I

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¡La tormenta arrecia y ve aumentados sus esfuerzos!

Este mundo se ha convertido en un verdadero infierno y no podemos salir ya de entre los muros de esta arruinada fortaleza. ¡Permanecemos presos, aquí dentro! Sí, los vientos se han tornado huracanados, el ácido ha deshecho las almenas y los truenos amenazan con hacer estallar hasta estas piedras con su simple retumbar, pero, con todo, esto no es lo peor... Presiento que viene algo.

¡En malas nos vemos en verdad, viejo amigo! ¡Vamos, Matriarca, vieja pécora! ¡Descarga todo lo que aún me mantienes reservado! ¡Aquí estoy! ¡Soy yo, el viejo capitán! ¿Acaso no puedes hacer más entre los muros de tu propia casa? ¡Cálida Astarté, perdóname, pero en verdad parece que ya he perdido el juicio!

¡Ja! ¿Y qué más da?

Pero... ¡Esperad! ¿Qué es esto? Sí, ahora es seguro: ¡él ya viene por nosotros! Le he visto, y ha tomado carne en el otro extremo de este maldito mundo. ¡Mi propio némesis! Pues le conozco, ¿y sabéis? ¡Puedo ver por sus propios ojos! ¿Que cómo es eso? ¿Y acaso os resulta inverosímil después de todo lo acontecido? ¡Puedo ver todo lo que él ve os digo, tal y como si yo fuese en verdad él mismo, y en verdad durante un tiempo lo fui, y creedme!

Cuán extraño... De pie, sobre una desnuda peña otea el horizonte bajo esta tormenta ácida; mira hacia aquí, en dirección a esta misma fortaleza... Antebrazos fuertes como acero, sí, los conozco bien... Os diré; el ácido que arroja la lluvia... ¡Se escurre entre sus dedos, sin corroer su piel albina! Pero, ¿y cómo podría dañarle? Él no es de este Plano, y le conozco, ya os lo dije.

¡Ahora echa a andar por fin, lo veo! Con pasos cortos pero firmes, encaminados en una única dirección inapelable: ¡la mía! Ya viene. Ahora se detiene junto a un pequeño arroyo formado por el ácido y el salitre: veo en él el reflejo de su desnuda cabeza, de sus lampiños músculos expuestos al aire de esta tierra ultraterrena. ¡Diosa, es enorme, justo como aquella vez! ¡Sí, es él, y sin duda! ¡Qué cruel eres, vieja puta, Matriarca de la Perdición! ¡Me lo has traído a él para hacerse cobrar tu pérfida venganza! ¡Precisamente a él, la Esfinge de Sothis!

Pero en fin, perded cuidado por el momento, pues aún podré contaros alguna más de mis historias. No temáis, os digo; está muy lejos, y la hora del cruel reencuentro aún no ha llegado.

Astarté, estoy perdido...

Bueno, ¿a qué quejarse? Dejémoslo de momento así. Como dije tardará días en llegar, y perdonadme otra vez, pues ya ando más tranquilo. Aprovechemos este tiempo que la Madre Hydra aún nos otorga y vayamos con otro relato, y solo si os place. Pues quiero contaros ahora, antes de que la Esfinge me encuentre, cómo la encontramos nosotros a ella antes, Briseida y yo.

¡Pero no, tampoco, pues me adelanto! Pues aquello ocurrió después de que me encomendasen la búsqueda del Irannon, y debo referiros esa historia antes de contaros esta otra, por todo lo que supuso después.

Vamos pues con la historia del Irannon, que ando con ánimo, y mientras os cuento la historia afilaré mi espada. Encontré piedra de agua en el Yermo hace ya algunos años, ¿os lo dije? Bien, al fin podré darle uso; quiero que el filo de Tasogare resulte lo más afilado posible para recibir a mi cruel némesis con los honores que se merece.

La búsqueda del Irannon comienza con la narración de un descuido, y el grave daño que se vino después.

Ya os conté hace tiempo que perdí La Deseada a poco de arribar a Thule, pero nunca os he contado la forma en que ocurrió aquello. Os referí también al término de mi última narración que aunque me disponía a intentar relaciones comerciales con el Imperio de Gadiria, al sur, yo ya había trabado antes contacto con el imperio del Gran Tribuno. ¿Recordáis? Bien, y eso fue porque La Deseada me fue arrebatada por agentes de Gadiria. Eso es lo que sucedió, en verdad.

Aún veo a Mendo degollado por aquel demonio del Mar Velado, y a Martín, mi fiel contramaestre, convertido en lamia por las artes del «buen doctor»... Los dos fueron hombres valientes que me acompañaron en mi última travesía, pero de Alonso Márquez no os había hablado antes. Bueno, Alonso fue mi artillero en La Deseada. Que Dios me perdone, pero se trataba de un pobre borracho, y de un crápula, y su falta nos puso a todos en graves apuros. ¿Qué queréis? ¡Los mejores artilleros se los reservaba el Rey para sus correrías por las Indias!

Os narré que mi tripulación se separó de mí en Mastia, pero también que antes de eso atracamos por vez primera en un puerto de Thule al que nos condujo Asterión. Aquel primer puerto, del que no os dije entonces su nombre por no venir al caso, fue el de Auroch. ¿A qué otro puerto más que al de la capital de la península rebelde de Moloch podría habernos conducido un minotauro como Asterión? Pero no nos adelantemos.

Bien, el caso es que en Auroch pasamos nuestros primeros meses en Thule, y tratamos de pasar desapercibidos como bien pudimos. ¡Difícil tarea! Ojalá no hubiese enseñado a Alonso a pedir ni una triste cuartilla de vino en aquella nueva lengua del continente, pues en Auroch, como bien es sabido, abundan los forajidos y los espías. Sí, de Gadiria y aún de la ultrajada Tarsis. Y por un mal trago de vino al fin, en un mal lupanar, Alonso acabó yéndose de la lengua, y todo se fue al diablo.

Le hablaron de la intratable flota del Imperio de Gadiria, y de las mortales bocas de fuego líquido del Irannon, su buque insignia, y él, envalentonado como el pobre borracho que era, esto respondió: que de nada servirían tales ingenios ante las culebrinas de La Deseada, y que estas podrían hundir sin esfuerzo navíos más grandes que el Irannon.

¡Necio! Tales palabras no quedaron sin ser escuchadas, y por eso una semana después, cuando zarpamos en una maniobra de mantenimiento, ocurrió que un trirreme gadirio nos abordó.

¿Que si yo llevaba cañones a bordo de La Deseada? ¡Voto a Dios que sí! ¿Y cómo habría de ser de otra forma? En pocas ocasiones me vi obligado a tirar de ellos, pero hasta un barco mercante era menester que los montara al menos como medida disuasoria, o a buen seguro no tardaría en ser objeto de rapiña.

¿Entonces que por qué no los usé para mandar a pique a aquel inferior trirreme gadirio que nos asaltó? Bueno, ¿y cómo habría podido hacerlo? Apenas éramos una mesnada de hombres inexpertos en aquellas aguas, y haceos cargo de esto: si yo hubiese hundido la nave de un imperio extranjero en un continente desconocido no habríamos tardado en pasar todos por la quilla del primer lamebotas con el que nos hubiéramos cruzado. ¿Comprendéis ahora? Opté por dejar los cañones ocultos bajo el puente, pero bien igual nos dio...

Nos abordaron, pues. El trierarco gadirio que se me presentó en mi cubierta me informó de que nuestro barco quedaba confiscado por tratarse de un navío pirata, atracado durante varias semanas en Auroch. Quedé sin palabras, y tras esto el trierarco mandó sin dilación a sus hombres registrar el puente. Tan solo unos momentos después mis cañones fueron encontrados; ¡bien sabían lo que buscaban, por mi fe!

Y es que no se conocían cañones ni pólvora en todo Thule. Mis culebrines fueron los primeros en navegar por aquellas aguas, y el rumor de una nueva arma que pudiese poner en jaque al invencible Irannon era algo que el Tribuno desearía comprobar en todo punto.

Pero sigamos. Bien, descubiertos mis cañones el trierarco gadirio se volvió a mí y desenvainó su sable. Presto alguien de su tripulación señaló a Alonso, mi artillero. ¡Le rodearon y le engrilletaron, en un visto y no visto! Se lo llevaban, y a cambio de no oponer resistencia yo y el resto de mi tripulación seríamos desembarcados en Mastia, el primer puerto de camino a Gadir, y despojados de nuestro barco.

¡No quise acceder, por supuesto! Ya me disponía a dar la orden a mis hombres de sacar aceros cuando Alonso alzó la voz ante todos nosotros:

―¡Dejadlo estar y que me lleven, que justo es que solo a mí me lleve el diablo! ―se lamentaba, y se daba fuertes golpes en el pecho, llorando―. ¡Dios! ¿Por qué no me ahogaría mi madre en un pozo nada más nacer?

Pobre borracho. No lo volví a ver pues se lo llevaron, y Martín me recomendó guardar la tizona. Triste historia, en verdad, pero en esas tuve yo mis primeras con Gadiria, y ahora ya lo sabéis...

Bueno, sigamos. Años después y tras la ruina de Gothia ya os conté también cómo me las hice con un nuevo navío, el Gran Dux, y con otra tripulación, esta vez nativa de Thule. Me dediqué al comercio entre las naciones hermanas pero mal avenidas de Tarsis, Gadiria y Tiria. Comerciaba principalmente con caobas del cabo de Aguano, al oeste, un poco una tierra de nadie entre Tiria y Moloch, y las transportaba a Sarra o a la propia Gadir; donde más ganancia se pudiese obtener.

La Península de Moloch y su capital, Auroch, siempre las traté de evitar, pues no me agradaban los piratas ―¡tantos años combatí al Turco!―. Tanto es así, que cuando avistaba barcos sin enseña a popa al doblar el cabo de Mastia, si veía que comenzaban a perseguir mi navío con ánimo de echarle mano a nuestro cargamento mandaba al piloto virar al este y navegar hasta rozar las nieblas del Mar Velado. Había en ello no poca temeridad, por supuesto, pero sabía bien que allí muy pocos osarían perseguirme, por muy bien pagada que se hallara la caoba en el mercado de Auroch.

Claro está que en varias ocasiones aquellas temerarias decisiones estuvieron a punto de resultarme en un motín, tal era el miedo que inspiraban aquellas brumas malditas, pero la paga siempre pudo ser bien correspondida, y puesto que siempre hubo buena ganancia entre eso y el ron ayudé a las cabezas a no pensar en desatinos.

En fin, que me gané nombre como un capitán mercante y muy respetado, y prosperé con mi nuevo barco.

¿Que si hubo aventuras en aquella época? ¡Sí, por cierto, y no pocas! Pero en la que con más cariño recuerdo de aquellos días no hubo nada de acero, os aviso. ¡Nada!, y os la referiré ahora muy brevemente pues ello es necesario para que comprendáis algunas de las cosas que también vinieron después.

El caso es que una vez, superado ya el cabo de Mastia, avistamos un bote ballenero acosando a una ballena y a sus crías. El barco desde el que había sido echado al mar permanecía fondeado en las cercanías, y tan pronto nos avistó vimos que se apresuró a plegar su bandera para no revelar su procedencia.

Pero no, no me tengáis por lo que no soy. Normalmente cuido de mis propios asuntos, y allá cada cual se apañe con los suyos mientras yo no vea una clara injusticia, pero os digo que es justamente eso lo que vi aquella tarde a vistas del cabo de Mastia: la madre de los dos ballenatos había sido arponeada por los pescadores del bote, y sus dos crías daban vueltas a su alrededor, impedidas. ¡Y mientras, aquí y allá, saltaban en torno también varios delfines!

Precisamente el Adorador de la Luna de Tarsis, teócrata Nabonides III, acababa de promulgar un edicto ante la pesca indiscriminada de estos cetáceos en aguas del Mar del Este, y era esto debido a su declinar.

Furtivos eran y a poca honra, de modo que decidí hacer algo al respecto, ¡qué demonios!, porque me pareció injusto y porque quise comprobar la lealtad de mis marineros en asunto sin ganancia.

De forma que ordené a mi piloto poner rumbo al bote, y a toda vela. Cuando estuvimos lo suficientemente cerca comprobé que la ballena no podía volver a sumergirse, exhausta y traspasada por varios arpones, y que, en su desesperación, andaba remolcando el bote ballenero.

―¡Los arrollaremos! ¿Es que quiere matarlos? ―chilló trepando de un salto al castillo de popa mi contramaestre. Se llamaba Rais, y se trataba de un descastado tirio ágil y fibroso, traspasado de profundas cicatrices y muy gracioso.

¡Sabed que él sí que era loco, esa es la verdad, pero con todos sus defectos era buen marinero, criado en los arrabales de Sarra y muy desvergonzado! Cuando le enrolé deambulaba perdido por los muelles, recién licenciado de galeras de los équites, y solo quise saber dos cosas de él: si sabía de la mar y si había tomado parte alguna vez en actos de piratería. Me dijo que sí a lo primero, y aún no a lo segundo.

Le di una oportunidad, y allí estaba ahora, cuestionando mis órdenes...

―Quien toma el arpón para pescar una ballena sabe que esto entraña no pocos riesgos ―le respondí al fin―. ¡Y he dicho que a todo trapo, maese Rais! ―ordené―. ¡Mira que quiero una pasada, y rozando su estribor!

Rais rió entonces, mostrándome la deforme hechura de su dentadura.

―¡Divertido! ―graznó el tirio―. ¡Pues venga, a todo trapo! ―chilló entonces volviéndose a la marinería, y saltó de nuevo del castillo de popa echando a correr como un lebrel por la cubierta―. ¡Parmo, panza! ―exclamó, dirigiéndose a mi piloto―. ¡Pasa rozando, y que tengan que tirar sus calzones al mar por el olor de sus cagarros!

Se hizo como yo quise, por supuesto, y contuvimos el aliento. El Gran Dux pasó como una centella junto a ellos zarandeándoles y cruzando entre ellos y la malherida ballena. Nos gritaron e insultaron, sí, traspasados de miedo, y su bote zozobró peligrosamente, a punto de tirarles por la borda.

Los superamos pues, dejando nuestra estela en el agua, y di entonces la orden de virar nuestro navío. Me volví y observé que el barco ballenero ya se aproximaba a toda velocidad, alarmado por la suerte de sus compañeros del bote, y sobre casi mediada una hora después ambas naves por fin nos encontramos en llegando hasta el maltratado bote.

Ahora sí ordené plegar velas y tomar los remos para cruzarnos con ellos dejando entre medias al bote, muy despacio, sotavento. Ellos hicieron lo propio, y por fin el capitán del ballenero y yo nos contemplamos desde la borda de nuestras naos, mecidos por las tranquilas aguas y a un tiro de piedra. Mis hombres esperaban a buen resguardo detrás de la baranda de estribor mis órdenes, expectantes.

Entonces me asomé y me dirigí a los ocupantes del bote ballenero, a nuestros pies, con estas razones:

―Veo que andáis en graves trabajos. ¡Pues habréis de abandonarlos y sin demora, o esta vez os pasaremos por encima mientras nos preparamos para abordar ese cascarón! ―dije, y señalé al barco ballenero enfrente nuestra―. ¡Tomad los remos y regresad a él ya, y en mala hora!

No esperé su respuesta. Me encaramé de nuevo al castillo de popa e hice esta vez una seña al capitán de aquel barco ballenero rival. El hombre, un sucio y rudo aurocco minotauro, no me quitaba ojo a través de su catalejo. Mientras, el bote ya se encontraba junto a su casco y pedían a grandes gritos ser izados a bordo. Entonces tomé a Tasogare y deshice el nudo que lo sujetaba a mi cinto. Sin desenvainarla apunté al capitán del ballenero con ella, y esperé.

No fue mucho. El bote y sus ocupantes fueron izados a toda prisa, viraron toda a babor y desplegaron el trapo. En fin, que el viento se los llevó de allí, y a toda prisa.

―¿Los perseguimos, capitán? ―me dijo Rais abajo. Negué.

―No. Esto ya ha terminado ―dije, y tomé mi propio catalejo.

No les quise perder de vista hasta que por fin se encontraron lejos. Entonces volví la vista a los cetáceos que habían estado hostigando, con curiosidad. A mi pesar comprobé que la madre seguía sin poder sumergirse, y que además la fría corriente del cabo la estaba empujando poco a poco hacia la costa. Me temía lo peor.

La seguimos durante un día entero. Nosotros, sus ballenatos y el grupo de delfines que la acompañaban, pero nada pudo hacerse. Nos resultaba increíble cómo las crías y los delfines trataban de guiar a la madre herida mar adentro, aunque sin éxito. Escuchamos extraños cantos.

Al fin, en cayendo la tarde la ballena fue arrojada a la playa del cabo por las olas, y cuando descendió la marea a la mañana siguiente vimos que quedó allí varada, aplastada por su propio peso. Iba a morir sin duda.

Sus crías se retiraron mar adentro para no sufrir la misma suerte, y los delfines, salvo uno, se apartaron también. Yo di orden de seguir con nuestra travesía.

Digo que solo uno de los delfines se negaba a abandonar a la madre, pues se negaba a retirarse y aún permanecía a tiro de piedra de la costa. Me maldije entonces por lo bajo. ¿Es que aquel animal sin razón se resistiría a rendirse y nosotros íbamos a marcharnos?

¡Me debí volver loco, es verdad! Maldije de nuevo y esta vez en voz bien alta, y di orden de fondear frente a la costa del cabo y preparar un bote con el que arribar a la playa. El gesto en mi semblante dejó bien a las claras a mis hombres que no cabía posibilidad de cuestión, así que con diez de mis más fuertes hombres me embarqué en tal bote tras ordenar cargar en él todas las mantas, palas y cubos de los que disponíamos. ¡Tenía un plan dispuesto y nos echamos al mar, y remamos sin descanso hasta la playa!

Se hundía el Sol entre las lomas cuando arrastramos la balsa a la arena del cabo, y la enorme ballena permanecía a pocos pasos en la playa, sofocada, como un monstruo marino vomitado por el Rey de las Mareas.

―¡Vamos, vamos! ―grité a mis hombres―. ¡Vos y vos, coged las palas y cavad una zanja desde la cola del animal hasta el agua! ¡Vosotros! ¡Empapad las mantas en el mar y cubrid su cuerpo lo mejor posible! ¡Vosotros dos, seguidme! ―dije a otros dos, y les eché encima varios cubos y tomando yo dos más de ellos corrimos a la orilla a llenarlos de agua para arrojarlos después por la reseca piel del animal.

¡Debíamos impedir que su piel siguiera secándose antes de que llegase la pleamar tras la salida de la luna! Nos esforzamos durante horas sin darnos cuartel, y cuando ya la noche fue cerrada prendimos unos fuegos y proseguimos los trabajos a la luz de las fogatas.

―¡Seguid! ¡Traed más cubos! ¡Ahondad más esa zanja! ¡La Luna ya está sobre nosotros! ¡Vamos, vamos!

Entonces la Estrella de la Oración se presentó de pronto en el horizonte, sobre la línea oscura del mar, ¡y comprobé que la insidiosa Ajenjo no se dignaba a aparecer aquella noche por contra y al parecer!

Volví a arengar a mis hombres, presa de un inexplicable arrebato. «¡Más deprisa!».

Al fin, unos momentos después, la marea ascendió hasta su punto más álgido, y el agua lamió las arenas de la playa y entró en la zanja, rodeando casi por completo al animal. ¡Pero era insuficiente, y eso que al poco a nosotros el mar nos llegó ya casi por la cintura!

Pedí a mis marineros un último y desesperado esfuerzo. Enterrábamos bajo el agua las palas y empujábamos al animal mar adentro con todas nuestras fuerzas, pero el animal debía haberse rendido.

Entonces, de pronto, una luz lechosa y esmeraldada tiñó las aguas en torno nuestro, y vimos que de repente la Estrella de la Oración refulgía como una llama a la altura de nuestras miradas, y noté que algo en el animal se agitaba, o eso quise creer.

Con insólitas fuerzas la ballena se retorció sobre la arena, y al cabo de un rato pareció tomar impulso aún no sé de dónde, pero el caso es que giró sobre sí misma y a punto estuvo de aplastarnos.

Con dos coletazos más ganó terreno al fondo marino bajo su panza y se impulsó un tanto mar adentro, y una vez y otra, hasta que de pronto y con un último esfuerzo penetró en aguas más profundas y poco después la vimos por fin nadar libre y ―¡lo juro!― la escuchamos todos resoplar y cantar ―¡cantar!― con una poderosa y profunda voz, llamando a sus ballenatos.

Nadó entonces hasta el solitario delfín, aquel que en todo aquel tiempo no había dejado de esperarla, y se reunió con él.

Pasmados, vimos cómo los dos se dirigieron mar adentro, al encuentro de los dos ballenatos y los otros delfines, y los escuchamos saludarse con aquellos ignotos cantos submarinos.

Nos quedamos al cabo solos mis marineros y yo, nadando en la orilla y bañados por la lechosa luz de la Luna. ¡Y no podíamos dejar de reír!

Aquella noche hubo ración doble de ron a bordo del Gran Dux, y al término de aquella travesía mis marineros también vieron doblado su jornal: no hubo ganancia al término de esa travesía para mí tras desembarcar en Ispal las caobas del Aguano, pero así me llevara el diablo si aquello me importaba, la verdad.

Cómo arrecia la tormenta...

No. ¿Sabéis? Nunca he olvidado aquella ballena. Nunca, en todos estos incontables años transcurridos, ni me dejaron. ¿Que por qué? ¿Recordáis al delfín que la esperó junto a la costa? Pues nunca se separó en delante de nosotros. Ignoro cómo pudo ser tal cosa, pero a la mañana siguiente vimos aquel bellísimo animal ante nuestro mascarón de proa, abriéndole camino al Gran Dux.

Y así acostumbró a hacer ya en adelante, hasta el punto de que acabamos dándole un nombre, y fue el de Dux.

Cálida Diosa...

Bien, así me ganaba la vida, ya lo veis. Comerciaba, pero también no perdía ojo de los movimientos de Gadiria, y también preguntaba en todo puerto al que llegase por un capitán aurocco de nombre Asterión.

¿Os acordáis de él? Al cabo recibí a Tasogare de sus manos, así que le busqué durante muchos años para corresponderle el gesto.

Muchos me respondían con recelo al escuchar su nombre, pues les traía a las mientes historias de rapiña. ¡Pardiez, pero también de leyendas! Pues se contaba que ese minotauro no guardaba miedo de las nieblas del Mar Velado y aún que las traspasaba a voluntad, y me enteré de que algunos le buscaban para colgarle hasta que un día, no mucho antes de que comenzase el verdadero objeto de esta historia, escuché en Crise que le habían conseguido echar el guante los trierarcos de Gadiria, y que había dado con sus huesos en las mazmorras del Yunque.

Por último os diré que cuando en el transcurso de mis viajes echaba anclas en Ispal visitaba también a Briseida ―¡mi Bris!―, y juntos nos escabullíamos de la capital por la Puerta de Ishtar ―¡alta, engarzada de oro y joyas, y de un intenso color azul marino!―.

Luego, ya ganada La Llanada, cabalgábamos entre sus extensos campos y acequias, y almorzábamos tendiéndonos sobre los campos de cereal bajo el amable sol de primavera.

A veces incluso pasábamos la noche en escondidas aldeas, durante largas excursiones que a veces se demoraban días, y durante ellas compartíamos confidencias.

No, Briseida no tomó parte en los sucesos que atañen a la búsqueda del Irannon, pero entre otras cosas por ella me enteré en aquel entonces de que los hachones de la fortaleza de Gothia volvían a estar encendidos, y que según los agentes del Templo un oscuro hombre, que hacía llamarse Camazotz, la había ocupado.

¡Maldita Bestia de la recordada Gothia! Nos inquietamos aquella tarde en que me lo refirió, y no hubo risas pues bien veíamos ahora que su oscura profecía iba obteniendo cumplimiento!

Aquellos días con ella fueron de los mejores de mi vida, pero al cabo, una mañana en que fondeé de nuevo en Tarsis, me dirigí una vez más al Gran Templo en busca de Bris. Y en tal postrera ocasión me dijeron que ella se hallaba fuera, en adeudos del Templo, y no me quisieron decir más.

No la volví a ver durante largo tiempo.

Y así parecían las cosas cuando en efecto y por fin comenzaron los sucesos que me llevaron a buscar el Irannon. Qué lejos quedan aquellos otros cuando aún tenía La Deseada y la mantenía bien atracada en costas de Auroch, pero de aquellos polvos vinieron estos lodos.

Así que vamos, ¡y acercaos! ¡Vayamos ahora sí y sin tardanza con esta historia, antes de que esa cruel Esfinge nos alcance!

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