𝐗𝐗𝐗𝐈

Màu nền
Font chữ
Font size
Chiều cao dòng

—Bien, bien —dijo Daeron—. Con cuidado.

—Sé bajar una escalera —murmuró Ahrysa.

—No digo que no, solo que...

—¿Temes que me caiga?

—Estoy enterado de su condición —explicó, educado, sosteniendo la mano de la niña mientras descendían por los peldaños en espiral—. Quiero asegurarme de que llegue sana y salva con su padre.

—¿Lo sabes? —preguntó, asombrada, elevando un poco más su voz.

—Sí.

—¿Cómo?

—Bueno, el hombre que te dio la poción que te permite caminar me lo contó. Era un idio... un tonto. Lo hubiera golpeado si no hubiese necesitado que pudiera hablar.

—¿De verdad? —Ahrysa parpadeó, bajando otro escalón—. ¿Le habrías pegado?

—Gustosamente —asintió Daeron—. No era una buena persona.

—Mi padre tampoco lo es —mencionó en un susurro.

—¿En serio piensas eso? —volvió su mirada a Ahrysa, sorprendido por las palabras de la pelirroja.

—Uhum —asintió ella—. Mi mamá siempre me dijo que no era un buen hombre, y él nunca se defendió. No creo que sea malo; si lo fuera, no habría pagado cada mes para que yo pueda caminar. Pero no es un caballero en armadura.

—¿Y tú madre? —se aventuró a cuestionar Daeron, arrepintiéndose un instante después de formular la interrogante.

—Está en Pentos, visitando a su amigo magíster. Dice que son amigos, pero yo sé que se besan en secreto y ríen en la noche. Hace mucho que papá y ella no se besan —relató, había tristeza en su tono; una sombra de amargura oscureciendo su semblante.

Daeron no había padecido algo similar. Comprendía o al menos se imaginaba lo difícil que tendría que ser para Ahrysa pasar por aquello, pero no lo había experimentado. No había conocido a sus padres, pues estos murieron jóvenes y los esclavistas de Lys lo entregaron al orfanato de Rogare, donde Emma lo crió y cuidó durante seis años, hasta que provocó su muerte y la de decenas de niños.

Recordar dicho suceso fue un trago desagradable, y Daeron apretó los dientes al revivir tal memoria; la mano posada sobre la empuñadura de Colmillo. Emma había sido una hermana y una madre, la mujer que lo había protegido cuánto pudo de las maldades del mundo y la crueldad de los hombres. Jamás supo lo que era tener un padre, dado que ninguno de los esclavistas o guardias de la ciudad mostraron afecto hacia él; ni siquiera los esclavos varones que custodiaban los distritos de la ciudad o vagaban por ahí se mostraron interesados en actuar como una figura paterna o socorrerlo al verlo vagar por las calles.

Es más, Daeron pasó la mayoría del tiempo corriendo de los soldados al robar comida, aprendiendo a defenderse o esconderse por su cuenta. Y cuando los Rogare lo aceptaron como perro de peleas y criado, Daeron siguió acrecentando su animadversión hacia los integrantes masculinos de la familia de alta alcurnia, ya por los latigazos de Lysorro, ya por las miradas de desprecio de lord Rogare. Pero no solo detestaba a los machos Rogare, sino también a las mujeres, pues las dos hijas del patriarca atormentaban a sus sirvientes y usaban a los esclavos a su servicio cual juguetes, burlándose de ellos u obligándolos a humillarse.

Gyllos había sido el primer hombre que había apreciado, y ahora lo consideraba, además de un mentor excepcional, una buena persona, un ejemplo del guerrero y el hombre en los que deseaba convertirse. Luego, Dromin, Garson y Tichero ampliaron la lista, y pese a no conocerlos por completo, le caían bien e incluso... los quería. No como un hijo ama a su padre o un sobrino a su tío, pero los respetaba y anhelaba que todos sobrevivieran a la calamidad que afrontaban.

Por su lado, Myriah era una chica agradable, graciosa, digna de admirar, y Daeron genuinamente la veía como una amiga, aunque todavía se hallaba descifrando cuál era el verdadero significado de la amistad y qué implicaba. Aun así, si bien se había abierto a quienes lo rodeaban, creando un círculo cercano de mentores y personas a las que estimaba, desconocía de cabo a rabo qué era tener padres.

Atesoraría por la eternidad los momentos junto a Emma; no obstante, ella nunca se había casado y Daeron no la había visto besarse o discutir con nadie, o buscar un amante. Por tanto, no podía entender en su totalidad a Ahrysa, pero sí imaginaba lo complicado de su situación, la confusión que padecía y lo duro que debía ser contemplar el deterioro de la relación de la pareja que te dio la vida. Empatizaba con ella, y quería compensar el haberle hecho confesar el pésimo estado del matrimonio de sus padres, o al menos distraerla y hacer que olvidase por unos instantes de esa realidad.

—¿Sabías que esta es la espada de Garren Dirryl? —comentó mientras recorrían las escaleras, dando un toque con su mano al mando del arma del yitiense que colgaba de su cinto.

Ahrysa elevó el rostro, los ojos abiertos de par en par.

—¿En serio? —preguntó, desconcertada, escrutando la espada—. Parece una katana yitiense común.

—¿Dudas de mí? —Daeron fingió ofenderse, llevándose su mano lastimada al pecho,

—Dudaría de cualquiera que se vista con un saco de papas —respondió Ahrysa, esbozando una tímida sonrisa.

—Auch, eso es un golpe bajo.

Ahrysa se encogió de hombros.

—Aprendía del mejor.

—Sí, Forassar sabe cómo encajar las palabras y que duela —afirmó Daeron—. Pero no miento. Esta es la espada de Garren.

—Tú ganas, ¿cómo la conseguiste?

—La robé —sonrió Daeron—. Mi maestro lo venció y yo se la quité.

—Eso te haría un ladrón.

—Hey, lo hice por buenas razones —repuso, sintiéndose extrañamente insultado.

—¿De verdad? —Ahrysa arqueó una ceja.

—Quise proteger a Garren.

—¿Cómo protegerías a un guerrero al quitarle su arma?

—Lo protegí de sí mismo. Él... Él no estaba bien. Gyllos lo derrotó, no lo mató. Pero Garren hubiera continuado con la pelea si no le sacaba sus armas, incluso estando herido. Créeme, lo vi combatir y la gente como él no se detiene; solo muertos paran de dar batalla, si se tiene suerte.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque Garren y yo compartimos más de lo que me gusta admitir —confesó, cerrando sus dedos en torno al mango de madera de su cuchillo.

—Pero... acabas de admitirlo —advirtió Ahrysa, confundida.

—Es algo entre tú y yo. Así como me has contado... bueno, ya sabes, te confío este secreto —explicó—. Ambos guardaremos estas verdades y no lo compartiremos con nadie más. ¿Suena a un buen acuerdo? —giró su cabeza, viendo a Ahrysa por encima del hombro.

La hija de Forassar ladeó la cabeza, llevándose una mano a la barbilla. Un semblante pensativo se dibujó en su rostro, y luego de meditarlo unos segundos, volvió su mirada a Daeron.

—Parece un trato justo —concluyó, sonriente, divertida.

Daeron le dedicó una sonrisa ladina, y los dos prosiguieron su camino hacia la planta baja, atravesando el umbral de la entrada que daba al gran salón. Al llegar a la cámara, ambos permanecieron quietos, contemplando la enorme aglomeración de soldados, quienes preparaban sus armas y armaduras, organizándose en grupos de ocho o diez, acomodando sus capas o ayudando a incorporarse a los heridos; el estrépito de las placas, las cotas de malla y los pasos metálicos de las tropas resonando en las paredes, techo y pilares del sitio.

Afirmando ligeramente el agarre sobre la mano de Ahrysa, Daeron dio un paso adelante y se encaminó al centro de la sala. De estar en alguna parte de aquel mar de corazas verdes y sedas grises, Forassar y Gyllos tendrían que hallarse en el corazón de la habitación. Por fortuna, los soldados se apartaban de su camino, abriendo una suerte de sendero irregular al verlos pasar. Daeron les agradeció con un asentimiento de cabeza y un "gracias" casi musitado.

—¡Niños, por aquí! —bramó una voz a su derecha, elevando y sacudiendo su brazo por encima de los yelmos de los Capas Grises.

Estirando el cuello y observando la mano que se agitaba en lo alto, Daeron se internó más y más en el mar de soldados, hasta que salió a un pequeño claro, un círculo irregular formado por varios guardias de armadura de cuerpo completo, en el cuyo interior se encontraban Gyllos, Forassar y media docena de comandantes y capitanes. A una velocidad impresionante para alguien tan delgada y que requería de una poción para caminar, Ahrysa corrió en dirección a Forassar y se lanzó a sus brazos.

Conmocionado, el magíster apenas logró atrapar a su hija en pleno salto, envolviéndola con sus brazos y besando su frente.

—Hola, mi rubí. ¿Estás bien? —preguntó Mero, en un tono delicado y cariñoso que le provocó un escalofrío a Daeron, acomodando los mechones escarlatas de Ahrysa detrás de sus orejas.

—Sí, Daeron me acompañó hasta aquí. Es un buen escolta.

Forassar estudió a Daeron de reojo, curvando las comisuras de sus labios en una suerte de rara sonrisa; los huesos del platinado estremciéndose bajo su piel.

—Ni se te ocurra.

—¿Qué? Solo pensaba en cuánto pagarte por cuidar de mi hija y pasar tiempo con ella mientras yo trabajo en arreglar el desastre de Essiris y sus lacayos —aclaró Forassar, agachándose y dejando a Ahrysa en el suelo.

Daeron dirigió su vista a Gyllos, quien le devolvió la mirada y asintió. Volvió a ver a Mero y meneó la cabeza.

—Lo lamento, ya estoy comprometido con mi entrenamiento. Apenas tuve un par de clases antes del atentado al palacio, y debo entrenar mucho si quiero llegar a ser una Espada de Braavos —contestó, firme—. Pero si me encuentro libre algún día y mi maestro me da permiso de abandonar el palacio, estaría encantado de acompañar a Ahrysa —vio por el rabillo del ojo a Gyllos, aguardando una respuesta.

Su maestro frunció los labios, cruzándose de brazos e incrustando sus iris ambarinos en el techo; la luz roja del sol fluyendo por las incontables monedas pegadas a las paredes y los pilares.

—Uhm... No lo sé. Las calles estarán fuera de control luego de que retomemos el oeste, y demorarás unas semanas en recuperarte de tus heridas. Sería arriesgado que salgas del palacio. —Gyllos torció sus labios, cerrando los párpados—. Pero supongo que si el magíster Mero decide alojarse unas cuantas semanas o meses en la casa de Tichero, así Ahrysa y tú convivirían en un sitio seguro, también podrías presentarle a Myriah y los tres jugarían y practicarían juntos. Aunque, claro, depende de qué elija tu padre, señorita Ahrysa.

—¡Papá! —dijo Ahrysa, volteándose y tomando entre sus manos la túnica grisácea de su padre—. ¿Podemos quedarnos en la casa del Señor del Mar? —los grandes orbes de la niña centelleaban de emoción, de ilusión, y la mirada que clavó en Forassar hubiese enternecido o derretido el gélido corazón del más frío de los asesinos.

Mero se congeló, y en su expresión se denotaba el debate interno que lo asolaba. El magíster miró a Daeron en busca de ayuda, pero el valyrio solo atinó a posar sus manos en su cinturón y contener la risa. Fuera un plan de Gyllos para retener a Forassar en un sitio controlado o fuese una sugerencia honesta y genuina en pos de preservar la integridad de Ahrysa o Mero, Daeron aplaudía el ingenio de Gyllos al poner contra las cuerdas al hombre sin recurrir a amenazas.

Mero espiró resignado, permitiendo a Daeron entrever a duras penas un deje de debilidad; no, no de debilidad, sino de . Acarició la cabellera de su hija, sonriéndole con ternura, y se irguió, alisando sus lujosos ropajes de tela gris. Carraspeó, ocultando su mano derecha detrás de su espalda.

—En vista de la insistencia de mi hija y nuestras circunstancias, me veo en la necesidad de solicitar la protección del Señor del Mar de Braavos —dijo Forassar—. Primera Espada de Braavos —se giró hacia Gyllos—, ¿sería posible que usted me ayude a convencer a Tichero de alojarnos en su mansión? Prometo compensar su amabilidad.

—No se preocupe, Tichero estará más que encantado de hospedarlos en su palacio, no hará falta pagar —aseveró Gyllos, calmado, cortés—. Solo procure cumplir con su palabra.

—Un trato es un trato —asintió Forassar.

—Bien. Ahora, póngase esto. —Gyllos le tendió a Mero un peto de acero verde.

El magíster alzó las manos, retrocediendo.

—Muy divertido, Primera Espada, pero no voy a vestir algo tan poco elegante.

—Se pondrá esto, ¿o quiere que una flecha le dé en el corazón o alguno de sus pulmones?

—También necesitará un casco —dijo Daeron—. Es por su seguridad, Mero.

—¿Cómo te atreves a hablar de mi seguridad cuando me cortaste la mano? —espetó Forassar, señalando la parte aludida, cubierta por vendajes.

—Lastimé tu palma, no te corté la mano. Hay una diferencia —remarcó, agarrando un yelmo que reposaba sobre unas cajas y tirándoselo.

Mero, torpemente, atrapó el casco en el aire, pegándolo a su pecho. Le dedicó una expresión desdeñosa a Daeron y luego a Gyllos, aceptando de mala gana la coraza esmeralda.

—¿Ve? No era para hacer tanto escándalo —bufó Gyllos, divertido.

—Cállate —masculló Forassar, elevando el peto por encima de sus sienes, pasando su brazo izquierdo y después el derecho por los huecos correspondientes en los costados de la armadura—. Los dos deberían recordar que soy un magíster de Braavos.

—Un pésimo magíster de Braavos —replicó Forel—. Ponte el casco y diles a tus hombres que se preparen. Daeron, ayuda a Ahrysa a ponerse el casco y la cota de malla.

—Espera, ¿cuál es el plan? —preguntó, arqueando una ceja.

—Iremos por los callejones y las calles que no hayan sido abarrotadas por los soldados de Arallypho y las ropas que escapan de sus distritos. Estamos en el ojo de la tormenta, pero podremos salir intactos si nos dividimos en grupos no muy grandes.

—Pero dividirnos complicará las cosas —advirtió Daeron—. Quedaremos expuestos.

—No si avanzamos juntos. Los Capas Grises se repartirán en pequeñas bandas de diez o doce, pero caminarán a la par. Mientras los de adelante y los costados protegen la vanguardia y los flancos respectivamente con sus escudos, los de atrás defenderán la retaguardia y quienes estén en medio alzarán sus escudos por si algunos arqueros nos disparan.

—En los callejones no hay demasiado espacio para moverse.

—Por eso los grupos no estarán pegados entre sí, sino separados por una distancia de dos o tres varas. No podemos enfrentarnos a Arallypho ni a sus aliados todavía, así que recorreremos las callejas y los callejones para no toparnos con ellos de frente ni entrar en combate. Y si nos descubrieran, no tendríamos complicaciones a la hora de escapar; seríamos muchos objetivos que perseguir y los callejones un mundo aparte allá afuera, ya lo sabes, y a los Essiris no cuentan con suficientes hombres como para darnos caza a todos a la vez.

—¿Quieres decir que recorreremos los pasillos en las calles como un ejército de hormigas en un laberinto de piedra, rezando porque los Essiris o cualquiera de sus matones no nos asesinen en el camino al palacio de Tichero?

—En pocas palabras, sí. —Gyllos se cruzó de brazos, bajando la mirada—. Sé que no es el mejor de los planes ni una estrategia digna de escribirse en un libro de logística, Daeron, pero no hay tiempo de sobra y nuestros enemigos se acercan. Además, no soy un estratega; mi fortaleza es el cuerpo, no la mente.

—No eres idiota, Gyllos —repuso Daeron, teniendo presente la reciente demostración de perspicacia de su maestro al arrinconar a Forassar contra las cuerdas y forzarlo a acceder a permanecer en el hogar del Señor del Mar—. Incluso tú sabes que adentrarse en el centro será como meterse en el puto infierno.

—¿Tienes otra alternativa? Porque yo no.

—No es que no confíe en ti, Gyllos. Solo... Solo no quiero que esto acabé con nosotros muertos —confesó Daeron—. No es una opción perder ni morir. No podemos dejar ganar a Essiris.

—Hasta ahora, no había considerado esas posibilidades —sonrió Gyllos, posando una mano en su cabellera, revolviendo su pelo platinado—. No temas, no pasará, nos aseguraremos de que no logre ninguna de sus metas.

Daeron alzó el rostro y sonrió, peinándose su desprolijo cabello. La determinación que rebosaba la voz y el semblante de Gyllos reforzar su resolución, que había flaqueado por un momento.

—Bueno... —Daeron suspiró, enderezando su postura y apoyando su mano en la empuñadura de Colmillo—. Supongo que es tu plan más llamativo que sentarnos a esperar nuestro final —observó a los soldados aprontar sus lanzas, recoger sus escudos y a Forassar luchando por colocarse el casco—. ¿Qué ruta tomaremos?

—Marcharemos por el noreste. Allí hay barrios lujosos, tabernas, cantinas, teatros, burdeles, casas de apuesta y algunos edificios importantes, como bancos y mansiones de nobles. Forma parte del centro, pero también es un territorio disputado por los Irnah y los Flaerys —explicó Gyllos—. Los bastardos Flaerys, liderados por el sobrino ilegítimo de Tichero, se asentaron allí hace un tiempo, cuando Vhabarro emprendió su comercio de muebles y especias; es uno de los pocos que ha logrado pactar con los piratas de Sothoryos para que le vendan la madera de esas tierras.

—¿Y crees que nos resguardarán en su mansión? Somos un ejército de casi dos mil personas, si no se nos unen más en el viaje.

—Cuento con que nuestras filas se engrosen, pero la mansión de Vhabarro bastará por un rato. Pararemos unas horas y luego continuaremos nuestro camino hacia el palacio de Tichero.

—Sabes, cuando lo pones así, tu plan tiene sentido —comentó Daeron.

—Gracias —sonrió Gyllos.

—¿Qué ocurrirá si Vhabarro es uno de los conspiradores y nos traiciona?

—No hay forma de que sepa que los visitaremos. Si es un traidor, nos dará la bienvenida con flechas y fuego, los cuales bloquearemos con nuestros escudos, y si es uno de los nuestros, abrirá sus portones y nos dejará refugiarnos en su casa.

—De nuevo, ahí tienes la prueba de que no eres un idiota —rio Daeron.

Gyllos bufó, y luego le dio un golpe en la rodilla con la muleta izquierda.

Daeron dio un brinco, sobándose la zona afectada.

—¡Ahg!

—Eso es por lo de hace unas horas. Ahora ve y ayuda a Ahrysa a ponerse la armadura, yo le daré una mano a Forassar —dijo, mirando al magíster y haciendo una mueca al escuchar el estrépito de las placas del peto por los bruscos e inconexos movimientos de Forassar—. ¡Primero va la coraza, después el yelmo! —gritó, encaminándose en dirección a Mero.

Daeron ahogó la risotada que subió por su garganta. Giró, viendo a la niña pelirroja tratando de abrocharse el chaleco de eslabones de metal gris, e inspiró hondo. "¿Cómo se supone que le enseñaré a usar una cota de malla si yo nunca he usado una?", había portado chalecos de cuero endurecido, pero Gyllos no le había impartido una clase sobre cómo vestirse apropiadamente ante una batalla inminente.

Sin embargo, los Capas Grises se encontraban ocupados, yendo de acá para allá, y él era el único desocupado, pues Gyllos luchaba por desenredar las capas de metal en las cuales Forassar se había envuelto. Espiró, tronó su cuello y se dirigió a afrontar uno de los mayores desafíos de su corta pero trepidante vida: asistir a un noble a la hora de ponerse sus prendas.

...

Las puertas se abrieron lentamente, profiriendo un estrépito que resonó en las paredes del gran salón y la entrada, retumbando en las inmediaciones y los oídos de los presentes. Tomado de la mano de Ahrysa, a quien había conseguido por fin equipar con su coraza metálica, Daeron luchó por moderar el ritmo de su corazón, que se aceleraba segundo a segundo. Los nervios lo carcomían, y no sabía por qué; las manos le sudaban y temblaban, y las sienes le palpitaban.

"Carajo, contrólate", se maldijo. Había sobrevivido a Garren Dirryl, a Mero Forassar, a las calles de Braavos y Lys, a la Sexta y Séptima Espada de Braavos, pero no a una guerra. Presenció altercados entre los esclavos y los Guardia Cívica en Lys; no obstante, nunca había vivido un conflicto que abarcase una ciudad entera, mucho menos uno que desatara tantísimo caos y muerte. Supuso que era normal reaccionar como su cuerpo lo hacía en ese momento, pero no pudo evitar sentirse débil y avergonzado.

"Eres el paladín de Gyllos". "Mantente firme, que el miedo no te controle". "Lucha, mierda, lucha". Respiró profundo, centrando su mente y regulando los frenéticos latidos de su corazón. "No ganarán, no lo permitiré". "Essiris no concretará ninguno de sus planes ni arrebatará una sola vida más", pensó, decidido, cerrando sus dedos en torno al mango de Colmillo y la palma izquierda de Ahrysa. Carecía de la fuerza y los recursos para enfrentar de forma directa a Arallypho y a sus lacayos, pero colaboraría cuanto le fuese posible en pos de frustrar los objetivos de los traidores, incluso si arriesgaba su integridad, salud o futuro.

Quizás no había pronunciado las palabras ni hecho los juramentos de las Espadas de Braavos, pero se había comprometido a proteger el bienestar de los habitantes de la Ciudad Secreta el día en que comprendió la responsabilidad de ser el aprendiz de Gyllos. El día en que aquel sueño de ser armado caballero transmutó al de querer convertirse en una Espada, al de transformarse en un hombre tan diestro y resuelto como Gyllos Forel, su mentor, al de impedir que otros sufrieran por los actos egoístas e inhumanos de tiranos codiciosos.

Debía serenarse, enfocarse en sus metas, recordar por lo que peleaba. De lo contrario, los braavosi, los Martell y todos quienes estaban bajo el cuidado de las Espadas de Braavos y sus respectivos paladines morirían, y Arallypho triunfaría. Él no permitiría que tal escenario aconteciera, no mientras hubiera vida en su pecho.

—Estás asustado —inquirió Ahrysa.

Daeron se giró a verla.

—Sí.

—¿No te avergüenza admitirlo?

—No.

—¿Por qué? Es extraño.

—Gyllos dice que solo cuando tenemos miedo podemos ser valientes. Afrontar nuestros temores es la prueba más importante por la que todo paladín debe superar para considerarse propiamente un sucesor digno de su maestro y antes de ascender a Espada.

—Entonces, ¿solo tienes que mostrar valentía para convertirte en Espada?

—No. No... —soltó una leve risa—. No, aún tengo que aprender la Danza del Agua y entrenar mucho con la espada. Supongo que también me falta realizar los juramentos de las Espadas de Braavos. Pero no seré uno de ellos hasta que Gyllos diga que estoy listo; ni siquiera he dominado mi miedo para empezar...

—Pero, si no fuera porque te tiemblan las manos y el sudor en tu frente y palmas, no me hubiera dado cuenta de que estás asustado —señaló Ahrysa—. Te ves muy serio.

—Tú tampoco pareces asustada.

Ahrysa guardó silencio un momento, dirigiendo su vista al suelo, posteriormente a los soldados que estaban a sus flancos, después a los de adelante y luego a los guardias de la retaguardia. Cuando sus ojos se dirigieron a él de nuevo, vislumbró en ellos una inquietud y consternación en las cuales no había reparado antes.

—Lo estoy, créeme —suspiró, como si hubiese contenido aquella confesión por años. Desvió su mirada, mordiendo la parte interna de su mejilla—. Papá me enseñó a nunca mostrar debilidad, pero me aterra morir.

—No morirás —aseguró Daeron.

—¿Cómo lo sabes? Incluso si fueras un Sacerdote Rojo que ve el futuro, no confío en la magia. Nadie puede predecir lo que pasará.

—Yo sí —replicó—, y sé que no morirás.

—Suenas tan convencido..,, ¿por qué estás seguro de que una flecha no me dará en la frente o no seré aplastada por una estampida de soldados?

—Porque no sucederá. No me conoces, Ahrysa, pero sabes quién soy y cuáles son mis deberes. Abandonar a gente indefensa a su suerte o dejar que traidores despreciables como Essiris y sus hombres maten a niñas, nobles o plebeyas, no son cosas que un paladín de Braavos permitiría, mucho menos yo. Te protegeré y verás el palacio del Señor del Mar.

Por un instante, los iris de Ahrysa se llenaron de lágrimas, pero la joven noble ocultó su rostro de la vista de Daeron al girar la cabeza. Se llevó su manga a la cara, ya para limpiarse, ya para taparse y evitar que los soldados que avanzaban junto a ellos en dirección al portón del puente vieran su ojos vidriosos.

—Yo también tengo miedo, Ahrysa; no hay vergüenza ni debilidad en ello. Confesarlo requiere mucho coraje, y tú lo hiciste. Eres valiente, muy valiente. Pero que estemos asustados no debe impedirnos cumplir con nuestras responsabilidades —agarró delicada pero decididamente la mano de la chica—. Prometo no soltarte, no hasta que lleguemos al palacio de Tichero.

Daeron volvió la mirada hacia adelante, contemplando la barrera de piedra y madera que se alzaba a la distancia. Había alrededor de dos mil soldados marchando detrás, enfrente y a los costados de ambos, y Gyllos y Forassar avanzaban un par de metros a su derecha, estando separados por dos columnas de guardias verdes. Era demasiado peligroso caminar juntos; pues, de ir todos en un mismo grupo, este tendría que ensanchar su número para rodearlos y resguardarlos, por lo que, irremediablemente, terminarían llamando la atención de quienes lo emboscasen o atacaran.

Los portones se abrieron, y los soldados en los muros descendieron, uniéndose a las filas y conformando nuevos grupos. El ejército de Capas Grises atravesaron el umbral del portal, cerrándolo tras salir a las calles.

Era de noche, las estrellas brillaban en el oscuro firmamento, escondidas detrás de las negras y brumosas nubes; oculta por las penumbras del cielo nocturno, la luna se asomaba tímidamente, observándolos desde lo alto e iluminando a Braavos con su suave destello blanquecino, que fluía por las placas verdes de las armaduras de los Capas Grises. Daeron y Ahrysa siguieron el ritmo de los soldados, permaneciendo en el centro del grupo al cual Gyllos les encargó su protección. Compuesta por diez guardias, seis mujeres y cuatro hombres armados con espadas, hachas y escudos, revestidos por acero verde y yelmos grisáceos, su escolta no era despreciable en lo absoluto, pero Daeron tenía sus inquietudes.

Según Gyllos, se dividirían en varias hileras que recorrerían los callejones de los barrios del noreste de Braavos, avanzando unidos pero manteniendo una distancia prudente por si los emboscaban o descubrían su presencia, como eslabones de diferentes cadenas que eran arrastradas hacia un pun punto específico. No era una mala estrategia, pero era arriesgada, incluso para él, que había saltado de una ventana sin saber a cuántos metros separaban el cristal del suelo. Y si bien había concluido que era mejor intentarlo a rendirse o no hacer nada, su mente no había parado de formular mil y un escenarios catastróficos.

Pero los purgó. Se purgó de las preocupaciones, el temor y la duda. "El miedo hiere más que las espadas", evocó las enseñanzas de Gyllos, reforzando su determinación, y continuó caminando, siempre atento a su entorno, alerta al mínimo sonido de una cuerda tensándose o las pisadas lejanas de alguien.

Aunque el sol se había desvanecido en el horizonte y las luces de las lámparas en las calles y avenidas se habían extinguido, el estrépito del acero contra el acero, los alaridos de dolor y rabia de los soldados, los gemidos agonizantes y los llantos de los braavosi resonaban a lo largo y ancho de la ciudad. Fusionados en un tétrica sinfonía, aquellos perturbadores ruidos abrumaban los oídos de Daeron, quien, a pesar de no haber afilado sus sentidos por años, podía escucharlos con una nitidez que lo estremecía. Si aguzaba suficiente su audición, podía percibir los sollozos de las personas encerradas en sus casas y los ríos de sangre que manaban de los cuerpos fluir por el empedrado.

Resultaba difícil distinguir los pasos de los choques entre las hojas de los soldados, los murmullos de los bramidos de los Capas de Acero, los Capas Rojas, los Capas Celestes y los Capas Grises allá afuera. Se sacudió en su sitio al atisbar las negras siluetas de hombres y mujeres que batallaban o yacían muertos en los tejados de las casas; los brazos y piernas de los cuerpos inertes balanceándose levemente por culpa del cálido viento.

Respiró hondo, moderando el frenético latido de su corazón. "No te alteres". "Es cuestión de vida o muerte, no te descuides". "Ahrysa y los que te rodean dependen de ti". "Todos dependemos de que los demás no comentan una equivocación". Si uno de los erraban, si uno de ellos fallaba, los condenaría a la perdición, a dividirse y, por ende, a morir.

Tarde o temprano acontecería. Tarde o temprano, él o quien fuera captaría la curiosidad de los Capas de Acero, se estrellaría con un muro o trastabillaría y caería al suelo, haciendo un escándalo que delataría su posición. Las penumbras de la noche los amparaban, cierto, pero no hubiese servido en lo absoluto si utilizasen lámparas o antorchas, siendo su única luz la que emanaba de la luna, que no era tan radiante como para espantar las sombras y revelar los diminutos relieves o los cuerpos aglomerados en los pasillos de la ciudad. Se guiaban por las borrosas figuras de las paredes y el destello anaranjado de los fuegos que ardían a lo lejos.

El aire estaba impregnado por un engaño aroma dulce que intentaba enmascarar el pútrido perfume a muerto. Arrastrado por las ráfagas de aire que movían las capas de los soldados de Forassar y las ropas de Daeron, el olor a madera y carne quemada se extendía poco a poco por el este,; venía del sur, donde los incendios habían calcinado unos cuantos barrios y grandes teatros, de acuerdo a las hablillas de los guardias. Aún no había recibido noticias acerca de Myriah o Garson, pero tenía la certeza de que, armados con catapultas o escorpiones, ningún soldado poseía la capacidad de acabar con los Martell; eran tan duros, testarudos, hábiles e indómitos como relataban Dromin y sus escritos.

Myriah no era una niña desprovista de los recursos y habilidades para valerse por sí misma. En realidad, muchos niños o jóvenes mayores que ella terminarían llorando en el piso si la desafiaban a un duelo; tenía buenos brazos y una destreza marcial deslumbrante. Sin embargo, tanto la Princesa de Dorne como él pecaban de inexperiencia y estar "tan verdes como el pasto del Dominio". Todavía no entendía a qué se refería Dromin al decirles eso, pero supuso que se relacionaba a lo de siempre: no estaban listos y les faltaba curtirse.

No obstante, los dos ya no eran niños, ni tampoco los chicos y chicas en Braavos durante la guerra civil que había desatado Essiris. Habían vivido y presenciado sucesos que arrebataron la poca inocencia en ellos abrupta y salvajemente. Ahrysa tal vez era la excepción. Sí, era bastante lista y despierta, pero eso no quitaba que sus resplandecientes orbes oscuros desprendían un brillo de inocencia pura, si bien había observado y escuchado cosas desagradables.

Quizás las disputas entre sus padres no la habían quebrado ni apagado el destello en su mirada, pero los horrores de la guerra reventarían esa cúpula en la que Forassar la había encerrado, pero era lo que debía ocurrir, por el bien o mal de Ahrysa.

Lamentaba no poder proteger esa inocencia, no en las circunstancias en las que se hallaban ni con las aptitudes que tenía. Trataría de resguardar la integridad de Ahrysa, pero esconderla de la guerra y las atrocidades de los hombres no era justo ni correcto. Por años, Emma quiso evitarle tal sufrimiento, escudarlo de la existencia de la crueldad y brutalidad de la humanidad. Descubrir el mundo, la malicia de la gente y la hipocresía de los dioses lo devastó al principio, perdiendo la esperanza y viendo sus sueños hacerse añicos.

Aun así, aunque había maldad, había bondad y hermosura, empatía y honor, amabilidad y humildad. Los sueños e ideales no eran tonterías de idealistas, sino conceptos que se habían olvidado y deformado con el pasar de las eras. El golpe inicial sería destructivo, insufrible, pero el tiempo abriría sus ojos a la verdadera cara del mundo; sin embargo, poco a poco Ahrysa lograría entender que, dentro de la horrorosa realidad en la que los dioses los habían engendrado, había hombres, mujeres, niños y ancianos que la dotaban de luz. La compañía de aquellas personas sanaría la herida de Ahrysa, tal como le había pasado a él, si bien la cicatriz del impacto jamás desaparecería.

Habría advertido a la joven pelirroja, pero no era algo para lo cual estuviese versado ni fuera el más indicado. No se veía ejerciendo como mentor, mucho menos como alguien que aconsejara al resto. Además, no le correspondía avisarle a Ahrysa; se habían conocido hacía unas horas y no eran ni remotamente amigos. A lo sumo, se podría afirmar que se conocían de soslayo, o que había cierto nivel de confianza entre ambos. Pero eso no equivalía a que fuese a soltar su mano ni escapar cuando los Essiris atacaran, corriendo en vez de pelear.

Se le había confiado la vida inocente de una niña que no había hecho daño ninguno a nadie del interior o exterior y planeaba defenderla hasta con uñas y dientes, como protegería a cualquiera de los habitantes de la ciudad, amigos suyos o no. Era su obligación y pretendía cumplirla a rajatabla. "No puedo morir", se recordó. "Hice una promesa, y me cansé de romperlas". Había jurado que viviría, que sería nombrado Espada de Braavos, y se había hartado de quebrantar sus compromisos para con otros.

Concretaría sus promesas, incluidas las que llevarían años o décadas en volverse algo tangible o siquiera posible, pero las cumpliría, empezando, por supuesto, por la de Ahrysa. Si quería conocer el palacio del Señor del Mar de Braavos, la niña lo conocería, aún si había que atravesar un maldito infierno para arribar al bastión más ostentoso y gigantesco de la Ciudad Secreta.

... 

Nota del Autor:

Buenas, buenas, queridos lectores. ¿Qué les pareció el capítulo de hoy? Sé que no tiene tanta acción, misterio ni drama como los anteriores, pero quise darles un pequeño respiro de la guerra y la masacre de los últimos capítulos. Así que, díganme, ¿qué opinan de este lado emocional de Mero? ¿Les agrada Ahrysa? ¿Creen que llegarán a su destino sanos y salvos, o algo terrible ocurrirá en medio? En fin, muchas gracias por leer y muchos éxitos a todos.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen2U.Pro