𝐗𝐗𝐈𝐈𝐈

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Aún recordaba los gritos de horror, el aroma metálico de la sangre, el insípido calor del sol, que brillaba en lo alto el día que asediaron Myr. Pese a lo que sucedería después, Gyllos no sintió temor ni remordimiento, no al principio. Habían matado a Jyrio y se merecían un castigo, una reprimenda, una sentencia por su crimen.

Jyrio siempre había creído en la gente. Tal vez no consideraba a los nobles personas, pero odiaba ver a los ciudadanos de su nación y los de otras sufrir por el capricho de los gobernantes de sus países. Entonces, cuando los myrienses propusieron un cese al fuego tras dos años de guerra marítima, Jyrio no dudó dos veces en ofrecerse voluntario para presentarse como legado y firmar el tratado de paz. Gyllos era un joven de dieciséis años por aquel entonces, así que no pudo acompañarlo, y se arrepentiría muchísimos años de no haber estado allí.

Se despidió de Jyrio en el Puerto Púrpura, con Tichero, Danasha y Dromin a su lado. Ambos se abrazaron, y luego de mirarse mutuamente, sin nada que decir, Jyrio subió a su galera y partió a Myr. Gyllos estuvo una semana entera observando día y noche la entrada que discurría entre los pies del Titán, esperando ver a su hermano de regreso pronto.

Pero no sucedió nada, ni al mes ni al siguiente. Ninguna de las treinta galeras braavosi apareció, hasta que, abordo de una galera que se caía a pedazos, con el casco roto y las velas desgarradas, llegó un soldado malherido, desnutrido y que había perdido un brazo, el cual estrelló su barcaza en el Puerto del Trapero. Al socorrerlo, anunció que los myrienses los habían traicionado y emboscado en el puerto en cuanto desembarcaron.

Gyllos, quien había acudido para oír lo que tenía que decir el hombre, sintió una mezcla de impotencia, rabia y desesperación. Su hermano... ¿Dónde estaba su hermano? ¿Qué le había ocurrido? ¿Por qué no había vuelto en la galera hecha añicos con el soldado?

Abriéndose paso entre los guardias del puerto, tomó al sujeto por el cuello del peto y lo atrajo hacia él.

—¡Jyrio! —exigió saber—. ¿¡Dónde está?!

—Muerto... —musitó, débil, cansado—. Los guardias de la ciudad se lo llevaron a la mansión de uno de los magísteres, y después de eso no supimos nada...

El soldado siguió relatando cómo habían huido en sus barcazas y cómo la flota myriense los había cazado hasta las aguas de Pentos, donde una tormenta los azotó con la fuerza de mil tornados, hundiendo galeras y dromones. Pero Gyllos no oyó más. Soltó al hombre y se apartó de la multitud de guardias y ciudadanos que se aglomeraban en el infame muelle. Una vez se cercioró de que se encontraba a solas en el callejón al que se desplazó, las lágrimas no tardaron en desbordarse, y tampoco la rabia.

Desenvainó a Escarlata, e importándole un comino que el muro delante de él fuese de piedra, lanzó un centenar de estocada y tajos a la pared. Sus movimientos eran erráticos, desordenados, carentes de elegancia, salvajes. Sollozaba, furioso, y en lugar de gemir, gritaba y maldecía a los dioses y a los myrienses y a su estúpido hermano por haberse ofrecido como legado.

Cortó, cortó y cortó, y cuando la punta de su espada rebotó al chocar con la roca, se deshizo de ella y empezó a golpear la pared con sus puños. Se dañó los nudillos, las falanges e incluso presintió que uno de sus dedos se rompió. Pero no importó.

Siguió descargando la vorágine de sentimientos en la pobre pared hasta que el sol se ocultó y sus manos dejaron de responderles. Llorando, con los ojos y las manos rojas, Gyllos retrocedió, agotado, derrotado, devastado por la pérdida, la sangre escurriéndose por sus dedos. Se recargó en el muro a sus espaldas y se deslizó hasta sentarse en el empedrado, las lágrimas quemando sus mejillas.

«¿Por qué? ¿Por qué, maldito idiota?», preguntó, cabizbajo. «¿Por qué siempre tenías que hacerlo?». «¿Por qué tenías que dejarme?». Jyrio era su único hermano, el único miembro superviviente de su extinta familia. Sabía que era su deber como general del ejército de Braavos ofrecerse para la misión, pero había otros comandantes, otras eminencias mucho más influyentes que él. ¿Era necesario arrebatarle de esa forma tan cruel y repentina a su mejor amigo, a su maestro, a quien lo había defendido de los matones en la calle y pasa hambre sed y frío en pos de que pudiera vivir? No... No, Jyrio se merecía una vida plena, una muerte digna, la muerte de un guerrero, no la de un cordero o magíster corrupto.

Una abrasadora determinación lo revitalizó y, elevando su rostro, Gyllos recogió a Escarlata, se aseguró de que no se hubiera roto su hoja, y luego de envainarla, marchó a la mansión de Tichero. El miedo se había desvanecido, y aunque la tristeza lo carcomía, no era nada en comparación a la devastadora furia que quemaba su alma. Sin pensarlo, sin meditarlo siquiera, sin consultarlo con Dromin, Gyllos se encaminó a la mansión de Mero Forassar, y la destrucción subsecuente no valió la pena ni apaciguó su pesar.

Gyllos había arrasado tres cuartas partes de una ciudad, asesinado a centenares de hombres y sometido horrores inimaginables a decenas de nobles. Algunos se lo merecían, porque habían participado en la muerte de Jyrio, pero, al tiempo, se dio cuenta de que otros no eran responsables del deceso de Jyrio. Pero ya era tarde. Había actuado y, en consecuencia, reducido a cenizas una ciudad. En los años posteriores, Myr se recuperó con ayuda de Tyrosh y Lys, pero Gyllos nunca se perdonó sus propias acciones y decisiones.

Había destacado el terror y la muerte sobre una nación cuyos habitantes no eran culpables de su sufrimiento. Y, aún así, los condenó a siete días de pánico, tortura y saqueo. No hubo gloria ni regocijo, y aunque los soldados cantaron y rieron en el viaje de vuelta, Gyllos se encerró en su camarote.

Reflexionó por horas, días, semanas, y no demoró en llegar a la conclusión de que había sido un tirano, un villano, un caudillo. Se había comportado como aquellos que juró destruir.

Después de que volvió, todos lo recibieron con flores, vítores y espectáculos. Mientras los soldados de Essiris y Forassar disfrutaban del banquete que había preparado Xhabarro Flaerys y veían a las mujeres en vestidos morados casi etéreos danzando sensualmente, Gyllos se retiró a la mansión de Tichero, donde se recluyó en su habitación.

No había honor, no había heroísmo, no había nada más que sangre en sus manos y el remordimiento de haber asesinado a miles de personas, directa o indirectamente. Las carcajadas se oían a la distancia, y las tripas de Gyllos se retorcieron. No comió en días, bebiendo agua para subsistir.

«¿Qué pensaría Jyrio de mí?». «Que eres un monstruo». «Un asesino». «La vergüenza de la familia». Hundido en aquellas divagaciones mentales, se torturó durante semanas. Las fiestas continuaban celebrándose afuera, las brillantes explosiones de las jarras que los piromantes arrojaban al aire y los arqueros destruían con sus flechas resplandeciendo a través de los cristales de su ventana; las risas de los soldados reverberando en la ciudad.

¿Cómo podían regodearse de haber masacrado a un montón de esclavos y guerreros desnutridos? ¿Cuál era el motivo de su festejo? ¿El placer que experimentaron al forzar a las mujeres y niñas de Myr a servirles vino a la par que amenazaban a sus esposos y padres con la punta de sus espadas? ¿La sangre inocente derramada? ¿La devastación que propagaron en forma de llamas rojas?

Repugnado, Gyllos miraba el cielo nocturno, plagado de cientos y cientos de nítidas estrellas, la luna, redonda y luminiscente, bañando Braavos con su destello pálido y azul. Sentado en una de las esquinas de su recámara, dirigió sus ojos a Escarlata, la cual se encontraba depositada a sus pies; no la había tocado en días.

En realidad, ya no se consideraba digno de portarla, no tras la carnicería injustificada que provocó. Había deshonrado el apellido de su familia, el legado de sus ancestros, y distorsionado todo lo que se suponía que debía ser un danzarín del agua, un aspirante al puesto de Primera Espada de Braavos.

No merecía las alabanzas de la gente. No merecía las felicitaciones de los magísteres. No merecía las miradas de admiración y respeto. No merecía nada, mucho menos el derecho a la vida.

«Soy un imbécil», concluyó. «Peor que papá...».

—Hey —dijo una voz desde el umbral de su puerta.

Gyllos giró la cabeza, pero ni siquiera miró a quien irrumpía en su cuarto; no hacía falta verlo para reconocerlo. La cavernosa y serena voz delató al intruso.

—Dromin, quiero...

—¿Estar solo?

El maestre cerró la puerta de madera. Gracias al sonido de sus lentos y pesados pasos, Gyllos dedujo que se había sentado en una sencilla banqueta de madera que yacía frente a un escritorio que no había usado más de dos o tres veces. No era un apasionado de la literatura y su letra era horrorosa, por lo que no la utilizaba a menudo.

—Sí, me comentaron algo al respecto —admitió—, pero no creo que la soledad sea la solución, Gyllos.

«La muerte sería demasiado buena». Varios eruditos habían escrito que los martirios para una persona era el aislamiento, que enloquecía y desquiciaba a los hombres y a las mujeres. Una muerte tortuosa, digna de un tirano como él, de un bastardo que había arrebatado incontables vidas por una venganza insípida, inútil, pues Jyrio no regresaría de la tumba ni los trescientos soldados braavosi muertos en Myr.

—¿Y cuál sería el remedio para la culpa, Dromin? —cuestionó, desganado, la vista incrustada en su espada.

—Uhm... —Dromin acarició su barba, que en ese tiempo no era tan larga ni poseía tantas canas, y luego de unos momentos, asintió—. Depende.

—¿De qué?

—Una infinidad de factores —prosiguió Dromin—. La culpa es una enfermedad terrible, Gyllos, un padecimiento que ha llevado a la tumba a más de lo que puedas imaginarte. Es un veneno que pudre el alma y deteriora el cuerpo. Pero tiene cura. El problema es que no todos logran curarse.

—¿Y cuál es esa cura?

—En mi caso, como sabes bien, fue abandonar mi hogar y dedicarme a impartir conocimiento, a formar a los jóvenes y adultos, a construir un mundo mejor. No estoy seguro de haberlo conseguido, pero sé que he hecho la diferencia. La culpa sigue viva en mí, pero ha menguado con el tiempo, porque aprendí a lidiar con ella. Sin embargo, cada persona es un mundo, y no a todos le sirve el mismo remedio.

Gyllos conocía el pasado de Dromin. Por eso, no le había caído bien cuando Tichero lo reclutó. Con el pasar de los meses, ambos congeniaron más y más, y se hicieron amigos. Apreciaba su amistad, sus consejos, su lealtad, su inquebrantable honor. Su buen amigo Tichero no se equivocó: Dromin sí era de confianza.

No creyó que algún día fuese a realizar atrocidades similares a las que Dromin relató. Prometió que remediaría las cosas, que demostraría quiénes eran en verdad los braavosi, que las Espadas de Braavos no eran meros espadachines idolatrados. Pero luego de sus crímenes en Myr, del baño de sangre, de segar miles de vidas, no estaba seguro de cuán distinto era del viejo ponientí.

—Averigua cómo lidiar con la culpa —continuó el maestre, palmeando su hombro izquierdo—. Has vencido caballeros soberbios, jaques arrogantes y soldados curtidos, y aunque no hay mayor adversario que uno mismo, que el remordimiento, sé que triunfarás. Pero es una batalla caótica, complicada, desafiante, larga. Muy larga.

Gyllos alzó el rostro, mirando al anciano de túnica esmeralda, la cadena de eslabones de metales exóticos decorando su cuello; su semblante gélidamente amable y calmo transmitiendo una tranquilidad inusual, agradable, fría.

—No soy bueno en duelos de resistencia —mencionó Gyllos.

—Hallarás una manera de solventar esa debilidad —repuso Dromin, irguiéndose—. Eres ingenioso, al menos en los combates, y ahora librarás el más difícil de todos. La culpa es implacable, amigo, pero si tuviera que apostar por ella o por ti en un torneo, no lo dudes, apostaría mi cadena de maestre a que ganarías —confesó, esbozando una sonrisa debajo de su vasta barba.

Gyllos sonrió por primera ocasión en semanas. Se puso de pie, no sin antes agarrar a Escarlata y colgarla en su cinto. Limpió el polvo que se había acumulado en sus ropajes y caminó junto a Dromin hacia la puerta de su habitación.

Sí, su amigo estaba en lo cierto. La soledad no resolvería nada.

Quizás no tenía la capacidad de evitar que aquella catástrofe en Myr aconteciera o deshacerse del remordimiento que lo perseguía, pero sí la oportunidad de corregir sus equivocaciones, de esforzarse para que algo semejante no sucediera en un futuro, de luchar en nombre de los inocentes e indefensos, de salvar a quienes todavía vivían. Jamás lograría perdonarse por sus acciones, pero se negaba a seguir encerrado, lamentándose, castigándose, cuando había gente que lo necesitaba, gente por la cual aún podía luchar y a la cual aún podía salvar de un destino parecido al que sufrieron los myrienses.

No sabía si los dioses, de existir, lo exonerarían de las horribles calamidades que había desatado. Pero, hasta que el día del juicio de la Muerte llegase, danzaría, pelearía por quienes clamaban por ayuda y por quienes no, por los abandonados, por los marginados, por los desprotegidos, por esos que requirieran no un héroe, sino una Espada.

Y no lo haría para limpiar su nombre o buscar la absolución divina y pública. No, llevaría a cabo su tarea porque era lo correcto, lo que debió hacer en vez de cruzar medio continente y masacrar una ciudad completa. Ese no era un remedio para su culpa; era su misión de vida, su propósito. Su sendero de la espada.

—Gracias, Dromin.

—No hay nada que agradecer. ¿Para qué si no están los amigos?

A partir de aquel día, prometió que no permitiría que volviese a acontecer una masacre semejante a la sucedida en Myr. El primer paso fue derrocar a Xhabarro, y si bien la batalla tuvo pérdidas materiales graves, los ciudadanos de Braavos sobrevivieron al conflicto, aunque centenares de soldados pagaron con sus vidas el precio de liberarse del tiránico yugo del hermano de Tichero.

Hubiese preferido que Xhabarro no les hubiera dado la razón que les otorgó para arremeter en su contra. El malnacido pensaba que matar a Danasha, la esposa de Tichero, no acarrearía consecuencias, pero se equivocó. Su hermano menor, el mismo que nunca había roto ni un plato o matado una mosca, se puso a la cabeza de una incipiente rebelión y, trabajando en conjunto con el Señor del Mar, tres magísteres y tres decenas de nobles, planeó la caída de Xhabarro.

Gyllos había estado allí, protegiéndolo, aconsejándolo, brindándole su opinión cada que la solicitaba. No entendía por qué, pero ahora, tras dieciséis años, comprendía que Tichero, de no tener un ancla moral, de no estar acompañado por alguien que le recordara que debía ser mejor que Xhabarro, era capaz de cualquier cosa. Todos poseían un lado oscuro, incluso él, y Tichero no era la excepción. Había secuestrado a más de cuatro docenas de muchachos y jovencitas, encerrándolos en las entrañas subterráneas de su palacio, y aunque no alabó tal acción, tampoco se había negado.

Los hermanos, hijos, nietos, sobrinos y primos de los gobernantes de los suburbios y distritos estaban a salvo, probablemente desconociendo por completo qué pasaba en la ciudad. ¿Envidiaba un poco su ignorancia? Sí, apenas recordaba los días en los que jugaba en el patio de su hogar, sosteniendo su espada de madera, inconsciente de la dura realidad que golpearía pronto a su familia. Pero, si bien cómodos y resguardados, habían alejado a esos chicos y a esas chicas de sus hogares, de sus seres queridos; varios lloraron por días, semanas, y otros intentaron comprar a los inquisidores de Tichero. Obvio, no funcionó. Y Gyllos había participado en los secuestros. No era cuestión de si aquel crimen era peor o no tan severo como la carnicería en Myr. No, la cuestión es que, de nuevo, rompió su juramento, puesto que en lugar de defender a los inocentes, los había raptado y encarcelado.

«Lo hago por la vida de miles, de decenas de miles, de cientos de miles», se repetía a diario, pero no bastaba para serenar su culpa ni la carga sobre sus hombros y consciencia.

Se había convencido de que sus acciones moralmente incorrectas justificaban el fin que buscaba alcanzar: descubrir a los traidores y hacerlos pagar por sus crímenes. No obstante, ¿qué tan diferente era de ellos? Había provocado caos, desesperación y muerte en Myr, tal cual los miembros del complot en Braavos, y había secuestrado a más jóvenes que los que, presuntamente, los conspiradores tramaron capturar.

«No tanto», pensó para sí. Al menos, en un primer momento.

No, no. Él no era como ellos. En lo absoluto. No era un santo ni se hallaba exento de haber pecado y atrocidades, pero, contrario a los conspiradores, se arrepentía y no lo hacía por ambiciones personales, envidia o avaricia. Sus manos se encontraban embadurnadas en sangre inocente, pero el líquido rojo se desbordaba de las palmas de los traidores, pues no solo habían asesinado a sus aliados, sino también dañado y causado la desgracia de cientos de miles de braavosi.

Su invasión a Myr no era opacada por los crímenes de los desleales ni viceversa, pero Gyllos no se enorgullecía de sus actos o se excusaba, tampoco estaba de acuerdo con las decisiones de su yo del pasado. Y aunque el asunto de los jóvenes secuestrados no había salido a luz, planeaba adjudicarse la idea en cuanto fueran liberados.

«Circunstancias desesperadas requieren medidas desesperadas», recordó. Pero un crimen así no podía quedarse impune, menos aún si él conocía a los responsables.

Braavos necesitaba a Tichero, y Dromin no había formado parte del plan. Nadie extrañaría a una Espada de Braavos. Es más, decenas de nobles estarían a favor de destituirlo y enviarlo a prisión por el resto de su existencia; jamás había sido de su agrado.

Sin embargo, mientras encabezaba la meditaba al respecto, su mente evocó un nombre: Daeron.

«Daeron...». «¿Dónde te metiste?», no lo había visto en horas y, por mucho que tratara de disimular su consternación y ahogar la vocecilla que le rememoraba la desaparición de su paladín, Gyllos se sentía impotente, furioso, inquieto, sus dedos rascando la empuñadura de Escarlata.

¿Qué pasaría con Daeron cuando se entregara? «Hablaré con Dromin y Tichero». «Ellos le asegurarán un futuro como espadachín o soldado». Tenía pensado buscar y conseguirle un maestro de armas adecuado, uno que fuese un mejor modelo a seguir que su persona.

Extrañaría al muchacho, a su paladín, al rebelde e impulsivo valyrio que no parecía atemorizarse por nada. Dos meses bastaron para hacerlo cambiar de opinión acerca de adoptar a un aprendiz o no. Genuinamente, de haberse conocido en una situación distinta, de haber sabido quién era, de poder rescatarlo de sus amos en Lys antes de que lo torturasen y arrebatasen su infancia, hubiera ofrecido su apoyo y guía a Daeron sin dubitar ni por un instante.

Despedirse sería complicado. No sabía si tendría la fuerza de verlo a los ojos, agacharse, ponerle una mano en su hombro y explicarle qué ocurriría una vez resolvieran el tema de los traidores. Pero debía hacerlo, por respeto a Daeron, por el aprecio que albergaba hacia el intrépido y valiente jovencito que había iluminado sus días desde hacía dos meses.

Claro, si es que lo encontraba y sobrevivía a lo que venía a continuación.

—Estamos por llegar, mi señor —anunció Noressa, revestida con su armadura broncínea y con la capa arcoíris cubriendo su brazo izquierdo.

Gyllos asintió. Giró la cabeza, mirando por encima de su hombro a los quinientos soldados que marchaban detrás en forma de triple hilera. En total, había trescientos hombres y mujeres, y otros dos grupos de doscientos efectivos se desplazaban por las calles aledañas y los tejados, impidiendo que cualquier enemigo pudiera emboscarlos.

Era una Espada de Braavos, la Primera, pero eso no lo convertía en un general. Jyrio había entrenado y estudiado durante años, considerándose a duras penas apto para asumir el cargo pese a sus diez años de preparación y servicio. Por su lado, bueno, había leído y revisado las tácticas militares, pero no era un comandante nato, y no poseía el carisma ni el don del liderazgo.

Por ende, prefirió ceder el control de las tropas a los capitanes y sargentos que lo acompañaban, estableciendo la norma de que nadie desenvainaría una daga o apuntaría una ballesta sin que él lo autorizara. Tal vez no era un guerrero versado en las artes de la guerra, pero no iba a dejar que algún soldado nervioso estropeara la negociación con Uma Faenorys.

Uno de los sargentos se acercó, la mano derecha cerrada en torno al pomo de su espada.

—Disculpe la pregunta, Primera Espada...

—Gyllos, mi nombre es Gyllos —dijo, serio, sereno—. No hay necesidad de formalidades en este momento.

—Perdóneme, Gyllos —hizo una ligera reverencia, y luego prosiguió—. Temo por su vida. ¿Por qué se arriesga viniendo con nosotros? ¿Por qué encabezar el ejército? ¿No es demasiado peligroso?

—Lo es, sargento —afirmó—. Pero, si el Protector de Braavos no va al frente, ¿quién lo hará? Ustedes son capitanes y sargentos, defensores de los suburbios, de los distritos, de la ciudad, de sus habitantes. Yo también, pero tengo una responsabilidad que ustedes no: soy la Primera Espada de Braavos. Soy el representante de la nación, soy su guardián, y en estos tiempos turbulentos, cuando el país necesita a sus Espadas, yo debo responder primero que los demás. Siempre. Enfermo, herido o lisiado, siempre debo responder.

» No es por arrogancia o porque haya una reputación que mantener, peleo por Braavos, por su gente, por los ideales sobre los cuales se erigió. Soy la Primera Espada de Braavos, sargento, y como usted, mi labor es presentarme al combate y proteger a los ciudadanos de esta nación. Siempre. Y ahora más que nunca, he de responder.

A pesar de que la pierna entablillada le dolía e impedía que se moviera libremente, no iba a enviar a alguien para que hablara por él. Si bien necesitaba afrontar a Uma Faenorys cara a cara porque sus juramentos, votos y principios lo dictaban, buscaba, además, convencerla de su sinceridad con su presencia. No esperaba que ninguno de los soldados del grupo regresara vivo si mandaba a un legado a parlamentar. De quererlo, la magíster podría asesinar a sus embajadores sin rechistar; en cambio, matar una Espada de Braavos conllevaba un riesgo que cualquiera quisiese evitar.

Tenía la esperanza de poder disuadir a Uma y lograr que se uniera a Tichero. Presentía que la joven se encontraba de su lado; de no estarlo, no hubiese mandado a su flota de galeras a detener el avance de los barcos de los subordinados de Illora Irnah.

Aunque, por supuesto, cabía la posibilidad de que estuviese escondiendo sus verdaderos motivos. Quizás anhelaba sacar ventaja a futuro, brindar un poco de ayuda a cada magíster, y luego apostar por los vencedores del conflicto. Era un escenario retorcido y macabro, pero probable.

Y, a pesar de la alta chance de morir acribillado por una lluvia de flechas, Gyllos siguió su camino, confiando en que Uma no los mataría a sangre fría.

Al visualizar a la distancia un muro de madera reforzado con barrotes de bronce que bloqueaba el acceso a una de las calles, Gyllos elevó su puño. Los soldados a sus espaldas se detuvieron en seco, y él, lentamente, ayudado por sus muletas, caminó dando brincos hacia la pared.

Oyó las cuerdas de arcos tensarse encima de su cabeza y el suave sonido de las placas de armaduras y cotas de malla moviéndose. No alzó la mirada, la vista clavada en las planchas de madera y los refuerzos de metal.

Frenó su andar a escasos palmos de la gigantesca muralla, y aguardó, la brisa ligera agitando gentilmente sus ropajes, acariciando su rostro, su cabello.

—Gyllos Forel —pronunció alguien a varios metros por encima de su cabeza.

Al mirar hacia arriba, vio una silueta esbelta, de baja estatura, envuelta en azul y dorado, los eslabones de la cota de malla refulgiendo a la luz del sol.

—Magíster Faenorys —saludó, educado—. Se ve espléndida.

—Gracias —dijo la joven, sosteniendo su abanico, los cuernos bordados con hilo de oro reflejando los rayos del gran y resplandeciente disco que brillaba en el cielo—. ¿Cuál es la razón de su visita?

—Quiero conversar. Nada más.

—¿En serio? ¿Incluso en esta precaria situación?

—Sí. Dicen que nunca hay buenos o malos momentos para charlar.

—Interesante dicho. Pero lamento informarle que no puedo aceptar un simple intercambio de palabras, no ahora. No es que no me apetezca pasar tiempo con usted, pero tengo otros asuntos que atender.

—¿Como la guerra? —preguntó, arqueando una ceja.

Uma guardó silencio unos segundos, y después asintió.

—Precisamente,

—¿También le gustaría que acabase?

—Admito que me desagrada, pero estaba preparada. Hace meses que mi padre había hecho que los carpinteros y arquitectos de nuestro corredor construyeran estas barreras. Y, para mi fortuna, tenemos reservas que duraran un año o dos antes de agotarse. Estoy a salvo.

—Y, aún así, envió a sus galeras a defender el Puerto Púrpura de la flota Irnah —mencionó Gyllos—. Dígame, ¿cómo se enteró?

—Un rumor por aquí, un rumor por allá. Los chismes de ese tipo no permanecen ocultos demasiado tiempo. Mi intuición me decía que Tichero podría no estar al tanto del ataque, y tal parece que acerté; lo noto bastante atareado últimamente —hizo un gesto con el abanico, quitándole relevancia al tema.

» En cuanto a mi inesperada intervención, solo quise devolverles el favor a ustedes por haber acudido en mi ayuda cuando mi padre falleció. Fueron bastante amables y me hubiese costado dormir si los dejaba a su suerte. De nada, por cierto.

—Lamento no haberle agradecido —confesó Gyllos—, pero es verdad, con todo lo que está sucediendo, el Señor del Mar está desbordado; atiende muchos problemas a la vez, y estos aumentan en número a cada minuto. Requiere más que nunca el apoyo de sus magísteres.

—De los pocos magísteres leales que le quedan —corrigió Uma.

Gyllos cerró su mano en torno a la empuñadura de Escarlata.

—Sus palabras, magíster Uma, no las mías —señaló.

—Por favor, ¿es que acaso estás ciego? —cuestionó, había frustración en su voz—. Forassar y sus lacayos han empezado una maldita guerra civil y Tichero apenas puede defender su territorio. Si no fuera por mis galeras, el Puerto Púrpura hubiese caído hace horas.

—No estoy negando nada, magíster.

—Pero tampoco aceptas la realidad —replicó—. Forassar, o alguien, estuvo planeando este ataque por semanas. ¿Cómo si no iban a coordinarse para asestar un golpe tan contundente a todos nosotros? Nos han traicionado, Gyllos, y el Señor del Mar no está tomando cartas en el asunto.

—Se equivoca —dijo, grave—. Tichero está haciendo cuanto puede.

—Pues no basta. Si yo fui capaz de enterarme del estallido de la guerra, él tendría que haberlo logrado antes. Comienzo a dudar si Forassar no estaba errado: quizás Tichero no es el regente que Braavos precisa.

Respiró profundo, tamborileando el mango de su espada con las yemas de sus dedos. Volvió la mirada hacia la cima de la barrera, meneando la cabeza.

—Se equivoca —repitió—. Tichero ha sacrificado más de lo que usted o cualquier persona en Braavos ha sacrificado nunca. De no haberse levantado contra su hermano, su padre, Loreoh, y el resto de magísteres hubieran seguido obedeciéndolo ciegamente, y Braavos estaría en ruinas. Usted, Uma, y la totalidad de los habitantes de nuestro país le deben a Tichero la Braavos que hoy conocen. La Braavos que vine a pedirle que ayuda a defender.

Uma guardó silencio unos segundos, el abanico moviéndose por el ligero ademán de su muñeca.

—Tichero dijo que era Braavos —recordó la joven—. Si cree que representa a la nación, que se encargue de protegerla y salvarla por su cuenta.

—¿Acaso mintió? —preguntó Gyllos—. Díganme cuándo fue la última vez que los magísteres hicieron algo por el pueblo braavosi, cuál fue la última vez que priorizaron el bienestar de la gente por delante del suyo, qué han hecho por el país en estos últimos dieciséis años.

—¿Y eso qué tiene que ver con...?

—Que ustedes no son Braavos —interrumpió, serio—. Ustedes no representan los valores sobre los que se fundó nuestra ciudad, nuestra cultura. Ustedes no merecen ser Braavos. No son dignos.

Sabía a qué tipo de peligro y consecuencias se exponía al pronunciar aquellas acusaciones, aquellas afirmaciones. Pero se rehusaba a continuar prolongando la charla y escuchando las quejas respecto a su amigo y regente. Tichero no era perfecto, ni un santo o un hombre falto de errores, pero había actuado pensando no en el beneficio personal y las retribuciones que traería consigo la victoria, sino pensando en los ciudadanos de su patria, en su futuro.

Había cometido acciones, según su criterio, moralmente incorrectas, pero, de acuerdo a la opinión del mismo Tichero, necesarias. Gyllos lo entendía y, aunque no compartía su visión del mundo ni su ética, chocando en repetidas ocasiones acerca de sus opiniones y su manera de operar, no había ninguna otra persona a la que acompañaría o serviría como había acompañado y servido a Tichero.

No eran amo y esclavo, o señor y vasallo, sino amigos. Y jamás callaría frente a quienes insultaban a sus amigos.

Uma Faenorys lo escrutó con su mirada, y Gyllos, firme, le devolvió el gesto. De nuevo, el ruido de las cuerdas tensándose y el acero siendo desenvainado reverberó como un delicado y familiar susurro en sus oídos. No retrocedió ni apartó sus ojos de la magíster, quien, pese a cubrir los rasgos inferiores de su rostro utilizando su abanico, era delatada por sus iris: la incertidumbre brillando en sus orbes azulados.

Gyllos suspiró, y luego relajó sus hombros.

—No estoy aquí para discutir, sacar conclusiones apresuradas o especular qué está pasando, solo quiero que usted nos abra las puertas a mis hombres y a mí —explicó—. Y no, no nos interesa conquistar sus islas o asentarnos en sus suburbios; solo queremos llegar al distrito sur.

—¿Por qué? Y, más importante, ¿por qué accedería a su petición?

—Porque Ballio Oliross, Garson y Myriah Martell están allí —revelar dicha información podría repercutir a no muy largo plazo, pero no había tiempo que perder en formalidades, intrigas o sutilezas. Era menester arribar cuanto antes al bastión de los Oliross, si es que quedaba algo de su mansión y los Essiris y los Oniruss no los habían asesinado.

—¿El Príncipe Garson y la Princesa Myriah están fuera del palacio? —Uma se notaba sorprendida, desconcertada. Aparentemente, sus espías no le habían informado al respecto.

—Sí —asintió Gyllos—. Las calles que conducen a los demás corredores y distritos están abarrotadas de soldados o barricadas, y la única ruta segura es a través del Corredor de los Arquitectos.

—Ah, ya comprendo. —Gyllos, gracias a los rayos del sol, vislumbró a Uma esbozar una sonrisa tras el abanico—. Conque de eso se trata, ¿eh? Curioso, curioso —sus iris azules destellaron.

—Por favor, magíster Uma —dio un paso adelante—. No me presento como conquistador, enemigo, ejecutor o traidor, sino como Primera Espada de Braavos y un aliado que desea poner fin a esta locura. Si permite a mis tropas ayudar a Ballio y a los Martell, yo la ayudaré a usted.

—¿Cómo? —se cruzó de brazos, el abanico tapando su boca y la punta de su nariz—. Eres una Espada, no puedes ofrecerme...

—¿No anhela ser una magíster en pleno derecho?

Uma arqueó una ceja, el ceño fruncido, el abanico agitándose más rápido.

—¿Qué dice?

—Bueno, usted sabe que, desde la muerte de su padre, la vacante de magíster que dejó está disponible —comentó, calmo—. Claro, eres su hija y has cumplido la mayoría de obligaciones que le correspondían a él, pero, técnicamente, eres una noble, no una magíster. Haber realizado sus responsabilidades por años no te convierte en una; el título no se hereda.

—Mis soldados no creen lo mismo —dijo, había un ápice de furia en su tono—. Son leales a mí; yo los armé y les di armaduras. Construí todo lo que se extiende delante de ti, Primera Espada. Si no me hubiera encargado de los habitantes de mi distrito, de impulsar sus actividades y negocios, de mejorar sus pésimas condiciones de vida, de hacer pactos comerciales con Qohor, las mansiones y casas de Braavos aún serían de madera y barro, y mi territorio, una madriguera de ladrones y malvivientes.

—Y, a pesar de sus esfuerzos, no será magíster cuando Tichero acabe a los traidores, o cuando estos nos aplasten a nosotros —repuso Gyllos—. En cambio, si apoyara al Señor del Mar, es bastante posible que termine ocupando el lugar de su padre. Es más, ni siquiera hace falta que prestes tus tropas.

—¿De qué estás...?

—Solo déjenos a mis hombres y a mí pasar, y me aseguraré de que Tichero la nombre magíster cuando descubramos qué está sucediendo y lo resolvamos —prosiguió—. Aunque, claro, la recompensa y los beneficios aumentarían si pelea a nuestro lado.

Uma chasqueó la lengua, retirándose. Sin embargo, las flechas no volaron y los soldados no lo rodearon. Por lo tanto, Gyllos esperó, quieto, la vista fija en lo alto de la barricada. Su agudizado sentido de la audición captó los pasos nerviosos de Uma, quien, a juzgar por la distancia y el ritmo de sus pisadas, caminaba en círculos. Era una buena señal, pero no quiso confiarse.

Al cabo de unos instantes, Uma se asomó por el borde de la barrera, haciendo un gesto con su abanico. Extendió el brazo, revelando la pálida tez de su rostro y sus finos labios, y luego cerró el abanico, retirándose. Las puertas de madera retumbaron al abrirse, lentamente, y Uma Faenorys aguardaba detrás, revestida por su cota de malla del color del cobalto, las telas de su vestidos y su cabello castaño ondeando al viento; el sol arrancando destellos a sus dedos enjoyados.

Escoltada por un grupo de Capas Azules, los soldados personales de los Faenorys, Uma se dirigió hacia Gyllos, quien, aún apoyado en sus dos muletas y con la pierna extendida, se enderezó y observó a los ojos a la joven. Esta se detuvo a uno o dos palmos de su posición, escrudriñándolo de pies a cabeza, clavando su mirada en la suya.

—Tienes pelotas, Forel.

—Es mi deber como Primera Espada de Braavos —respondió Gyllos—. ¿Quiere decir esto que acepta mi oferta?

—Así es, pero con una condición.

—¿Qué tiene en mente?

—No puedo descuidar mi distrito y tampoco acceder a que un montón de hombres y mujeres armados se paseen por ahí —el abanico se abrió cual alas de mariposa, y ella lo agitó, creando suaves ráfagas de aire—. Elija a trescientos de sus hombres y yo pondré a su disposición a trescientos de los míos. Como muestra de confianza.

—Señorita Uma, yo...

—La Princesa y el Príncipe están en peligro, ¿verdad? Entiendo que desee salvarlos, pero mandar a todos sus soldados es demasiado arriesgado; quién sabe cuándo los conspiradores podrían atacarnos. Envíe una tercera parte de su ejército, y yo haré lo propio.

Gyllos vaciló un momento. La sinceridad en la voz de Uma era transparente, auténtica. No había rastro de mentira en sus palabras, y la determinación en su semblante hizo que se cuestionara si esa muchacha que había visto arrodillada al costado del cuerpo de su progenitor era la joven noble que tenía enfrente.

Asintió, se dio media vuelta y llamó a uno de los capitanes al realizar un gesto de lado con su cabeza. El sujeto era un hombretón de dos metros, fornido; habían tenido que forjarle una coraza especial a causa de su inconmensurable tamaño. Muchos aseveraban que no poseía seso, pero Gyllos había luchado codo a codo junto a Janarro, y era plenamente consciente de que los rumores eran mentira.

—Capitán Janarro —dijo, educado, severo.

—Primera Espada —contestó, cortés.

—Tome a trescientos de sus soldados más hábiles y rápidos y tráigalos, por favor.

—Sí, señor.

Y, sin chistar, el gigante acorazado por placas broncíneas se retiró hacia las filas de Capas Arcoíris que aguardaban a un par de metros.

Gyllos se giró, viendo a Uma.

—Gracias.

—Solo cumpla con su parte, Primera Espada, y yo cumpliré con la mía —sentenció Uma, volteándose y alejándose, resguardada por dos docenas de soldados, las capas azules agitándose levemente mientras caminaban.

—Gyllos —corrigió—. Mi nombre es Gyllos.

...

Después de que Janarro terminase de escoger a los hombres y mujeres que lo acompañarían, Gyllos les indicó que no iban a enfrentarse a los Essiris, Oniruss o quien fuera que estuviese cerca de la mansión. Gyllos informó a sus soldados que su misión consistía en cerciorarse de que el magister Oliross y los Martell se encontrasen bien, para así escoltarlos de regreso al palacio del Señor del Mar, y luego ayudar a limpiar su territorio de invasores a los Oliross. Pero, en caso de que se hallaran bajo ataque, les ordenó que lucharan con todas sus fuerzas, expulsaran a los enemigos y, de notarse superados en números, enviaran a los más veloces por ayuda al distrito de los Faenorys, donde el resto de fuerzas estarían aguardando su señal de requerir refuerzos.

Los tres centenares de efectivos Flaerys se reunieron con los trescientos Capas Azules de los Faenorys en el Corredor de los Arquitectos, donde estos, desde los techos y las ventanas de sus hogares, contemplaban la asamblea de soldados. Gyllos y Uma, encabezando ambas huestes, se dirigieron a ellas, subiéndose a una tarima de madera.

—Ya saben lo que hay que hacer. No irán a pelear, sino a rescatar y, en el peor de los escenarios, evacuar a los Capas Verdes, al magíster Ballio Oliross, a Garson Martell y a Myriah Martell —clamó Gyllos.

—No buscamos pelea, no buscamos oro, no buscamos gloria —continuó Uma, su voz resonando en las inmediaciones—. Su objetivo es traer sanos y salvos al marister Ballio y a los Martell. No queremos bajas innecesarias; cada hombre y mujer cuenta, así que no se arriesguen por nada.

—Si ven Capas Verdes rezagados, únanlos a sus formaciones o indíquenles cómo llegar hasta aquí.

—Se dividirán en tres grupos de treinta personas, y los demás avanzarán por las calles o por el Corredor de los Pintores, que conecta con los suburbios más al sur de nuestras islas.

—Recuerden, no ataquen a lo bestia. Calculen sus movimientos, coordinen sus emboscadas, no malgaste energías. No llamen la atención de nuestros enemigos.

—¿Y qué hacemos si nos descubren? —preguntó un soldado Flaerys.

—Los distraen —respondió Uma—. Los callejones y las avenidas del este no pueden ser ocupadas por ellos bajo ninguna circunstancia; si no, la retirada sería imposible. De toparse con un grupo de enemigos, deben llevarlos lejos de nuestras vías de escape. Al norte o al oeste, pero no al sur ni al este.

—Entendido —dijeron al unísono los seiscientos soldados.

—Ahora, ¡vayan, y demuestren de qué están hechos los verdaderos defensores de Braavos! —rugió Gyllos.

Los soldados golpearon el piso con los extremos de sus lanzas, y tras palmearse los hombros y las espaldas, se encaminaron hacia el sur como una ola de bronce y cobalto, la cual se partió en cinco grupos: tres de treinta, y los otros dos de ciento diez cada uno. Mientras se introducían en los estrechos pasadizos de Braavos y sus calles, desvaneciéndose a la distancia, Gyllos se quedó viéndolos, deseando haberlos liderado o, al menos, haber formado parte de aquel ejército. No por amor a la sangre o a la guerra, sino porque ese era su sitio: el campo de batalla. Pero sólo habría sido un estorbo; su pierna entablillada no le permitía moverse con la gracia y velocidad que tanto lo caracterizaba.

La sensación de impotencia era desagradable, pero nada con lo que no pudiese lidiar, contrario a la preocupación por el paradero de Daeron, que todavía la carcomía internamente. El joven platinado era impulsivo, intrépido, inconsciente de los riesgos de afrontar a sus enemigos, pero rechazar que él mismo había sido así en su juventud sería hipócrita. No obstante, la diferencia clave era que nunca había desaparecido en mitad de una guerra civil, y Daeron, contando apenas ocho años, se había esfumado.

Los guardias del palacio no lo vieron salir, y los trabajadores y nobles que vivían allí tampoco lo habían avistado en horas. Al entrar al cuarto de su paladín, Gyllos no encontró el cuchillo de empuñadura de aurocorazón que le regaló semanas atrás, y eso lo consoló y enervó. Por un lado, sabía que su aprendiz no iba desarmado por ahí; pero, por el otro, que se hubiera llevado su arma era un indicador de que no era un sitio ameno al que se dirigía.

Había mil y una opciones. Conociendo bien a Daeron, si es que aquello era posible, lo más probable era que hubiese dejado el palacio del regente y decidido auxiliar a las personas en Braavos. Gyllos también barajaba un escenario menos inquietante pero igual de consternador, donde Daeron habría optado por acompañar a Myriah Martell y a Garson Martell en su visita a la mansión de los Oliross. En dadas circunstancias, se alegraba porque su alumno no estuviera solo, pero no lo tranquilizaba en lo absoluto saber que se hallaba bajo el constante asedio de los Oniruss y los Essiris.

Sin embargo, era mejor estar rodeados por enemigos junto a tus amigos, que estar solo y rodeados por enemigos.

Garson era un excelente duelista, y las lanzas dornienses, guerreros de élite curtidos en el arte de la lucha. Los números no los favorecían, pero su experiencia en el combate los respaldaba. Desgraciadamente, la mayoría de soldados Faenorys y Flaerys a los cuales consignaron ir en su apoyo eran adultos y jóvenes que no habían batallado ni participado en una guerra en sus vidas.

A excepción de Janarro y algunos contados capitanes y sargentos, la armada de Braavos no poseía generales o comandantes que presumieran de grandes hazañas militares. En realidad, el cargo de general era simbólico; luego de la muerte de Jyrio, el título se le otorgó a un comandante al azar, carente de las aptitudes físicas y mentales que demandaba el puesto. Y como nadie anhelaba más responsabilidades, aquel sujeto se convirtió en el líder de la guardia cívica.

Meses después, fue removido por mal comportamiento, y se designó un nuevo general, y así cada uno o dos años. Quien portase ya no ostentaba ni un ápice de autoridad, sino que era un mero decorativo, un hombre o una mujer que únicamente posaba, saludaba y presumía su brillante armadura morada en eventos públicos.

Y con el declive de los generales elegidos para liderar a los ejércitos, la decadencia de los efectivos militares no tardó en arribar. El Fuerte de Hierro se volvió una fortaleza llena de rivalidades vanas, una parodia del regimiento formador de soldados implacables que fue en el pasado. Por un tiempo, Jyrio había logrado limpiar en gran medida la corrupción dentro de la milicia braavosi, pero, una vez murió, los problemas y conflictos internos resurgieron.

Pese a todo, Gyllos confiaba en sus soldados. Eran buenos hombres, buenas mujeres, buenas personas. Leales, honorables, comprometidos con su labor de proteger Braavos. Por supuesto, no todos eran santos ni caballeros a los que no se les había ungido con los siete óleos sagrados; cada quien albergaba diferentes motivos para enlistarse en las filas de los Flaerys, pero todos compartían un sentimiento: el amor a su patria.

Eso no era suficiente razón para confiar ciegamente en ellos, pero tampoco justificaba mostrarse recelosos ante su presencia. Gyllos había estudiado a los reclutas, a los sargentos, a los capitanes y a los comandantes, y lejos de juzgarlos como traidores o espías, vio a verdaderos soldados, gente que, ya por oro, ya por fama, ya por rendir tributo a sus ancestros, moriría por su nación.

No eran mercenarios de las compañías libres, pues habían dispuesto su espada a servicio de Tichero por voluntad propia, y si bien se les pagaba, no carecían de honor ni de compasión. Morirían sin pensarlo por Braavos, y se matarían antes que venderse a los que amenazaran a la integridad y al mañana de su país.

Aun así, no sabía si el amor hacia su patria y orígenes supondría la diferencia entre la victoria y la derrota. La segunda no era algo que sus soldados ni él desearan, pero la realidad era que, si se enfrentaban frente a frente con los Essiris, estaban perdidos.

—¿Temes por su seguridad? —Uma se acercó, las manos, cruzadas delante de su cintura, sujetando el abanico azul.

—Y por el futuro —respondió Gyllos—. No sé qué será de Braavos después de esto...

—Quédese tranquilo, Primera Espada, nuestra ciudad no caerá. Tal vez nosotros muramos, pero Braavos prevalecerá.

—Sin nosotros, señorita Uma, no hay Braavos —corrigió—. No hay Braavos sin arquitectos, sin artistas, sin banqueros, sin herreros, sin vendedores de joyas, sin taberneros, sin marineros, sin soldados, sin magísteres, sin nobles, sin pobres, sin prostitutas, apostadores, alquimistas o curanderos. Sin los braavosi, no hay Braavos.

Uma guardó silencio. Lo miró de soslayo, y luego volvió su mirada a las calles, las capas multicolores y azules desvaneciéndose en los callejones.

—Supongo que está en lo cierto.

—No lo sé. Hace tiempo que no creo estarlo —admitió Gyllos—. No existen muchas cosas ciertas en la vida, señorita Uma, pero es innegable que una nación, por más que ostente el mismo nombre, pasa a transformarse en una distinta cuando sus ciudadanos olvidan los ideales que la forjaron en primer lugar. Y al extinguirse estos ideales, el pueblo que los creó muere también.

Jyrio había muerto con los valores inculcados por generaciones y generaciones de generales, y al fallecer y no transmitir tales enseñanzas a ningún sucesor, los generales de Braavos mutaron en una penosa sombra de lo que fueron. Y si ellos morían, si los traidores ganaban, ¿qué le ocurriría al pueblo de Braavos, cuyos gobernantes no representarían sino la antítesis de los valores de sus antepasados? ¿Acaso las lecciones y máximas de los esclavos que se liberaron de las cadenas de los valyrios perdudarían y, tarde o temprano, infundirían el coraje necesario en la población para reestablecerlos? ¿O morirían junto a Tichero y sus aliados?

Carecer de la certeza de qué sucedería lo ponía nervioso y lo hacía cuestionarse acerca de cómo evitar el trágico final de su país, de su mundo. Se aferraba a la empuñadura de Escarlata, pasando su dedo pulgar por el pomo hecho de rubíes, la luz rojiza del atardecer fluyendo por las piedra carmesí. Pero no había consuelo alguno, ni paz o valor que le brindara el mango de su espada.

Era un ademán, una costumbre, un ritual que lo llenaba de la confianza y coraje que necesitaba en momentos cruciales. Aunque, sin importar lo fuerte que apretase o qué tantos golpecitos diera al puño de su sable, nada calmaba su ansiedad, su nerviosismo, su miedo.

—¿Temes entonces por Braavos?

—Sí.

—Pero no solo por Braavos, ¿no?

Gyllos vio a Uma por el rabillo de su ojo y asintió.

—Así es.

—¿Teme por alguien en especial?

—Por Tichero, por Dromin, por los Martell, por los habitantes de Braavos y... por mi paladín.

—Se llamaba Daeron —comentó Uma—, ¿o también me equivoqué en eso?

—No, en eso acertó. —Gyllos aún recordaba vívidamente la noche en la que ambos se dijeron sus nombres y pactaron el trato que dio inicio a su relación. Le costaba creer que hubieran transcurrido ya dos meses y que tantísimos acontecimientos hubiesen ocurrido.

—Es un niño bastante peculiar. Los valyrios no abundan desde la catástrofe que hundió el Feudofranco. ¿Viene de Lys?

Gyllos vaciló por un instante, pero después contestó:

—¿De qué otro sitio vendría si no?

—Volantis, tal vez.

—En Volantis la sangre valyria está tan diluida que ya ni siquiera nacen con pelo plateado o dorado. Si tienen suerte, son albinos —mencionó.

—Cierto, cierto. Pero la situación en Lys no es muy distinta. Me imagino que fue toda una rareza en su ciudad.

—No me corresponde contarle la historia de mi paladín, señorita Uma.

—¿Por qué no?

—Porque es decisión de él a quién confiársela y a quién no —sentenció.

Uma chasqueó la lengua.

—Qué aburrido. ¿Al menos puede decirme cuál es su apellido?

—No tiene.

—¿Cómo? ¿Cómo que no tiene?

—No tiene. Es Daeron, solo Daeron.

—¿Y usted lo aprecia?

—¿Que si lo aprecio? —Gyllos se volteó, casi ofendido—. Es mi paladín, claro que lo aprecio. Me importa su bienestar y trato de hacer cuánto está en mi poder para que sea un hombre de bien cuando crezca.

—¿Por qué no está con usted, pues?

—Porque...

Gyllos calló, agachó la cabeza y soltó un pesado suspiro.

—Porque no sé dónde está —confesó, sentándose en el borde de la tarima y masajeando el puente de su nariz, los dedos hincados en el cuero de la empuñadura de Escarlata—. ¡Y no tengo idea de cómo encontrarlo! Es un buen chico, realmente lo es. Se esfuerza mucho y quiere volverse una Espada. Ha vivido cosas terribles, señorita Uma, cosas horrendas, que ningún niño debería vivir. A pesar de eso, sigue queriendo hacer el bien.

» Pero ya sabe cómo son los niños: imprudentes, inconsecuentes. Daeron no mide los riesgos; se lanza al combate sin pensárselo dos veces. Se pone en peligro por los demás, y analiza la situación después de que se mete en líos. Es un muchacho increíble, pero entregado a sus emociones. Me aterra que esté ahí afuera —con un gesto de su mano, señaló a la ciudad que se extendía delante de él—. Solo, asustado... —«Muerto», pensó.

«No», se retractó. «No, Daeron no está muerto». Era un sentimiento inexplicable, pero, en el fondo de su corazón, presentía que su aprendiz no había fallecido, que seguía allí, en las calles, vivo, peleando.

Quizás no conocía totalmente a Daeron; no obstante, sí conocía a su yo más joven. A los diez años, era idéntico a su paladín. Testarudo, insensato y arrogante. Había estado cerca de que el Dios de la Muerte reclamara su alma en múltiples ocasiones, por no saber escoger sus batallas, por defender a terceros, por inmiscuirse en asuntos que no le incumbían. En aquellos aspectos, Daeron y él eran parecidos, y eso lo había alarmado.

Características tales como el valor, la determinación y el intrínseco deseo de proteger al resto de gente eran particularidades que convencieron a Gyllos de entrenar sin negociaciones o acuerdos a Daeron. Y si bien había contemplado en sus iris púrpuras relampaguear la convicción de un millar de guerreros, también vislumbró danzar las llamas violetas de la rabia y el odio en su mirada.

Hasta los más legendarios maestros habrían desistido de enseñar a un muchacho con semejante rencor e ira acumuladas en su interior, pero el empeño y la disciplina de Daeron demostraron en qué tipo de persona quería convertirse. Entonces, Gyllos tomó una decisión, y no iba a retroceder.

Daeron era un reflejo de su yo de diez años, pero aquel no era el motivo por el cual se dispuso a encaminarlo por el sendero de la espada. Había recorrido el camino de la oscuridad, de la soledad, de la rabia, del desprecio, y no anhelaba que Daeron experimentase tan destructiva senda ni que se decantara por hundirse en las tinieblas y que las emociones lo cegaran. Buscaba salvarlo, de su ayer, de sí mismo. Buscaba evitar que cometiera sus errores y masacrara una ciudad entera.

Pero ¿y si en vez de arreglar las cosas, las había empeorado? Nunca se consideró un buen ejemplo, y, por más que intentó ser un modelo a seguir para Daeron, era innegable que no había cambiado en demasía. Al final, las quemaduras en su pierna se debían a su impetuosa acción de meterse en el infierno de fuego valyrio que consumió la mansión de Illora Irnah.

No había probado lo errado que estaba Daeron y lo peligroso de su actuar, sino que, quizás, había reforzado dichos pensamientos. Si su maestro se lanzaba a un bastión en llamas, ¿por qué no lo haría él?

«Soy un estúpido». «Vaya fracaso de mentor».

Una mano se posó en su hombro, y al girar, Gyllos miró confundido a Uma Faenorys, quien se hallaba de cuclillas a su lado. En su expresión había... ¿Compasión? ¿Lástima? No lo sabía, pero fue una puñalada a su orgullo. Aunque, ¿de qué servía el orgullo en su posición?

—Por favor, discúlpeme —dijo rápidamente, apartando su vista, cabizbajo—. No era mi intención dar pena o que usted se compadeciera de mí. Es que esta situación...

—Nos ha puesto a prueba a todos. —Uma se sentó a su costado—. Lamento haber nombrado a su paladín.

—No tenía forma de saberlo.

—Supongo, pero lo lamento de todos modos.

—Gracias.

—¿Habrá alguna manera en que pueda ayudarlo?

—Señorita Uma, agradezco sus disculpas, pero no es necesario que...

—Un niño está perdido en la ciudad, Gyllos. Ni los dioses deben estar conscientes del riesgo que corre.

—Lo sé, y saldría a buscarlo por mi cuenta si la pierna no estuviera matándome —señaló, frustrado, tentado a propinarle un golpe a su extremidad inferior—. Además, dividir nuestras fuerzas en varios flancos nos volverá vulnerables, y no pienso pedirle que encomiende a sus tropas encontrar a un niño en plena guerra civil.

Si dependiera de él y poseyera el título de general, enviaría a cada soldado de cada familia de Braavos a rastrillar las alcantarillas, callejas, canales, edificios y puertos de la ciudad. Pero estaban en guerra, y lo primordial era asegurarse de que los nobles no se mataran entre sí y hundiesen la urbe en el proceso. Su misión como Espada era detener a los traidores y a quienes habían iniciado el conflicto, pero su deber como maestro era hallar a su alumno.

Una voz en sus adentros le gritaba que recorriese Braavos, incluso con la pierna lastimada, y diera con Daeron a cualquier costo, aun si eso le costaba la capacidad de andar. Mientras que los juramentos que había pronunciado hacía años lo retenían, lo instaban a quedarse junto a Uma y los efectivos Flaerys y Faenorys, a cumplir las responsabilidades que había asumido al aceptar el cargo de Protector de Braavos.

Le era imposible elegir entre una u otra. Se había comprometido con el futuro de su nación, pero también con el de Daeron, y decantarse por uno implicaba renunciar a los votos del otro. Era, en simples palabras, un dilema que lo atormentaba y corroía.

Se negaba dejar a Daeron a su suerte; aun así, Braavos demandaba sus servicios, su presencia. Aunque, ¿qué tipo de aporte realizaría una Primera Espada lesionada? ¿Qué clase de hazaña concretaría un hombre que ni siquiera podía caminar y mucho menos pelear?

Antes de que pudiera responder a tales interrogantes, Uma Faenorys chasqueó los dedos, y los comandantes, capitanes y sargentos de los Capas Azules, cuyos cascos decorados por cuernos dorados los distinguían del resto de soldados rasos, se acercaron de inmediato. La joven de cabello castaño se puso de pie, volteándose hacia sus tropas. Se alisó el cuero endurecido que recubría sus piernas y se acomodó la cota de malla azulada, y luego se aclaró la garganta.

—Comandante Allero.

—Sí, señora —dijo el viejo guardia que había recibido a Gyllos y a Fera en la puerta de la oficina donde había sido asesinado Loreoh Faenorys.

—Dígale a sus tropas que tengo una misión para ellos.

—¿Puedo preguntar cuál es esa misión?

—¿Recuerda al valyrio que acompañaba a la Princesa Myriah y al maestre Dromin la mañana que mi padre falleció?

Allero asintió, los luengos y retorcidos cuernos de oro reflejando la luz del sol.

—Bien, tienen la misión de hallarlo a como dé lugar.

—¿Cómo dice? —Allero arqueó una ceja.

—¿Es que no escuchó bien lo que acabo de decir? —Uma abrió su abanico, cubriendo la parte inferior de su rostro—. Estaba al tanto de que había envejecido, Comandante, pero no me imaginaba que fuese tan grave...

—¡No, no, no! —se apresuró a negar Allero—. Oí a la perfección, señora. Pero buscar al niño sería más difícil que diferenciar el agua dulce del agua salada; la ciudad está en caos, y los soldados enemigos pueblan las calles y tejados.

—Entonces, ¿le dan miedo un par de traidores?

—¿Miedo? —rio—. No, claro que no.

—Ya veo, ¿y por qué el escándalo, pues?

—Solo pensaba que...

—¿Pensar? ¿En serio? —Uma dejó escapar una risilla divertida, propinándole una palmada en el peto a Allero—. Su fuerte no es pensar, Comandante —se giró, mirando el techo de una mansión aledaña—. Y el sigilo tampoco es el tuyo, Kyarah.

Desconcertado, Gyllos dirigió su vista al tejado de la ostentosa casa, fijando sus ambarinos orbes en la esbelta silueta de la Sexta Espada de Braavos, Kyarah. Esta, rubia y morena, acostada cual gato sobre las tejas color azul, los observaba en silencio.

Normalmente, hubiera reparado en su presencia antes, pero sus emociones y su lucha interna de intereses habían cegado sus sentidos.

—Estás perdiendo el toque, Gyllos —comentó Kyarah, burlesca, arqueando su espalda, estirando sus brazos—. Hace media hora que estoy oyéndolos parlotear.

—En ese caso, Kyarah, ya estás informada de tu próxima misión —dijo Uma.

Kyarah se recostó de costado, dedicándole una mirada de extrañeza a Uma.

—Bromeas, ¿no?

—¿Me ve sonriendo? —cuestionó.

—Es complicado saberlo con ese abanico tapando tu preciosa boquita.

—Los halagos baratos puedes reservarlos para las cortesanas que visitas por las noches, Kyarah —repuso Uma.

Kyarah frunció sus labios. desviando su rostro.

—No lo haré.

—Oh, sí. Lo harás.

—¿De verdad? ¿Cómo pretendes...?

—Los Essiris están atacando la mansión de Ballio Oliross.

—¿Y eso qué?

—¿Olvidaste quién es la Espada de los Oliross?

—Mis soldados confirmaron que Lara estaba en la mansión —agregó Gyllos, poniéndose de pie.

Todos, incluidos los artistas ciegos del Corredor de los Titiriteros y el Corredor de los Pintores, sabían que Kyarah no era una mujer que se fijara en los hombres. La atraían las féminas, ¿y cómo culparla? Altas, bajas, menudas, musculosas, de tez oscura o pálida, cada cortesana, dama de compañía y bailarina de los burdeles y cantinas de Braavos había compartido una noche con ella; no era buena guardando secretos ni una maestra en el arte de la discreción.

Sin embargo, un rumor se había esparcido hacía tiempo. Nadie lo creyó; era demasiado bueno para ser cierto. O, bueno, eso sostuvo Gyllos hasta aquel momento.

Kyarah no respondió, entornando los ojos. Descendió del techo con un ágil movimiento, flexionando las piernas para no romperse las rodillas al caer, y luego caminó a la tarima, deteniéndose a uno o dos dedos de Uma.

Faenorys, lejos de mostrarse nerviosa o asustada, siguió abanicando el instrumento que sujetaba, viendo a la cara de la Sexta Espada. Esta, tras un breve duelo de miradas, bufó, desviando su rostro, derrotada. Posó sus manos en su cintura, y después volvió sus iris a Gyllos, quien se había situado a su derecha.

—Conque los chismes son reales —sonrió—. Tienes un paladín. Honestamente, no estoy interesada en entrenar mocosos; son ruidosos y demasiado...

—¿Complicados de manejar? No es ninguna novedad que los compromisos y desafíos te aterran, Kyarah.

Kyarah arrugó la frente, y antes de que replicara, Uma habló:

—Muy bien, si ya dejaron de pelearse, niño, hay un muchacho al que salvar. Kyarah, tú irás con Allero y sus tropas. Eres veloz, y de seguro Saecyl puede rastrear a Daeron si le damos para que olisquee una de sus pertenencias.

El semblante de Kyarah se ensombreció, las llamas de la rabia danzando en sus orbes.

—Saecyl está muerta.

—¿Qué? —había asombro en la voz de Uma.

—Garren la mató.

—¿Garren? —Gyllos arqueó una ceja—. ¿A tu basilisco la asesinó Garren?

—Sí, demonios —respondió, cruzándose de brazos—. El bastardo nos tomó por sorpresa a mí y a Qhuaalo.

—¿Qué mierda estabas haciendo con Qhuaalo? —preguntó Gyllos.

—Perseguía a un espía cuando él quiso robarme mi presa. Peleamos, y luego apareció Garren, y casi al segundo, los Essiris —explicó—. Saecyl se abalanzó sobre Dyrril, y él la mató de un tajo; apenas se despeinó.

—Dioses —suspiró Uma.

—Carajo —maldijo Gyllos—. ¿Quién era el espía?

—Un estúpido mocoso. No habría de tener ni diez años; pero no pude verlo bien de cerca. Eso sí, llevaba una capucha bastante elegante, aunque sucia, y usaba un cuchillo de empuñadura dorada, quizá de aurocorazón.

En ese preciso instante, el mundo alrededor de Gyllos se desvaneció, y una punzada de terror reverberó a través de su alma, estremeciéndolo. Los estrépitos distantes del acero contra el acero se transformaron en zumbidos inteligibles, y las figuras de Uma, Allero y Kyarah, en siluetas borrosas de colores brumosos.

«Un cuchillo de empuñadura dorada, quizá de aurocorazón», aquella frase fue evocada un centenar de veces por su mente; no obstante, tardó un par de eternos segundos en procesar. «Colmillo», recordó el nombre con el cual Daeron había bautizado la daga que le regaló.

«Mierda», pensó. «Daeron, ¿en qué puta locura te metiste?», preguntó a la nada, sus dedos apretando el mango de Escarlata fuertemente; la madera revestida por el cuero crujiendo bajo la presión de su mano.

—Da igual —la voz y los rasgos de Kyarah se hicieron más nítidos poco a poco—, ¿qué aspecto tiene tu paladín? Si no me lo cuentas, no creo que lo reconozca... Oye, Gyllos, ¿qué pasa? ¿Por qué tan pálido?

Al recuperar el sentido, Gyllos notó que todos lo observaban, preocupados, confundidos.

—Kyarah —dijo, serio, calmo—, ¿qué pasó con el espía?

—¿A qué viene esa pregunta?

—Solo responde, por favor.

—No entiendo por qué serviría, era solo un estúpido...

—¡RESPONDE, MALDICIÓN! —bramó, lanzando sus muletas y agarrando a Kyarah por el cuello de su camisa.

—¡Garren se lo llevó! —contestó, nerviosa, alzando las manos—. ¡Dijo que era su paladín y, después de que apareció Arallypho, los dos escaparon!

«¡Eres más idiota de lo que creí si te comiste el cuento de que Garren decidió adoptar un aprendiz!», espetó para sí, logrando a duras penas contenerse.

Soltó a Kyarah y, pese a que la pierna entablillada palpitaba y quemaba, no recogió sus muletas, tragándose los gritos de dolor y jadeos de dolor.

—Garren no tiene paladín; yo, sí.

—¿A qué te refieres, imbécil?

—El niño al que perseguiste y con el que Garren huyó no es su aprendiz, ¡es el mío!

—¡¿Qué?!

—Gyllos —intervino Uma—, ¿mandó usted a su aprendiz a espiar a mi Espada?

—¿A usted le parece que haría algo así? —cuestionó, grave—. No, no fui yo. Demonios, es solo un chico de ocho años. ¡¿Cómo es que se te ocurrió cazarlo como a un animal?! —exclamó, apuntando a Kyarah.

—¡Él me vigilaba mientras trataba con un alquimista, no tendría porqué haber estado ahí! Deberías haberlo educado mejor, ¿o estabas ocupado impartiendo justicia? ¿Planeando otra invasión a Myr, tal vez?

Gyllos sintió la imperiosa necesidad de desenvainar a Escarlata y rajarle el cuello a Kyarah, el fuego en su pecho creciendo y creciendo; el acero de su espada llamándolo. Respiró hondo, meneó la cabeza y volvió sus ojos hacia Uma Faenorys.

—No hay tiempo para esto. Podemos discutir cuánto queramos, pero eso no resolverá nada. Ahora es cuando tenemos que hacer las discusiones y rivalidades inútiles a un lado y centrarnos en lo importante.

—¿Y lo importante es salvar al entrometido de tu alumno? ¡Hasta donde sabemos, podría trabajar encubierto para...!

En un destello, Gyllos, a la velocidad del pensamiento, desenvainó a Escarlata, cuyo filo plateado hendió el aire y se clavó levemente en el cuello de Kyarah. La Cuarta Espada, paralizada, posó su mano en el mango de su «aguijón», pero no desnudó su acero, ya porque era consciente de que, si lo deseaba, Gyllos le hubiese rebanado la yugular en ese preciso instante, ya por puro terror, ya por no querer provocarlo.

—No. Te. Atrevas. A insultarlo. Enfrente. De mí —advirtió, viéndola por el rabillo de su ojo—. Daeron ha hecho más por este país que tú y cualquiera de esos farsantes que se hacen llamar «Espadas».

—Gyllos —dijo Uma Faenorys—, por favor, le ruego que disculpe a Kyarah.

—No, discúlpeme a mí, señorita Uma —replicó, envainando con un ágil y ligero gesto de muñeca la hoja de su arma—. Eso fue impropio de una Espada.

—Y propio de un maestro que defiende a su alumno.

Gyllos realizó una leve reverencia, y luego tomó aire.

—Señorita Uma —empezó, calmo, educado, ignorando el sufrimiento que le causaba estar de pie—, déjeme ir en lugar de Kyarah. Acompañaré a sus hombres a la mansión de Forassar, rescataré a Daeron y averiguaremos qué tan verídicas son las acusaciones de Kyarah.

» Lo he entrenado por meses, y sé quién es. No es un traidor, no es un agente, no es un cambiacapas. Es mi paladín, y no lo habría acogido de no ser porque lo juzgué digno de tal nombramiento. Le ruego que me permita salvarlo de las garras de Forassar.

—¿Forassar? —Kyarah no comprendía.

—¿A dónde más lo arrastraría Garren si no?

—Estás demente. El centro es un puto caos. Los soldados de Forassar, sus adeptos, Irnah, Oniruss y Essiris se masacran entre ellos hace horas, y todavía nadie ha controlado el Gran Mercado. Si vas, será tu funeral.

—Kyarah tiene un punto, Gyllos —reconoció Uma—. Permitirte ir, sería desperdiciar su vida.

«Y tú perderías tu oportunidad de que te nombren magíster», reflexionó Gyllos.

—Iré solo, entonces —sentenció, agachándose, recogiendo una de sus muletas, y bajándose de la tarima—. Cuide de mis hombres.

Si Daeron era prisionero de Forassar, no había tiempo que perder. La mínima de las excusas le bastaría a Mero para deshacerse del joven valyrio, y Gyllos no iba a permanecer quieto mientras su paladín sufría en las zarpas de aquel magíster. Con o sin apoyo de las tropas de Uma, lo rescataría, lo traería de vuelta, por más que tuviera que afrontar a las hordas y hordas de Capas Grises en solitario.

Encargó a los capitanes y sargentos que no habían partido al sur resguardar los suburbios de los Faenorys, no dando explicación de a dónde se encaminaba. Ninguno protestó, y si bien hubieron voluntarios que se ofrecieron a acompañarlo, Gyllos los rechazó: Daeron era su responsabilidad, y haber aceptado la ayuda de Uma había sido un error. A nadie le correspondía cargar con la misión de encontrarlo ni socorrerlo. Pues era su paladín, no el de Uma, no el de Allero, no el de Kyarah, no el de sus soldados.

Mientras se alejaba lentamente, paso a paso, oyó unas pisadas detrás de él. Y, al girarse, no vio a un grupo de soldados abalanzarse encima de él para retenerlo, sino al Comandante Allero y una docena de Capas Azules siguiéndolo.

—¡Y usted de los míos! —gritó Uma Faenorys, sonriendo bajo su abanico.

—Vamos, Primera Espada —dijo Allero—, hay un niño que ayudar.

Gyllos agachó la cabeza en señal de agradecimiento, y luego retomó su camino. Quizás, solo quizás, no debía de hacerlo solo.

—¡Será tu muerte, Gyllos! —gruñó Kyarah.

—No lo creo, Kyarah —respondió, resuelto—. Yo siempre logro lo imposible.

Nota del Autor:

¡Feliz 2024 a todos, queridos lectores y compañeros escritores! Espero que hayan arrancado bien el año, y si lo arrancaron mal, ojalá pronto las cosas mejoren. Para empezarlo bien y no perder el ritmo, les entrego un nuevo capítulo del Rey de Plata. Como siempre, aguardo sus comentarios y opiniones, ¡disfrútenlo!

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