━━𝟑𝟎

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Alnilam se detuvo en mitad del pasillo, con desgana y con ella, los golpes rítmicos de su bastón. No se molestaba ya en demostrarle a Scuti el más mínimo ápice de agrado, pese a la situación en la que se encontraba. Era cuestión de tiempo que se enterase de su traición.

Aún así, era conveniente seguir retrasándolo. En ese preciso momento era arriesgado hacer cualquier paso en falso, aunque no demostró absolutamente nada.

La líder del Consejo estaba justamente detrás de ella, observándola con escepticismo. A Alnilam le daba repulsión que Scuti hiciese ese tipo de cosas. Era un comportamiento tan infantil y tan impropio de una líder, que no podía hacer menos que poner muecas de asco evidentes.

Era como si buscase algo en ella ligeramente sospechoso, lo que fuera. El más mínimo detalle que le diese la licencia de registrarle hasta la túnica. Por otro lado, no logró encontrar nada fuera de su sitio antes de que Alnilam se diese la vuelta. Aunque su instinto le decía que tramaba algo.

Intercambiaron miradas durante un par de segundos. Si las miradas tuviesen poderes malévolos, Alnilam sin duda le habría puesto veinte tipos de maldiciones diferentes solo en ese momento.

¿Ya ni siquiera se me permite ir al observatorio? —Le espetó Alnilam, de mala gana.

El rostro de Scuti se torció un poco. Aunque no había visto nada extraño, le daba rabia tener que dejarla continuar a sus anchas. El largo contacto visual se mantuvo, hasta que Scuti sonrió de manera ladina e hizo un gesto abierto con los brazos.

Su cetro centelleó con el movimiento.

Por supuesto... Adelante —le respondió, con un tono extraño.

Alnilam fue a decir algo más, pero se detuvo a medio camino. Finalmente, optó por darse media vuelta y proseguir con su camino a la planta superior del Palacio. Sabía perfectamente que Scuti seguía tras ella como un depredador. También era consciente de que, en cuanto se perdieran de vista lo suficiente la una a la otra, correría a registrar su cuarto otra vez en busca de algo por lo que incriminarla.

Scuti no podía ser líder y, aún así, no podían hacer nada por muchas estrellas que conformasen el Consejo. O al menos, no por el momento. Fue tal y como le dijo Sin nombre. Necesitaban casi un milagro, pero no sabían de dónde ni cómo sacarlo. No habían logrado nada en otras ciudadelas, ya que las demás estrellas sabían del protocolo. Sabían las limitaciones.

Además, solo tenían a Sin nombre para viajar entre ciudadelas. Era la única que, al no tener luz, no sufría los efectos de perder la retroalimentación de las demás estrellas a su alrededor. En pocas palabras, ya no tenía riesgo de morir, pues prácticamente, era como si lo hubiese hecho.

Por el momento, lo único que podía hacer era instruir todo lo que pudiese a la pequeña Altair. Lo fundamental era enviarla a su misión. Después de eso, ya pensarían en qué hacer con el embrollo que tenían organizado en la ciudadela. Se limitaba a contestar y desobedecerla a sus espaldas, por el momento. Anteponiendo la voluntad de su alumna a la de su líder. Aunque fuese con pasos muy cortos, y cumpliendo voluntades que tenía por nimias que fueran. Muy en el fondo lo hacía porque Alnilam esperaba que ese deseo que llegó a sus manos la condujera a un destino mejor.

Mientras caminaba, se aseguró de haber perdido de vista a Scuti para palparse el brazo con el que sujetaba el bastón. Dentro de la manga, Altair seguía bien sujeta a su antebrazo y sin dar el más mínimo problema.

Sigue así, Altair —le susurró—. Aguanta un poco más...

«Aguanta un poco más...»

Se le nublaba la vista, y su luz la dejaba a oscuras durante tiempos cada vez más prolongados. Quería tener la esperanza de haber visto mal, y de que en realidad el barquito siguiera avanzando, aunque fuera más lento.

No fue eso lo que se encontró.

No avanzaba despacio. No avanzaba en absoluto.

Estaba completamente detenido frente a una pared que bloqueaba un camino que, en algún momento, debió de estar despejado.

Altair reptó un poco más para llegar al lugar.

Su hhe'lir se derramó junto a una pared, y las piedras chillaron suavemente al contacto con ella.

Sin apartarse la mano de la herida, trató de empujar la piedra que tenía al frente con las pocas fuerzas que le quedaban. Al tacto, o era un muro creado por un desprendimiento, o una roca lo suficientemente grande como para no poder moverla por sí sola.

Lai trató de ayudarla a empujar, y entre los nimios esfuerzos de la manta y las pocas fuerzas que le quedaban a la estrella, no la movieron ni un milímetro de su sitio.

Siguió intentándolo unas cuantas veces más, hasta que al final se dejó caer.

Se desmoralizó por completo. Se suponía que el barco debía de guiarla por el camino correcto. Un camino seguro, directo hacia el Coloso.

Esa vez, la había conducido a un callejón sin salida, y del que ya, con las fuerzas que tenía, no saldría nunca. El mundo se le vino encima de un momento a otro, y varias lágrimas se resbalaron por detrás de su máscara con el ojo pintado. Tal y como pasó en el Bosque de Agua, había vuelto a meter la pata. Creía que lo estaba haciendo bien, pero no era así. ¿En qué había fallado esa vez? ¿Qué había hecho mal? ¿Qué se suponía que tenía que haber hecho en esa situación para evitar terminar así...?

Altair no podía responderse a sí misma.

Se quedó tumbada en el suelo, sin ánimos de intentar nada más. Su hhe'lir se seguía derramando, y ni tan siquiera podía acceder a su arca del vacío. Ni las plantas de Ankra iban a servirle. Una cosa más por la que sentirse peor consigo misma.

Las lágrimas dejaron de ser un par, para convertirse en una marea. Había llegado tan lejos, para nada. Allí sí que no iba a aparecer ningún animal a salvarla. Allí, no había milagros.

Su luz se apagaría tarde o temprano, y se extinguiría su energía en mitad de la oscuridad.

Poco a poco, Altair se encontró en medio del sueño y la vigilia. Sabía que si cerraba los ojos, esa sería su perdición. Pero, ¿qué otra cosa le quedaba por hacer...?

Lai seguía intentando mover la piedra ella sola. Le causaba ternura ver como un animal tan pequeño pretendía hacer cosas tan grandes. Lai y ella no eran tan distintas. Ella también intentaba hacer algo demasiado grande para lo que tal vez le correspondía.

Terminó por apartarse la mano de la herida. Eso sólo era postergar lo que ya sabía que ocurriría. No podía decir que no tuviese miedo. De hecho, estaba muerta de miedo. Por otro lado, sabía que no le serviría de nada resistirse, ni a Lai tampoco. Por lo que, estiró el otro brazo hacia ella para apartarla con el dorso de la pared, pidiéndole con gestos que parase. Era inútil, ella sola no podía.

Vio su hhe'lir resplandeciendo en la palma de su mano, distraída. Pensó, una de tantas veces, en lo mucho que le gustaría poder hablar. Esa vez, para pedirle perdón a Lai por no haber podido llegar a ningún sitio útil. Por causarle tantos problemas. Por arrastrarla a la perdición con ella.

Su propio peso la venció, y por inercia, Altair se apoyó en la pared con la mano ensangrentada.

Lai dio un respingo, y al principio, la estrella ni se dio cuenta de lo que acababa de suceder. No hasta que quitó la mano del sitio.

Sus ojos se abrieron como platos tras la máscara. Había dejado una huella en la piedra. Su hhe'lir...

Entonces se acordó.

Se acordó de lo que le dijo Alnilam.

La sangre de las estrellas era distinta a la de los mortales. Era muy cercana al fuego, tanto que solo ellas podían tocarla. Ni siquiera sus satélites podían. Era tan caliente, que tenía el poder de iluminar y el de destruir a partes iguales.

Rápidamente, ignorando su agotamiento a causa de la emoción, se llevó la mano a la herida de su abdomen otra vez. Se la empapó de hhe'lir y volvió a impregnar la pared con ella.

Logró hundir su mano un poco más adentro.

Lai revoloteó de alegría y Altair siguió haciéndolo, una y otra vez.

Al final... ¿iba a tener que agradecer el estar desangrándose...? Qué ironía.

A veces se necesitaban milagros. Y, algunas veces también, los milagros se daban.

«Aguanta un poco más...», se repitió.

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