𝐗𝐗𝐗𝐕

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La armadura era incómoda. Había utilizado corazas completas, segmentadas y conjuntos de gruesas pieles andrajosas reforzadas con placas de acero, pero el cuero y la cota de malla disponibles en la mansión de los Oniruss resultaba molesto. No se debía al material, sino al hecho de que no estaban hechas para que un mastodonte de su tamaño las vistiera. Había... bueno, engrosado en estos años.

Estaba gordo; ejercitarse ya no era una de sus actividades diarias hacía treinta años, reemplazando el sudar y entrenar por las cuentas, las leyes, la medicina y la creación de pócimas. Disfrutaba de blandir un martillo en su juventud, pero su etapa de guerra era historia, y esperaba recordar cómo empuñarlo. Sabía que todavía podía blandir un arma de ese tipo; sus brazos no se habían debilitado. Pero sus piernas y espaldas no poseían la dureza de antaño.

Estaba pensando de más. Una actitud típica que padecía en los albores de las batallas en las que participaba.

No había sentido su corazón latir tan frenética e irregularmente en décadas. Dioses, ni siquiera cuando Tichero lo nombró Capellán del palacio del Señor del Mar o lo hizo llamar para que ayudara a su primera y segunda esposa durante sus respectivos partos se había enervado tanto. «Relájate, Dromin». «Has librado peores contiendas». Había vencido a osos, lobos y gatosombra, a hombres de su estatura y a compañías de mercenarios, bandas de asesinos y ladrones previo a cumplir sus veinte años. No obstante, dichas «hazañas» estaban lejos de compararse a derrotar a un ejército que era el triple de grande que el suyo.

Claro, los Capas de Acero en los barcos que se acercaban a los muelles eran dos mil, pero su situación no se modificaba en lo absoluto. En lugar de repeler un ataque de tres mil soldados, contrarrestarían las acometidas de una hueste de dos millares de soldados. Mil efectivos hacían la diferencia, si bien no una significativa; sí, tendrían que lidiar con menos oponentes, pero la cantidad de los Capas de Acero continuaba abrumando a la de las filas de los Capas Rojas. La efectividad de sus soldados y el correcto uso de su estrategia definiría el curso de la batalla y si es que vivían para contar tal encuentro.

Sin embargo, Dromin experimentaba un sabor amargo en la boca, similar al gusto metálico de la sangre, y sus piernas temblaban levemente, y no era por el dolor de las lesiones o la edad. ¿Miedo? Sí, era miedo, y aquella emoción, aquella sensación, sacudía su estructura ósea de pies a cabeza. Había aprendido a convivir con la matanza, a deshacerse de sus sentimientos a la hora de luchar y despedazar los cráneos de tercera, o eso era lo que solía relatarle a su padre; pero la verdad era que un intrínseco y primitivo terror lo agobiaba antes de combatir. Temía fallecer, temía sufrir, temía perder los duelos o una extremidad, temía decepcionar a su padre.

Hacía tiempo que había aprendido a controlarlo, aunque el miedo se hallaba tan arraigado a la naturaleza humana que Dromin jamás conseguiría domarlo por completo, solo regularlo, acallarlo. Su progenitor no representaba nada, ya no; aún siendo libre de tal temor, siempre respetaría y estaría asustado de la muerte, por mucho que lo disimulara. Y ahora estaba más aterrado que en toda su vida, porque había hallado motivos, causas y personas por las cuales anhelaba seguir vivo.

Inspiró hondamente por la nariz, aferrándose a su escudo y su mazo de guerra. «¿Cuándo fue la última vez que blandí una de estas cosas?». «¿Hace treinta o cuarenta años?», no lo recordaba, no con exactitud. Había pasado demasiado tiempo, habían sucedido demasiados acontecimientos, y él, aún haciendo acopio de su privilegiada memoria, no podía determinar precisamente cuándo el mango de su martillo se había deslizado de sus dedos, cambiándolo por libros, vendajes y pócimas.

«Irónico», pensó. Su padre lo hubiese matado si es que confesaba no acordarse en dónde había dejado su arma predilecta o si tenía miedo, pero Dromin no era un joven hambriento de gloria, sangre y guerra, ni le guardaba terror o respeto ninguno al monstruo que lo había engendrado. No solo superaba a su progenitor en altura y musculatura, sino también en fuerza. De quererlo, se habría revelado a cualquier hora de cualquier día en cualquier semana.

Había cometido un craso error al no refutar las idioteces que escupía, al no detenerlo. Los eventos pretéritos no eran alterables, y lo único que recaía en su poder era lo que haría en los años, meses, semanas, días, horas o instantes venideros, y Dromin sabía muy bien qué haría: pelearía, hasta el final de ser necesario. El temor de morir amedrentaría su corazón eternamente, nunca lo abandonaría, pero no escondería esa inquietud bajo una expresión gélida y una aparente resolución inquebrantable. ¿Recularía? No, en lo absoluto, aunque negar los terrores que lo acechaban no desaparecerían.

¿Por eso lo había mencionado delante de los Capas Rojas? Los soldados requerían motivación y Dromin deseaba calmarlos, empatizar con ellos, remarcar que, pese a sus títulos o puestos en la jerarquía social, política y militar de Braavos, compartían algo externo a los colores de sus capas o la sangre: el miedo y, por supuesto, el desprecio a los traidores que habían ocasionado las tragedias recientes.

Quería inspirarlos, motivarlos a no huir y plantar cara a los enemigos, si bien en el fondo esas palabras iban dirigidas a su persona. Había surtido el efecto esperado, para su fortuna. No se consideraba un buen general ni alguien con talento al improvisar discursos; no tergiversaba argumentos o enlazaba tópicos rápida, conmovedora y elocuentemente como Tichero, quien formulaba discursos de un segundo al siguiente. Dromin, aun cuando se había versado en letras, filosofía y oratoria, era un hombre del Norte, frío, directo, duro. Lo suyo no era impulsar a las tropas utilizando la labia, sino los bramidos, insultos y las amenazas típicas de sus tierras, y se lamentaba no poder implementar de una manera más eficiente su amplio abanico de habilidades de comandante ganadas en los campos níveos de Poniente.

«De usarlos, su miedo se habría agravado», concluyó. Esa era la diferencia entre Dromin y el resto de generales en el Norte: el miedo como arma. Sus soldados no lo admiraban, lo temían, y eso había garantizado que lo obedecieran sin cuestionamientos o peros. Si hubiera continuado por ese camino, su derrota hubiese ocurrido tarde o temprano, y no era lo que anhelaba para la hueste de braavosis que lideraba.

El miedo era poderoso, como arma y como oponente, pero no imbatible ni útil para incitar respeto o lealtad en la gente. Cientos de ejemplos en la historia probaban aquel hecho, y el pueblo de Braavos no reaccionaría bien a su faceta de general norteño y a las estratagemas de convicción ponientíes. Aquella oscura situación no se solucionaría al desplegar lo peor de ellos, solamente la unidad y la luz que yacía en el interior de los presentes lograrían disipar la negra neblina que se cernía en torno a Braavos y frenar las turbias ambiciones de quienes buscaban la destrucción de tan hermosa nación.

Monstruos, traidores, hombres o mujeres, los responsables no concretarían su complot. Gyllos no lo permitiría. Tichero no lo permitiría. Fera no lo permitiría. Garson no lo permitiría. Daeron y Myriah no lo permitirían. Dromin no lo permitiría. El miedo no lo dominaría, la duda no lo frenaría y su edad no sería impedimento para que actuara.

Un estrépito reverberó en la cara occidental del patio, moviendo el portón que la separaba del puerto. Familiarizado con el sonido del casco de los barcos chocando con la madera de los muelles, Dromin adoptó una posición defensiva, siendo imitado por el resto de soldados a sus laterales. Dio un paso adelante, arrimándose a las compuertas mientras sujetaba la alta plancha rectangular de roble y hierro que apenas le rozaba la barbilla.

Los Capas Rojas seguían sus movimientos, repitiéndolos; escudos arriba, espadas y hachas desenvainadas. Prolongado y tenso, el silencio que prosiguió al ruido inicial reinó durante un buen rato, y ninguno de los integrantes de la vanguardia, la segunda línea de escuderos, el grupo de lanceros y el de los arqueros se atrevió a destronarlo, hasta que un golpe, rotundo y seco, agitó las puertas que conducían al puerto.

«Tardarán en romperlas». Dromin conocía cuán difícil era astillar una puerta simple, y una compuerta como la que se erguía enfrente de él y su hueste no cedería fácilmente. Las armas tipo catapulta y ariete se habían creado para simplificar tal tarea, pero eso no hacía que fuese sencillo tumbar un portón de casi veinte varas de altura. Si los Capas de Acero habían metido alguna de esas herramientas bélicas en sus barcas, de alguna forma milagrosa, el tamaño reducido de los muelles les complicaría el arremeter a toda velocidad y con todas sus fuerzas contra su objetivo.

Sin embargo, al oír con detenimiento, se percató de que el ritmo de las pisadas y el rechinar de la madera no coincidía con el de un grupo de soldados que portaban un pesado ariete; era más bien la melodía descoordinada de los pasos de un montón de hombres y mujeres que corrían en dirección a un enemigo en común con la total intención de embestirlo. «Perfecto», Dromin levantó su vista, clavándola en uno de los arqueros de las almenas. Chasqueó los dedos, captando la atención y mirada del sujeto, y luego asintió.

El arquero le devolvió el gesto, ajustándose el casco y llevándose los dedos a la boca, silbando suavemente. Dromin dirigió sus ojos a las compuertas que, lentamente, comenzaron a abrirse y revelar el destello grisáceo que se escondía al otro lado. Golpeó el suelo con el borde inferior de su escudo, alistando su martillo, y se acercó al umbral de la entrada junto a sus efectivos, apostándose enfrente de esta.

—Formen un muro de escudos, sin brechas. Pasen la orden —dijo a uno de sus compañeros en voz alta, pero sin gritar.

Aquel mandamiento recorrió la primera línea de escuderos, los cuales acataron el comando de inmediato, apretándose entre ellos, conformando una pared de madera y hierro. Cuando las compuertas se abrieron lo suficiente, una marea de soldados revestidos en armaduras de un color gris obscuro se filtraron en el patio occidental como una marea de acero y hojas. La acometida fue salvaje, poderosa, brutal, Dromin endureció su postura, pero, aun así, sus huesos se estremecieron, y sus brazos y piernas temblaron por el impacto; el escudo que portaba crujiendo bajo el peso de las tropas de Essiris.

Pero no cayeron. Manteniéndose firmes, Dromin y los Capas Rojas contrarrestaron la primera embestida, empujándolos de vuelta hacia atrás, hacia los muelles. Trabajando a la par, los guardias rojos de los Oliross rechazaron una segunda acometida, y después una tercera, y una cuarta, y una quinta, devolviendo a los grupos de Capas de Acero al puerto. Las arremetidas de los perros de Essiris eran contundentes y Dromin sabía que acabarían por desbaratar su defensa si no procedían con lo planeado.

No obstante, debía convencerlos, debía instarlos a no limitarse, a ir con todo. Si desesperaba a los Capas de Acero, estos se lanzarían de cabeza hacia sus aliados y él sin pensárselo ni siquiera una vez, pero no conseguiría inducir tal frenesí si es que no aguantaba un momento más, un segundo más, un efímero instante más. Los golpes de los invasores astillaban los escudos, doblaban el acero que los reforzaba y desgastaban sus energías. Fieros y destructivos, los embates de los sabuesos grises sacudían a la vanguardia de escuderos, que luchaba por sostener su posición, hasta la jugada de Dromin.

—¡SUELTEN! —bramó, y se hizo a un costado con sus tropas, abriéndose hacia los laterales justo cuando los Capas de Acero cargaron en su dirección.

—¡Rodéenlos! —rugió Farna, cercando con sus escuderos y lanceros a los confundidos y desbaratados Essiris.

Dromin dejó que un buen número de Capas de Acero se filtrara en el patio, y tras un momento, gritó:

—¡REÚNANSE Y RESISTAN!

Abalanzándose hacia los Capas de Acero como un oso enrabiado, alzó su martillo y bajó el brazo con el que lo empuñaba velozmente, mandando a volar a un soldado Essiris contra sus compañeros, abollando la armadura de un segundo y un tercero de un mazazo. De nuevo, la vanguardia cerró el paso de los Capas de Acero, reconstruyendo la pared de escudos, si bien tuvieron que abrirse camino a punta de martillazos, hachazos, espadazos y, en algunos casos, puñetazos; el olor cobrizo a sangre impregnando el aire.

Varios de los soldados de Sallyrhos habían escapado del círculo en el que Farna y sus hombres encerraron a sus compañeros, pero los arqueros de la retaguardia los fulminaron con sus flechas. Dromin, aunque no quebrantó la formación, se dedicó a reventar los cráneos de los invasores, blandiendo su maza con fuerza y rapidez; sesos, pedazos de hueso y sangre volando por los alrededores, lloviendo sobre su rostro y escudo. Pero sus demoledores ataques y el contraataque colectivo de los Capas Rojas, quienes repelían los embates de sus oponentes, no bastaban.

Los Essiris eran muchos, conformando una hueste que se extendía a lo largo de los muelles, cubriéndolos con el gris oscuro de sus capas y corazas. Descendían de los barcos anclados en el puerto, sumándose al mar de oponentes que se estrellaba contra el muro de escudos con una bravura abrumadora. Habían resistido la primera tanda de acometidas, pero ¿podrían con la segunda? «Tenemos que hacerlo», pensó Dromin, reacio a desistir.

—¡No se rindan! —exclamó, viendo por encima del hombro al grupo de Farna, quien lidiaba con el primer grupo de Capas de Acero, el cual había quedado casi reducido a dos o tres hombres; las hojas de las hachas y las puntas de las lanzas embarradas en sangre. Volvió su mirada al ejército de invasores—. ¡Aguanten, no cedan!

Repitieron el proceso nuevamente, instigando a los enemigos a acometer con furia y separándose en el instante que estos cargaban en su contra, cerrándose para evitar que más soldados de los deseados se metieran en el patio. Los grupos capitaneados por Farna se deshacían de los Essiris dentro del círculo, y los arqueros de la cuarta línea se encargaban de los rezagados; por su parte, los ballesteros y tiradores de las almenas apoyaban a Dromin y sus soldados, disparando flechas y dardos a los soldados en los muelles. Desgraciadamente, ni con su apoyo limpiaban el puerto de la plaga Essiris.

Trescientos, cuatrocientos, quinientos, quizás seiscientos Capas de Acero habían caído, pero el muro comenzaba a desmoronarse: sus escudos se encontraban astillados y agrietados, y sus hojas, abolladas y retorcidas. La maza que esgrimía Dromin sin piedad ni miramientos se hallaba desgastada, incluso rota en uno de sus extremos; los sesos, la piel y la sangre de sus víctimas decorando su martillo, trayéndole recuerdos desagradables; el perfume de la muerte y la sangre rememorándole días turbios, horrendos.

Cinco docenas de hombres y mujeres Oliross habían sido heridos o muertos por las espadas, dagas, hachas o lanzas del enemigo. Algunos de los trabajadores, quienes se habían acuartelado en las galerías y almacenes circundantes, hicieron acopio a su valor y ayudaron a sacar a los lesionados, arrastrándolos hasta un sitio seguro, lejos del peligro, mientras que unos cuantos, más corajudos o estúpidos que el resto, tomaron los escudos y armas de los abatidos e incapacitados, uniéndose a la pared de madera y hierro. Lamentablemente, el conmovedor acto de valentía y patriotismo de los braavosis solo retrasó lo inevitable.

Cada golpe, cada embestida, cada empujón, cada corte y estocada dañaba de manera irreparable el medio arco de planchas reforzadas que los separaban de la horda de infelices rabiosos que pugnaban por entrar y masacrarlos a todos. «Setecientos, setecientos veinte, setecientos treinta», no bastaba, para nada. Podría ejecutar la maniobra una onceava vez, pero los Essiris que escapaban del cerco de escudos y picas era más chico y contenía a menos Capas de Acero, los cuales comenzaban a escaparse del círculo en cantidades preocupantes; y los arqueros de la retaguardia apenas lograban detenerlos, teniendo los lanceros que socorrerlos y quebrar la formación, arriesgando en demasía a todos.

La marea de Capas de Acero lo ahogaría poco a poco, si es que no tomaba acciones pronto. Buscó con su mirada en los alrededores, contando sus números, los del enemigo, tratando de hallar una solución, una vía en la que todavía no hubiese reparado, pero no había salida. La desesperación se apoderaba de sus filas, cuyas cifras menguaban segundo a segundo. Volteó a ver a los sabuesos de Essiris, y una idea cruzó por su mente. Una idea demente y arriesgada, suicida, pero ¿qué importaba su muerte si con aquello lograba poner un palmo más cerca de la victoria a sus amigos?

—¡Punta de lanza, ya! —bramó.

No era un general, aunque había estudiado las tácticas braavosis, y si no podían ganar a la defensiva, procederían a la ofensiva. Estaban en inferioridad numérica, en efecto; aun así, ceder jamás fue una opción, y tampoco lo sería entonces. Cambiando la formación que habían adoptado por una similar al filoso extremo metálico y triangular de una pica, los Capas Rojas y los trabajadores se unieron en un último intento de refrenar el avance de los invasores.

—¡Carguen! —rugió, apuntando la maza de su martillo hacia el mar de soldados de armaduras grises oscuras—. ¡Devuélvanlos a las podridas aguas de las que emergieron!

Era una orden tácita, un comando sencillo de interpretar, incluso para los brutos dentro de su hueste. Determinado, furioso, Dromin empezó a correr en dirección a los Capas de Acero, balanceando su martillo fiera y brutalmente, abriéndose camino a los muelles al lado de sus soldados, los cuales no se detenían a conquistar ni un palmo de terreno, sino que se adentraban en las entrañas del ejército traidor, dejando a su paso una estela de corazas rotas, cadáveres y sangre. Resquebrajaron escudos, abollaron petos, cráneos crujieron al sentir el peso de sus armas y ríos carmesíes brotaron de la carne de sus oponentes, bañando la madera de los muelles y las aguas cristalinas de la laguna.

Dromin esgrimía su maza como si su vida dependiera de ello, y es que no solo su vida recaía en la fuerza con la cual blandiera su arma, sino también las almas de sus conocidos, del pueblo de Braavos, de los inocentes que lloraban y rezaban porque la guerra llegase a su fin. Quien lo conociera, quien de verdad conociera su historia, sabría que no se trataba de un héroe, de un salvador, y él no lo negaba, pero lucharía hasta no poder levantarse, hasta ganar, hasta expulsar a esos hombres y mujeres al servicio de los conspiradores que habían incitado el caótico conflicto civil que abrasaba a Braavos y anegaba la ciudad en la sangre de su gente. Si concretaban una victoria allí, quizás buena parte del oeste se libraría de la influencia Essiris, y Dromin no desperdiciaría la oportunidad de apoyar a la reconquista de la Urbe Secreta.

Un corte en su brazo lo hizo trastabillar, y un flechazo en su hombro lo obligó a elevar su escudo, pero sostener su martillo era una tarea imposible para su debilitada extremidad, para su cansado y viejo cuerpo. Había gastado sus energías en esa embestida final, empujando a cuantos Essiris se habían interpuesto en su carrera, lanzándolos a las aguas profundas del puerto, donde se verían incapaces de regresar a los muelles a causa del acero de sus armaduras y yelmos. Decenas, cientos de Capas de Acero se tropezaron los unos con los otros, impactados por la fiera acometida de los Capas Rojas y Dromin, cayendo a la laguna y despejando un recto sendero pavimentado por sangre insurgente y lealista.

Sin embargo, los perros Essiris los habían acorralado en el extremo occidental de los muelles. Los soldados que todavía peleaban en el puerto no tardarían en ser asesinados y doblegados por los Capas de Acero, y la defensa montada por los escasos guardias que lo rodeaban no duraría ni un momento. Había sufrido lesiones que le impedían seguir dando pelea, pero Dromin no pretendía quedarse arrodillado o morir suplicando, como un viejo derrotado a manos del tiempo y el desgaste de sus huesos.

«Discúlpenme, Tichero, Gyllos, Daeron», cerró sus párpados. «Me habría encantado enseñarles más, pero temo que me reuniré antes de lo previsto con el diablo». Abrió los ojos, apretando el mango de su martillo e irguiéndose, preparado para afrontar su destino.

—¡Escudos arriba! —ordenó, usando el suyo como proyectil y disparándolo hacia la marea de soldados que tenía delante.

Blandiendo su maza con ambas manos, Dromin se abalanzó contra los Essiris que había golpeado su magullada plancha de madera y hierro. El martillazo quebró un sección del muro de escudos de los distanciaba de sus compatriotas, regados por el puerto; astillas y pedazos de metal volando en varias direcciones. Como un gigante iracundo, Dromin danzó en círculos, balanceando su arma y enviando al suelo o al agua a quienes le estorbaran o a cuanto Essiris viera.

Las fuerzas lo abandonaban veloz e imparablemente y las hojas de los traidores hendían su carne, atravesando la coraza de hierro y cuero que lo revestía; los brazos y las piernas temblando por culpa de la edad, la fatiga y el dolor. «Uno más, Antiguos Dioses», rezó. «Déjenme llevar aunque sea a uno más de estos malditos a la tumba». A la distancia, atisbó a Farna encabezando una nueva barricada de escuderos y lanceros, mientras que los arqueros, tanto los de la retaguardia como los que se encontraban en las almenas, desataban una lluvia de flechas y dardos sobre los Capas de Acero que se acercaban demasiado a la entrada.

Muchos Essiris se habían hundido en las aguas del puerto, pero seguía sin bastar. «Novecientos, novecientos diez, novecientos veinte». Dromin aplastó a sus adversarios, reventando sus cráneos, separando sus cabezas de sus hombros, mandándolos a volar a la laguna o apartándolos de un manotazo. Sufrió corte tras corte, puñalada tras puñalada, y su armadura atajó la mayoría de los embates de sus enemigos, pero no todos. Una estocada en su muslo derecho empeoró su equilibrio y un tajo en su espalda lo forzó a incrustar una rodilla en la madera del puerto; la visión nublándosele y los dedos tiritándole.

Observó a su alrededor, y no vio más que muerte y horror, ríos de sangre y montañas de cadáveres; cuerpos hundiéndose en las aguas, hombres y mujeres recubiertos de placas rojas y grises matándose mutuamente. Dromin meneó la cabeza, sacudiéndose el cansancio y el mareo, pero sus músculos no respondían a sus órdenes. Estaba decidido a luchar y aún aferrado a su martillo, el cual se había reducido a un bastón de madera con un destrozado trozo metálico en el extremo superior. Había llegado a su límite, sus doloridas rodillas, sus fatigados codos, su acelerado corazón y el lacerante latido en su médula se lo gritaban.

Había fracasado. La edad y las lesiones de antaño se habían cobrado la deuda que tenían pendiente después de decenas de años en el peor momento posible, y Dromin maldecía a su pésima fortuna y a la condenada casualidad. «Putos Siete», espetó a los Nuevos Dioses, a los caprichosos y cínicos, a los vanidosos y sádicos, que siempre conspiraban para arruinar los planes de los humanos y regocijarse con su agonía o desdicha.

Combatió por ponerse de pie, por volver a la contienda, pero sus huesos se sentían de metal, y sus articulaciones, de roca. Su visión se tornó más y más brumosa, experimentando una llamarada de dolor que trepaba por sus pies hacia sus sienes. Uno de los Capas de Acero corría en su dirección, gritando y empuñando una espada de acero; el brillo azulado de la hoja refulgiendo a la luz del sol del mediodía.

Dromin entrecerró los ojos, desafiante, y sostuvo un breve duelo de miradas con su aparente verdugo. Una alabarda surcó el aire, enterrándose en la espalda del perro Essiris, sobresaliendo por el pecho de este, que se desplomó en el puerto. Confundido, Dromin alzó la vista, distinguiendo el destello carmesí y azul claro de una marea de soldados braavosis que se aproximaban, rugiendo y levantando sus armas.

«¿Capas Rojas y Celestes?», no lo comprendía. Se suponía que el resto de las tropas defendían el portón principal y que los efectivos de Irnah se hallaban acorralados en el centro de la ciudad o expulsados al noreste. Pero los veía allí, cargando hacia el enemigo, acometiendo con la misma devastación que una estampida de uros enfadados. Cuando los Capas de Acero quisieron oponer resistencia, una estela borrosa de color celeste se desplazó por los muelles, y a su paso, las cabezas de los soldados Essiris caían al piso. Los cuellos de los invasores eran cortados con un simple tajo que dejaba entrever el hueso de la médula, había quienes fueron hendidos del ombligo al mentón, armaduras incluidas, y otros eran partidos a la mitad.

Dromin reconocía el tipo de corte y dedujo enseguida cuál arma era la responsable de semejante daño. Alguien le tendió una mano regordeta y enguantada por cuero negro. Aceptando tal gesto, Dromin logró incorporarse, viendo finalmente el rostro del fantasma celeste y portador del amplio sable que refulgía en su mano derecha.

—Hola, Qhuaalo —saludó, entre aliviado y alegre.

—¿Cómo estás, maestre Dromin? —preguntó la Séptima Espada de Braavos, quien iba vestido con un atuendo de cuero endurecido y cota de malla celeste. No usaba yelmo ni placas metálicas, pero sí utilizaba su sable plateado, cuyo fulgor era eclipsado por la sangre que goteaba de su filo—. Te veo cansado.

—Lo estoy —admitió Dromin—. Usted se ve mucho mejor.

—Es lo que tiene la guerra —sonrió Qhuaalo—, es como un baño de barro para nosotros los guerreros.

—Para los demás, ha sido una pesadilla.

—No lo dudo. Me gustaría conversar, pero creo que nuestra charla deberá esperar —mencionó, haciendo referencia a la violenta vorágine de sangre en la cual se debatían los Capas Rojas, Celestes y de Acero—. Mis hombres lo llevarán a un lugar seguro.

Qhuaalo chasqueó los dedos, y de inmediato una tropa de seis soldados en corazas celestes se apersonó a su posición, ayudando a Dromin y colocando sus brazos por encima de sus hombros.

—¿Y Fera? ¿La entrada al Corredor de la Abundancia cayó?

—Arribamos a tiempo para apoyar a la Quinta Espada, tomando desprevenidos a los Essiris y acabándolos al atacarlos desde la retaguardia. Fera está...

—¡Aquí! —exclamó la aludida, esgrimiendo su enorme sable curvo y despejando un muelle aledaño al elevar por los aires a media docena de Capas de Acero de un golpe ascendente—. ¡Retírese, maestre, nosotros nos encargamos de la porquería que sobra!

Qhuaalo suspiró, resignado.

—Vamos, acompáñenlo adentro y sanen sus heridas —comandó la Séptima Espada, haciendo un gesto con su muñeca y volviendo a convertirse en una estela celeste que se desvaneció en la distancia, decapitando a los perros Essiris.

«Así que esa es la razón detrás de su apodo». Jamás había entendido la razón de la gente para llamar a Qhuaalo el Fantasma Gordo o el Decapitador, hasta entonces. Dromin se percató de que sus pensamientos empezaban a desvariar y, pese a su esfuerzo, no pudo aguantar despierto demasiado tiempo. ¿Serían las heridas, la pérdida de sangre o la fatiga? Probablemente, todas a la vez. Fuera lo que fuese, acabó derrotándolo, sumiéndolo en un pesado sueño.

...

«No habría piedad», eso solían decir los Uller de Sotoinferno antes de entrar a la batalla, como una suerte de dicho o rezo, pues el emblema de su casa era uno diferente. La gente de Dorne se había hecho conocida por su liberalismo, independencia, maña, espíritu guerrero y los excelentes vinos de su región, pero también se habían ganado una fama terrible debido a sus terribles tácticas bélicas y su forma «poco honorable» de guerrear. Cuando querían, borraban las sonrisas de sus labios, extinguían las risas que brotaban de sus gargantas e intercambiaban los atuendos de sedas por armaduras, las copas por armas y su carácter risueño y burlesco por uno severo e implacable.

Aegon el Conquistador, sus reinas y aliados lo habían comprobado, entendiendo que meterse con lo habitantes del mar de dunas no era viable, ni a corto ni a largo plazo. Granjearse la enemistad de los dornienses les costaron cientos de miles de vidas, millones de dragones de oro y décadas de saqueos, combates, violaciones y asaltos a los seis reinos restantes de Poniente. Ni siquiera las Islas del Hierro se atrevían a pisar las costas de Dorne, y los essosi aprendieron a respetarlos, ya por las disputas que libraron luchando hombro con hombro, ya por los miles de navíos invasores que decoraban las playas orientales de la región.

El trabajo de príncipes, princesas, grandes señores y soldados había dado frutos tras milenios de contiendas externas e internas, forjando una reputación que los mismísimos Targaryen respetaban, incluso los desgraciados y barbáricos piratas de Sothoryos evitaban surcar sus mares. No obstante, el precio a pagar por tan temible fama fue el repudio de sus vecinos y el miedo de los habitantes de Essos. Triarcas, magísteres o emperadores, todos se mostraban indecisos e inquietos al estar delante de un Príncipe o Princesa de Dorne, y los reyes y reinas Targaryen jamás les daban la bienvenida con grandes festivales o torneos, sino con corteses pero vacuos saludos, acompañados siempre por una escolta de Capas Blancas y guardias en cuyo peto refulgía el dragón tricéfalo carmesí de su estandarte.

Pocos depositaban su fe en ellos, en sus ejércitos, flotas, viñedos, gentes y regentes. ¿Alguien los juzgaba como débiles, paranoicos e imbéciles? La mayoría de la población dorniense, nobles incluidos, sí; los gobernantes y un par de iluminados un tanto más conscientes de la situación, no. Los Yronwood, los Uller y los Qorgyle habían realizado una labor estupenda al infundir terror en el corazón de sus enemigos, siendo cruelmente astutos a la hora de castigar a quienes osaban invadir sus tierras o declararles la guerra. Sin embargo, habían llevado con demasiada pasión y puesto excesiva dedicación a esta, provocando que los dornienses, si bien sufrían burlas y racismo de frente y a sus espaldas, no fuesen vistos como personas, sino como monstruos degenerados carentes de honor o misericordia.

Y, para su desgracia, algunos de los grandes señores nobles de Dorne adoptaron esa imagen y la volvieron parte de su ser. Los Uller eran el claro ejemplo de aquel fenómeno, convirtiéndose en una fuerza implacable de hombres y mujeres capaces de sonsacar secretos a los demás ponientíes de maneras horribles que ni los más diestros inquisidores podrían haber arrancado a sus víctimas. Se habían versado en las artes de la tortura, las tácticas de terror y amedrentar a sus enemigos con técnicas y horrendas, usando cuerpos mutilados, quemando personas vivas en público, llenando barriles de insectos y reptiles venenosos, los cuales lanzaban a sus adversarios o se los entregaban como regalo de tregua, metiéndolos a los contenedores cuando estos los abrían y encerrándolos mientras se retorcían y gritaban de dolor.

Myriah no sabía si dichos relatos eran auténticos o exageraciones del pueblo llano y los integrantes de la corte en el Antiguo Palacio, pero agradecería tener una pizca de la cruenta actitud de los Uller al enfrentar a sus contrincantes, quienes se reunían en el Corredor de los Arquitectos, aguardando el momento preciso para atacar. ¿Deseaba asesinarlos de modos indescriptibles por haber ocasionado semejante muerte y destrucción? No, no buscaba venganza, no buscaba hacerles experimentar el peor dolor del mundo, sino que buscaba justicia, que pagaran por sus crímenes y traición. Aún así, estaba plenamente consciente de que necesitaría algo de brutalidad de los Uller para sobrevivir a la tormenta de espadas que se avecinaba por el oeste.

Había muchos, muchísimos. Seis mil, quizás siete, y se aglomeraban en el extremo occidental del Gran Corredor del distrito, asemejándose a una marea de metal gris oscuro, decorado con motas esmeraldas y carmesíes. «Capas Verdes y Rojas», Myriah tenía sus dudas, pero deseaba creer que los Oliross y Oniruss realmente había desertado y rechazado sus votos de lealtad a sus magísteres, al Señor del Mar de Braavos y para con los ciudadanos de la urbe secreta. Ahora comprendía que los rumores de los supervivientes no eran habladurías tontas o chismes triviales nacidos del pánico.

Gracias a la estrategia ideada entre Kyarah, Lara, Uma y ella, se habían desecho de un buen número de Capas de Acero y Capas Verdes traidores, pero sospechaba que ese no era el grueso del ejército suroccidental de los Essiris. Y, por fortuna, los comandantes de Arallypho terminaron de confirmárselo al revelarse ante ellos en la amplia y larga avenida flanqueada por majestuosas mansiones y edificios azules rematados con planchas, cúpulas y tejas doradas. No obstante, Myriah no sentía regocijo ninguno, pues la hueste de seis millares de soldados que se preparaba para acometer en su contra minaba bastante su moral y humor.

Aún se encontraba determinada a ganar, a derrotarlos, a salvar Braavos, pero una incipiente sensación y sentimiento de inseguridad y temor amenazaba con apoderarse de su cuerpo, forzarla a huir, a esconderse. Había logrado mantenerse firme, centrada, resuelta; sin embargo, la gigantesca llama que ardía en su pecho, similar a los torbellinos de fuego valyrio que todavía brillaban en el sureste, fue reducida al fuego crepitante de una hoguera invernal de un plumazo por la visión del enorme ejército rival. Miles de escenarios escalofriantes se formulaban en su mente, atormentándola con las oscuras y posibles conclusiones de la próxima batalla.

Bastaba haber visto los cadáveres regados en las calles, aplastados debajo de los escombros, flotando en los canales y colgando de lo alto de las construcciones para saber qué tipo de cosas les sucederían a sus soldados y a ella si los Essiris triunfaban. Las manos le sudaba, el ritmo de su corazón se aceleraba y frenaba esporádicamente, mientras que sus sienes quemaban, como si alguien estuviera incrustándole clavos al rojo blanco a martillazos. Quería regresar a su casa, volver a ver a sus primas, a degustar el aire abrasador y la cálida brisa dorniense, la arena entre sus dedos y el refrescante agua de los jardínes de repletos de mandarinas y duraznos. Extrañaba su cama, su ropa, a su familia y a su padre.

«Concéntrate», se reprendió. «Concéntrate», pero ¿cómo hacerlo? Se había enfocado tanto en sobrevivir, tanto en luchar, tanto en su rol de princesa y dirigente que había evitado el duelo, el dolor, el llanto, el miedo. Pero el miedo la acechaba, encajando sus zarpas imbuidas con temor en su pecho e instigándola a derrumbarse tal y como había acontecido en la casa derruida en el sur de Braavos, donde sus fuerzas la abandonaron y la niña que era salió a la luz.

«Papá... ¿Dónde estás?». Todos quienes pensaban que Garson requería que su hija estuviera presente para moderarse eran unos ingenuos. Ambos se necesitaban el uno al otro, y Myriah necesitaba a su padre más que nunca. Había madurado rápido, cierto, pero eso no implicaba que dejase de ser una chica de ocho años que se había metido en la boca del lobo y actualmente participaba en una encarnizada guerra para la cual no estaba lista.

Las lágrimas escocieron en sus ojos, y los recuerdos del pasado y el presente la abrumaron. Respiró hondo, apoyando sus palmas en el tejado, rozando con sus uñas la madera del mango de su lanza. Se aferró al arma usando su diestra, presionando las tejas que recubrían el techo de la casa con su palma izquierda.

—Mierda, mierda, mierda... —Inspiró profundamente, luchando por controlar su respiración y los desbocados latidos que martillaban su pecho, zumbando en sus oídos.

—¿Estás bien? —preguntó Lara.

Myriah se giró, sobándose de los párpados y limpiándoselos utilizando el dorso de su mano.

Lara, quien se asomaba por el borde del tejado, se aupó y subió al mismo, acercándose a ella.

—¿Nervios?

—Siento que mis extrañas están repletas de brasas.

—Oh. —La Cuarta Espada bufó, divertida, sentándose a su lado—. He estado ahí antes.

—¿Y qué hago? No sé cómo quitarme estos nervios o lo que sean de encima.

—Tranquilízate y respira —respondió Lara, cruzando sus piernas y apoyando sus manos en sus rodillas—. La pelea ni siquiera ha empezado y estás sudando más que un cerdo en verano.

—Hace calor.

—Sí, hace calor, y estás asustada.

—¡No! Yo... —Cerró la boca, apartando la mirada y soltando un suspiro de hastío, tumbándose en el techo.

—Es normal, Myriah —aseguró la braavosi—. Hasta los soldados más bizarros se acobardan en la guerra.

—Lo sé, y yo ni soldado soy. Solo soy una niña de ocho años con un título elegante y que sabe esgrimir una lanza.

—Algo así, pero no eres una mera princesita. —Lara miraba al frente, quizás escudriñando a los Capas de Acero o a la ciudad; su voz y postura eran solemnes, nada que ver con la mujer despreocupada de la que hablaban los Capas Verdes—. Digo, has encarado el peligro y combatido contra soldados que te triplicaban en edad y doblaban en tamaño.

—Perdí —masculló, molesta, triste, apenada; el olor a cuerpos carbonizados y sangre golpeando su sentido del olfato como una ola de mar en una noche tormentosa—. Muchos murieron por mi culpa.

—Murieron peleando, Myriah. No lo hace mejor, pero al menos les diste la oportunidad y motivación para defenderse, para luchar por sus vidas. Fue esperanza, verdadera esperanza, y pudimos haber ganado si las catapultas y escorpiones no nos hubiesen sorprendido —afirmó, calmada, pero había una pizca de rabia en su tono—. Da igual lo que «habría sido si tal vez o quizás», lo único relevante es qué haremos a partir de ahora, y tú has hecho bastante.

—Dudo que sea suficiente.

—Veremos, veremos. La batalla todavía no empieza y tú ya estás dándote por vencida.

—No, no pienso rendirme. Solamente... Solamente quiero un descanso —admitió, cubriendo su rostro con su brazo.

—Lamento decirte que no eres la primera y tampoco serás la última que lo desee. Pero, si triunfamos, prometo acompañarte a una de las funciones en el Teatro Esmeralda.

—¿En serio? —Myriah se incorporó, sorprendida al escuchar tal juramento.

—Obvio. Será complicado encontrar actores, aunque no es nada que el oro y la plata de Ballio no pueda resolver.

—Bromeas, ¿no? La ciudad tardará meses o años en reconstruirse —señaló.

—Los braavosi somos buenos y veloces arquitectos. ¿En cuánto crees que construimos una galera o un dromón?

—Espero sean tan hábiles con la espada como con el martillo.

—Pronto lo verás —sonrió Lara, viéndola a través del rabillo de su ojo—. Te pido que procures no cagarte en los pantalones, niña, y que no mueras.

—Tengo junto a mí a la Cuarta Espada de Braavos, ¿cómo podría morir? —cuestionó, esbozando una sonrisa en su rostro.

Lara dejó escapar una ligera risa de sus labios, meneando la cabeza.

Myriah tomó su lanza, utilizándola de soporte para reincorporarse.

—Gracias, Lara —dijo, sincera, genuinamente agradecida por las palabras de la braavosi.

—No soy buena oradora; soy más espadachín que comandante.

—Eso lo sé —repuso Myriah—, pero gracias de todas formas.

—Recuerda, calma esos nervios y no te descontroles. Te quiero serena y despierta, no confundida o vacilante. —Se irguió, posando sus manos en los pomos de sus espadas—. Los perros de Essiris se pondrán en marcha en cualquier momento y necesito que estés atenta.

Myriah asintió, y luego Lara volvió a entrar a la casa, palmeando su hombro y descendiendo hacia la ventana mediante la que había trepado al techo. Vio a la Cuarta Espada desaparecer y se volteó, contemplando el mar de enemigos, los tejados rojos, dorados, verdes, azules, celestes, grises, las cúpulas de vidrios arcoíris y las esbeltas torres de la ciudad; las nubes de humo negro ascendiendo al cielo; los mástiles de los barcos alzándose en el noreste y oeste.

Tenía razón. Lara había sido honesta y hablado con la verdad: había prosperado en el caos, había afrontado adversidades imposibles de vencer para guerreros curtidos, superándolas, había liderado hombres y mujeres, soldados, y había sobrevivido a su aplastante derrota en el sur. Traer de vuelta a la vida a sus compañeros caídos y a su padre era imposible, vengarlos era incorrecto y una deshonra a su memoria, pero ajusticiaría a los culpables y viviría para cerciorarse de que un evento tan catastrófico no sucediera en Dorne. Ese era su objetivo, su propósito, su meta, y lo concretaría, creando un futuro en el que escorias como Arallypho y sus lacayos no derrumbaran el trabajo de miles de millones de personas por meras ambiciones soberbias y egoístas.

De repente, el estrépito de las botas de las placas de acero chocando y las cotas de malla tintineando la despertaron de sus pensamientos. Bajó la mirada y observó a los Capas de Acero emprender rumbo en dirección a los portones que los separaban de los suburbios interiores; las picas de sus lanzas y las crestas en sus yelmos centellando a la luz del mediodía. El rugido de los cuernos retumbaron en los alrededores y, al girarse, Myriah atisbó las figuras de los lanceros en los techos sujetando sus picas y arcos; las tropas Flaerys y Oliross corriendo por las calles hacia la barricada, portando sus escudos y espadas.

—¡Muévanse, muévanse! —bramó el comandante Loquaar, indicando a los Capas Arcoíris y a los Capas verdes dónde colocarse y cómo posicionarse—. ¡Ustedes, formen un doble muro de escudos! ¡Lanceros, detrás de ellos! ¡Ballesteros vayan a la retaguardia!

«Están aprontándose», Myriah elevó el rostro, mirando a los Capas Azules agazapados en los techos, y se tendió en el tejado, apretando su lanza entre sus manos, que no paraban de sudar. Pero ya no había miedo, ni nervios ni calor, pues el ferviente deseo por cumplir sus promesas y aspiraciones los habían purgado.

...

Notas de Autor:

Buen día, tarde o noche, queridos lectores. ¿Cómo están pasando esta Semana Santa? Espero que bien. Como cada domingo, aquí les traigo un nuevo capítulo de mi fic. Por fin, después de un buen par de capítulos de descanso para digerir todo lo acontecido, retomamos las batallas y las cosas vuelven a tensarse. Ojalá la breve pausa les haya ayudado a relajarse y este capítulo les asombre, haga sentir la tensión y el peligro de las situaciones y las batallas les resulten tan emocionantes como peligrosas y reales. En fin, les leo en los comentarios, ¿qué piensan de este capítulo? ¿Creen que la balanza se inclinará hacia el bando de los leales o beneficiará a los traidores al final? ¿Piensan que Myriah podrá vencer junto a sus aliados? ¿Cómo terminará la guerra civil? 

Sin más rodeos, muchísimas gracias por su atención, dedicación y tiempo. ¡Feliz Semana Santa y buen domingo a todos! 

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