La muerte

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I

Morir se sintió igual a despertar

de un descanso profundo y sereno.

De esos que se viven luego de pasar

infinitas horas despierto.

Luchando contra el sueño, hasta colapsar.

Hasta perder la memoria 

y el cuerpo tumbar sobre una cama cualquiera,

o sofá, o litera.


Morir se sintió como emerger del agua

luego de minutos nadando en el fondo

de un mar de corrientes heladas,

o un lago turbio y oscuro.


Morir no fue algo cómodo.

Pero sí familiar.

Fue una sensación inédita,

Pero a la vez similar,

a tantas otras que experimenté en vida.


Morir, por ejemplo,

se sintió como resbalar sobre el hielo y caer

sentado, asustado, alterado,

con el corazón agitado,

y el cuerpo por el miedo excitado.


Se sintió como un susto repentino,

dado por algún ser amado.

Como una mala noticia,

que llega en el momento equivocado.



II

Vi las tinieblas.

Vi al techo venirse abajo.

Vi las sombras del mundo

luchar con la luz del candelabro.


Vi al azabache del limbo

comerse al dorado de la vela.

Vi a su llama apagarse, con un  humo fino;

vi a Dios, vi al hombre, vi a la tierra.


A la energía que compone a la materia.

Vi mi espíritu y volvieron los colores.

De pronto, disminuyeron mis dolores.

Mis angustias se desvanecieron.

Y con ellas, mi humano desespero.


Entendí que estaba muerto.

Entendí que era tiempo

de migrar al otro lado,

y de vivir como alguien nuevo.


Un fantasma, un espíritu, un espectro.

Un ser divino, un ser etéreo.

Era tiempo, así que me levanté

del lecho en el que mi cuerpo yo dejé.


Fui libre,

fui suelto,

fui yo mismo, al fin.

Y justo en ese entonces , el reposo vino a por mí.

Volé y volé, bien lejos de ahí.

Y ahora, desde el cosmos, yo te hablo a ti.

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