada, asintiendo con firmeza.

—Sí, señor. Mis chicos y yo los venceremos.

—Así es —sonrió Gyllos—. No me cabe duda. Pero procure infundir su determinación y valor a sus soldados. Recuerde: el miedo hiere más que las espadas.

—Lo tendré en mente, señor —volvió a asentir—. ¿Cuál será el próximo paso?

—Noros está ocupado manteniendo a raya a los soldados de Forassar, ¿no? —Lamentaba no poder contar con el apoyo del general de la guardia personal de Tichero, pero, de acuerdo a lo que había oído, este defendía el Corredor Púrpura, que conectaba el Gran Mercado a los suburbios gobernados por el Señor del Mar.

—Sí, señor. El general Noros está preparando barricadas por si los aliados de Forassar o Irnah intentan marchar hacia el palacio.

—Bien. —Gyllos tamborileó la empuñadura de Escarlata, las yemas de sus dedos golpeando levemente el cuero—. ¿Quiénes no han recibido órdenes de Tichero?

—La capitana Noressa y el sargento Joro. Todos los demás tienen estrictas órdenes de permanecer en el palacio, defender las calles de los distritos Flaerys o el Puerto Púrpura.

Gyllos asintió. Volvió su vista al mapa, desenvainó a Escarlata, la hoja plateada refulgiendo a la luz que se filtraba por la ventana, y señaló con el filo de su espada el círculo que marcaba el Corredor de las Fraguas.

—Necesitamos a los Essiris de nuestra parte si queremos poner fin a esta locura. Así que dígale a la capitana Noressa y al sargento Joro que se dirijan a las grandes islas de los Essiris.

—Pero, señor, los Essiris...

—¿Qué sucede? —preguntó Gyllos, mirando al soldado.

—A ellos los hemos visto avanzar hacia la mansión de los Oniruss —informó, nervioso, jugando con el puño de la espada corta que colgaba de su cinturón—. Y nuestros exploradores fueron emboscados por numerosos hombres de los Essiris en el Corredor de las Gemas, en el de la Abundancia, en el de los Titiriteros... Se están movilizando, y no sabemos cómo hicieron para esparcirse en tan poco tiempo.

—¿Esto es verdad? —Aguardaba que la respuesta fuera «no», pero, en el fondo, sabía qué contestación obtendría.

—Sí.

Gyllos frunció el ceño y cerró su mano en torno al mango de su sable, la madera crujiendo bajo sus dedos, el cuero raspando sus yemas. Normalmente, un danzarín del agua sostendría su arma con destreza, no con fuerza, pero Gyllos, atormentado por una aterradora posibilidad, no pudo sentir más que rabia, consternación, repulsión.

Clavó sus ojos ambarinos en el mapa, y luego incrustó la punta de su espada en el dibujo de una enorme y esbelta torre que se alzaba en el centro de una laguna en el centro de la ciudad.

—Hasta que averigüemos qué traman, no nos uniremos a los Essiris —sentenció—. Forassar, ¿cuál es su situación? ¿Ha atacado a otros magísteres?

—Las tropas de los nobles bajo su mando sí; pero su ejército personal, no. Los Capas Grises no han aparecido en las calles, canales o tejados.

«Qué raro...». «Forassar nunca desaprovecharía una oportunidad como esta». «Si él mismo no ha encabezado a sus hombres, significa que no está detrás del ataque de sus vasallos», concluyó. Forassar era un sujeto arrogante, presumido, jamás concedería el privilegio de asesta el tajo mortal a sus rivales o el de doblegarlos a un tercero; dejar que Garren matase a los aliados de Xhabarro le había costado horrores, en palabras del propio yitiense.

Era probable que Forassar, a pesar de su orgullo y vanidad, hubiese comandado a sus secuaces y socios a invadir los distritos de otros magísteres o acaparar más terreno. Pues, si de algo pecaba Mero, era de soberbia y falta de escrúpulos; no había nada que le impidiese refugiarse detrás de sus vasallos mientras ellos peleaban y él se deleitaba con los más finos vinos y exquisitos manjares en la seguridad de su mansión.

«No, no, es un bastardo descorazonado, sin embargo, Mero no es idiota», encomendar a sus huestes asediar el palacio del Señor del Mar era una estrategia arriesgada, y Mero nunca se arriesgaba al apostar. Esa precavida y práctica filosofía lo habían hecho un excelente hombre de negocios, pero una pésima persona. Y, aunque no era imposible que aquel grupo de nobles menores que asaltaban el Corredor de las Fraguas no estuvieran bajo órdenes de Forassar, Gyllos prefirió no sacar suposiciones precipitadas.

Con Forassar, uno nunca sabía qué demencia haría a continuación o si planeaba una estratagema de respaldo para su táctica inicial por si esta fracasaba.

—¿Qué tan difícil sería abrirse paso hasta la mansión del magíster Mero?

—Muy difícil —respondió el guardia—. El Gran Mercado es una zona de guerra, y los corredores principales están abarrotados de barricadas o soldados. Los tejados y canales tampoco son una opción.

—¿Demasiados arqueros?

—Y demasiados barcos —agregó.

—Mierda. Entonces, es casi un suicidio.

—Una muerte segura, sí.

—¿Y cuánto tardarían en llegar a la residencia de los Oliross?

—Depende. Si vamos por los corredores y avenidas, demoraríamos horas, sino días; y si usamos los callejones, quizás una o dos horas. Perderíamos a todos los hombres y mujeres de los grupos antes de arribar a la mansión. El problema son las fuerzas Essiris y Oniruss.

—¿Cuántos estima que hay?

—¿Cuántos soldados Essiris y Oniruss? ¿O cuántos soldados hay en las calles?

—Ambas, por favor.

—Diez mil.

Gyllos se estremeció al oír semejante cifra. ¿Diez mil? ¿Cómo los nobles habían congregado semejante número de efectivos en cuatro horas? Era extraño, sospechoso. Y aterrador. Las fuerzas de los nobles se enfrentaban a las de los magísteres y sus aliados, sin importar su reputación, influencia o cuánto oro albergaran en sus arcas.

Aquello, sin duda, era inusual. Los aliados de Forassar no habían atacado a los Capas Grises, así como los Irnah no habían atentado en contra de los Capas Celestes, la guardia privada de Illora y sus familiares. Los Oniruss y los Essiris, no obstante, parecían los únicos que habían desplazado sus tropas hacia los barrios y territorios de otros magísteres.

Sin embargo, no estaban confabulados, pues el soldado Flaerys mencionó que los Essiris habían invadido el Corredor de la Abundancia, propiedad de los Oniruss, y Gyllos no creía que dos familias que llevaban una rivalidad milenaria se hubieran coludido para deshacerse de enemigos en común. De estar equivocado, significaba que los Essiris y los Oniruss trabajan juntos, y por consiguiente, buscaban un objetivo en común, uno lo suficientemente relevante, o tentador, como para destruir su arraigada enemistad.

Tenía fe en que Viria y Fera no cooperaran con los supuestos traidores. Pero, si debía ser honesto consigo, lo más factible era que los Oniruss estuviesen conspirando a la par que Sallyros y los suyos.

«No, Sallyros es un patriota». «Se mataría antes de quebrantar la paz de Braavos», el señor de los Essiris era el soldado más veterano de la ciudad, un guerrero nato, un superviviente de cinco de las Guerras de Sublevación. Un general retirado por su vejez, no a causa de su escasez de ingenio, talento, habilidad o decadencia física, que era inexistente, ya que el viejo aún podía cargar con su armadura, blandir su hacha y pelear como en los días de antaño. No, lo habían sacado de su puesto militar porque lo querían lejos del control de los efectivos de la guardia cívica y quitarle poder.

Conocía bien a Sallyros. Había combatido a su lado durante meses, y no había vislumbrado en él ni un ápice de ambición o egoísmo, al menos, no al nivel de la soberbia que resumen el resto de magísteres. Si había alguien detrás de los recientes ataques, ese no era Sallyros.

Pero sus soldados estaban allí, masacrando a los ejércitos de los demás nobles y a las patrullas rezadas de los Capas Arcoiris, Azules, Celestes, Carmesíes, Grises, Verdes y hasta los Violetas, que eran los guardianes designados de las calles de Braavos. «No tiene sentido», reflexionó, inquieto, no comprendiendo por qué Sallyros había comandado y organizado a sus tropas para asediar los distritos que no le pertenecían. ¿Qué planeaba? ¿Cómo había logrado que su ejército personal se expandiera tan velozmente por la urbe?

Gyllos sacudió la cabeza, concentrándose en el presente. Ya habría tiempo, si todo se resolvía, de interrogar a Sallyros.

—¿A quiénes obedecen esos diez mil?

—Depende. Distintas familias y casas han establecido muros de escudos y barricadas en las calles y corredores más grandes, enviando avanzadillas de soldados a tantear los barrios aledaños —contestó el guardia Flaerys—. Los Tholarys y Vanerys cuenta con mil efectivos, y los Ghellaros, con trescientos. Pero los números de los Qalaros y los Aemeris se reducen a cada segundo. Creemos que sus filas no tienen más de setecientos hombres en conjunto.

—¿Cuántos Capas Azules resisten aún en la laguna? —preguntó, interesado.

—Cuatrocientos, quizás quinientos; han perdido muchos.

Gyllos asintió, observando el mapa.

—¿Me recuerdas cuántos guardias debían permanecer dentro de las murallas de un magíster por ley?

—Setecientos como mínimo; como máximo, dos mil. Es según el tamaño de la estructura.

Los magísteres, al igual que los nobles, por edicto del Señor del Mar, se encontraban obligados a prestar una porción de sus ejércitos privados al bienestar de la ciudad, uniéndolos a la guardia cívica o haciéndolos patrullar los suburbios de Braavos. En total, los noble menores podían reclutar quinientos soldados; los grandes nobles, mil; los magísteres, cuatro a mil, a quienes se les otorgaban capas de un color relacionado a la casa a la que servirían, y el Señor del Mar, gracias a uno de sus muchísimos beneficios de ser el regente, poseía un ejército de siete mil guerreros.

Independientemente de cómo gestionaran sus recursos militares, ni siquiera el gobernante en turno escapaba de la regla, instaurándose a su vez la norma de que, en los hogares de los respectivos señores y señoras del momento, no se toleraría que hubiese más de dos mil tropas. De descubrirse que se infringían las leyes, se les penalizaría cobrándoles una cuantiosa suma y poniendo a disposición de la guardia de la ciudad a los soldados sobrantes.

Sin embargo, debido a que los grandes nobles y los nobles menores no eran capaces de contratar ni mantener a dos mil efectivos en sus residencias, los únicos afectados por la ley fueron los magísteres y el mismo Señor del Mar. Aun así, era una cantidad importante, nada desdeñable.

Una cantidad capaz de darle la vuelta a una batalla.

—¿Vieron tus exploradores cuántos hombres había en las almenas de la mansión de lord Ballio?

—Eh... —masajeó su mentón, pensativo—. Dijeron que había alrededor de quinientos, pero es posible que haya más dentro del edificio y en los barracones.

—¿Dos mil, tal vez?

—Tal vez, si es que lord Oliross respetó las leyes y... Oh...

Gyllos sonrió, al fin el capitán lo había entendido.

—¿Está seguro, mi señor? —se cruzó de brazos, la suela de su bota dando golpecitos al suelo—. Los Essiris y los Oniruss nos llevan ventaja, y los Faenorys no dejarán que crucemos por sus suburbios. Uma se ha aislado, y a quienes se acercan a sus islas los recibe a puro flechazo.

—A mí no —aseveró Gyllos—. Iré en persona a parlamentar con ella.

—Pero, señor, su pierna...

—Detalles, capitán. ¿Cree que esta es mi peor lesión?

Se incorporó, sentándose en el borde de su cama. El mapa se deslizó por encima de sus piernas, quedando sobre las sábanas. Gyllos respiró hondo, la punzada de dolor subiendo desde su talón hasta su muslo. Esperó unos segundos, y luego se puso de pie, envainando a Escarlata y enganchándola a su cinto.

Caminó un par de palmos, apretando los dientes y las manos, la empuñadura de su espada sufriendo por la fuerza de sus dedos izquierdos, los cuales se aferraban a ella. Tomó unas muletas de madera que reposaban en una de las paredes de la habitación y, colocándolas debajo de sus sobacos, se apoyó en estas, doblando su pierna lastimada. El dolor se desvaneció poco a poco, pero sus músculos y piel quemadas aún palpitaban.

Se volvió hacia el sargento, quien ya se aproximó a él, pero Gyllos lo detuvo alzando una mano.

—Estoy bien —suspiró, mirando al soldado—. ¿Sería tan amable de escoltarme a las grandes islas de los Faenorys?

—Por supuesto, mi señor —afirmó, y se encaminó a la puerta.

—Y quisiera saber si es que hallaron a mi paladín —mencionó antes de dirigirse a la salida—. Hace rato que no lo veo.

Lo había disimulado e intentado evitarlo, pero si no preguntaba acerca del tema, quizás sería muy tarde. En silencio, aquella interrogante lo carcomía internamente, royendo sus huesos. aumentando su creciente pero oculta consternación, consumiéndolo.

En horas, ni los criados, ni los guardias ni los cirujanos vieron a Daeron en el palacio, y si bien mandó a buscarlo, ninguno había dado con el joven valyrio. Aunque no dejó que la preocupación, los nervios y la incertidumbre lo dominasen, le fue imposible no sentir dichas emociones.

¿Dónde se había metido? ¿Se estaría escondiendo? Y de hacerlo, ¿por qué? ¿Siquiera seguían en el interior del palacio? De haberse ido, ¿cuál era su razón para escaparse? ¿Y dónde se había marchado?

No, no, Daeron no huiría. Quizás, al principio, cuando se conocieron, sí se habría fugado; aquel era un miedo constante durante los primeros días de Gyllos como maestro. Pero, al pasar las semanas y los meses, descubrió y comprendió que Daeron no renunciaría al sendero de la espada. El chico poseía un sueño, una meta, un propósito, y no se desharía de este por más que el mundo se destruyera. Además, esconderse no era de su estilo.

Pero, si no había escapado, si no había decidido ocultarse, entonces, ¿dónde estaba? No lo sabía, y eso lo atormentaba.

—Lo lamento, mi señor. Pero no lo sé.

Gyllos inspiró profundamente por la nariz y exhaló por la boca. Asintió, disimulando su decepción, su miedo, su nerviosismo, y salió de la recámara, acompañado por el sargento.

«Por la Muerte, Daeron, donde sea que estés, no hagas una idiotez». «Y cuídate». «Cuídate, por favor».

...

—Cuánta... tranquilidad.

—Demasiada.

Myriah estaba acostumbrada a la quietud de Lanza del Sol, el sonido de las olas lamiendo las arenosas y rocosas costas de Dorne, y la cálida y suave brisa del desierto acariciando su piel, moviendo su pelo. Era agradable, pero la calma en Braavos, aquella tensa paz, no era plácida. En lo absoluto.

El caos, la muerte, la sangre y el recelo se palpaba en el aire, se notaba en el aroma metálico que arrastraba el viento. Los edificios de tejados rojos, dorados y grises se extendían frente a ella era una vista hermosa, pero no había júbilo ni gusto al contemplar semejante imagen. Aun así, había un deje de belleza y alegría en aquel paisaje de tejas, pizarra, torres coronadas por planchas de metales llamativos y cúpulas de exóticos vidrios tintados.

Pero no era momento de maravillarse con vistas preciosas, sino de prepararse para un ataque masivo por parte de los magísteres y nobles de la ciudad. Los barcos de los Oniruss, con sus velas rojizas y cascos escarlatas, se habían detenido en el Puerto de Esmeralda. No se movieron, y las tropas escarlatas no habían hecho acto de presencia. Si se acercaban, lo hacían de forma sigilosa. Sin embargo, los que sí se mostraban desvergonzadamente eran los Capas de Acero, los soldados personales de los Essiris.

Lord Ballio no había despertado en horas; su padre, tampoco. En consecuencia, Myriah, como la única noble presente en la mansión, optó por ceder su liderazgo de Taecon y al capitán de los Capas Verdes; al carecer de experiencia militar y no tener ni idea de cómo comandar la defensa de un bastión, consideró que lo mejor sería, justamente, poner a la cabeza de su hueste a gente más curtida.

Quizás Lara fuese la Cuarta Espada de Braavos, pero las Espadas eran protectores de la ciudad, de la nación, de sus habitantes, no de las mansiones o palacios. Pese a su incomparable destreza marcial, los defensores de la Ciudad Secreta no eran un general. Según había escuchado, la última ocasión en la que uno de ellos dirigió un ejército, las cosas terminaron mal, muy mal, ya por pérdidas de los braavosi, ya por los daños al enemigo.

En cualquier caso, quería evitar una tragedia y, sobre todo, sobrevivir. Debía contarle a lord Tichero acerca de la presunta participación de los bastardos Flaerys en la conspiración, y no pretendía morir antes de hacerle llegar esa información.

Se había hartado de la guerra, de las intrigas, de las sutilezas, del derramamiento de sangre. Era hora de averiguar qué estaba sucediendo, quiénes eran los responsables de la destrucción y cómo resolver la guerra que había estallado súbitamente.

Oscuros pilares de humo ascendían desde diferentes puntos de la urbe, y las siluetas borrosas de los soldados combatiendo en los tejados se observaban a la distancia. Incluso cuatro horas después, los gritos de agonía, desesperación y horror se seguían oyendo a lo largo y ancho de Braavos.

Aquella visión, sin duda, perturbaría a cualquiera, y Myriah no era la excepción. Se encontraba aterrada e insegura, el fino hilillo de sangre que descendía de sus labios y su mentón lo confirmaba. Detestaba no hacer más que esperar a que los atacasen o que los refuerzos de los Flaerys arribaran a su posición. Aunque, por mucho que le costase admitirlo, quizás la ayudaría no aparecería de inmediato.

El panorama no era alentador, y las fuerzas del Señor del Mar no se iban a centrar en rescatar a una princesa cuando su país corría el riesgo de desmoronarse por culpa de la guerra civil. Myriah creía imposible que Braavos fuese a caer por una disputa entre familias nobles, pero no era lo mismo ver a un par de grandes nobles pelear, que manejar la contienda a gran escala en la cual la mayoría de los señores y señoras de alta alcurnia de la nación se habían enfrascado.

Ni siquiera en Dorne o Poniente había registro de una batalla similar. Lo que acontecía en Braavos no tenía precedentes, lógica o concierto.

¿Quién inició aquel macabro espectáculo? ¿Por qué? ¿Cómo se las había arreglado para convencer y esparcir la desconfianza y la discordia en cada rincón de Braavos? Desconocer las respuestas a tales interrogantes la frustraba. Pero era evidente que alguien había envenenado la mente de los nobles y también la de los magísteres, suscitando traiciones, peleas y complots, que acabaron por pudrir la paz de Braavos. Y ya iba siendo momento de restablecerla.

Myriah no era braavosi. No, ella era dorniense, la princesa de Dorne, la heredera de su padre. Sin embargo, no renunciaría a la gente de Braavos, no en esos tiempos de necesidad. Era una niña, sí; pero no ignoraría el padecimiento de otros, no si podía hacer algo al respecto.

Uno de los soldados de la torre sur hizo sonar su cuerno, el ruido de este resonando como un rugido ensordecedor en las paredes del patio exterior.

Myriah volvió su mirada a Lara, quien dirigió sus ojos hacia ella, asintió y desenvainó su estoque, fino, la hoja carmesí brillando a la luz del sol. Se giró, y el destello escarlata que desprendía su arma alertó a los soldados en el patio de que debían actuar rápido.

Todos se movilizaron, ubicándose donde se les había indicado, y Myriah, quieta, con la vista al frente, oyó las pisadas metálicas de los soldados hostiles acercándose a paso ligero.

—¡Prepárense, arqueros! —bramó el capitán de los Oliross, cuya voz resonó desde las almenas del norte de la muralla.

Los soldados corrieron a lo largo de la muralla, portando arcos de madera y un carcaj repleto de flechas emplumadas de punta de hierro al hombro. Myriah, sabiendo que solo ocuparía espacio, se retiró, caminando en dirección a una de las torres de vigilancia. Entró por la puerta lateral de esta, cerrándola detrás de sí, se colocó el casco que llevaba bajo el sobaco y se lo ajustó, descendiendo por los peldaños de madera que conducían a la planta inferior.

Al abandonar la estructura y salir al patio, vio a los guardias de capas verdes correr de un extremo al otro, preparando los detalles finales de la estratagema. Dos horas no bastaron para pulir en exceso la táctica que planeaban utilizar en contra de sus enemigos si estos se atrevían a embestir la penosa barricada de barriles y madera que habían levantado como sustituta de las dos inmensas puertas que su padre había tumbado, pero no había tiempo, mucho menos personal.

Dos mil soldados no era una cantidad despreciable; no obstante, ¿serían suficientes para detener a sus oponentes? Myriah quería convencerse de que, en efecto, veinte centenares de hombres y mujeres bien coordinados, entrenados y equipados era lo único que requería para vencer. Sin embargo, la duda la acechaba, intentado amedrentarla, colarse en sus pensamientos.

Aun así, no lo logró. Y Myriah, en lugar de huir y esconderse, buscó una de las lanzas que los soldados guardaban en los barriles amontonados cerca de la puerta principal de la mansión, saltando la segunda barricada de muebles que habían construido; en definitiva, no eran buenos arquitectos.

Balanceó el arma, sintiendo la madera, estudiando la punta de hierro negro. La hizo girar por su espalda, inclinándose hacia adelante, atrapándola con su mano derecha, y se irguió. No pesaba ni medía demasiado, dos codos a lo sumo. Perfecta para alguien de su tamaño.

Con su nueva adquisición, se situó detrás de la segunda barricada en forma de medialuna que habían alzado frente a la puerta de la mansión. Oyó las flechas silbar en lo alto de las almenas y las torres, el rechinar de los barriles suspendidos sobre el portón enervando su temple. Respiró profundamente, cerró los ojos, los abrió y esperó.

—¡¿Cuántos son?!

—¡No lo sé!

—¡No paran de aparecer!

—¡Sigan disparando, desgraciados! —rugió el capitán, disparando su ballesta.

—¡Vienen por los techos!

—¡Traen escalas! —advirtió uno de los soldados.

—¡¿Allá también?!

—¡Solo túmbenlos! —exclamó un sargento.

—¡Están por llegar a la entrada!

—¡Deténganlos, ya, ya! —ordenó el capitán, y un grupo de ballesteros obedeció al instante, desplazando y aglomerándose encima de las almenas que cruzaban por encima del marco del portón.

Myriah sentía los latidos de su corazón zumbarle en los oídos y la sangre hervir en sus venas. Mantuvo el control, pero el miedo amagó con tomar posesión de sus acciones. Sin embargo, no retrocedió.

«Nunca Doblegado, Nunca Roto», se recordó, y luego de afianzar su agarre sobre la lanza que empuñaba, inspiró hondo por las fosas nasales.

—¡Mátenlos a todos! —gritó algún soldado de afuera, profiriendo un alarido de dolor al segundo; le habían dado.

—¡Uno menos!

—¡Pero quedan muchos más! —señaló uno de sus compañeros, quien fue atravesado por una flecha; y el que anunció la muerte del enemigo abatido, por una lanza cuya pica sobresalió de su espalda. Ambos se precipitaron al patio, estrellándose contra el empedrado.

Las tripas de Myriah se enroscaron y retorcieron, pero no vomitó. Era inadmisible demostrar debilidad en aquel instante. Si ella se amilaba, ¿por qué sus hombres no lo harían? No, era su obligación dar el ejemplo, a pesar de que el miedo la incitaba a escapar.

La barricada se tambaleó, los barriles rodando por el piso; los muebles astillándose. ¿Usaban un ariete o simple fuerza bruta? No lo sabía, pero la barricada no aguantaría si continuaban acometiendo con semejante potencia.

—¡Derríbenlos, derríbenlos! —dijo el capitán—. ¡Quémenlos!

Al momento, dos soldados que arrastraban un cajón lleno de vasijas se aproximaron a toda prisa, levantando el contenedor y arrojando a extramuros de la muralla los recipientes. Se escucharon gritos ahogados y maldiciones. Luego, un arquero puso una de sus flechas en un brasero que ardía a su costado, y cuando la flecha se imbuyó en llamas, la agarró, tensó las cuerdas de su arco y la disparó.

Enseguida, los alaridos de sufrimiento retumbaron en las inmediaciones, y el olor a carne quemada impregnó el aire, el ruido del fuego crepitante chasqueando en las orejas de Myriah.

—¡Agua, agua!

—¡Me quemo!

—¡Traigan agua, maldita sea!

—¡Mátenlos, mátenlos! —indicó el capitán de capa verde, asomándose y presionando el gatillo de su ballesta.

—¡Vienen por el oeste! —alertó un soldado en las almenas occidentales, siendo fulminado por una flecha nada más terminó de avisar a sus compañeros.

—¡Mierda, le dieron al sargento Lovarro!

—¡Sigan peleando! —exclamó Lara, pegando su espalda a uno de los parapetos—. ¡¿Por dónde se acercan?!

—¡Por los tejados! —respondió una mujer de armadura esmeralda, quien arrojaba tres flechas antes de que uno pudiera siquiera parpadear—. ¡Son Essiris!

«¿Essiris?», Myriah no dio crédito a lo que sus oídos captaron, pero el terror en la voz de la soldado era real, sincero, palpable. De repente, un escalofrío le recorrió la médula.

—¡Los distraeré! —anunció Lara—. ¡Ustedes mátenlos mientras llamo su atención!

Y, sin vacilación, Lara pegó un salto, los rayos del sol fluyendo por su cabello castaño, y se impulsó a las afueras de la mansión. Inmediatamente, los gemidos de horror y los gritos ahogados de pánico le brindaron a Myriah la certeza de que Lara estaba realizando un excelente trabajo.

Los soldados en el flanco occidental hicieron llover una tormenta de flechas en contra de los invasores Essiris. Dos, tres, cuatro veces desataron sus proyectiles; no permitirían que acortaran distancia tan fácil. La preocupación por el bienestar de Lara asoló a Myriah, pero solo por un mero instantes. Al fin y al cabo, no era una guerra cualquiera, sino la Cuarta Espada de Braavos. Si alguien era capaz de eludir una miríada de dardos y enfrentar a decenas o cientos de soldados, esa era Lara.

—¡Son demasiados! —bramó un arquero, abatido al momento siguiente por una saeta que se incrustó en su pecho.

—¡Están en la puerta de adelante!

—¡¡Túmbenlos, túmbenlos!! —dijo el capitán de los Oliross, arrojando lanza tras lanza mientras la barricada cedía más y más a cada golpe.

Myriah hizo acopio de todo su valor, hincando sus dedos en la madera de su arma. «Nunca Doblegado, Nunca Roto», evocó el lema de su casa, y entonces...

La barricada, que parecía más una montaña irregular de cajas, muebles y tablones que una barricada tal cual, se desmoronó, proseguida por el terrible crujido de la madera y el choque de los muebles impactando con el suelo.

Esa era la señal que esperaban.

Myriah se irguió y, junto a media docena de arqueros y lanceros, lanzó su arma a las cuerdas que sostenían las tres docenas de barriles sobre el portón. Como una avalancha, los contenedores aplastaron a los soldados que entraban en tropel al patio, el estrépito de sus cráneos y huesos rompiéndose reverberando en los alrededores; el aceitoso y amarillento líquido que resguardaban los barriles mezclándose con la sangre.

Al cabo de unos segundos, más hombres y mujeres vestidos de distintos tonos de rojo, pisando a sus compañeros, se adentraron al interior de la muralla. Sin embargo, los arqueros, quienes habían encendido las puntas de sus flechas gracias al brasero a sus espaldas y las de Myriah, dispararon, pero no a los perpetradores. No, dispararon a la espesa sustancia que los barriles habían derramado.

Repentinamente, las llamas envolvieron a los soldados carmesíes, formando un muro de fuego que los engulló. Los alaridos de agonía de los enemigos aturdieron a Myriah, y la luz anaranjada que emanaba de la muralla ígnea la cegó por un segundo, teniendo que cubrir su rostro con su mano, el calor del incendio quemando sus mejillas.

—¡Resistan! —clamó el capitán—. ¡No retrocedan!

Myriah buscó una lanza, y al ver a un soldado saltar las llamas, la capa roja ondeando y ardiendo, lo mató arrojándole su arma. La pica se enterró en el cuello del sujeto, el cual se desplomó, muerto. Demoró unos instantes en reaccionar, pero Myriah se recompuso y volvió a tomar una tercera lanza mientras los arqueros Oliross y sus guardias de Dorne fulminaban a los pocos que cruzaban la pared de fuego.

Algunos de los tiradores de la muralla los apoyaron desde las alturas, pero, pese al descomunal incendio, las tropas enemigas continuaban abriéndose paso, corriendo y saltando a las llamas en fútiles intentos por cruzarlas. No obstante, fuese o no su intención, si seguían tirándose a la pira de cadáveres y personas agonizantes, acabarían por extinguir su abrasadora e intangible muralla.

—¡No dejen que lleguen al portón! —alzó la voz Myriah, derribando a un soldado al encajarle una lanza en el pecho a varios metros de distancia.

—¡Oyeron a la princesa! —rugió el capitán—. ¡No permitan que alcancen el portón! ¡Los quiero lejos, muy lejos! ¡Háganlos regresar por donde vinieron!

No supo cuántas lanzas lanzó, ni cuánto tiempo batalló ni cuándo crecieron tantísimas las llamas, que lamieron las almenas de la muralla. Al cansársele el brazo derecho, usó el izquierdo, el sudor descendiendo por su rostro, por sus dedos, por su pecho, por sus pies. Y, aun así, no paró.

Pero la situación se volvió insostenible Las lanzas se acababan, también las flechas, los dardos y las saetas, el cansancio entumeciendo sus extremidades superiores. El fuego se extendió por el patio, incontrolable, abrasador, tratando de extenderse por la roca que conformaba el muro. Aunque aquella visión instaría a la mayoría de personas a repensar si valía la pena adentrarse en la mansión Oliross, los soldados de los Oniruss, aparentemente, no tenían sentido común.

Uno a uno, o de dos en dos, o atropellándose entre ellos, los efectivos de la magíster Viria, imprudentes e intrépidos, por no decir estúpidos, cargaban de cabeza hacia el muro de fuego. Myriah no dudaba que buena parte de los ilusos eran abatidos antes de siquiera ser golpeados por el calor del incendio. Sin embargo, los cadáveres de los pocos supervivientes a las andanadas de flecha, luego de meterse al mar de llamas, caían sobre el aceite y la resina al morir, extinguiendo de forma gradual la pared ígnea.

Si no los hacían retroceder, si no los convencían de desistir con su férrea defensa, entonces no quedaría otra alternativa que matarlos a todos. Y eso, para su desgracia, era un hito improbable.

Conocía la leyenda de los tres mil de Qohor, pero contrario a los Inmaculados que vencieron a los Dothraki, su hueste estaba compuesta por soldados, sargentos y capitanes jóvenes, los cuales no habían entrado jamás en batalla. La única chance de sobrevivir, al menos a la primera acometida de sus oponentes, era obligarlos a replegarse, y si la gran pared de fuego que amenazaba con quemar su mismísimo bastión no lo aterró, nada lo haría.

—¡Sigan peleando! —dijo Myriah, y su voz resonó por el patio como el tronar de un cuerno de guerra—. ¡No malgasten lanzas! ¡Hagámoslo a la antigua!

Con su arma predilecta en la mano derecha y un escudo en la izquierda, Myriah, se agarró al borde de un escritorio viejo y saltó por encima de la barricada provisoria. Se posicionó frente al portón, viendo a través de las llamas danzantes a los soldados Oniruss siendo fulminados por las saetas del capitán y sus hombres, el calor abrasando sus mejillas. Herido y cojo, uno de los soldados embistió la pared de fuego, pero Myriah lanzó una estocada, y la pica de su arma se enterró en el segmento desprotegido de la axila.

Saltó hacia atrás, evadiendo el cadáver, y empujó el cadáver al exterior, la punta de hierro negro imbuida en fuego amarillo y anaranjado, casi rojo.

La intensidad de las llamas aumentaba a cada instante, y pese al calor infernal que sentía, todavía portando su cota de malla y el casco, Myriah se preparó para repeler la arremetida de una docena de soldados carmesíes. En ese preciso segundo, oyó pasos metálicos a sus espaldas. Al voltear, vio a las lanzas dornienses que componían su guardia personal y a los soldados de capa verde situarse a sus costados y detrás de ella, las lanzas vibrando ligeramente sobre su cabeza y a sus laterales.

Myriah elevó su escudo, y los demás la imitaron, formando un muro de madera y hierro. La miríada de flechas disparadas por el capitán y Taecon mataron a seis, y los restantes del grupo se impulsaron en su dirección.

—¡Prepárense! —gritó, entornando los ojos, tensando los músculos.

Los hombres y mujeres fueron dañados por las llamas, y luego, asesinados por las lanzas de Myriah y sus soldados, la sangre manchando los extremos afilados, ardiendo por el fuego. Procurando que no extinguieran la barrera, los lanceros de más atrás empujaban los cuerpos con las puntas sin filo de sus picas. No obstante, los enemigos, resistiendo las lluvia de proyectiles, no dejaban de correr como tarados hacia el portón y, después de un rato e innumerables estocadas, los cadáveres empezaban a acumularse.

Cansada, con el sudor llegándole a los talones y la mitad de su lanza embadurnada en sangre y chamuscada, Myriah no flaqueó. El calor le calcinaba la piel, y el humo, los pulmones, pero no iba a retirarse. Sus sienes palpitaban, y su corazón, desbocado, latía tan rápido, que tuvo miedo de que fuese a estallar. El miedo retorcía sus entrañas, trepaba por su espalda, intentaba doblegar sus rodillas.

Myriah no permitió que ganase. Y así como no cedió al miedo, tampoco cedería delante de sus enemigos.

—¡Los Essiris están cerca!

—¡Pues, aléjenlos!

—¡Es más fácil decirlo que hacerlo, capitán!

—¡¿Qué carajo es eso?!

—¡¿Es un escorpión?!

—¡Todos a cubierto! —rugió el sargento que lideraba la defensa de la fachada occidental.

Myriah se giró, vislumbrando un larguísimo dardo de hierro volar por el aire y empalar a un soldado en una de las paredes exteriores de la mansión. El cuerpo del sujeto quedó inerte, suspendido a varios metros del suelo.

«Eso es un problema», Myriah se estremeció al contemplar aquello, pero sacudió su cabeza y volvió su mirada al frente. «Lara lo resolverá». «Si la hubieran matado, ya lo habrían gritado a los cuatro vientos», concluyó, esperanzada en que la Cuarta Espada siguiese viva y combatiendo a los invasores.

Por suerte, sus pensamientos se confirmaron unos momentos más tarde.

—¡Es Lara!

—¡Alto el fuego! —bramó el sargento—. ¡Solo disparen a los que se acerquen demasiados! ¡Si alguno de ustedes le da a la Cuarta Espada, juro que los mataré personalmente!

—¡Se dirige al escorpión!

—¡Entonces cúbranla, idiotas!

«No mueras, Lara». «No mueras».

—¡Mierda! —espetó un soldado dorniense.

—¿Qué ocurre? —preguntó Myriah.

—¡Mire adelante!

Al hacerlo, Myriah alzó ambas cejas y abrió sus dos ojos de par en par, horrorizada. Eran decenas... No, cientos, cientos de soldados rojizos que corrían hacia ellos, empuñando espadas, lanzas, hachas o mazas. Myriah sintió el miedo clavar sus fríos puñales en su pecho. La idea de replegarse la tentó, pero no era hora de paniquearse, ni de esconderse, sino de pelear.

—¡Lanzas listas!

—¡Sí, señora!

«Nunca antes me habían dicho señora...». «No está mal», sonrió.

—¡El impacto será doloroso!

—¡No lo dudo! —dijo una de las lanceras.

—¡Pero resistiremos! —aseveró Myriah—. ¡¿O es que acaso se olvidaron de nuestro lema, el lema de la gente libre?! —golpeó el suelo con el borde de su escudo, clavando una rodilla en el empedrado—. ¡Nunca Doblegado, Nunca Roto!

—¡Nunca Doblegado, Nunca Roto! —rugieron los dornienses al unísono.

—¡Nunca Doblegado, Nunca Roto! —bramaron los braavosi pese a que aquella frase no era suya.

No, sí era propia de ellos, al igual que de todos los determinados y valientes dispuestos a luchar con uñas y dientes por su derecho a la libertad. La incertidumbre y la vacilación se desvanecieron, reemplazadas por el coraje infundido por la leyenda escrita en las máximas de los Martell, por ese grito de guerra, de desafío.

Andanada de flechas tras andanada de flechas, el ejército enemigo fue menguando en número, ya porque morían por los proyectiles, ya porque aplastaban a los caídos o heridos en su carrera. Myriah respiró hondo, contuvo el aliento y afirmó sus piernas.

Recubiertos en armaduras que se derretían, capas quemadas y fuego, los soldados rojizos colisionaron contra el muro de escudos, sacudiendo la primera línea. Las chispas ardientes saltaron al golpear las planchas de hierro y madera, y el abrasador calor de las llamas que envolvían a los agonizantes efectivos de los Oliross superaba al del día más insufrible del verano en Dorne. Y Myriah, entornando los ojos, apretando los dientes, empujó a los moribundos soldados usando su escudo, y luego lanzó una estocada con su arma.

La sangre hirviendo le cayó en el rostro, manchando su nariz y párpados. Ardía como si hubiera echado aceite caliente en su cara, pero abrió los párpados, incrustando su vista en otro soldado, a quien asestó un golpe directo en el cuello, el líquido rojo fluyendo por el mango ennegrecido de su pica.

—¡Quítenselos! ¡Que retrocedan!

Blandiendo sus lanzas, los soldados braavosi y dornienses apuñalaron y empalaron a los efectivos Oniruss. Estocada a estocada, fueron acabando con los carbonizados y malheridos oponentes, pero estos se amontonaban, obligándolos a alejarse del portón. Ninguno de los soldados lograba dar más de dos o tres pasos, desplomándose tras el tercero o el cuarto, así que no importaba que ampliaran su distancia. Al menos, eso creyó al principio.

Pronto, las embestidas los hicieron tambalearse, y las llamas que consumían la carne y el acero de sus enemigos, dar marcha atrás, dado que sus escudos de madera sufrieron severos daños por el fuego. En vez de parecerse a escudos, eran tablones de madera chamuscada y llenos de agujeros, el olor a humo, aceite, resina y muere invadiendo sus fosas nasales.

—¡Sigan firmes! —decidió Myriah, arrojándole su escudo a uno de los soldados, el crujido del cráneo partiéndose resonando por debajo de los alaridos y el estrépito de las armas—. ¡No dejen que traspasen la puerta, y si lo hacen, mátenlos!

—¡Oyeron bien, no regresen a la barricada!

Taecon descendió de la muralla, utilizando los salientes entre los ladrillos para bajar al patio. Portaba la lanza adornada con tela naranja, y el escudo circular con el símbolo del sol carmesí, pero había una docena y media de dardos enterrados en su peto y en la armadura de sus hombros.

De un rápido movimiento, rebanó la garganta de un soldado envuelto en fuego que había sorteado a los lanceros, la cabeza rodando por el suelo. Taecon se acercó a paso ligero, enviando a volar su magullado escudo cual disco de madera en dirección a la oleada de soldados hostiles, cortando en dos el cráneo de uno por la fuerza del impacto.

—¡Vamos, princesa, no se distraiga! —Taecon sonrió. ¿Cómo podía sonreír en una situación así?

Myriah se mordió el labio inferior, asintió y se volteó, observando al ejército que trataba inútilmente de traspasar el umbral del portón. Lanza en mano, Myriah, codo a codo junto a su guardia personal y los braavosi de capas verdes, continuó repeliendo los infructuosos intentos de sus oponentes por irrumpir en el patio.

Sin embargo, sus energías menguaban segundo a segundo, y su visión se nublaba levemente. Si bien no se separó de su arma, sus dedos no le respondían, ni sus piernas, ni sus brazos ni sus párpados. El corazón amagaba con explotar, y los ojos, con cerrarse. Pero los enemigos rojos no dejaban de surgir del fuego, y a juzgar por lo que alcanzaba a ver a través del ígneo elemento, aún faltaban muchos soldados por matar.

—¡Ahg! —uno de sus lanzas dornienses cayó, abatido por un dardo encajado entre ceja y ceja.

—¡Cuidado! —advirtió otro, apartándola del camino y siendo embestido por un hombretón en llamas, el cual lo arrastró por el piso.

Myriah se reincorporó de un salto, a pesar del dolor y la fatiga, y usó su lanza cual proyectil, disparándola contra su atacante. La pica se hundió en la nuca del mastodóntico soldado, que se desplomó sobre su guardia. Este, aplastado, incapaz de moverse, fue víctima del fuego que abrasaba el cadáver de su agresor.

Gritó, se retorció, pero nada sirvió. Tras unos instantes, dejó de debatirse, y Myriah, aturdida, se paralizó brevemente.

—¡Más escorpiones!

—¡Protejan a la Cuarta Espada y maten a los tiradores! —ordenó el sargento.

Pero un gran virote de hierro oscuro lo partió a la mitad, incrustando su torso superior en el empedrado del patio, los órganos, tripas y sangre desparramados por la piedra. Los soldados se miraron los unos a otros, y entonces el capitán exclamó, pero no fue una orden lo que brotó de su garganta, sino un gemido de dolor ahogado.

Myriah se volteó, viendo al hombre caer desde las almenas de la muralla. Casco y cráneo crujieron al estrellarse con una de las escasas estatuas que decoraban el sitio, la cual se destruyó en mil pedazos. Las tropas entraron en pánico, observándose sin saber cómo proceder o qué hacer además de temblar y ver a sus compañeros en búsqueda de contestaciones, indicaciones, algo.

—¡El o la que abandone su puesto morirá! —avisó Lara, quien regresó a la seguridad del muro, la sangre manando de una docena de heridas en su torso, rostro y brazos; la hoja de su espada más roja que nunca, tanto por el color del metal como por la sangre que había derramado.

Se notaba agitada, pero no estaba derrotada, mucho menos resignada. Pero, justo cuando iba a erguirse, el silbido de flechas hendiendo el aire la hizo agazaparse y gritar:

—¡Cúbranse!

Myriah se desplazó rápido, resguardándose detrás de la segunda barricada de muebles y cajas. Al levantar la mirada, contempló una lluvia no de flechas, sino de virotes de dos codos de longitud, lanzas de acero negro surcando los cielos cual serpientes de escamas oscuras. Se refugió, y al caer los gigantescos dardos, trozos de roca se desprendieron del piso, las almenas y las paredes de la muralla, hombres y mujeres precipitándose al vacío, los alaridos y chillidos de horror retumbando en las inmediaciones, abrumándola.

Una mano se posó en su hombro. Se estremeció, y se calmó al ver que no era un soldado Oniruss ni Essiris, sino Taecon. El capitán de su guardia pronunció algunas palabras, pues sus labios se movieron; no obstante, Myriah captó solamente zumbidos inteligibles. Fijó su mirada en el agonizante sujeto que se arrastraba a un costado, la capa que colgaba de su hombrera derecha ardiendo, desprendiéndose en trozos de retorcida tela quemada.

Desvió sus ojos, centrándose en el portón. El piso se hallaba repleto de cadáveres carbonizados o en proceso de calcinación, que se alzaban como una suerte de barrera provisoria; varios soldados braavosi y dornienses todavía defendían la puerta principal, acrecentando la muralla de cuerpos encimados y quemados. Era una visión horrorosa, macabra, repugnante, pero a Myriah se le ocurrió una manera de sacarle provecho.

Se incorporó, tomó su lanza, cuyo mango estaba partido a la mitad y prácticamente ennegrecido por la sangre y el fuego, y se despojó del miedo que la congelaba y nublaba sus sentidos. Respiró hondo, y luego de aclarar su audición, volvió su vista hacia Taecon.

—¿Está bien, princesa? —preguntó, había consternación en su voz, y en su semblante, vacilación.

—Lo estoy, capitán —aseguró, ignorando el dolor en su cuerpo—. ¿Usted lo está?

Taecon asintió y, poniéndose de pie, empuñó su pica.

—Vamos perdiendo.

—Pero aún no hemos perdido —replicó Myriah, apuntando al portón—. Existe una chance, capitán, pero no será agradable.

—¿En qué piensa?

—Nuestra muralla de fuego se está apagando; no durará mucho.

—¿Planea usar los barriles restantes?

Myriah negó con un gesto de cabeza.

—Apilaremos los cadáveres de los muertos y crearemos una nueva muralla.

Taecon parpadeó, atónito.

—Mi señora, eso es...

—¿Tétrico? Sí, pero el calor de los cuerpos y las armaduras al rojo vivo evitará que los Oniruss intenten asaltar el portón. —Myriah tenía la esperanza de que los soldados no embistieron por respeto a sus camaradas y, por supuesto, a causa del miedo de presenciar la aterradora imagen de sus compañeros amontonados los unos sobre los otros—. ¿Funcionará?

—¿De verdad está preguntándomelo? —cuestionó, impactado—. ¡Jamás apliqué una táctica así!

—Pues, hay una primera vez para todo, ¿no?

—Supongo —suspiró, rascando su nuca—. ¿Y qué haremos con los Essiris?

—Usted procure construir ese muro —señaló Myriah—. Yo iré a asistir a lady Lara.

—Mi señora, no puedo dejar que...

—Hágalo, capitán —sentenció, seria, urgente, pero serena—. Por favor.

—Sí, señora —dijo Taecon tras debatirse por unos instantes.

El capitán de las lanzas dornienses silbó, llamando la atención de los soldados de la muralla.

—¡Conmigo, ahora! —rugió—. ¡La Princesa de Dorne nos ha encargado una misión y no toleraré el fracaso! ¿O es que acaso permitirán que esos idiotas de rojo nos venzan? ¡Disparen a los que se acerquen por los techos y destruyan sus escalas con hachas o mazas! ¡Y, quien no tenga un arco o ballesta, venga aquí abajo inmediatamente y pelee por la vida de su señor, o por la suya, me da igual mientras impidamos que estos bastardos entren a la mansión!

—¡¿Quién se cree para darnos órdenes?! —bramó un sargento del lado oriental.

Taecon lo fulminó con su mirada, los iris oscuros brillando como diamantes negros llameantes.

—¡El único idiota que sabe lo que hace! —contestó, brusco—. ¡Así que obedezcan! ¿O prefieren dejar que ellos pasen las murallas y la puerta de adelante?

Hubo un súbito silencio por parte de los soldados Oliross.

—Eso pensé —Taecon comenzó a caminar en dirección al portón, en donde sus soldados y dos docenas de braavosi asestaban el golpe final a los supervivientes de la oleada de enemigos que embistió y desarmó el muro de escudos de Myriah hacía no mucho—. ¡Vamos, nadie se rinde hasta que el último de nosotros caiga!

Los dornienses soltaron un grito de guerra, y los efectivos de armaduras verdes, un bramido rebosante de determinación, duda, miedo. Myriah no podía culparlos por recular ni sentirse desesperanzados, pero se rehusaba a desistir, y al dirigir su mirada al oeste, supo la forma de revitalizar el espíritu de sus tropas. Porque, si había algo que alentaba a los soldados a continuar resistiendo, eso era una victoria.

Y si ellos necesitaban una victoria, se las daría. Una victoria importante, la cual avivara la menguante convicción de su hueste.

Moviéndose rápidamente por patio, recorrió el lugar plagado de escombros, cuerpos y flechas, dardos y saetas rotas e incrustadas en el piso, los virotes gigantes de los escorpiones hundidos en cráteres diminutos. Entró por una de las puertas que conducían a las almenas y a lo alto de las torres de la muralla, y luego de subir por los peldaños de madera enterrados en la piedra de la pared, salió por la puerta que conectaba con el adarve del muro.

Nada más abandonar la seguridad del torreón, fue recibida por una miríada de proyectiles. Se agazapó contra las almenas, y sintió un dardo rebotar en su yelmo. Pasada la tormenta, corrió agachada, encontrando a quien buscaba: Lara.

Embadurnada en sangre y con su armadura esmeralda abollada, la Cuarta Espada de Braavos se asomaba entre las almenas, observando a sus enemigos, y lanzaba una decena de estocadas a los incautos que intentaban trepar por las escalas. Pese al desagradable tajo irregular en el costado de su peto, sus movimientos eran imperceptibles, transformándose en una suerte de borrón del color del jade al desplazarse de extremo a extremo de la fachada oriental.

—¡Lara!

—Princesa Myriah —dijo la joven espadachín castaña, deteniéndose al percatarse de su presencia. Hizo una mueca, llevándose una mano a la rajadura en su peto—. ¿Qué sucede? ¿Qué hace aquí?

—Necesito que me digas cuál es tu situación.

Lara arqueó una ceja, miró a la izquierda y apuntó su hoja escarlata a los tejados de los suburbios.

—Los soldados Essiris demolieron las chimeneas y las cúpulas de algunas casas. No entendíamos cómo habían instalado el primer escorpión que usaron, pero luego lo comprendí: ya los habían preparado —relató, agitada, moderando su respiración—. No rompían las cúpulas o chimeneas para tener mejor visión o un camino más despejado; lo hacían porque escondieron sus armas en ellas.

«No es un ataque al azar». «Es un asalto coordinado y que fue planificado tiempo atrás». Myriah mordió su labio inferior y apretó sus puños, viendo en dirección al oeste y atisbando las figuras de los artilleros recargando sus escorpiones.

—¿Cómo podemos detenerlos?

—Las ballestas de las torres tienen buen alcance, pero sus escorpiones están fuera de su rango —explicó—. Destruí dos, y aún faltan ocho. Sin embargo...

—¿Sin embargo...? —Myriah se volteó hacia Lara, intrigada.

—Estos escorpiones son más pequeños, pero su potencia no tiene par y disparan varios virotes simultáneamente. Si no nos deshacemos de esas cosas, esta muralla, las torres y nuestros hombres no durarán demasiado.

Myriah asintió.

—¿Tiene un plan?

—Sí, pero necesito cobertura. Aún puedo moverme, y bastante rápido, pero temo que mis heridas me limitarán.

—Lo mejor sería que se recupere de sus heridas —dijo Myriah.

—Pero no tenemos tiempo —repuso Lara, irguiéndose—. Soy capaz de lograrlo, Princesa. Lo sé. No es imposible, no para mí.

La decisión en los orbes y las palabras de Lara convencieron a Myriah de que, en efecto, la mujer tenía la habilidad y el talento requeridos. Aun así, una punzada de inquietud la atravesó.

Sin embargo, ¿qué alternativa quedaba en aquellas circunstancias? Si debía elegir a alguien que pudiese concretar tan titánica proeza, uno de sus candidatos sería Gyllos Forel, y lo más cercano a Gyllos que había a su disposición era Lara. No la conocía bien, pero no le deseaba el mal, tampoco la muerte. Pero sabía que, aunque insistiera, la Espada no retrocedería. Lo veía en sus ojos café, ese destello que resplandecía en sus iris al contemplarse en el espejo.

«Va a conseguirlo», pensó. «Está resulta a hacerlo».

—Entonces, ¿cómo la ayudamos?

—Vigile mis espaldas y distraiga a los tiradores. Dirija a la banda de inútiles que tengo por soldados y procure que no me disparen a mí en vez de al enemigo.

Y justo cuando Lara se agarró del borde de la muralla y saltó a las escalas por las cuales subían los enemigos. Los hombres y mujeres de armadura gris oscuro fueron sorprendidos por la aparición de Lara, quien enterró su estoque en el cráneo de un hombretón cuyos dedos rozaron las almenas. En consecuencia, al despeñarse, impactó a los que ascendían debajo suyo, desencadenando la caída de aquel grupo.

Impulsándose gracias a la larga escalera de madera, Lara brincó a los techos de tejas verdes, y en cuanto puso la suela de su pie en el tejado de una casa, se desplazó a tal velocidad, que se transformó en un borrón verde, dejando una estela esmeralda y carmesí en su camino. Myriah se volvió y extendió su lanza a uno de los soldados Oliross.

—¡Oigan! —exclamó, y todas voltearon a verla, confundidos, desconcertados, las cejas arqueadas, los murmullos tapados por los gritos de agonía y desesperación. Myriah se enderezó y sacó pecho—. ¡Ya escucharon a la Cuarta Espada! ¡Disparen a cualquier bastardo Essiris que trate de acercarse a un escorpión!

—¡¿Y cómo nos ocupamos de las escalas?!

Myriah se giró sobre sus talones y arrojó su lanza a la torre de vigilancia. Un chillido resonó a la distancia, y al asomarse uno de los guardias allí apostados, Myriah le señaló con su dedo las escaleras del enemigo. La sonrisa que esbozó el ballestero no tuvo precio, y tras unos segundos de espera, una enorme saeta de madera despedazó en cientos de astillas y tablones las escalas de los Essiris.

De inmediato, los soldados a su derecha e izquierda asintieron y tensaron las cuerdas de sus arcos. Momentáneamente, se permitió sentir satisfecha y realizada, pero no se relajó en lo absoluto. Tomando prestada la espada corta que colgaba del cinto de un arquero, se encaminó a la torre que se alzaba a unos escasos metros.

Lara era muy, muy ágil y veloz, y no podría seguir sus pasos en plena batalla. A menos, claro, que estuviera en una posición que le brindase un mejor panorama. Y la torre era el sitio indicado. Al estar hecha de piedra y ladrillo, no fue difícil encontrar salientes de los que aferrarse, usándolos como soporte a la hora de escalar.

Paso a paso, ascendió, cubriéndose de los dardos y saetas al colocarse en la cara de la torre que daba al patio interior. Al cabo de un rato, alcanzó la cima, subiéndose a las planchas metálicas de un tono similar al jade. Con el pecho pegado al metal, se desplazó hacia el estandarte que se erguía en el centro. De cuclillas, abrazó el fino pilar de madera, y por fin descubrió qué acontecía a extramuros de la mansión.

Observó las llamas propagándose por el noroeste; torres quemadas, cúpulas rotas y tejados abarrotados de efectivos militares enfrascados en encarnizadas batallas en el territorio de los Essiris y mástiles de medio centenar de galeras y barcos en el sureste, cerca del Puerto Púrpura.

Brevemente, Myriah se sintió mareada por el olor a sangre, el humo y lo que sus ojos observaron. Demoró un instante en procesar, pero ese instante pareció eterno.

Luego, volvió su mirada a los soldados de corazas verdes en la muralla, quienes apuntaron hacia arriba y luego dispararon sus flechas, las cuales descendieron como una lluvia de serpientes emplumadas. Pero los Essiris, equipados con grandes escudos circulares, se agruparon y elevaron sus escudos, protegiéndose de la andanada de proyectiles.

—¡Disparen al cuerpo, concentren el fuego en ellos! —ordenó Myriah desde las alturas.

A pesar de su tamaño, su voz sacudió sus huesos, y los hombres y mujeres Oliross, que se encontraban metros abajo, acataron su comando enseguida. En lugar de hacer llover muerte, las tropas en la muralla ensartaron sus saetas y dardos en las frentes, torsos y vientres de los soldados de armadura gris oscura. Sin embargo, estos no tardaron en reorganizarse, colocando sus escudos no solo delante de ellos, sino también por encima de sus cabezas.

«Mierda», espetó en sus adentros. No obstante, experimentó un deje de regocijo al percibir la estela verde y roja de Lara partir uno de los escorpiones de un tajo escarlata. «¡Bien!».

—¡Sigan disparando! —clamó, y de nuevo, sus soldados respondieron tensando las cuerdas de sus arcos y recargando sus ballestas—. ¡Apunten a los escudos, que no se muevan!

Cuando los arqueros buscaban más flechas, los ballesteros se encargaban de mantener rígidos en sus posiciones a los soldados en los tejados. Las grandes ballestas de la torre provocaban que la estructura de esta se sacudiera al disparar sus virotes, derrumbando las escalas de los Essiris y evitando que se aproximaran en exceso a los muros occidentales. Y Lara, danzando entre los soldados en los techos, transmutada en una brumosa estela carmesí y esmeralda, rebanaba los escorpiones, ocasionando desorientación en las filas enemigas.

Dos, tres, cuatro, cinco escorpiones menos. Faltaban tres, solo tres. Y entonces los soldados Essiris, con sus capas de hilo de acero y yelmo que cubrían al completo sus rostros, adoptaron una formación inusual. Los hombres y mujeres de los tejados se reunieron en uno bastante amplio, y mientras los Oliross aprovechaban para reducir sus números al disparar en el aire, los que llegaban al techo se unían en un muro de escudos que no poseía brechas ni aperturas.

Lentamente, empezaron a retroceder, deteniéndose en el borde del tejado, las tejas verdes resplandeciendo a la luz del sol. Lara siguió moviéndose, cortando los escorpiones.

—¡Deténganse! —gritó Myriah a sus tropas—. ¡No hagan nada hasta que Lara...!

Grave, poderoso, el retumbar de pesadas hojas de acero impactando contra el suelo aturdió a Myriah. El restallar de cuerdas a lo lejos hizo que mirara al oeste. El terror y el horror la sacudieron al ver las enormes rocas volaban por el aire en dirección a la muralla. Aunque recabó valor y fuerza, de su garganta no brotó nada más que un hilillo de voz, un gemido, un chillido de miedo.

Los colosales pedruscos se estrellaron en la muralla, estremeciendo el piso y derrumbando las paredes de veinte varas de ancho y cuarenta de alto sin esfuerzo ninguno. Almenas, ladrillos, madera y soldados se elevaron como motas de polvo en el viento, y por un segundo, parecieron levitar. Pero ese segundo transcurrió, y luego se precipitaron hacia el empedrado del patio o salieron despedidos hacia la mansión. Los escombros dañaron las paredes de la mansión; los hombres y las mujeres revestidos de verde ni siquiera profirieron alaridos al ser lanzados y caer al jardín o chocar con las estatuas que lo decoraban.

Myriah, aturdida, desconcertada, oyó de nuevo el sonido del acero hendiendo la piedra y, reaccionando a tiempo, bajó de la punta de la torre antes de que la segunda ronda de rocas gigantes la alcanzase. Descendió rápidamente, saltando a dos o tres metros de las almenas y viendo un pedrusco, que se asemejaba al puño del Titán de Braavos por su inmenso tamaño, desmoronar el torreón de un plumazo.

Escapando de los pedazos de ladrillo y metal, corrió por el adarve, siendo engullida por una nube de polvo y, debido al cansancio previo, trastabillando. Rodó, pegando su espalda al parapetos detrás de ella. Pero la muralla tembló, y la superficie bajo sus pies cedió.

—¡Mierda! —abrazó sus rodillas, escondiendo su cara entre sus piernas, y se preparó para el golpe del suelo, el cual ascendió a su encuentro.

...

Nota del Autor:

Muy bien, otras diez mil palabras para ustedes, mis queridos lectores. Ha sido un año difícil, pero un año que muchísimos considerarán malo, incluso el peor de los años. Sin embargo, yo juzgó al 2023 como un buen año, un año en el que he conocido gente maravillosa, entablado amistad con personas increíbles y me he superado, tanto como escritor como estudiante y persona. Cierto es que todo año tiene cosas malas, y este no es la excepción, pero, dentro de toda la vorágine de estos últimos doce meses, la he pasado bien. No solo les agradezco por haber leído el Rey de Plata, comentando y votando, sino también por brindarme su apoyo día a día.  Ustedes son mi publico, mis lectores, quienes me han acompañado en este viaje a lo largo y ancho de la escritura del Rey de Plata. Muchísimas gracias por cada segundo que le han dedicado a mi historia.

¡Feliz año nuevo!

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen2U.Pro