𝐗𝐗𝐗𝐈𝐕

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Escrutaba el Corredor de la Abundancia desde lo alto de las almenas, estudiando los movimientos de los Capas de Acero, quienes se habían alejado de la muralla en pos de recuperar sus energías, situándose a distancia que hacía inviable utilizar arcos o ballestas en su contra. Dromin era consciente de lo bien entrenados que estaban los guardias de la familia encargada del adiestramiento de los futuros soldados de la nación, pero le sorprendía que pudieran priorizar su bienestar y la lógica a la victoria o la derrota de sus enemigos. Normalmente, hasta los ejércitos más poderosos de la historia se habían precipitado al tener a sus oponentes acorralados o superarlos en número y fuerza, pero los Capas de Acero habían sabido cuándo retirarse, y eso lo consternaba

Había conocido a Arallypho hacía un par de décadas, incluso antes de toparse con Gyllos. En aquel entonces, se trataba de un joven arrogante y con sueños de grandeza acerca de la guerra, de la supuesta fama y riqueza que sus triunfos y logros le reportarían. Sin embargo, años después, cuando Gyllos realizó su viaje a Myr, decidido a vengar la muerte de su hermano, Arallypho, quien lo había acompañado, volvió diferente. No se encontraba seguro si el cambio se debía a los horrores de la batalla, las atrocidades presenciadas y efectuadas en Myr, la súbita revelación de la auténtica cara de la guerra o si el muchacho solamente se hallaba procesando lo que había contemplado, con la esperanza de desmenuzar algún significado oculto a la matanza o reflexionar sobre sus acciones y decisiones.

Para su asombro, Arallypho no renunció a sus ambiciones militares, sino que ascendió como la espuma de mar en la jerarquía de la milicia. Nombrado como sargento a los veinte años, capitán a los treinta, ganándose el título de comandante cinco años después y siendo recompensado con el título de general a sus cuarenta, la carrera de Arallypho era impecable. Había limpiado a los Capas de Acero de la corrupción que los había asolado y degradado a meros guardias carentes de uniforme, disciplina u honor. Los edictos que promulgó junto a Tichero favorecieron a las milicias de todo Braavos, y si bien no hubo mucho que hacer respecto al juego de poder y los sobornos que recibían algunos comandantes por parte de los grandes nobles y los magísteres en turno para no delatar sus negocios turbios frente Arallypho.

No obstante, Dromin y Tichero lo habían asesorado en la tarea de crear una red de espías informales que pudieran hacerle llegar las noticias y detalles que los soldados e incluso la Guardia de la Ciudad se ahorraban en comentar durante sus asambleas. Una idea maravillosa, impulsada y utilizada por un sujeto que había disfrazado sus verdaderas intenciones. Tichero también tenía sus espías repartidos no solo por Braavos, sino por la totalidad de Essos y más allá, y a Dromin le intrigada cómo no se había enterado de los planes de Arallypho. Cierto era que el Señor del Mar estaba ocupado desde el amanecer hasta el anochecer, pero sus espías trabajaban sin descanso y que ellos no hubieran siquiera oído de la conspiración de Essiris era, mínimamente, sospechoso.

¿Habría traidores en su red de espías? ¿Cómo identificarían cuáles? ¿Eran parte del complot o es que habían hecho una pésima labor al investigar? Ambas opciones eran probables; no obstante, lo que inquietaba a Dromin era que Arallypho se las había arreglado para cegar a todos, convencerlos con su fachada de guerrero honorable, leal y justo, cuando realmente era el monstruo más manipulador y despiadado del que poseía memorias recientes.

La carta de Vogeo lo confirmaba: Arallypho había tramado el secuestro de Myriah Martell, el asesinato de Garson y la muerte de Tichero. En los papeles escritos por el difunto esposo de su ahora anfitriona y aliada se detallaban las reuniones, los temas que se tocaban en cada una de ellas, los nombres de los integrantes de tales asambleas y la cantidad de recursos desviados a su causa, la cual era inmensa y Dromin tuvo que entornar los ojos a la hora de leerlas amarillentas y quebradizas hojas. Cómo se las había ingeniado Arallypho para vincularse con el Alto Consejo de la Triarquía, cuántos había matado previamente al atentado en el palacio e Tichero, cuáles eran sus aparentes motivos o por qué había fraguado y llevado a cabo tan atroz plan, y las respuestas a muchísimas otras preguntas se hallaban plasmadas en esos pergaminos.

Dromin, pese a haber leído la mayoría de estas, todavía no concebía la idea de que el tercer mayor representante de Braavos hubiese sido capaz de tanto. Sencillamente, le parecía surreal. En Poniente los grandes señores nobles y los gobernantes de las diferentes fortalezas eran infames por no mantener las discreciones y conspirar abiertamente contra sus enemigos; en la mayoría de los casos, al menos. Las intrigas políticas estaban a la orden del día, al igual que las traiciones, las alianzas y enemistades. Más temprano que tarde, los pensamientos, razones y planes de los nobles salían a la luz, concretándose o no, y Poniente se veía azotado de nuevo por guerras, hambrunas, enfermedades y muertes.

Ingenuamente, creyó que podría escapar de aquella vida yéndose a Essos, donde las rencillas entre magísteres, mercaderes, príncipes y emperadores jamás habían alcanzado el nivel de caos y destrucción que se manejaba en Poniente. Sin embargo, se había equivocado. Arallypho era el claro ejemplo de que, fuera donde fuese o fuera como fuese, la avaricia, la envidia, el ansia de poder y la crueldad de las personas no dejaría de sorprenderlo ni acosarlo.

Era triste, muy triste. Pensar que una ciudad tan hermosa como Braavos ardía en los fuegos de una guerra civil rompía su vetusto corazón y lo hacía replantearse si de verdad sus esfuerzos habían servido de algo, si es que los años de sacrificio y horror en serio repercutieron. Rezaba porque sí, para que el trabajo de tantísima gente no cayera en saco roto ni se hundiera en las aguas cristalinas de la laguna sobre la cual se erguían las cien islas de Braavos. Cientos de miles de vidas se perderían si aquello sucedía, si Arallypho ganaba.

Tal vez la estructura de la ciudad prevaleciera, pero lo que no lo haría sería la libertad de su población, del pueblo que durante años batalló por liberarse de las cadenas de los valyrios, de los ándalos, de los ghiscarios, de los esclavistas, de los conquistadores, de los tiranos. Su cultura se extinguiría el día en que un tirano se sentara en el palacio del Señor del Mar y se pusiera a guerrear con quienes se interpusieran en su camino o a conquistar países vecinos. De no detener a Arallypho, ese día acontecería pronto, y Dromin no anhelaba que tan catastrófico evento ocurriera.

Quizás el hijo de Sallyrhos no era un hombre malvado ni que ansiara el poder, pero sus acciones demostraban que deseaba deshacerse de los magísteres de Braavos y el regente de la ciudad a través de asesinatos, emboscadas, ataques y, en el último de los extremos, un conflicto bélico en el corazón de su propia nación. Pero ¿por qué? Simple: librar a Braavos de la plaga que había carcomido sus cimientos desde hacía siglos.

«Me da miedo morir sin haber purgado la codicia y la hipocresía que corroe nuestra patria», había redactado Vogeo en sus cartas, transcribiendo las palabras de Arallypho. «Magísteres, nobles, mercaderes e incluso soldados braavosi han olvidado las máximas de nuestra nación». «Se conforman con sacar provecho de su posición, abusando de los demás, dañándolos, impidiéndonos a los desinteresados y bienintencionados hacer nuestro trabajo, mejorar las cosas». «Arrestamos diez criminales por días, cuando podríamos arrastrar a toda la escoria de las calles y las cortes de un plumazo en apenas una semana». «Defendemos a los ricos, cuando deberíamos proteger a los inocentes e indefensos, a los pobres y nobles laburadores que son torturados día y noche a manos de quienes escoltamos».

«Somos monstruos, parodias de los braavosi de antaño». «La casa Essiris fue de las primeras en rebelarse ante la injusticia de la Antigua Valyria, y uno de mis antepasados se encargó de romper las cadenas que ataban a su compañeros y liderarlos hacia un mañana prometedor, libres de los grilletes y la tiranía de los valyrios». «Curioso es el destino, pues considero que es mi turno de liberar a mis colegas, a mis aliados, a mis amigos, a mis hermanos y hermanas, y guiarlos a un futuro que no esté contaminado por la decadencia que nos ha vuelto una sombra de lo que solíamos ser».

«Acompáñenme, amigos, y luche a mi lado en pos de forjar un nuevo Braavos, una nación de verdaderos libertos, limpia de criminales, falsos regentes, soldados y nobles incompetentes. Un Braavos que sobreviva durante mil siglos».

Aquellas palabras reverberaban en su cabeza, repitiéndose a manera de eco una vez tras otra. ¿Desde cuándo Arallypho había sentido el intrínseco deseo de exterminar la ineptitud y la vileza en Braavos? Claro, había mostrado un interés admirable en cuanto a hacer justicia en nombre de los caídos y los oprimidos se refiere, pero nunca había protestado delante de la corte del palacio ni enfrente del consejo privado de Tichero. Si tan desesperado era ese sueño de ayudar al resto, ¿qué le impedía consultarlo con el Señor del Mar, quien había probado su dignidad y compromiso para con el pueblo durante años?

Orgullo y estupidez eran dos particularidades que caracterizaban a los hombres y mujeres del mundo, y los braavosi, pese a su amabilidad, no eran la excepción a la regla. Aparentemente, Arallypho tampoco, pero Dromin dudaba de que su soberbia fuera la responsable de no acudir a Tichero, contrario a Viria y el resto de magísteres. No, había algo más detrás. Si hubiese querido crear un futuro próspero, habría buscado la ayuda del Señor del mar, sin importar su soberbia o imagen. Y si hubiera sido un hombre genuinamente preocupado por su nación, no habría iniciado una guerra civil o cometido cientos de miles de atrocidades.

Dromin sabía que el camino hacia un mañana brillante no era fácil, agradable ni se encontraba exento de oscuridad. A veces, construir un país o un futuro es complicado requería de actos cuestionables, horribles, o eso decían los gobernantes y generales de las diferentes naciones. Sin embargo, Dromin sabía que esa era la senda sencilla, la de la guerra, la muerte, la sangre. La ruta escabrosa era la paz, la política, las leyes, los acuerdos.

Cualquiera que supiera aprovechar un gigantesco ejército podía conquistar un continente, fundar un país y autoproclamarse rey, dirigiendo a sus gentes rumbo al destino que anhelara; al menos, eso pensaban hombres como Maegor el Cruel o los Reyes Rojos del Norte. Pero el tener una hueste de cien mil soldados no aseguraba nada, ni poseer una inmensa riqueza o descender de una dinastía de reyes. Si no se ganaba al pueblo, nobles, vasallos o gente llana, y no se les entregaban motivos sólidos para brindar su apoyo a tal o cual regente ni de suficiente peso para erigir un mañana a su lado, los gobernantes o revolucionarios no llegarían muy lejos y sus ambiciones se desplomarían sobre ellos.

Muchas veces no quedaba otra alternativa que la guerra, que desenvainar las espadas y luchar. En esas instancias sí debían librarse dichos conflictos, pelear por un buen porvenir y los valores que lo moldearían; desgraciadamente, los medios pacíficos siempre surtían efectos, ni antes ni después. No obstante, había maneras de evitar el derramamiento de sangre, mejores formas de crear un reino o imperio. ¿De qué servían las palabras, si no? ¿Cuál era la razón de existir del pensamiento abstracto o la maestría arquitectónica de las personas si para convencer a los enemigos y construir países se debía masacrar a los oponentes y devastar poblaciones?

Arallypho no era idiota, y seguro estaba al tanto de tales cuestiones y realidades. Pero era probable, por no decir que casi certero, que no le importara en lo más mínimo. También cabía la posibilidad de que estuviera desesperado, harto de la lentitud con la que se desarrollaban los planes de Tichero y la negligencia de los magísteres, y hubiera optado por la solución más rápida pero sangrienta: la guerra.

De todos modos, había sido el artífice e instigador de crímenes severos, cientos de miles de muertes y el caos de los últimos dos meses. Aunque fuese el General de la Armada de Braavos y lo moviera un sentido honesto y real de justicia, sus actos eran los de un tirano, los de un conspirador, los de un traidor y alguien que no temía en mancharse las manos con sangre inocente en pos de sus objetivos. Y se lo juzgaría como quien había probado ser.

Pero ahora no había tiempo para juicios ni diplomacia. Ahora era momento de pelear, de desenfundar las armas y extinguir de la faz del Mundo Conocido a los villanos que anhelaban arrebatarles su amada libertad.

—Te ves angustiado, anciano —señaló una voz a sus espaldas.

—Estoy cansado —admitió Dromin, con las manos apoyadas en el dañado parapeto de la muralla, no volteándose a encarar a su recién llegada amiga.

—¿De verdad? —carcajeó, acercándose a él. Posó su palma izquierda en su hombro, propinándole un par de palmadas—. Muchos a tu edad ya quisieran verse como tú.

—La mayoría muere antes de rozar los cuarenta —replicó Dromin—. Que yo tenga sesenta es un milagro. O quizá un castigo de los dioses —comentó, despegando sus ojos de la lejana masa de soldados, clavándolos en el cielo matutino; la roja luz del amanecer mezclándose con la negrura azulada de la menguante noche.

—¿Por qué los dioses te impondrían una penitencia a ti, Dromin el Bueno?

—¿Dromin el Bueno? —giró a verla, confundido.

—Ajá —asintió Fera, sonriente; el brillo del sol naciente fluyendo por la superficie de su yelmo carmesí en forma de hrakkar.

Un escalofrío desagradable recorrió la médula de Dromin, quien apenas se estremeció, disimulando la repugnancia que le provocaba el color de la armadura de placas de Fera. Su mente amagó con invocar ciertos recuerdos de una vida antaño considerada gloriosa por un inexperto y estúpido norteño con ansias de gloria y riqueza, pero Dromin evitó que sus memorias acometieran en su contra; necesitaba estar sobrio y centrado si quería sobrevivir a lo que se avecinaba.

—Te llaman así por los barrios pobres y las tabernas —prosiguió Fera, tal vez en vista de su silencio—. Es una suerte de gracias por haber tratado a los enfermos de escalofríos y ayudar a los mendigos durante la escasez de hace diez años.

Dromin no pudo contener la leve risa que se escapó de sus labios.

—Hace una década de aquello, y no merezco alabanzas; solo cumplo con mi labor —aseguró, volviendo su mirada al firmamento.

—¿Y cuál labor sería esa? Se supone que ya no eres un maestre, ¿no?

—La labor de un hombre que posee los conocimientos para sanar y salvar a otros —respondió Dromin—. ¿Sabes cuál es el trabajo de tres cuartas partes de la orden de los maestres en la Ciudadela?

—¿Cuál?

—Quedarse en Antigua, aislarse del mundo más allá de Poniente o incluso de la Ciudadela y dedicar toda su vida a los estudios.

—Suena aburrido.

—Lo es, y también una prueba irrefutable de la decadencia de la orden. Se pasan días, semanas, meses o años enteros leyendo pergaminos, adquiriendo nuevos saberes y averiguando las contestaciones a interrogantes existenciales que no benefician en lo absoluto a los demás. En lugar de socorrer a los enfermos, aconsejar sabiamente a los grandes o pequeños señores, hacer del mundo un sitio más próspero y compartir nuestros secretos, nos los reservamos y condenamos a millones a la ignorancia. ¿Qué peor acto puede haber que ese?

Fera permaneció muda, separándose de él y situándose a su costado. Cruzó sus brazos sobre el parapeto, inclinando su cuerpo hacia adelante.

Durante unos momentos, ninguno de los dos dijo nada, reinando el silencio: la brisa matutina moviendo la túnica esmeralda de Dromin, manchada de sangre seca y rasgada por los flechazos recibidos días atrás.

—Aún no respondiste mi pregunta —advirtió Fera.

Dromin la observó a través del rabillo de su ojo, y luego fijó su vista de nuevo en el cielo, cada vez más resplandeciente. Suspiró profundamente y procedió a contestar.

—Era joven e idiota, y cometí errores, bastantes errores. Hice cosas imperdonables, cosas que aterrorizarían a quienes creen conocerme —confesó, en un tono más grave de lo habitual—. Viví engañado, mintiéndome a mí mismo y sosteniendo una ilusión que, al romperse y revelarse la realidad a la que había evitado por años, no pude confrontarla.

—¿Qué clases de cosas hiciste, Dromin? —interrogó Fera, intrigada y consternada.

—Únicamente iniciar una guerra civil se compara a mis crímenes —contestó.

—Dioses... —musitó la Quinta Espada de Braavos, viéndolo con incredulidad.

—Los Antiguos Dioses me castigaron por esas atrocidades —continuó—. Fui avaro, despiadado, codicioso. Me bañé en la sangre de miles y quité decenas de miles de vidas. ¿Dromin el Bueno? No, es un apodo que no merezco. Fui un monstruo, Fera, y temo todavía serlo —admitió, agachando su mirada hacia el Gran Corredor atiborrado de Capas de Acero; el remordimiento carcomiendo su alma, los recuerdos del ayer atormentando su consciencia.

Un súbito golpe seco en su costado estremeció su vientre y costillas. Dromin trastabilló ligeramente, recobrando el equilibrio un segundo después; las muletas recargadas en la barricada de la almena. Dirigió sus ojos a Fera, cuyo brazo estirado la delataba como la autora del puñetazo; la mano cerrada y los iris de la enorme mujer incrustados en los suyos.

—Basta de decir estupideces, ¿sí, viejo? No me has aclarado nada, pero entiendo que metiste la pata, y muy hondo. Aunque, bueno, eso no importa ya, ¿no? Es decir, es obvio que no te enorgulleces de las cosas que hiciste, así que ni te atrevas a compararte con un imbécil como Arallypho. Ese bastardo no debe ni siquiera sentirse culpable, y a juzgar por tu expresión, tú te estás muriendo por dentro.

Fera se irguió, llevándose las manos a la cintura y sacando pecho.

—Dromin, no eres el primero en cometer idioteces, crímenes o hacer oídos sordos a las verdades que te gritan. ¿Te olvidaste con quién estás hablando? Yo era una matona más antes de que mi abuelo me diera una paliza brutal y me encaminara a la fuerza en el buen camino. En tu caso, imagino, fue la vida en sí la que te abofeteó, y gracias a ella corregiste tu rumbo, ¿o no?

» Castigo de los dioses o no, cambiaste. Si eras la mitad de terrible de lo que dices haber sido y si lo siguieras siendo, no estarías aquí, apoyándonos, luchando a nuestro lado ni hubieses ayudado a todas las personas que has socorrido en estos quince años. Eres digno del mote, de la reputación que has construido. Eres digno de que te recuerden como el Bueno.

Atónito, Dromin tardó unos momentos en digerir tales palabras. No supo qué decir o cómo reaccionar. Se encontraba genuinamente aturdido y su corazón había ralentizado y acelerado sus latidos de forma esporádica. Presionó su diestra en su pecho, volviéndose hacia el parapeto y reposando su palma zurda en la piedra, por si es que su órgano dejaba de palpitar o se descompensaba.

Sin embargo, tras un par de instantes, logró regular el ritmo del tambor que amartillaba sus costillas y esternón. Durante ese breve tiempo, Dromin reflexionó acerca de lo dicho por Fera y concluyó que, si bien le faltaba un largo trecho que recorrer hasta alcanzar la redención y demasiado daño que solventar, había avanzado y, ciertamente, había otorgado un nuevo sentido a su existencia, uno más noble. Jamás se desharía de la culpa, pero tampoco podía permitir que esta lo distrajera de sus responsabilidades o lo derrotase.

Inspiró profundo por la nariz, enderezó su espalda y posó su mano derecha en la baranda de roca. Miró a Fera y esbozó una sonrisa, oculta gracias a su frondosa barba castaña, plagada de hebras grises.

—Gracias, Fera.

—No me agradezcas, anciano —rio la Quinta Espada—. Solo procura que esto quede entre nosotros.

—Por supuesto —aseveró, asintiendo.

—Bien. Tengo una fama que sostener y que un viejo deprimido ande divulgando rumores de que doy consejos anímicos cagaría lo que he demorado años en hacerles creer a los ingenuos soldados y criminales de esta ciudad —explicó, grave, el ceño fruncido.

—Mi agente me contó que tú te mostraste muy amable con Viria —comentó Dromin.

Fera lo apuntó con su dedo, entornando los párpados y arrugando su entrecejo; los rasgos de su cara deformándose en una máscara de furia.

—Juega con fuego y te quemarás, anciano.

—Soy del Norte, Fera, ¿sabes lo complicado que es derretir el hielo de allí? Las llamas más poderosas apenas logran reducir el tamaño de un bloque de cuatro o cinco varas.

—Has pasado varios años en Braavos, expuesto al sol, puede que te hayas ablandado un poco.

—¿Quieres comprobarlo? —cuestionó, adoptando un tono severo e irguiéndose.

Ambos se enfrascaron en un efímero duelo de miradas, y luego echaron a reir. Fera dio un puñetazo a la muralla, carcajeando, mientras que Dromin posó una de sus manos sobre su panza, intentando parar su risa.

—Dudaba que tuvieras sentido del humor, viejo —mencionó Fera, limpiándose una lágrima.

—Nunca dudes de mí, Fera, nunca —rio, ocultando sus dedos en las amplias mangas de su túnica.

—Mi única duda actual es si conseguiremos vencerlos —con un gesto de cabeza, señaló a los Capas de Acero, los cuales se congregaban a la distancia, consolidando una extraña formación. Era un mezcla de cuña y media luna que Dromin no comprendía al completo—. ¿Estás seguro de que tu plan funcionará?

—Nuestro plan —corrigió—. Y sí, confío en la destreza de tus hombres y su coordinación. Son buenos y resistentes, durarán lo suficiente para obligarlos a retroceder.

—¿Y si no retroceden?

—Lo harán —afirmó Dromin—. Están agotados. Por muy bien equipados y entrenados que estén, ningún soldado que haya asediado una fortaleza por dos días conserva la totalidad de sus energías ni su determinación.

—Hablamos de los Essiris, no de los Irnah o de los Capas Verdes. Son los malditos Capas de Acero, Dromin.

—Estoy al tanto, Fera.

—¿Crees que podemos ganarles?

—Sé que sí. Los asedios desgastan física y mentalmente a cualquiera, estén afuera o adentro de la fortaleza. Nosotros tenemos suministros para dos o tres meses, un lugar en el cual guarecernos y cada uno de nuestros hombres y mujeres cuentan por diez. En cambio, ellos no tienen un bastión al que retirarse, no conocen el territorio y la comida en los negocios del Corredor de la Abundancia se acabará pudriendo, si es que consiguen persuadir a los dueños de los bares, cantinas o tabernas para que se las den.

—¿Persuadir? Esos infelices han estado saqueando los comedores y posadas del barrio.

—Obviamente están desesperados, y dividir sus fuerzas en saquear locales y asediar nuestra posición lo evidencia.

—¿Una fragmentación en sus filas? —inquirió Fera.

—Dudo que sea así. Los Capas de Acero son demasiado organizados y unidos como para dividirse por rencillas personales —repuso Dromin, agregando inmediatamente—: Pero el hambre puede empujar al guerrero más bizarro a la locura.

—Irónico —bufó—, se supone que ellos deberían estar matándonos a nosotros al cortar nuestras vías de suministro y rodearnos por tierra y mar.

—Respecto al puerto, ¿los soldados están listos?

—Quizás, aunque están nerviosos, asustados Uno de sus comandantes los abandonó, otro murió hace unos días y el tercero y el cuarto no han liderado una defensa contra un ejército de tal magnitud. No los culpo por desconfiar ni estar aterrados.

—Yo tampoco. Sin embargo, la vacilación y el miedo jugarán en contra nuestra si provocan caos en los Capas Rojas. —Dromin recogió una de sus muletas, encaminándose a la torre que se erguía a unos metros—. He visto cuánto afecta el terror a una hueste y no pretendo que eso nos suceda.

—Te acompaño —dijo Fera, emprendiendo la caminata junto a él, colocándose a su derecha.

—Gracias. No obstante —añadió—, te necesitan en un lugar diferente. Ve al portón principal y prepara a tus soldados. Los Essiris se están reagrupando y no me da buena espina esa formación suya. Atacarán pronto; debemos estar atentos.

—¿Cuánto tiempo tenemos? —preguntó Fera, había un deje de consternación en su tono.

—Estimo que acometerán antes del mediodía.

—Mierda... —masculló, apretando los dientes.

—Aún nos quedan un par de horas. Tendremos que estar prestos para entonces.

—Trataré de relajar a los chicos y a las chicas, pero, si lo que te preocupa es la deserción o traición, tranquilízate. He convivido con estos soldados desde hace años y son buenos, leales. Lucharán junto a nosotros, hasta la muerte.

—No será necesario llegar a ese extremo —abrió la puerta de la torre, deteniéndose en el umbral de la misma y volteándose a ver a Fera—. Aconsejaré a la Comandante Farna, pero me temo que, a causa de su falta de experiencia, tendré que tomar las riendas de la comandancia.

—Harás un buen trabajo. Nomás no vayas a lanzarte al combate.

Dromin meneó la cabeza, conteniendo la risa.

—Mis días de pelear se terminaron cuatro décadas atrás. Pero los tuyos recién empiezan, Quinta Espada.

—Oh, sé pelear, de lo que no tengo ni remota idea es sobre cómo coordinar un ejército —admitió, sin vergüenza alguna.

—Aprenderás. La práctica hace al maestro, sobre todo en situaciones complicadas.

—Eres un experto en eso, ¿eh? —levantó una ceja sonriéndole, divertida.

—Soy un viejo de sesenta años en un mundo en constante conflicto. Si no en este punto de mi vida no he entendido el arte de la guerra luego de una juventud llena de batallas, puedo llamarme y considerarme un fracasado. —Dromin se volvió, ingresando a la torre, descendiendo por los peldaños de madera—. Por fortuna, la guerra y sus sutilezas me son más que familiares.

...

Había tomado partido de bandos equivocados, servido a señores crueles e idiotas, defendido causas injustas y el apellido de familias indignas de sus méritos o títulos. El pasado era inamovible, como el paso de las horas y la muerte, como el hielo del Muro y la magia que permanecía arraigada a los cimientos del mundo. Podían negarse, si bien ignorarlas resultaba imposible, pues existían y eran verdades absolutas.

Dromin lo sabía bien. Vivía con sus acciones y decisiones pretéritas a diario, enterradas en lo profundo de su ser como estacas de hielo que se retorcían constantemente, torturándolo, rememorándole los horrores cometidos. ¿Se arrepentía? Por supuesto, pero aquello no traería de vuelta a las miles de personas cuyas almas segó en pos de un objetivo egoísta y trivial.

El orgullo y la sangre lo habían cegado, transformado en un títere a las órdenes de un señor con un retorcido sentido del honor, quien justificaba sus horrendos actos argumentado que sus enemigos anhelaban privarlos de su futuro, de la dinastía y el reino que, de requerirlo, pavimentarían no solo con el esfuerzo y sudor de propios y ajenos, sino también con la sangre de los que se opusieran. Dromin no protestó ni dubitó, porque creía fiel y ciegamente en ese sueño, en ese imperio de nieve y hielo, donde los niños y niñas del Norte no se verían obligados a prostituirse, romperse el lomo trabajando en los fríos inviernos ni exponiéndose a los peligros que acechaban en los bosques helados. No detenerse a pensar o atreverse a cuestionar a su señor le costaría al Norte una matanza que se hubiera evitado si él hubiese hablado.

Tuvo fe en un monstruo, alguien horrible que lo había entrenado desde joven, inculcándole la obediencia absoluta y la inmisericordia hacia el rival. Sin embargo, su madre lo había salvado de caer en la violencia, de encontrar regocijo en masacrar a terceros, la nociva y corrosiva influencia de su mentor. Contraria al demonio rojo que le había inculcado tan horribles valores y lecciones, su progenitora transmitió a Dromin la importancia de la empatía, la compasión y el amor. Demostró al joven que aplastar los cráneos de sus adversarios, degollar a sus esposas y castrar a sus hijos no acarrearía más que una sangrienta vorágine de venganza y masacre que no finalizaría jamás, tal y como sucedía en las tierras yermas de los salvajes.

—Las carnicerías inician o finiquitan guerras, hijo mío. Pero solamente a través de las palabras se concreta la paz —dijo su madre, amable y solemne, peinando su cabello—. El Pueblo Libre, los primeros hombres, los ándalos, los rhoynar, los valyrios, los ghiscarios, los essosi, todos se han limitado a guerrear durante ocho milenios, y ninguno se ha propuesto conquistar a los demás con la diplomacia o la conciliación.

Y era cierto. Su madre le había enseñado a luchar, a proteger con puños y labia sus ideales, sus deseos. Pero la había decepcionado, había manchado su legado y el regalo de la vida que le otorgó al entregarse a sus más primitivos y salvajes instintos cuando ella murió. Estudió por años, buscando una manera de salvarla de la enfermedad que padecía, usando ese don de la perspicacia y el amor por obtener más y más saberes que siempre impulsó. No obstante, no hubo nada que la rescatara de su sino, y la ira lo consumió.

La pena y el dolor le hicieron renegar de las enseñanzas de su madre y abrazar las de su padre. Al final, ¿para qué había servido tanto sacrificio, tanto estudio, tanta compasión? Si hubiesen conquistado Antigua y sus conocimientos, habría curado a su progenitora, o ese era el pensamiento que se había asentado en su mente.

Movido por tal razonar y la rabia, Dromin se volvió un verdugo, un despojo de ser humano, un carnicero. Al igual que los soldados de afuera, se había convencido de estar haciendo lo correcto, de estar luchando por un resplandeciente mañana. Pero intentar tapar el sol con un dedo era inútil, y la luz del disco dorado se filtró entre sus dedos y le reveló la verdad que había ignorado.

No le deseaba esa experiencia a nadie, ni siquiera a los Capas de Acero que aguardaban a extramuros, aprontándose para la próxima contienda. Como le había hecho entender Fera, él había podido recular y progresar, retomar las lecciones de su madre y lanzar al Mar de los Escalofríos las enseñanzas de su padre, aunque los horrores que cometió y las atrocidades de las cuales era culpable no se borrarían nunca de su memoria ni la sangre que derramó de sus palmas. Se había abocado al estudio con el propósito de hacer del mundo un sitio menos oscuro e hipócrita, con la meta de guiar a las nuevas generaciones hacia un mañana en el que la guerra no fuera la solución primera, sino la última.

Pero Arallypho no había siquiera intentado recurrir a otras opciones. No, había desencadenado múltiples asesinatos, atentados y una guerra civil. Independientemente si estaba decepcionado de la vida o cegado por la cólera, tenía que pagar, así como Dromin había sufrido el precio de sus actos con el destierro y el repudio de su gente, de su familia, de su país.

Tichero no había estallado un conflicto bélico contra Xhabarro pese a sus malos tratos y las vilezas que había realizado hasta que cruzó una línea de la que no había retorno, y tampoco había anunciado que desataría un genocidio en Braavos a causa del ataque en su palacio. Arallypho había planeado aquel golpe y más atentados hacia los magísteres de la ciudad, conspiró junto a nobles corruptos y el Alto Consejo de la Triarquía para hacerse con el poder, «limpiar» Braavos y traer un brillante porvenir, suscitando una guerra que ya se había cobrado cientos de miles de vidas. Tal vez su buen amigo Tichero no fuera mortalmente superior a los gobernantes de Poniente o Essos, anteponiendo lo necesario a la opinión de las personas y los procedimientos aceptados e impuestos como «correctos». Pero lo que diferenciaba al regente de Braavos del resto era que no explotaba en ira, no cometía vilezas por capricho, no castigada porque sí a quien lo mirase mal o pensara distinto a su persona, no se escudaba en su nombre ni su título y, en definitiva, no incitaba u originaba guerras por ambiciones egoístas.

Arallypho no se distinguía de Xhabarro, no demasiado. Posiblemente desde su perspectiva se viera como el héroe, como el salvador, como Dromin se había considerado a sus veinte años, y aunque sus intenciones fueran más nobles que las de sus aliados y lacayos, no justificaba sus aberrantes actos. Esa no era la manera de construir un mañana, el cual Dromin dudaba que existiera luego de lo acontecido. ¿Cuánto perseveraría un reino erigido sobre sangre, muerte, cadáveres y cenizas? ¿Qué clase de máximas y reyes regirían tal imperio? ¿Cuáles serían los habitantes de ese reino creado de la destrucción y el dolor? Dromin no tenía intención de averiguarlo ni de dejar a Arallypho concretar sus planes.

Se despejó de sus pensamientos revueltos, de sus reflexiones y de sus debates internos, centrando su mirada en el grupo de soldados que se encontraban apostados cerca del portón de madera roja que separaba el patio y las piletas de la mansión del pequeño muelle occidental. La mansión se alzaba a sus espaldas, y la puerta se había reforzado con barrotes de bronce; una línea de catorce Capas Rojas apuntaban las puntas de hierro negro de sus lanzas hacia la entrada, viéndola fijamente, como si aguardasen a que un dragón surgiera del otro lado para empalarlo. El resto de la mitad del ejército Oniruss se hallaba esparcido por las inmediaciones: soldados sentados encima de cajas o barriles, recargados en los muros de piedra, recostados en el piso, acomodando sus corazas, afilando sus espadas, sanando sus heridas; el aroma a sangre y sudor pululando en el aire.

Era una visión triste, pues se suponía que aquellos hombres y mujeres eran protectores, defensores de la justicia y de la libertad, pero se habían reducido a meros guardaespaldas glorificados, revestidos por llamativas armaduras y sedas. Para desgracia de Braavos, ni las siete Espadas se habían escapado del retroceso en cuanto a desempeño militar se refiere padecido en las cinco décadas que había durado el llamado Siglo de Oro, el cual, suponía Dromin, había finalizado una semana atrás. «Si sobrevivo a esto, tendré que relatar esta locura en los registros históricos», pensó.

Se detuvo en el centro de la zona, donde todos lo verían, incluso si hubiera algún ciego por el lugar. Aclaró su garganta, apoyándose en su muleta, que rechinó al soportar su peso, amagando con quebrarse.

—Disculpen —dijo, elevando la voz, la cual retumbó en los alrededores como el rugido de un oso que acaba de levantarse. Sintió los ojos de todos los Capas Rojas y trabajadores clavarse en él, y se estremeció ligeramente. Respiró hondo y enderezó su postura, a pesar del peso de los eslabones de su cadena—. Estamos enfrentando una crisis, y no la superaremos si nos escondemos tras estos muros y esperamos a que la tormenta pase. Tenemos que encararla.

—¿Maestre Dromin? —La comandante de los Capas Rojas se adelantó, observándolo con cierta confusión. Se trataba una mujer robusta, de complexión fuerte, pero algo baja; una herida sangrante devorando su pronunciado y cuadrado mentón—. Perdone la pregunta, pero ¿cuántos enemigos hay en el Gran Corredor?

—Muchos —respondió, gélidamente firme, sin vacilar—. Tres mil, cuatro o cinco si sumamos a los soldados que están en los barcos, los cuales han bloqueado los muelles de la mansión.

Un murmullo colectivo proferido al unísono por los Capas Rojas resonó a lo largo y ancho de la zona, sacudiendo los cimientos del bastión.

—¿Cinco mil? —susurró Farna; el miedo se vislumbró en la expresión de la mujer—. Son demasiados.

—¡Nosotros somos apenas dos mil! —exclamó un soldado, alterado.

—Menos. ¿O no recuerdas que han estado reduciéndonos a polvo durante esa semana? —cuestionó otro guardia, desganado, de semblante derrotado y sombrío.

—Dioses, ¿cómo los venceremos? —preguntó una muchacha, nerviosa.

—¿Vencerlos? Con suerte mataremos a diez —comentó una mujer un tanto mayor, arrugada y ciega de un ojo—. Estamos...

Antes de que la anciana terminase la frase, Dromin alzó su mano, y el barullo se silenció de manera abrupta. Los hombres y mujeres recubiertos de cotas de malla carmesíes, placas de acero escarlatas y cuero endurecido rojo lo miraban, expectantes, desesperados, asustados, dominados por una tormenta de sentimientos que Dromin comprendía a la perfección: el ansia de escapar, el terror a la muerte, la rabia e impotencia de no poder hacer nada y, como un pequeño destello en sus pesados y aterrados orbes, el deseo de pelear. La melancolía lo recorrió, las experiencias del ayer azotándolo cual ola del Mar de los Escalofríos, pero Dromin mantuvo la compostura, si bien sus dedos amenazaron con soltar su muleta.

Bajó su palma, irguiéndose levemente y soltando un luengo suspiro.

—Es cierto, nuestro enemigo nos supera tres a uno —dijo, grave, estudiando con la mirada de izquierda a derecha a los soldados delante de él—. Somos dos mil, si no menos, y ellos rozan los seis mil, si no más. Pero aquí estamos, juntos, cansados, hartos, heridos, aunque no abatidos. La vida no ha sido amable con ustedes en estos días, lo entiendo, y déjenme decirles que, si se rinden ahora, si se desmoronan ahora, las muertes de sus hermanos y hermanas no valdrá de nada.

Se giró, viendo a los hombres y mujeres que yacían repartidos en la cara oriental de la zona.

—Ustedes son guerreros, los hijos del Titán, el primero de los héroes de Braavos, quien combatió a dragones, gusanos de fuego, a los vástagos de Naga y los krakens de las profundidades, resguardando a los arquitectos que erigían esta ciudad y a sus habitantes —vociferó, apuntando su dedo hacia los guardias carmesíes—. Soportó tempestades, huracanes y olas que podrían engullir a los Siete Reinos en un instante. Repelió flotas de esclavistas, confrontó a los señores dragón, hirió al mismísimo mar y desafió a los dioses.

—¿Cuentan las historias que se amilanó? Díganme, ¿existen registros que relaten cómo tembló al declararle la guerra a las deidades valyrias y a los demonios de los oscuros abismos? —No hubo contestación. Se volteó, dirigiendo sus iris al grupo de soldados a su espalda—. Por supuesto que no, pero eso no quiere decir que no poseyera sus miedos e inseguridades. A pesar de su valor y poderío, les aseguro que era un humano, como ustedes, como yo. Y, así como el Titán, estoy aterrado, y sé que no soy el único.

—No obstante —agregó, volviéndose a ver a los Capas Rojas a su izquierda—, el Titán no dudó ni retrocedió, y nosotros tampoco renunciaremos a Braavos y a su gente. Puedo no compartir sangre con ustedes, pero provengo del Norte, y allá no conocemos la rendición. Allá, en el Norte, no olvidamos, ¡y ustedes no olvidarán!

Alzó su muleta y estrelló el extremo inferior de esta contra el suelo, astillándola en miles de pedazos. Lanzó a un costado lo que quedaba del instrumento y apoyó su pierna lastimada en el empedrado; un intenso dolor le abrasaba la rodilla y el muslo, pero no flaqueó ni frunció el ceño, apretando los dientes y los puños, escondidos por sus amplias mangas, que procedió a arremangar.

Con la mirada en alto y el lomo recto, Dromin caminó en dirección a la Comandante Farna, quien trastabilló; la mano de la mujer buscando por instinto la espada corta que colgaba de su cinto. Pasó de largo de ella, frenando su andar al estar frente a una mesa repleta de armas. Sin dubitar ni un segundo, cernió sus dedos en torno al mango de un gigantesco mazo de guerra. Sopesó el arma, agarrándola con ambas manos, la balanceó de un lado al otro y luego depositó la maza en su hombro derecho, sujetando la empuñadura con su diestra.

Se dio media vuelta, clavando sus ojos en los Capas Rojas, que lo observaban fijamente.

—¿Han olvidado los juramentos que clamaron el día que aceptaron esas capas?

—No, señor —contestaron a la par los soldados, sargentos, capitanes y la capitana.

—¿Han olvidado la historia de su pueblo?

—No, señor.

—¿Han olvidado los ideales que motivaron a sus antepasados, sobre los cuales se erigió su nación?

—No, señor.

—¿Han olvidado acaso cómo se blande una espada?

—No señor.

—¡Más fuerte!

—¡No, señor! —bramaron, asemejándose poco a poco al ejército que se suponía debían ser.

—¡¿Olvidaron cómo se sostiene un escudo, cómo se usa una lanza, cómo pelear?!

—¡No, señor!

—¡Entonces, peleen! —rugió—. Esos traidores nos ganan en números, pero nosotros tenemos la ventaja. Las murallas de esta mansión nos proporcionan la protección y posición necesarias para acabar con ellos sin batallar en campo abierto o en las calles. Así que, si siguen mis órdenes y luchan juntos, ganaremos. No será sencillo, muchos morirán, pero quienes sobrevivan continuarán combatiendo, porque, aun si ganamos la batalla que se avecina, la guerra todavía no finaliza.

—Al igual que el Titán, no nos detendremos, ya nos abrumen sus cifras, sus armas, su organización o su fuerza. ¡No olvidaremos! ¡Braavos no olvidará! —clamó, elevando su maza al cielo—. ¡Y Arallypho y sus perros no olvidarán la paliza que les daremos hoy! ¡No olvidarán que perdieron frente a los auténticos braavosi, frente a ustedes!

—¡¡Sí, señor!! —respondieron al mismo tiempo, y sus voces retumbaron en las paredes; las bases del bastión estremeciéndose debajo de sus pies.

—Muy bien —asintió Dromin—. Ahora, ¿conocen el plan?

—Algunos trabajadores nos lo explicaron —contestó Farna—, pero ¿sería molestia si le pidiéramos entrar un tanto más en detalle?

Dromin abrió la boca, pero el inconfundible sonido del murmullo del agua arrastrado por los barcos en movimiento y el estrépito de las múltiples pisadas de un ejército cargando hacia un objetivo lo interrumpieron. El ruido de los cuernos de los vigías en las torres de la muralla le advirtieron de que el momento de actuar había llegado.

—Ya no hay tiempo —sentenció, serio, fríamente sereno—. Rápido, quiero una primera y segunda fila de trescientos y doscientos hombres con escudos en una mano y espadas en la otra. Una tercera de quinientos lanceros detrás y una cuarta de doscientos arqueros. El resto de ustedes, a las almenas.

Algunos Capas Rojas se pusieron en marcha, mientras que unos cuantos permanecieron estáticos, desconcertados, clavando sus ojos en Farna en busca de sus instrucciones o guía.

La comandante miró a sus soldados, y después de colocarse su yelmo escarlata, desenvainó su espada.

—¿Qué? ¿Esperan una invitación? ¡Hagan lo que les dice! —gritó, y los escasos rezagados salieron disparados a recoger sus armas y armaduras, dirigiéndose a sus respectivas posiciones—. ¿Funcionará?

—Lo averiguaremos. —Dromin acarició uno de los eslabones de la cadena que rodeaba su cuello—. Usted liderará a los lancero. Cuando yo le diga «resistan», usted ordenará a los escuderos que aguanten, que se mantengan firmes. Y cuando diga «suelten», le dirá a los soldados de la primera fila que se separen lo bastante como para que un grupo reducido de los enemigos atraviesen su defensa. Así, la segunda fila de escuderos creará un corral de escudos en el que encerrarán a los Capas de Acero. Tras rodearlos, los lanceros se encargarán del trabajo mientras los arqueros de la retaguardia protegen a los escuderos de la vanguardia de los demás perros de Arallypho, volviendo a cerrar su muro una vez los Capas de Acero estén atrapados,

—Y repetimos el proceso. —Inquirió Farna—. Brillante.

—Es una vieja estrategia de los Reed de Foso Cailin.

—¿Quiénes?

—No importa. Vaya con los de la tercera línea, necesitaré que los guíe y me ayude a coordinar a los pocos que no me escuchen al gritar; mi garganta ya no es tan poderosa como en mi juventud —dijo, sobando su yugular.

—¿Usted se oye al gritar? Suena a un oso enojado.

—Tampoco mi oído está bien —confesó.

Farna sonrió, riendo.

—Bien. Póngase algo de armadura y suba para comandante a los arqueros.

—¿Perdone? —Dromin arqueó una ceja—. Usted no creerá que iré arriba, ¿no?

—Yo... Esto...

Dromin palmeó la hombrera roja de Farna, esbozando una sonrisa y reafirmando su agarre sobre el martillo de guerra que portaba.

—Despreocúpese por mí, Comandante. Estaré delante, ayudando a los escuderos; es la posición que me corresponde —aseveró, decidido.

—¿En el frente? ¡Está loco, es muy...!

—¿Viejo para estar en la vanguardia? Lo admito, me pesan los años, pero mis brazos son fuertes y sé esgrimir desde dagas hasta martillos. Podré arreglármelas. Además, requeriremos a alguien con buen tono al que los hombres y mujeres oigan fácilmente.

—Nadie más indicado que usted para tal labor —comentó Farna, divertida.

—¿Qué? ¿Piensa que Tichero me eligió como su Capellán porque soy bueno con las cuentas y las letras? Por favor, ¿alguna vez lo ha escuchado siquiera alzar su tono? —preguntó, pugnando por no liberar la carcajada atrapada en su cuello.

—Hay quienes dicen que ustedes los maestres no tienen sentido del humor.

—Sigo sin ser un maestre; jamás obtuve los eslabones correspondientes —corrigió Dromin—. Pero sí, son unos amargados, y no tomarían ni un cuchillo de cocina para defenderse. Yo, al contrario... —Propició unos golpecitos a la maza.

Farna carcajeó, encaminándose a la formación de Capas Rojas que comenzaba a consolidarse cerca del portón del puerto.

—Como guste, viejo, si desea morir, no seré yo quien le niegue ese deseo —finalizó la comandante.

—Oh, no se preocupe —dijo, cortésmente frío, siguiéndola y equipándose con un amplio escudo de roble y hierro rojo que reposaba en una de las mesas abarrotadas de armas—. No pretendo morir pronto.

...

Nota del Autor:

Bienvenidos, queridos lectores. ¿Cómo se encuentran este domingo? Espero que bien, así como espero que les haya gustado este capítulo. No ha sido sencillo escribirlo, sobre todo porque a veces me cuesta abordar el POV de Dromin, quien es un personaje del cual iremos revelando algunos de sus misterios poco a poco. Y créanme, el buen maestre tiene muchísimos de ellos. Pero quisiera leer sus opiniones, ¿les gustó el capítulo? ¿Qué piensan que ocurrirá después? ¿Acaso Dromin podrá repeler el ataque de los Capas de Acero o es que nuestro no-maestre favorito hallará su final en la próxima contienda? Aguardo sus comentarios y teorías.

En fin, quisiera anunciar que el primer libro del Rey de Plata ya está terminado. Ojo, este es apenas el capítulo 34, y esta historia recién termina en el capítulo 50, así que les queda lectura para rato. Sin embargo, quería agradecerles a quienes comentan, leen y votan mis capítulos, porque realmente hacen que el esfuerzo de escribirlos y editarlos se siente recompensado de cierta forma. Les agradezco, gente, en serio. Muchísimas gracias por cada comentario, vista y voto, y por toda su atención y tiempo invertidos en esta historia. Tengo al esperanza de que disfruten tanto de este último tramo como yo.

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