━━𝟐𝟗

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El filo de aquella roca se clavó tan dentro de ella que el hhe'lir chorreó vigorosamente. Altair se esforzó por ignorarlo, empujando y desgarrándose más aún lo que ya de entrada pintaba como una herida bastante fea.

Lai parecía revolotear con intenciones de hacerla parar, pero ella no obedeció. Siguió cortándose el vientre hasta que al final, la roca cedió y se partió. Altair logró liberarse al fin y cayó al suelo, apoyándose de costado contra una pared cercana.

Se rasguñó un hombro en el proceso, aunque no era nada comparado a lo que tenía en el vientre. Afortunadamente, las heridas de las estrellas sanaban de forma menos aparatosa que las heridas, por ejemplo, de los humanos. No obstante, eso no quitaba que no tuviese mala pinta.

Lai se había quedado congelada un poco más allá. Tenía sentimientos encontrados. No solo por el hecho del hilo constante de hhe'lir que Altair estaba derramando en el suelo, y por el acto aberrante que había hecho con tal de seguir su camino. Sino porque, mientras se zafaba de esa pared infernal llena de cuchillos de piedra, Lai creyó escuchar algo nuevo. Algo que nunca jamás había oído.

No fue uno de esos alaridos que sonaban de cuando en cuando en la cueva, y que las circunstancias habían hecho que Altair obviase. Había sido breve, brevísimo.

Y había hecho falta eso para oírlo por primera vez.

Altair había dejado escapar un tenue alarido de dolor en voz alta. El primer sonido articulado que producía con sus cuerdas vocales... Y la pobre estrella ni siquiera se había dado cuenta.

Todas las ciudadelas boreales empezaron así —le explicaba Alnilam—. Es uno de los propósitos de crecer como estrellas. Aún debes hacerte un poco mayor con este deseo para formar parte de una constelación.

»Por eso considero importante que te dejemos ir. Creo que es el paso que necesitas para convertirte en una estrella mucho más fuerte. Una estrella que pueda entender mucho mejor todo lo que la rodea. Y estoy convencida de que así será.

Altair asintió de buena gana. No era solo el hecho de acudir a cumplir con un deseo que había llegado a sus manos. Nunca había sabido cómo nacían las ciudadelas donde habitaban las estrellas. De hecho, jamás se lo había planteado, y le pareció demasiado interesante que Alnilam se lo explicara con tanto detalle.

Todo empezaba con una pizca de valor en estrellas jóvenes. Las estrellas jóvenes crecían más deprisa al aceptar deseos de los mortales y, cuando estaban preparadas, algunas se unían para formar una constelación. Un enlace entre varias estrellas que creaba un nuevo lugar seguro en el firmamento.

Una vez eso sucedía, más astros se les unían, hasta componer un cúmulo o una galaxia pequeña. Después de ello y cuando la unión de astros era lo suficientemente numerosa, se formaba al fin una ciudadela.

A Altair le fascinó aquella lección. No tan solo porque no supiera cómo se creaban las ciudadelas, sino porque era mucho más simple de lo que ella pudo llegar a imaginarse.

Yo me fui una vez del lugar donde nací y crecí —prosiguió Alnilam. Altair alzó sus aletas, sorprendida—. Acepté muchos deseos humanos, pero jamás olvidaré el primero de todos. Era más joven que tú y estaba aterrada. Incluso después de él lo estaba. El destino de los deseos que acepté me convirtieron en la estrella que soy hoy, y en parte del Consejo de Estrellas Ancianas de esta ciudadela. Sin embargo, todo tiene un precio.

La pequeña no se movió un ápice. Estaba en blanco. Alnilam nunca le había hablado tan directamente de su pasado.

A veces pretendemos que todo fluya como queremos, y la realidad es distinta. Nuestras largas vidas nos demuestran que no siempre todo saldrá como lo esperamos, y es nuestro trabajo entender y encajar las cosas tal como vienen si no pueden ser cambiadas.

»Ese fue mi caso, y el de otras muchas. Siempre te he hablado con propiedad, Altair. Siempre te he comprendido. Sin embargo, de una manera un poco distinta. A veces, el destino te presenta circunstancias con las que nunca jamás se te hubiera ocurrido contar. Y muchas de ellas, son lo suficientemente poderosas como para cambiar tus planes de arriba a abajo. Son estos viajes los que te hacen comprenderlo, y por ello también deseo yo misma que vayas.

»Hace muchos años, me ocurrió a mí. Fue mi primer deseo. Pero tal como Vega, yo tampoco regresé jamás. Mi deseo me condujo tan lejos, y ocurrieron tantas cosas de por medio, que nunca pude volver. Me alejé de mis hermanas, y subo cada día al observatorio para ver su luz en el firmamento. Sé que ellas entienden mi situación. Y me alegra ver su luz cada día para saber que se encuentran bien allí donde están. Ellas también ven la mía.

Altair bajó la cabeza, reparando en algo en lo que nunca antes se había detenido a pensar. Se sintió dolida cuando Vega se fue y no regresó. Se sintió abandonada, pensando en qué podía ser más importante que volver con su hermana pequeña, a la que además, le prometió que la acompañaría siempre. Desde entonces, Altair tenía sentimientos encontrados hacia su hermana. Seguía queriéndola y echándola de menos, por con resentimiento opacando una parte de sus pensamientos. Estaba convencida de que Vega la había engañado para deshacerse de ella.

Alnilam, por otro lado, no parecía haber querido dejar atrás a sus hermanas. En su maestra veía los mismos sentimientos que vio una vez en Vega.

La pequeña se quedó pensativa durante un buen rato, y Lai revoloteó a su alrededor, preguntándose qué le pasaba. Su maestra lo entendió. Altair estaba por fin pensando detenidamente en qué sentía de verdad. En qué pudo haber pasado, y en si realmente fue por ella o por algo mucho más grande que aún no podía comprender.

Tal vez, Vega, muy lejos de donde estaban, veía el brillo de Altair de vez en cuando.

Eso hizo que se sintiera, de pronto, terriblemente egoísta. Ella jamás vio el suyo. Y, aunque Vega nunca supiera que Altair no lo hizo, se sintió muy mal con ello. Más aún, sabiendo que el momento de partir de la ciudadela estaba ya muy próximo.

La pequeña estrella levantó la cabeza de buenas a primeras, aparentemente decidida a hacer algo. Alnilam la miró, para ver cómo se levantaba y le tiraba de la manga a su maestra, señalando con una mano hacia arriba.

Le dio un vuelco el corazón.

Era la primera vez que aceptaba subir allí. Y mejor aún, la primera vez que ella misma se lo pedía.

¿Quieres subir al observatorio? ¿Quieres ver la luz de tu hermana?

Altair asintió, segura de querer hacerlo por fin.

Pasó un rato allí tirada en medio de la cueva. Su luz había empezado a parpadear, producto de la cantidad de hhe'lir y energía que estaba perdiendo. Lai trató de ayudarla a levantarse y Altair de vencer al agotamiento. Se sentía mareada, y no creía siquiera ser capaz de ponerse en pie. Notaba sus rodillas tan flojas que le parecía imposible que pudiesen sujetarla.

Su hhe'lir seguía fluyendo, algo menos que al principio. Ni siquiera se cuestionó cómo logró partir aquel peñasco que le había apuñalado el abdomen hacía no mucho. Solo se preguntaba cómo hacer para dejar de sangrar, mientras comenzaba a intentar acceder a su arca del vacío.

Una vez.

Y otra.

Y otra.

Su arca del vacío no lograba abrirse del todo.

De primeras creyó que sería por el cansancio, por la pérdida de energía, o incluso por lo mareada que estaba. Sin embargo, era mucho más sencillo que todo eso. A pesar de las veces que lo practicó en la ciudadela, nunca logró dominar correctamente la apertura del arca del vacío en espacios pequeños. Lograba una parte, y cuando llegaba a la mitad, no podía mantenerla y se cerraba por su cuenta. Se acordaba de que Sin nombre reconocía que aprendía deprisa. También se acordaba de que Alnilam le dijo que el destino a veces las guiaba a base de imprevistos.

La invasión de asteroides fue su imprevisto desafortunado.

Pudo haberse preparado más, haber aprendido mucho más de lo que sabía. Y no pudo hacerlo. Como dijo Aldebaran, debía partir con lo que sabía. Y ya no merecía la pena lamentarse. Ahora estaba allí, perdida en el mundo mortal del que recogió el deseo. Dentro de una cueva, en la que nadie tal vez la encontraría nunca. Perdía sangre, luz, y aún le quedaban dos Colosos por encontrar. No había logrado prácticamente nada, y solo le quedaba arrastrarse, hasta que su propia luz marcase el final del trayecto.

Presionándose la herida, se movió por el suelo a rastras. Con un solo brazo y con sus aletas, tiraba como podía hacia delante, entrando en una caverna aún más estrecha que el tramo anterior.

Los ciudadanos, los trabajadores... No podía dejarlos así.

Y sin embargo...

La cueva se seguía estrechando y Altair avanzaba cada vez peor. Trataba de evitar rozarse con las paredes, pero era cada vez más difícil. A ese ritmo, la herida que aún no se le había cerrado del todo, se le reabriría.

Y lo peor de todo no era eso.

Era que no tardó en ver el barquito de papel. Y para su horror, estaba quieto frente a un muro de piedra.

 Era, en efecto, un callejón sin salida.

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