𝐗𝐗𝐗𝐈𝐈

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—¡Vhabarro! —clamó Gyllos—. ¡Vhabarro!

No hubo respuesta a su llamado.

—Parece que no hay nadie en casa —mencionó Forassar, quien se encontraba a su lado, observando la inmensa pared de la mansión—. Quizás el cobarde ha huido con las colas entre las patas a esconderse bajo la falda de Tichero.

Gyllos se volvió hacia Mero, dedicándola una severa mirada.

—Forassar, ¿me harías el favor de cerrar tu boca?

—Hey, hey, relájate, Primera Espada —dijo, alzando sus manos—. Te noto un poco tenso, ¿por qué no te tranquilizas un momento? Era solo un comentario.

—Lleno de desdén y veneno, como cada uno de los que brotan de tu boca —replicó, grave—. ¿Tantos odias a los Flaerys?

—Odio a todos en esta maldita ciudad; no es algo personal con Tichero y su calaña de bastardos.

—Eso sonó un poco bastante personal.

—Ahg, es que no lo entiendo. —Se cruzó de brazos—. ¿Por qué los demás lo eligieron como nuevo Señor del Mar después de que su estúpido hermano asesinara miles de personas y a decenas de nobles? Sé que mis compañeros magísteres no tienen mi inteligencia, pero incluso los más brutos pensarían dos veces antes de votar como regente al familiar del imbécil que casi hundió nuestro país.

Gyllos rodó los ojos, soltando un suspiro de hastío y meneando la cabeza.

—Quizás, no sé, pueda deberse a que optaron por dar su favor a Tichero luego de que él iniciara la rebelión contra el Tirano de los Mares —contestó—. O, tal vez, lo hayan preferido a ti porque eres un idiota arrogante y avaricioso que solo se preocupa por sus ganancias y reputación.

—Todos se preocupan por sus ganancias y reputación, Gyllos Forel. Incluso tú.

—Por supuesto que me importa el prestigio de mi familia, pero jamás permitiría que este se interponga en mi labor de Espada de Braavos —repuso, tajante, apretando el rubí en el puño de Escarlata—. Tú, por otra parte, decidiste esconderte en tu mansión por días mientras cientos de miles morían, bebiendo hasta el cansancio porque, cuando descubriste quién estaba detrás de la conspiración, sabías que no tenías chance de ganar solo y antepusiste tu orgullo a pedir ayuda.

Mero abrió la boca, elevando uno de sus dedos, aprontándose para refutar las declaraciones de Gyllos, pero ni una palabra brotó de sus labios, los cuales sellaron tras unos segundos de silencio. Se cruzó de brazos y dejó escapar el aire en sus pulmones.

—Tichero no es un santo —dijo Mero—. Esa bondad y esa grasa esconden su verdadera naturaleza. No es muy diferente a Xhabarro, Gyllos.

—Estás delirando de envidia —frunció el ceño; los dedos hendiendo el cuero del mango de su espada.

—Por favor, Espada, tú eres quien tendría saberlo más que cualquiera. Tichero es un gobernante, y si ha durado todos estos años en el poder, es porque se ha ensuciado las manos o mandado a alguien para ensuciárselas en su nombre. Ha habido buenos gobernantes, pero ninguno de ellos ha sido una buena persona, ni siquiera nuestro actual Señor del Mar.

—Conozco los sacrificios y los horrores que a veces tienen que realizar los regentes —respondió Gyllos—. No me tomes por ignorante, Forassar. Hacer lo correcto puede ser muy desagradable, pero solo los hombres como Tichero son capaces de cargar con tal responsabilidad.

Aunque intentara defender a su amigo, Gyllos era más que consciente de que había un deje de verdad en las afirmaciones de Forassar.

Tichero, en definitiva, no era un mal Señor del Mar. Había visto morir a su esposa y el sufrimiento que Xhabarro esparció a lo largo y ancho de Braavos, y había sido el único en desafiarlo luego de años de terror. Pero nunca regresó a ser el hombre compasivo que fue antes de la muerte de Danasha. Durante la Guerra de las Cenizas de la Laguna, utilizó tácticas que Essiris vio como «poco honorables» y «dignas del capitán de una compañía libre de cuarta», y si bien terminaron surtiendo efecto y consiguiéndoles decenas de victorias, los métodos moralmente cuestionables de Tichero no serían olvidados por quienes combatieron junto a él e incluso formarían parte de los interminables debates entre sus detractores por años.

«Es necesario», argumentaba cada vez que se debían tomar decisiones difíciles y ejecutar acciones inmorales. Y Gyllos, que siempre optaba por lo que consideraba que era lo correcto, respetando sus votos de Espada y manteniendo sus ideales en alto, había comprobado que, en muchas ocasiones, hacer lo correcto no alcanzaba,

Pese a sus intentos de preservar el honor, la paz y la honestidad sobre los cuales se erigió Braavos, estos no bastaban para solventar los problemas que enfrentaba a diario. Ser Primera Espada no era sencillo y acabar con la corrupción en la nobleza, el crimen en los barrios bajos, el tráfico de sustancias, armas y mercadería en los puertos era más complicado que irrumpir en las casas, talleres y muelles acompañado por medio centenar de soldados y esgrimiendo a Escarlata. La mayoría del tiempo, aquellos problemas no se solucionaban hasta que escalaban a un punto crítico o los dilemas económicos y políticos se resolvían, dándoles la oportunidades a los magistrados, mercaderes, nobles, contrabandistas, mediadores, estafadores y líderes criminales de crecer en poder e influencia, haciéndolos todavía más escurridizos e intocables.

Pero Tichero, en lugar de haber respetado los procedimientos legales estipulados en las Tablas de Marfil del Palacio de la Justicia, había buscado vías alternativas que le permitiesen dar con la escoria de la ciudad y encerrarla sin necesidad de tediosos juicios, investigaciones o redadas. Secuestrar hijos de jefes bandidos, quemar muelles, contratar asesinos para matar a los nobles que estaban coludidos con las pandillas o pactaban tratos con la Bahía de los Esclavos, los recursos de Tichero eran ilimitados, y su determinación, inquebrantable, y no temía quebrar leyes o pagar los servicios de los sicarios si es que eso libraba a su país de la podredumbre que roía sus cimientos.

Con horror y un hueco en el estómago, Gyllos contempló como los criminales caían, los nobles fieles a Xhabarro que se habían rendido morían en misteriosas circunstancias y las pandillas de bandidos, violadores o estafadores aparecían muertas en sus cuarteles. Nunca se atrevió a interrogar a su amigo, preguntarle respecto a su implicación en tales actos y acontecimientos, pues no tuvo el valor; y si recabó el coraje necesario, la amistad que compartían le impidió a Gyllos cuestionarlo.

Creía conocer a Tichero Flaerys, y así fue, puesto que era su mejor amigo, un hermano. Pero había errado al pensar que Tichero seguiría siendo el mismo hombre luego de ascender al Señor del Mar de Braavos y haber perdido al amor de su vida. Y había pagado el precio de no confrontarlo con su honor y la integridad de sus votos.

Llamar tirano o monstruo a Tichero no era justo. Había traído prosperidad y quietud a la ciudad, si bien sus métodos no eran los esperados ni los más sinceros. Gyllos no lo quería muerto, tampoco encerrado, mucho menos desterrado; no obstante, había secuestrado niños, mujeres, hombres y ancianos, masacrado nobles y purgado bandas criminales enteras; y, pese a sus medidas extremas, era su amigo, su mejor amigo, su hermano. Sin embargo, las consecuencias le llegaban a todos, independientemente de sus rangos, su sangre o el color de sus ojos, piel o cabello.

Aun así, Braavos requería a alguien como su actual regente en el poder. La ciudad no se recompondría sola, y los magísteres y nobles estaban dispersos, divididos por riñas carentes de sentido o por afrentas del pasado que ya no recordaban, y luego de la guerra civil, esa fragmentación se agravaría. Si existía un hombre capaz de reestructurar y unir a los nobles de Braavos, ese hombre era Tichero Flaerys.

Forassar estaba en lo cierto: Tichero no era un santo. Pero se encontraba lejos de ser igual a Xhabarro. Gyllos lo sabía, Braavos lo sabía y, probablemente, Mero lo sabía. Aunque hablaba con la verdad, también había celos, resentimiento y desdeño en la voz del magíster, envenenado por la rabia y su ego herido por su derrota a manos de Tichero años atrás, al ser vencido en las votaciones para elegir al Señor del Mar hacía ya década y media.

—¿Y tú, Forassar? ¿Tú podrías soportar el peso de una nación, el peso de tus acciones, el peso de las aberraciones que deberías llevar a cabo por el bienestar de los demás sin caer en la demencia o corromperte? Tichero sí.

—Yo...

—¿O es que lo harías mejor? —preguntó, severo—. ¿Acaso tienes idea de las cosas que hemos hecho por este país? ¿Puedes siquiera imaginar cuántos juramentos rompimos con tal de que esta nación se sostenga en pie? ¿Estarías dispuesto a eso? ¿Te pondrías al servicio de la gente del pueblo de Braavos de por vida, sin esperar ni un gracias por quebrar tus valores y cometer crímenes imperdonables por el bienestar de tu patria? ¿Renunciarías a la gloria, el honor, el oro y el renombre por el futuro de quienes te prescederán?

» Yo sí, y me arrepiento de haber incumplido mis promesas y aceptar el mal menor en pos del bien mayor. Tichero no es la compasión ni la amabilidad encarnadas, y yo tampoco soy el honor y la velocidad manifestadas en el cuerpo de un hombre. Somos humanos, y como humanos, nos vemos obligados a decidir, a lidiar con las adversidades del día a día. Es normal equivocarnos o elegir mal, aunque eso no nos escuda de las represalias por nuestras acciones.

» No soy invencible, Forassar, y Tichero no es el salvador de Braavos. Ambos sudamos, sangramos y luchamos por un futuro para este país, para su gente. Nuestros buenos actos no borran los malos; eso es una mentira. Pero seguiremos peleando, nos cueste la vida o el alma, porque no abandonaré a los ciudadanos de Braavos ni Tichero renunciará a su cargo. Continuaremos batallando, pero me aseguraré de que sea de la manera correcta.

» Cuando salgamos de esta locura, habrá cambios. Tú puedes formar parte del mañana o quedarte anclado al pasado por el peso de tu altanería lastimada y tu avaricia.

Gyllos se giró, observando el mar de soldados verdes envueltos en sombras y amparados por el oscuro velo de la noche; la pálida luz celeste de la luna fluyendo en sus crestas verdes y la seda gris de sus capas. «Ellos dependen de ti», pensó, volviendo a mirar a Forassar. Se lo hubiera dicho, pero si Mero solo velaba por el bien de su hija y el oro de sus arcas, dudaba que le importasen las vidas de sus soldados.

Se notaban cansados, nerviosos, atentos a su entorno como si de la nada fuesen a surgir demonios de las penumbras a robarse sus almas. No los culpaba por su miedo, pero el miedo podría propiciar el pánico; y el pánico, descuidos. Descuidos que, en su posición, desencadenaría la muerte de los presentes.

Los Essiris no los habían descubierto de pura suerte, y las calles, por fortuna, se habían despejado de soldados y patrullas. Recorrieron los callejones con cautela, deteniéndose momentáneamente cada que escuchaban pisadas distantes, alaridos o el murmullo de las aguas de los canales. Avanzaron lento pero seguro, y los tres grupos se aglomeraron alrededor de la mansión de Vhabarro Flaerys, hijo de Xhabarro Flaerys, el Tirano de los Mares. Sin embargo, no eran cuatro grandes filas de quinientos Capas Grises compuestas por pequeños grupos de diez, sino seis filas, habiéndose sumado un total de mil Capas Celestes y Verdes.

«Somos demasiados». A Gyllos no le preocupaba que los Essiris repararan en su presencia. No, lo que temía era que los soldados de su ejércitos se paniquearan y se atropellaran los unos a los otros. Las callejas eran estrechas, y solían ocurrir muchos accidentes cuando los mercaderes caminaban por allí, por lo que no deseaba ni imaginar lo catastrófico que sería si tres millares de soldados corrían en todas direcciones, aterrados, despavoridos, matándose al aplastarse entre sí.

Algunos de los integrantes de las columnas eran hombres y mujeres que portaban armaduras medio desarmadas, con yelmos abollados, hombreras rotas o petos rasgados. Muchos estaban embarrados en sangre seca o fresca, y las miradas plasmadas en sus semblantes iban desde la conmoción de alguien que acaba de matar a alguien por primera vez hasta el absoluto horror de una persona que ha pasado por el averno y vivido para contarlo; los ojos abiertos de par en par y los dedos temblándoles constantemente. Los Capas Grises eran los más intactos de todos, si bien había varias centenas cuyas corazas se hallaban incompletas o dañadas, y los más numerosos, pero Gyllos no había desechado la idea de que varios de ellos pudiesen estar confabulados con el enemigo.

No era ninguna sorpresa. Los conspiradores se las habían arreglado para esparcir su corrupción y vileza, contaminando a magíster y nobles, tentándolos, instándolos a alzarse en armas y rebelarse, por lo que no era de locos pensar que los soldados o la Guardia Cívica hubiesen caído en los engaños de Arallypho. Quizás ese era el motivo por el cual no habían intervenido en los últimos días: el General de los Armada de las Aguas era uno de los involucrados en la conspiración, si no la mente detrás del horrible complot, y los Capas Violeta solo respondían ante él y el Señor del Mar, siendo una posibilidad que no hubieran entrado en combate debido a órdenes de Arallypho.

Habiéndolos convencido con oro, amenazas o mentiras, el asunto era el mismo: no resultaba una opción viable ni segura acudir a ellos por apoyo. Diez mil efectivos revestidos con placas de metal, cotas de malla y cuero endurecido negros y capas moradas componían la guardia de la ciudad, pero, en vez de acudir en la ayuda de los civiles o el Señor del Mar, se habían encerrado en los torreone y barracones dispuestos en los distritos, costas o muelles de Braavos. Descartar la idea de que los obligasen a acuartelarse o los engañaran era una realidad probable; no obstante, Gyllos no se arriesgaría a recurrir a soldados que habían roto sus juramentos en los momentos de mayor necesidad de su país, de los indefensos.

Era un tanto hipócrita, pues él propició e incitó a los magísteres a enfrentarse en un conflicto bélico al secuestrar a sus herederos. En sus hombros recaía la misma responsabilidad que la de los recelosos y orgullosos nobles, aunque, a diferencia de ellos, sí se encontraba peleando en las calles, tratando de detener el caos que se había desatado por su culpa y la culpa de la arrogancia de los presuntos dirigentes de su patria, autoproclamados descendientes de los braavosi de antaño. Le asqueaban, pero la totalidad de los nobles no eran unos soberbios insoportables ni cómplices o partícipes de la guerra civil que carcomía a Braavos.

Así como dos mil de los cuatro mil soldados que yacían delante de Gyllos podrían ser espías o traidores, también podrían ser inocentes y lealistas. A la par, ese caso aplicaba para los nobles, magísteres y mercaderes de su ciudad: Tichero, pese a su privilegiada posición de poder, no había iniciado la guerra, aunque acabó impulsándola a propósito; y Uma Faenorys no había hecho más que cumplir con el deber de su padre, aun si no poseía el título de magíster. Tichero, Uma y decenas de otros de alta alcurnia estaban luchando por proteger a sus familias, amigos, a las gentes de sus suburbios o distritos y por el futuro de Braavos.

Juzgarlos a todos por los pecados de unos pocos y meterlos en el mismo saco no solucionaría nada ni daría un buen ejemplo a las generaciones de magísteres y soldados que les sucedieran. Era injusto, y Gyllos era un paladín de la justicia. Cuando la crisis se terminase, abogaría porque a los implicados se les diera un castigo adecuado y el beneficio de la duda, o el perdón en casos específicos, si es que los habían forzado a colaborar o amenazado de muerte si participaban a favor de Tichero.

Varios los tacharían de cobardes, de traidores, de monstruos, pero era humanos, y como le había dicho a Forassar, los humanos a veces eligen mal y se equivocan, ya por miedo, ya por arrogancia, ya por seguir lo que ven como el sendero de lo correcto. Sin embargo, quienes hubieran ignorado el sufrimiento de los demás o formado parte del complot con tal de conseguir riqueza, influencia o gloria a sabiendas de lo que conllevaba no gozarían de su compasión ni de perdón alguno. «Para enjuiciarlos, primero debo sobrevivir», reflexionó.

De nada servía planear a futuro o imaginar un escenario si no resolvía los dilemas que enfrentaba en el presente. Los Essiris eran su principal problema, y hasta que no acabase con ellos, los conspiradores y rebeldes continuarían anegando a Braavos en la sangre de sus ciudadanos, soldados o no. En cuanto Arallypho y Sallyrhos fueran capturados, el resto de los conspiradores hincaron la rodilla; ellos eran los cabecillas, su instinto y las pruebas recopiladas se lo gritaban, pero algo no cuadraba.

Si Sallyrhos era uno de los artífices de la serie de atentados en los meses previos, ¿por qué se había puesto a disposición de Tichero y mandado a sus efectivos personales a patrullar las calles? De compartirle sus inquietudes, Forassar habría argumentado que se trataba de una estrategia para desviar la atención y mantener las apariencias. Y era lo más probable, pero Gyllos no se convencía de que el honorable y patriótico Sallyrhos Essiris se volviera en contra de su regente y nación luego de casi cincuenta y cinco años luchando por el pueblo braavosi.

Comprendía que Sallyrhos pudiera haberse decepcionado de los magísteres, nobles, comandantes e incluso del Señor del Mar, ya que el propio Gyllos se sentía desilusionado del estado de Braavos. Pero ¿comenzar una guerra civil? ¿Pactar con la Triarquía? ¿Meter ilegalmente a piratas y mercenarios para que secuestraran a una niña, mataran a un invitado de honor y al gobernante de su nación? Era... incoherente.

Tal vez Sallyrhos había cambiado, desesperado por la decadencia de su casa o la decadencia de su patria. Pero Gyllos lo dudaba. Sencillamente, no lo visualizaba a Essiris corrompiéndose o conspirando en las sombras contra su Tichero. No era su estilo, y Sallyrhos despreciaba las tácticas «carentes de honor» y los complots.

«Algo anda mal», pensó, y vaya que le sobraban razones para creerlo. Aun así, hasta que no estuviese delante de Sallyrhos Essiris, no podría confirmar sus sospechas.

El estruendoso ruido de las pesadas puertas de la mansión se abrieron, despertando a Gyllos de sus pensamientos. Se giró y, pese a la oscuridad, percibió nítidamente las figuras de los soldados detrás del umbral de los portones y la de un hombre fofo de rasgos afilados. Por un instante, su mano amagó con desenvainar a Escarlata, pero se contuvo, tranquilizándose. «No es Xhabarro», se recordó.

Vhabarro Flaerys dio un paso adelante, las manos en alto.

—Primera Espada, magíster Forassar —saludó, cortés—. Su visita es inesperada. ¿Qué hacen aquí?

—Venimos a buscar su ayuda —contestó Gyllos.

—Y refugio, por supuesto —agregó Forassar—. Esperábamos que usted pudiera prestarnos su mansión y...

—Lo que quiere decir el magíster Forassar, es que estaríamos muy agradecidos si usted nos alojara en su hogar. —Gyllos hizo un gesto con su mano, señalando a la hueste de cuatro millares de soldados a sus espaldas—. Nuestros hombres y mujeres están cansados. No le pediremos comida ni agua, solo que nos esconda de nuestros enemigos, al menos por unas horas. Partiremos cuando amanezca.

—Faltan pocas horas para que el sol salga por el este —dijo Mero—. Valdrá la pena resguardarnos, se lo aseguro. Pagaré su amabilidad con cuánto oro y plata exija; el precio no es un problema. Usted diga el precio, incluso perdonaré sus deudas con el Banco de Hierro.

Gyllos rodó los ojos, soltando un suspiro de hastío.

Vhabarro se notaba vacilante, nervioso; las manos del noble tiritaban y sus dedos acomodaban y acariciaban los anillos que decoraban sus manos. Gyllos reparó en las bolsas negras bajo los ojos de Vhabarro y sus labios secos. ¿Habría bebido, comido o dormido algo?

—Mi mansión apenas puede albergar a mis soldados —dijo el bastardo del Tirano de los Mares—. Hospedarlos a un par de cientos de ustedes no supondría complicado, pero ¿a todos? —Estiró el cuello, tratando de ver al ejército de Gyllos y Forassar—. No lo veo posible.

Había vergüenza en el tono del noble, pero, además, había miedo, un profundo y palpable temor que Gyllos no pasó por alto.

—Sé que está poniéndose en peligro al dirigirnos la palabra. —Gyllos observó a su alrededor, y luego clavó su vista en Vhabarro—. Nuestros enemigos tienen ojos y oídos en todas partes, y usted arriesga su vida al hablarnos. Y no lo haría si no quisiera recibirnos y darle un fin a esta guerra.

—Yo... no... —Vhabarro apartó la mirada, cruzándose de brazos; los dedos anillados golpeando rápida e inquietamente su manga—. Yo no quiero que mi familia muera por un desacuerdo estúpido entre Tichero y un par de idiotas.

—Esto va más allá de un desacuerdo o riña política —replicó Forassar—. ¿Es que acaso no viste el fuego? ¿No oíste los gritos de horror? ¿No oliste el humo y la sangre? ¡Por los putísimos dioses, la ciudad ha estado en llamas durante una semana! —clamó, exasperado—. Magísteres, nobles, soldados y ciudadanos han muerto por meses; el comercio se cerró hace semanas, los negocios están colapsando; nos invadieron sucios piratas y mercenarios de cuarta; y hay decenas de miles de capas de docenas de colores diferentes peleando en las avenidas, callejones, techos y canales de Braavos.

» La mayoría de los bastardos son descerebrados inútiles e idiotas, pero eres hijo de tu padre, así que debes tener una pizca de seso en tu cabezota gorda. Si tienes un deje de la astucia de Xhabarro, entenderás que, estés ayudando a quien haya empezado esto o no tomes bando, perderás. Tardé en comprenderlo —confesó, con un atisbo de arrepentimiento y pena en su tono—, y mira lo que sucedió por demorarme en darme cuenta.

» No cometas mi error, Vhabarro.

Gyllos, sorprendido, no supo qué decir ante aquel acontecimiento. ¿Estaba alucinando? ¿O era un sueño muy macabro? Escuchar a Forassar admitir un error era como contemplar el regreso de los dragones al mundo, si no más asombroso.

Vhabarro permaneció en silencio por unos momentos. Sus labios titubearon, abriéndose y cerrándose múltiples veces. Los iris del noble se fijaban en Gyllos, después en Forassar y luego al piso o al patio que se extendía detrás de él.

—Essiris me matará —murmuró.

—Nos matará a todos si sale victorioso —respondió Gyllos—. ¿Cómo sabe de Arallypho y su traición?

—Yo... —Vhabarro inspiró hondo y espiró. Vio a la Primera Espada a los ojos y vociferó—: Yo fui uno de los responsables de la invasión de la Triarquía, de los atentados, de la guerra civil que consume la ciudad. Por eso sé que es él quien los persigue, quien me matará por meramente charlar con ustedes y revelarles mi complicidad en sus actos de terror y muerte.

—Eres un traidor —dijo Forassar, frunciendo el ceño—. ¿Tienes una idea de la cantidad de oro que me han costado tus amigos y tú? —cuestionó, apuntando a Vhabarro con rabia—. ¿Sabes cuántas casas de apuestas perdí? ¿Cuántos tratos comerciales quedaron arruinados? ¿Cuántos de mis soldados murieron por tu culpa? ¿O cuántos me llamaron traidor y me vieron con desdén?

—Sí... —asintió el bastardo de Xhabarro, agachando la cabeza—. Me hago una idea. Y aunque lo lamento, pedirte perdón no compensará el daño.

—Pero puedes hay una forma en la que podrías redimirte —replicó Gyllos—. O, al menos, enmendar tus errores.

—¿Cómo? —preguntó Vhabarro—. He hecho tantas atrocidades, he pecado tanto, he ocasionado tanto dolor y muerte...

—Cierto, pero ¿qué harás? ¿Vas a seguir lamentándote o actuarás para reparar todo el daño que provocaste? ¿Vas a echarnos y entregarnos a Essiris o nos dejarás entrar a tu mansión? ¿Vas a esconderte en tu casa o, cuando el sol espante a la oscuridad y su luz bañe a la ciudad de rojo y dorado, nos apoyarás en la batalla para rescatar a la gente que has condenado? —Dio un paso al frente, golpeando el piso con el extremo de su muleta; el puño izquierdo cerrado en torno al pomo de Escarlata—. Dime, Vhabarro Flaerys, ¿seguirás la senda de tu padre o la senda que tus ancestros, los verdaderos braavosi, labraron con su sangre y manos desnudas?

Vhabarro se relamió los labios; los pulgares de sus manos acariciando los anillos que brillaban en sus dedos.

—Apúrate, ¿quieres? No tenemos la noche entera para tus debates morales —espetó Forassar.

El bastardo de Xhabarro miró a Mero, y luego a Gyllos. Respiró hondo y meneó la cabeza.

—Pasen —dijo, finalmente—. Como les conté, no hay espacio para todos, pero...

—La mitad de sus hombres abandonarán su mansión y se unirán a nosotros —interrumpió Forasasr—. Me rehúso a dormir en la casa de un traidor atestada de soldados que le sirven.

—Es justo —accedió Vhabarro—. Quinientos de mis guardias saldrán antes de que ustedes entren. ¿Desean comida o agua?

—Nos basta con que nuestros hombres descansen —dijo Gyllos.

Vhabarro realizó una suerte de reverencia, ingresó a su mansión y, tras unos momentos, por las compuertas fluyó una marea de hombres y mujeres de armadura cobriza; las telas rosadas ondeando al viento. Los Capas Rosadas se mezclaron con los Capas Grises, Celestes, Rojas y Verdes; los murmullos de los desconcertados soldados reverberando en los callejones como un eco de un hilillo de voz.

Gyllos contempló en silencio la escena y, cuando los soldados de Vhabarro se terminaron de incorporar a las filas de su hueste, se volvió hacia Mero.

—Vayan y llévese a quinientos soldados. Yo me quedaré con el resto del ejército.

—¿Estás seguro? —preguntó el magíster, confundido.

—Si los dos entramos a la mansión, los soldados empezarán a esparcir rumores, el miedo, la desconfianza y los nervios los enloquecerán. Y si enloquecen, cometerán errores que les costarán sus vidas y las nuestras —explicó Gyllos—. Tú y tu hija deberían dormir un poco.

—¿Y qué hay de tu mocoso?

—Agradecería que fuera contigo. —Dirigió sus ojos al destello rubio-plateado que se vislumbraba entre la marea de tinieblas, bruma y armaduras verdes—. Dormimos como dos días enteros, pero dudo que no esté cansado.

—Es una moneda difícil de partir —mencionó Forassar—. Se parece a las monedas de Asshai: puedes rayarlas, pero romperlas es complicado.

Gyllos bufó.

—Razón no te falta.

—¿De verdad no quieres que él te acompañe? Es tu paladín y no creo que esté muy a gusto conmigo.

—Prefiero que no esté cómodo, pero a salvo a que esté cómodo y en peligro —repuso—. Los Essiris no nos han encontrado, pero no tardarán en hacerlo. Están por toda la ciudad y nuestros números no hacen que pasemos desapercibidos. Cuando salga el sol, demorarán dos o tres segundos en vernos, así que estableceré un muro de escudos y lanzas para retrasarlos y repeler cualquier ataque sorpresa. Aprovechen a dormir o a descansar sus pies y sus mentes.

Forassar amagó con protestar e insistir, pero, entonces, alguien emergió de la multitud de Capas Grises, Celestes y Verdes.

—¿Gyllos? —Daeron se acercó, aún tomando de la mano a Ahrysa. Vestía un chaleco de cuero endurecido y una cota de malla grisácea; la espada de Garren colgando de su cinturón—. ¿Qué pasó? Los soldados están murmurando idioteces y dicen que Vhabarro nos traicionará.

—¿Eso es cierto? —Ahrysa se agitó en su lugar. La niña pelirroja, recubierta por una coraza hecha de eslabones verdes y protegida por un yelmo gris, tembló levemente.

—No sucedió nada —respondió Gyllos, amable, sereno—. Y no, señorita Ahrysa, Vhabarro no traicionará a nadie. Es más, nos permitió quedarnos, pero su casa no tiene la capacidad de alojarnos a todos. Yo quisiera...

—¿Que nosotros entremos? —inquirieron Ahrysa y Daeron al unísono.

La joven hija de Forassar denotó alivio en su mirada, mientras que su pupilo frunció el ceño.

—¿Y qué harás tú? —cuestionó, grave.

—Calmaré a los soldados y los organizaré para defender nuestra retaguardia si Essiris ataca —contestó Gyllos.

—Tendrías que estar afuera para hacer eso —advirtió Daeron.

—Daeron, estaré bien —aseveró—. Sé cuidarme.

—Estás herido —le recordó, señalando su pierna entablillada.

—Aun así, vencí a Garren, ¿no?

Daeron abrió la boca, pero selló sus labios, desviando la mirada.

—Debes descansar, paladín. —Posó una mano en el hombro de su alumno de cabello valyrio—. Duras batallas nos aguardan en los días venideros. Procura dormir, porque no sé cuándo podremos volver a conciliar el sueño tranquilamente en un largo tiempo.

—Yo... —su alumno quiso hablar, quizás incluso refutar su decisión o contradecirlo. Al final, sin embargo, se guardó sus palabras, limitándose a asentir—. Recuerda que no podemos morir.

—No todavía —completó Gyllos, sonriente, revolviendo el cabello dorado de su aprendiz—. Ahora ve y duerme un rato.

Daeron soltó una leve carcajada, esbozando una sonrisa. Junto a Ahrysa, Mero y cinco decenas de Capas Grises, su paladín entró a la mansión de Vhabarro Flaerys, cuyos portones se sellaron detrás de Gyllos, quien inspiró profundamente, giró sobre sus talones y se encaminó al centro de la hueste de soldados verdes, rojos, celestes y verdes. Determinado a poner orden y a coordinarlos para los próximos y encarnizados combates que les aguardaban.

No era un estratega como lo había sido Jyrio ni poseía su astucia militar, pero hasta él sabía que no sobrevivirían a los futuros enfrentamientos si no gestionaban bien sus tropas y continuaban dejándose influenciar por miedos e inquietudes. «Dame fuerza, hermano», pensó, observando las pálidas y relucientes estrellas en el firmamento; la luna refulgiendo entre las tinieblas.

Sí, quizás no era un general, quizás no era guerrero invencible, quizás era un rompejuramentos y un hipócrita, pero haría cuánto estuviera a su alcance con tal de resguardar la integridad de la gente de Braavos. Había prometido defender a los inocentes, proteger a los indefensos e impedir que los tiranos como Xhabarro Flaerys ascendieran al poder, y cumpliría cada uno de sus votos, por mucho que le costasen, por muy densa que fuese las manos en sus palmas y sin importan cuántas heridas recibiera. No había mentido, habría cambios, haría que las cosas cambiasen para bien y era hora de que tanto él como los otros protectores de la auténtica Ciudad Libre dejasen de quebrantar sus juramentos, ignorar sus responsabilidades y matarse entre ellos cual animales rabiosos.

Y si quería que los nobles, los magísteres y las Espadas lo entendiese, debía comenzar por la primera línea de defensa de Braavos: los soldados.

Golpeó el suelo con sus dos muletas, y el sonido del impacto captó la atención de los hombres y mujeres a su alrededor. Aglomerados en los callejones laterales, en el pasillo en el que se había internado y en los tejados, miles de soldados incrustaron sus ojos en Gyllos, quien estudió a una cegadora velocidad los tres millares de rostros que lo observaban y los grabó en su mente.

Caras jóvenes, caras viejas, caras aterradas, caras recelosas, caras furiosas, caras horrorizadas. Caras llenas de vergüenza, caras llenas de frustración, caras llenas de odio, caras llenas de lágrimas, caras llenas de sangre. Caras de hombres, mujeres, muchachos y muchachas que habían vivido el horror de la guerra.

Rostros no de guerreros, sino de braavosis cansados, adoloridos, iracundos, apenados, tristes y apaleados. Rostros de guerra; el viento sacudiendo suavemente sus ropajes, arrastrando el olor a humo, sangre y sal.

Gyllos se enderezó y fijó su mirada en los soldados que tenía delante.

—Quiero creer que todos ustedes saben por qué estamos aquí y quién soy yo —clamó, lo suficientemente alto como para que lo escucharan pero sin llegar a un grito—. Pero, para quién no lo sepa, solo diré que una banda de conspiradores y perjuros ha traicionado a Braavos y busca matarnos a todos, y yo me encargaré de erradicar sus ambiciones y castigarlos.

» No sé por qué, no sé quiénes, no sé cuándo, no sé cuántos y no sé cómo, pero se las han arreglado para, en estos meses, asesinar a magísteres, nobles, soldados y ciudadanos de nuestro país, incluida a la Segunda Espada de Braavos. Han lastimado nuestra tierra, quebrado la unidad de nuestro pueblo y ocasionado la guerra que afrontamos.

» Pero la culpa no recae en ellos solamente. Todos los presentes también somos culpables. Culpables, sí. Culpables de no haber detenido la corrupción de los magísteres. Culpables de no alzar la voz ante las injusticias. Culpables de habernos limitado a hacer lo que nos encomendaban los nobles y nuestros superiores, y no hacer más por nuestra nación.

Los hombres y mujeres del ejército susurraron, componiendo una ola de rumores que resonó en las paredes y tejados de las inmediaciones. Estaban disgustados, desconcertados, asombrados y molestos, pero Gyllos los acalló con un nuevo golpe de su muleta, que sacudió el empedrado.

—Olvidamos nuestros juramentos. Olvidamos lo que es ser braavosi, los valores inculcados por los antepasados que alzaron esta maravillosa ciudad, las máximas de nuestra patria. Hemos abusado de nuestra libertad y desechado las responsabilidades que conlleva, las obligaciones que debemos asumir al no tener cadenas restringiendo nuestros movimientos o pensamientos.

» Nosotros, y nadie más que nosotros, hicimos posibles las tragedias recientes. Si yo hubiera cumplido con mi labor como Espada al pie de la letra, y si hubiese hecho más, quizás, solo tal vez, nada de esto habría sucedido. Al igual que ustedes, yo me escudé en mi título por mis acciones y decisiones, me convencí de no intentar siquiera ir más allá de mis tareas como Espada, y me equivoqué.

» Fui egoísta e incompetente. Falté a mi palabra y me conformé con ser una buena Espada de Braavos, cuando tendría que haber sido un hombre que no temiese desafiar la soberbia de los nobles y que tuviera el coraje de batallar hasta el final, confrontar las consecuencias de sus actos.

» Pero me aterró la idea de provocar más mal que bien. Vacilé, y vacilar le costó a Braavos una guerra civil y decenas de miles de muertes. Sin embargo, no vacilaremos, ya no.

Dio un paso al frente, se volvió hacia los soldados a sus espaldas, después volteó a ver a los de la derecha, y luego se giró para observar a los de la izquierda.

—Estamos ante la hora más oscura de Braavos desde la Guerra de las Cenizas de la Laguna. Nos enfrentamos a un enemigo despiadado, inmisericorde, corrupto. Hombres y mujeres que han apuñalado a nuestro país a traición y nos ha perjudicado de maneras irreparables.

» Muerte, sangre, fuego, destrucción, caos. Cientos de miles de nuestros hermanas y hermanos están muriendo en las garras de esos crueles bastardos, y cientos de miles más morirán si no los detenemos, si peleamos entre nosotros, si desconfiamos de los que luchan a nuestro lado.

» Son soldados, los guerreros protectores de Braavos, la vanguardia contra la oscuridad y los tiranos. Son paladines de la libertad y la justicia, guardianes de lo inocentes, y es momento de que hagan a un costado sus diferencias y trabajen en equipo. La armada de Braavos ha estado fragmentada por demasiado tiempo, y las Siete Espadas no son la excepción.

» Nuestra ciudad se ha separado por razones estúpidas, por resentimientos cuyo origen se perdió hace años, por motivos triviales y por la arrogancia de nobles, comandantes, generales y magísteres que priorizan su reputación al bienestar de nuestra gente.

» Alguien tiene que luchar por lo correcto, alguien debe batallar por un mañana, y si no son los que están arriba, entonces seremos nosotros.

Había vivido en los barrios bajos, había conocido la miseria. Lo vieron por encima del hombro con desdén, lo trataron como si su vida no poseyera valor ninguno, como si no fuera humano ni animal. Había creído que la situación mejoraría, que Tichero traería paz y prosperidad, y sí hubo un radical progreso, pero no había bastado.

La gente en los pasillos de las calles morían de hambre, enfermedad, sed y a manos de otros vagabundos o malvivientes. Ciertamente la pobreza y los asesinatos se habían reducido, pero no lo suficiente como para considerarse erradicados y la corrupción en las altas esferas y grandes casas no hizo más que crecer, crecer, crecer. Tuvo fe en Tichero, en Dromin, en sus esfuerzos, pero el empeño de tres individuos no valía en lo absoluto si miles de personas no aportaban y se dedicaban a demoler su trabajo.

Era tiempo de que Braavos se uniera, porque si no lo hacía, se hundiría en las aguas y se anegaría en la sangre de sus habitantes.

—No vacilaremos —aseveró—. Cuando el enemigo cargue hacia nosotros, no vacilaremos. Cuando las flechas caigan como una tormenta sobre nosotros, no vacilaremos. Cuando acometamos contra los infelices que han flagelado a nuestras familias, no vacilaremos. Cuando el sol se eleve en el horizonte y nuestros oponentes salgan de las sombras, lucharemos, ganaremos y no vacilaremos ni por un instante. No intentaremos triunfar, sino que conseguiremos la victoria y purgaremos a Braavos de esta plaga.

» Hoy, nos liberaremos del mal que ha roído a nuestra ciudad por décadas, siglos, milenios, y abrazaremos las enseñanzas de los braavosi que forjaron nuestra tierra. No vacilaremos, no se los permitiré y ustedes no me lo permitirán. Combatiremos codo con codo y no vacilaremos, no hoy, ni mañana ni ningún día tras esta noche.

» Traeremos una nueva época a Braavos, una era donde lo correcto y el honor prevalezcan ante toda adversidad y cosa mala. No vacilaremos ahora ni nunca más, no mientras Braavos siga en pie, no mientras quede un solo braavosi por el cual valga la pena sacrificar nuestras vidas, no mientras aún preservemos un ápice de voluntad y fuerza para pelear por este país. No vacilaremos, señoras y señores, no vacilaremos.

Se hizo un rotundo silencio, solo interrumpido momentáneamente por el silbido del viento, el crepitar de las llamas en el sur o el murmullo del agua. Nadie habló en voz alta. No hubo vítores, gritos ni aplausos, solo susurros. Hombres y mujeres de capas verdes, rojas, celestes y grises se miraron entre sí, conversando por lo bajo.

Gyllos respiró hondo, aguardando una respuesta, incluso si era una rotunda negativa o si estallaba un conflicto armado en las filas de sus soldados; los dedos aferrándose al pomo carmesí de Escarlata. Temió que el escenario donde los comandantes se volvían en su contra y tomaban el control del ejército se hiciera una realidad, pero había sido un riesgo que decidió correr; en su posición, no es que pudiese ser quisquilloso ni demasiado precavido, no cuando el destino de su nación dependía de acciones rotundas y significativas. Esperaba que su discurso, la verdad, hubiera bastado para convencer a su hueste, para unificarla.

De no estar organizados, de no moverse por un mismo objetivo en mente, de no tener claro por lo que luchaban, morirían. Si no conseguía que los soldados de la fragmentada armada entendieran que la división no hacía más que debilitarlos y que desconfiar de sus hermanos por el color de sus armaduras o estandartes, cuando la sangre de todos era del mismo tono, solamente los condenaría a la muerte, la Ciudad Secreta se desvanecería en fuego, agua y sangre. Y Gyllos no dejaría que sucediera.

Pero no podía detener a Arallypho Essiris por su cuenta. Quizás hacía un par de meses estuviera en pleno estado físico; no obstante, Daeron estaba en lo cierto: aunque se hubiese enterado de la conspiración, no habría tenido los medios ni las alianzas para frenar los planes del general y su padre. Había trazado sus estrategias por años, corrompiendo a los magísteres, a los nobles, a los comandantes, a los soldados, acrecentando los conflictos que separaban a los habitantes de Braavos, eliminando a quienes se interpusieran en sus metas.

Essiris mató a la Segunda Espada de Braavos anterior a Garren, a varios magísteres y destruyó una mansión con fuego valyrio, ¿qué hubiese podido hacer él, Gyllos Forel, solo y sin experiencia en las sutilezas de la política o poderosos compañeros en los que apoyarse? Tichero se hallaba ocupado lidiando con las batallas de los nobles y combatiendo la escoria de las calles, así que acudir al Señor del Mar habría empeorado las cosas. Por eso no lo había molestado con la corrupción o la relación de la nobleza con las bandas de los suburbios y los contrabandistas.

Sin embargo, no valía la pena lamentarse por el pasado. Ya no había manera de cambiar sus acciones pretéritas, pero se aseguraría de solucionarlas y de que estas no sentenciaran a su nación a la perdición.

Un par de pisadas metálicas se oyeron a sus espaldas. Gyllos se volteó, cruzando miradas con uno de los comandantes de los Capas Celestes. Era un hombre alto, de nariz torcida y ojos pequeños. Al quitarse el yelmo, reveló una cicatriz irregular surcaba su mejilla izquierda y terminaba en su oreja, la cual se había partido en dos a culpa de algún tajo.

—Zaario Irnah —dijo Gyllos.

—¿Me recuerda? —preguntó, sorprendido.

—Recordaría a cualquiera que haya combatido junto a mí en Myr.

Zaario soltó un leve bufido, colocando su casco debajo de su sobaco.

—Es un placer volver a ver después de quince años —admitió Zaario—. Tenía la esperanza de que todos los que participamos en esa carnicería algún día nos reuniéramos, pero no en estas circunstancias.

—Temo que el destino es cruel. Nos conocimos en una guerra, nos reencontramos en otra.

—Suena a un mal chiste —meneó la cabeza, viendo por encima de su hombro a la fila de soldados de la que se había separado—. ¿Ve a esos de ahí? Son mis muchachos, hombres y mujeres que han peleado por este país durante diez años o más. ¿Sabe cuántas veces nos enfrentamos a otros Capas?

—Lamento decir que no.

—Decenas de cientos de veces hemos luchado en el bando opuesto a nuestros hermanos. Por diez años, no hicimos más que eso. Nuestros ancestros deben estar retorciéndose en sus tumbas — se volvió hacia Gyllos—, ¿no cree?

—Si de escupir en la memoria de nuestros antepasados se refieren —dijo una tercera voz—, nosotros tampoco somos la excepción.

Gyllos giró, mirando a una capitana de los Capas Rojas. Portenta, de contextura maciza y mandíbula fuerte, la mujer se despojó de lo poco que quedaba de su casco, liberando su enmarañada cabellera castaña.

—Ciaarla, Capitana de los Oniruss —habló, presentándose.

—Pensaba que lo Oniruss estaban confabulados con Essiris —mencionó Zaario.

—No todos —repuso Ciaarla—. Uno de nuestros comandantes nos traicionó y se fue con una cuarta parte de nuestras fuerzas —explicó, cabizbaja, observando su reflejo en la sucia superficie de su yelmo—. Al igual que usted, Comandante Zaario, dedicamos los esfuerzos de los últimos diez años a sabotear el trabajo de los guardias de magísteres y nobles.

» Luego de la muerte de Vogeo, la cosa se puso fea y Viria ordenó que no abandonáramos el distrito ni las murallas de su mansión. Dejamos a su suerte a nuestra gente, y eso nos costó una guerra civil y miles de muertes.

—¿A ustedes también? —preguntó un cuarto. Era un hombre de armadura verde y capa gris, y la cresta en su yelmo lo delató como uno de los comandantes del ejército de Forassar. Al levantar la visera que cubría sus rasgos, sus ojos café refulgente en la negrura de la noche—. Soy Qihnarro, el Tercer Comandante de los Capas Grises. Aunque, bueno, creo que ahora soy el único que sigue vivo.

—¿Y el resto de comandantes? —preguntó Gyllos, confundido.

—Muertos. Los nuevos son capitanes o sargentos recién ascendidos por Forassar —contestó—. Ese tipo... No lo detesto, pero siempre creí que las calles estarían más limpias y serían más seguras si invirtiera su oro en apoyar a Tichero y no en sus casas de apuestas o burdeles.

» Confíen en mí, la mayoría de nosotros no lo obdeceríamos si no fuera porque es asquerosamente rico. Estamos un poco hartos de que nos envíe a presionar a trabajadores honestos, a amenazar a sus deudores, a romper los negocios o establecimientos de quienes no le pagan. Se supone que somos soldados, no matones, y yo estoy cansado de actuar como uno.

» Primera Espada de Braavos, sé que el hijo de puta de Garren ha sido un dolor de culo para usted y son enemigos desde hace tiempo, pero mis compañeros están dispuestos a batallar a su lado. Lamentablemente, no sé si es por el botín de guerra, la gloria o por conservar sus propias vidas.

—Los Capas Celestes lucharán junto a usted, Primera Espada —dijo Zaario, enderezando su postura—. Mis soldados están decididos a recuperar sus distritos y hogares, y no vacilarán.

—Tampoco los Capas Rojas —aseveró Ciaarla, firme, dando un paso adelante—. El traidor que nos dejó vendidos a mis compañeros y a mí pagarán, como Essiris y sus lacayos.

—Gracias, hermana, hermanos —dijo Gyllos, asintiendo con la cabeza en señal de agradecimiento y respeto. Se irguió, sintiéndose aliviado; sus hombros despojados de un gran peso—. Pero ¿qué ocurre con los Capas Verdes?

—Los Capas Verdes no tienen capitán o sargento al mando, por lo que respondo por ellos —aclaró Qhinnaro—. Están tan enojados como un dragón marino con hambre.

—Que guarden esa furia para cuando la batalla llegue a nosotros. —Gyllos señaló a Zaario y a Qihnarro—. ¿Qué tan complicado sería organizar a sus hombres para crear un muro de escudos?

—¿Una barricada? —Zaario se acarició el mentón, pensativo—. No tanto. Pero los soldados están agotados y nerviosos; necesitan descansar.

—Mis muchachos no están mucho mejor —comentó Qihnarro—. Quizás no caminaron mucho, pero los días previos fueron tan intensos como el mar en plena tormenta. Perdimos a buenos soldados y... El asunto es que no están al máximo. Una comida caliente y algo de agua les haría bien.

—Supongo que tendremos que conformarnos con el pan y el agua que trajimos —dijo Ciaarla—. Los Capas Rojas no somos demasiados y los Capas Verdes apenas rozan los quinientos efectivos. Hay varios heridos y tres de cada cuatro hombres tiene su armadura despedazada; dudo que siquiera sus armas estén intactas.

—Uhm... —Gyllos frunció el ceño y tamborileó con sus dedos la empuñadura de Escarlata—. ¿Todavía hay hombres y mujeres que puedan hacer guardia mientras sus compañeros duermen?

—Alguno que otro, sí. Pero nueve de diez soldados están hechos pedazos, mental y físicamente.

—Bien. Descansen, yo vigilaré mientras ustedes duermen.

—¿Qué? —cuestionó Qihnarro—. ¿Usted solo?

—Por supuesto. Soy la Primera Espada de Braavos, ¿no? —arqueó una ceja, esbozando una sonrisa ladina—. ¿Acaso tiene miedo de que no pueda hacerlo?

—Yo lo decía por su pierna..., pero...

—¿Esto? —Gyllos le dedicó una fugaz mirada a su extremidad entablillada; las quemaduras palpitando, ardiendo bajo las vendas. Después, alzó el rostro y dirigió sus ojos a los tres líderes militares—. No es ni siquiera un inconveniente.

—¿Seguro? Podemos acompañarlo si lo desea.

—Los hombres y mujeres por los que hablan y responde están aterrados. Me ayudaría mucho que los calmaran e hicieran que quienes no oyeron mis palabras se enteraran de las noticias.

—Fue un discurso muy emotivo, señor, pero no creo recordarlo por completo —confesó, Ciaarla, rascando su nuca.

—Entonces, dígales esto: que ya no importa el color de sus capas o para que noble trabajaban, solo el color de su sangre y su juramento de proteger a los inocentes. —Gyllos dio media vuelta, apoyándose en sus muletas y comenzando a caminar en dirección contraria a la mansión. La fila de soldados se abrió en dos, permitiéndole andar con facilidad; los Capas Verdes, Grises, Rojas y Celestes observándolo a los laterales—. Háganles saber a sus compatriotas que nuestra sangre es violeta, y que la Armada de la Libertad se reúne tras cuatro milenios.

La Armada de la Libertad, el ejército que había emprendido una campaña de liberación a lo largo y ancho de Essos en pos de destronar a los tiranos de las demás Ciudades Libres del oeste y abolir la esclavitud en Essos. Fue una misión que muchos vieron como imposible, un sueño idealista del Señor del Mar que se hallaba en el poder en aquel momento. Pero, pese a la diferencia de números, de recursos y de partidarios, Braavos no retrocedió.

Durante cinco años, las huestes y la flota de la Verdadera Ciudad Libre del continente se enfrentó a Pentos, a Volantis, a Tyrosh, Lys, Myr, Lorath y Qohor, incluso al imperio de Yi Ti y a los salvajes Dothraki. Se trató de un conflicto político y bélico, donde los legados braavosi confrontaron a los magísteres de las diferentes naciones con la intención de persuadirlos de lo horrible que era estar encadenados día y noche, mientras que los soldados de capas violetas y máscaras negras arremetieron contra las murallas y los campos de esclavos, liberando a decenas de miles de personas. La tierra, el mar y hasta el cielo se tiñeron de rojo cuando las huestes desenfundaron el acero de sus armas, y las asambleas se convirtieron en arduos y eternos debates legales, sociales, verbales y políticos.

Para desgracia de los braavosi, la media década de duelos y negociaciones no rindieron frutos, no los suficientes. Pentos desencadenó a sus sirvientes, si bien implementaron un nuevo sistema de trabajo que equivalía a ser un esclavo sin cadenas y una pizca más de derechos básicos que toda persona libre merecía, pobre o rica, moreno o pálido, de cabello rubio o negro. Volantis y el resto de países no realizaron ninguna mísera modificación, y los Dothraki se rehusaron a aceptar su derrota en los campos aledaños a la ciudad de Qohor, continuando con sus incursiones y saqueos.

Aquella fue plasmada en los libros de historia como una de las mayores guerras en la que participó la Ciudad Secreta y la peor de sus derrotas, aunque los ciudadanos, magísteres y soldados no lo vieron de ese modo. Habían fracasado en su cometido original, pero habían librado a cientos de miles de esclavos y habían probado que no requería de la asistencia de nadie para afrontar múltiples enemigos a la vez o estremecer los cimientos del continente.

El conjunto de los ejércitos personales de los nobles y la Guardia Cívica braavosi fue bautizada como la Armada de la Libertad por el Señor del Mar, sus allegados y sus adversarios. Desde hacía años que no existía, puesto que jamás se requirió de reunificar a las grandes huestes en una sola. No había grandes oponentes ni causas llamativas que justificaran la reaparición de la Armada de la Libertad, no hasta hacía unos días.

Gyllos había conseguido que los diferentes cuerpos de guardias al servicio de los magísteres y nobles aglomerados allí unieran sus esfuerzos. Estaban lejos de ser un ejército, pero eran una fuerza considerable, y cuando los Flaerys, Faenorys y soldados faltantes de los Forassar, Inrah, Oliross y Oniruss se reunieran con ellos, la Armada de la Libertad estaría completa. Y, en esta ocasión, sí había una razón para su existencia: acabar con los traidores y castigarlos duramente por sus crímenes.

...

Nota del Autor:

Buenos días, tardes o noches, queridos lectores. ¿Cómo se encuentran el día de hoy? Espero que bien ^^

Nuevamente, este capítulo es uno sin tanta batalla y sangre de por medio, pero que se centra más en Gyllos y cómo lidia con sus responsabilidades, que son un peso constante que lleva sobre sus hombros. ¿Qué creen que pasará en próximos capítulos? ¿Habrá muertes inesperadas? ¿Cómo se resolverá esta situación? ¿Tendrá arreglo siquiera?

En fin, ojalá les haya gustado este cap. Mil gracias por leer, comentar y votar ✨️ Muchos éxitos y muchísima suerte.

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