IX

Màu nền
Font chữ
Font size
Chiều cao dòng

La mañana llegó, y el Sol, espléndido, reinaba sobre un cielo azul infinito.

Me reuní con Asterión y Rais en la cubierta y paré mientes en la mesana del Gran Dux: se hallaba completamente reparada.

Me dirigí entonces al mascarón de proa seguido de ambos y nos asomamos al mar. Las aguas reposaban quietas, como una balsa, y esperamos, y nada sucedió.

―¿Cuáles son las órdenes? ―preguntó Rais.

Le conminé a guardar silencio, con un gesto de mi mano. Yo sonreía, esperando lo maravilloso, lo recuerdo bien.

Entonces descubrí mi cabeza, y señalando las aguas con mi sombrero grité:

―¡Allí! ¡Mirad!

¡Y al punto y de repente un delfín saltó de entre las aguas, frente al mascarón! Asterión reía, y el animal de pronto dio la vuelta en el agua, poniendo rumbo hacia la espesa bruma de lontananza.

―¡Es Dux! ―gritó Rais―. ¿Qué hace aquí? ¡Hacía días que no se dejaba ver, el maldito!

Asterión le correspondió con un manotazo en el hombro.

―¡Se llama Halia, y no seas zopenco, animal!

―¡Contramaestre! ―exclamé entonces, volviéndome a Rais―. ¡Nos muestra el camino, como siempre! ¡Ordenad al piloto que siga al delfín y no le pierda vista! ¡Que se hagan señas a los trierarcos, maese Rais! ―exclamaba yo―. ¡Navegamos! ¡Vamos, señores! ―grité a todos―. ¡Es el último día de travesía, que la Cálida Diosa nos sea propicia!

Hubo extrañeza en todo aquello, no hay que negarlo. El piloto protestó pero no osó cuestionar el rumbo, y los trierarcos... Bueno, los trierarcos quedaron ajenos a aquella locura; ¡no sabían quién dirigía ahora el Gran Dux, ni por tanto su propia ventura!

Tan solo una hora después la niebla nos tragó por última vez. Halia nos guiaba, abriendo la marcha y saltando en el agua a cada tanto para hacerse visible, a suficiente distancia como para quedar a la vista del piloto pero no a tanta como para que la perdiésemos en la niebla.

Nada ocurrió cuando ya estuvimos dentro; las luminarias no aparecieron ni cayeron de nuevo verrugosos monstruos del cielo encapotado. Acaso tal vez, por el momento, los demonios etéreos nos respetaron al ver que nos guiaba una de las hijas del mar.

Pues bien, el Sol habría llegado a su cénit y nosotros aún seguíamos internándonos más y más en la niebla. Los trirremes comenzaron a hacernos señas, pasmados, pues no seguíamos un arco de travesía que nos fuese a sacar de la niebla antes de la caída del Sol.

Se llegó el trirreme de Ahinadab y navegó a nuestro lado, borda con borda. Desde su castillo de popa pude ver al trierarco, gritándome:

―¿Pero es que estáis locos? ¿Qué pretende, capitán Ramírez? ¿A dónde vamos? ¡Hailama cree que tratáis de escapar y quiere abordaros! ¡Deteneos, por el Tribuno!

―¡No! ―le respondí yo a voces también―. ¿Queríais encontrar el Irannon? ¡Ya sé dónde se esconde! ¡Seguidme!

―¿Cómo sabe eso, en nombre de la Diosa? ¿Cómo podéis saberlo ahora, de repente? ―preguntó a voces.

Y entonces apareció el Irannon entre jirones de niebla.

¡Era el navío más enorme que yo hubiera visto a excepción del Cuarentado, hasta que centurias más tarde contemplara los ciclópeos buques de metal, de cubiertas repletas de engendros voladores! ¡El Irannon! ¡El soberbio Irannon apareció entre las brumas, ante nosotros!

Flotaba ante nosotros, mecido por suaves olas como un castillo o un peñasco desprendido de la costa.

El recuerdo se entremezcla con la maravilla, y perdonad si no soy capaz de expresarme con mayor claridad, pero entreví enormes puentes, blancos templetes columbrados e hileras de cipreses dispuestos a lo largo de toda la cubierta.

Su trapo se encontraba destrozado, y no resultaba navegable el buque a todas luces, salvo echando mano de los remos. Por su parte, el imponente casco iba tallado en fina filigrana, y en la proa y también en estribor, en varias hileras, vi las gárgolas fundidas de hierro por cuyas bocas se escupía el terrible fuego fluido.

¡Y después vi las culebrinas! ¡Decenas y en hileras, intercaladas entre cada gárgola escupe-fuego! ¡Eran los malditos cañones copiados de los de mi Deseada, bostezando mudos en la niebla!

Maldije, y ni un movimiento se escuchó proveniente del Irannon allá arriba cuando quedamos junto a él, y parecía en fin el buque abandonado.

―Ahora sabéis lo que sentí cuando nos encontramos aquella vez primera en estas mismas aguas, Asterión ―le dije al minotauro, a mi lado.

El gigante resopló.

―En tal caso me sorprende que no salieseis disparados en dirección contraria. O al menos no advertir el olor de vuestros calzones manchados de mierda cuando subisteis a bordo, Ramírez... ¡Moloch! ¡Es siniestro, todo esto!

Asentí y me volví a los trirremes. Tampoco salían de su asombro, y atisbé sus mantos plantados en las proas. Hailama impartía órdenes a voces, el desgraciado; a saber qué se hallaría rebuznando...

Por último me asomé por ambas bordas y no hallé rastro alguno de Halia; la ninfa se había esfumado.

―Maese Rais ―dije entonces situándome junto al trinquete―. Que se aproximen y me preparen una escala; voy a subir.

El piloto y los remeros iniciaron las maniobras de abordaje con sumo cuidado y bajo mi supervisión, y vi que los dos trirremes hacían lo mismo: el navío de Ahinadab y el mío acometeríamos al Irannon desde estribor ―tan larga era su eslora que nuestras dos naos en línea no bastaban para sobrepasarlo― y el de Hailama, tras exceder su manga, desde la línea de babor.

Cuando estuvimos preparados lanzamos escalas. Yo me disponía a trepar a bordo del buque del Tribuno cuando de repente retiré la mano de la escala con repugnancia: ¡el casco! ¡El casco del Irannon se encontraba recubierto de una leve capa de moho purpúreo y reseco que se deshizo en polvo al contacto con mis manos, ahora lo veía!

―¡Pardiez! ―grité―. ¿Qué es esto?

―¡No lo toques! ¡No sé qué es eso, Ramírez! ¡Nunca vi nada igual! ―me advirtió Asterión.

―No hay cuidado ―respondí―. Lo que fuera que sea esta sustancia ya está seca, estéril. ¡Voy a subir!

Ascendí por la escalerilla de cuerda y vi que tras de mí venía Asterión. Subí.

Como dije, nuestra primera aproximación me recordó a aquella vez en que descubrimos el barco a la deriva de Asterión, sin embargo en eso quedaban las similitudes, pues cuando puse pie en la cubierta del barco de Asterión, hacía tantos años, no hallé a bordo ni un alma ni grandes signos de lucha, si lo recordáis.

Pues bien, la cubierta del Irannon resultaba haber presenciado una auténtica carnicería.

Con infinito pasmo vi los cuerpos desmembrados de la tripulación aquí y allá, por todas partes. No quedaba nadie con vida, y la sangre vertida de cuerpos semidevorados se había mezclado con la reseca pelusa violácea formando costras por toda la cubierta.

Entonces sentí a mi espalda el enorme corpachón de Asterión, de pie tras izarse por la escala.

―¡Moloch! ―resopló―. ¡Esto es...!

―¡Halia! ¿Dónde está Halia? ―exclamé yo, por toda respuesta.

No terminamos nuestras razones; la garganta de Asterión quedó atenazada, como la mía. A proa y estribor apareció por su propia escalerilla Ahinadab, y a babor escuchamos a Hailama haciendo lo propio.

Nos reunimos los cuatro; los dos trierarcos por poco no cayeron de espaldas, de la impresión. ¿Qué, en nombre de Dios, podía haber causado tales destrozos? No dábamos ninguno crédito.

―¿De cuántos hombres constaba la tripulación del Irannon? ―pregunté entonces.

―S... Salió de Gadir con seiscientos remeros, y con cuatrocientos soldados ―contestó Hailama tan blanco como la cera.

―Pues en esta cubierta no parece haber más de doscientos cadáveres ―respondí―, aunque no podemos verla toda por la niebla. ¿Dónde está el resto de la tripulación? ―pregunté a continuación.

Entonces vimos a la mujer. Una muchacha más bien, de pie, bajo las desnudas columnatas del templo de Enosichthon en el mismo centro de la embarcación. Nos miraba a nosotros, o eso creímos, y vestía una túnica de credo llena de cuajarones de sangre reseca. Su larga melena colgaba apelmazada ante sus hombros, tapando casi por completo su rostro.

Una sacerdotisa.

Debía estar a unos cuarenta o cincuenta pasos, no más, y nos miramos sin saber bien qué hacer. ¡Y entonces echó a correr hacia nosotros, chillando como una loca!

Ahinadab se adelantó y trató de razonar con ella. Todo ocurrió muy deprisa.

―¡Eh, oye! ¿Qué ha ocurrido aquí? ―dijo, ¡y la sacerdotisa se le echó encima!

Sus manos... ¡Diosa, sus manos! ¡No eran tales! Sus dedos se alargaron hasta un palmo y se tornaron garras de uñas resecas y astilladas! Y entonces la falcata de Asterión la derribó en seco, abriendo su cabeza en dos.

El minotauro se adelantó y ofendiendo el virginal pecho de la vestal recuperó de un tirón su arma, con un desgarrado chasquido.

Se volvió a todos nosotros con gesto desencajado pero una honda determinación en los ojos.

―¡Que no se os ocurra una tontería como esta ni una vez más! ―bramó―. ¡Partid en dos a todo el que no hable primero! ¡Mirad sus manos! Esto ya lo hemos visto antes, Ramírez y yo. ¡Estaba poseída por la Rabia de las Brumas!

Asentí, recordando el viejo muñeco de trapo y paja de nuestra primera aventura.

―¿Poseída? ¿Como aquel hombre de mi barco? ―preguntó entonces Hailama.

Hubo entonces como una reverberación que parecía venir de todas partes. Todos espiamos la muda niebla a nuestro alrededor, alarmados.

―Tal parece. Pobre mujer... ―contesté, y dije entonces lo que he dicho siempre sobre esas aguas malditas―. Hay muchos misterios bajo el Sol, y los demonios etéreos que sobrevuelan las aguas maldecidas por los gritos de los ahogados pueden tomar control de la carne. Y aún de otras cosas.

Asterión echó un nuevo vistazo alrededor suyo. No se veía a nadie más en pie en las cercanías.

―Hailama ―dijo entonces Ahinadab―, creo que deben subir a bordo nuestras dos escuadras. Que solo queden en los trirremes aquellos necesarios para poder regresar a Gadir.

Hailama asintió, y se dieron las órdenes precisas. Pronto, sobre la vasta cubierta del Irannon formaron cien soldados del Tribuno, todos bien pertrechados.

Asterión me dirigió entonces una significativa mirada, y yo me lo llevé y le hablé en un aparte:

―No subiré aquí ni uno solo de mis marineros, Asterión ―le dije―. No tienen ya parte en este asunto, y se va a derramar aquí más sangre que la que aquí veis. Ya di instrucciones a Rais antes de subir: esperarán con los remos junto al casco del Irannon, y cortarán la escala y escaparán lo más rápido posible de no tener noticias mías durante media jornada. ¡Bajad vos también al Gran Dux! En esto también habéis cumplido ya vuestra parte, pues hemos encontrado al Irannon.

―¿Cómo? ―bramó el gigante―. ¿Y tú? Lo mismo podría decirse de ti; baja conmigo a tu barco y que lo que sea que ha infestado al Irannon se coma a esos dos nalgasprietas del Tribuno, ¿no crees?

Negué.

―Este barco ha de ser recuperado y al precio que sea, Asterión. Se necesitará de él bien pronto, y sus cañones no quedarán a la deriva por siempre en estas aguas. ¡O peor aún! No deben caer en peores manos que en las que ya cayeron. No deberían haber llegado a este lado de la bruma, y eso es tan solo culpa mía. Pero ya que lo están Thule se aprovechará de ellas; todos necesitaremos que el Irannon vomite fuego y cañonazos sobre los mauros de la Bestia de Gothia.

―¿De quién?

―¡Ya habrá tiempo de explicaciones! ¡Ahora, bajad!

Pero Asterión se plantó ante mí y bufó, encolerizado. No querríais ver a aquel descendiente del enemigo de Teseo plantarse enfadado ante vos como hizo ante mí, y de eso doy fe.

Me dijo:

―Oye, dejemos una cosa clara: tú mandas ahí abajo, en tu barco, y eso lo respeto. Pero a bordo del Irannon no eres más que otro cagarro como yo, Ramírez, y aquí arriba no mandas sobre mí. ―Quise protestar, pero no me dejó trabar palabra―. Ahora estaría criando malvas en las mazmorras del Tribuno si no hubiese sido por ti, y te juro que no lo comprendo del todo, pues sé que mi oficio te repugna hasta los huesos. Pero esto te digo, y si no oyes y atiendes te meteré esta falcata en la mollera, como a esa sacerdotisa: ¡me importan bien poco todo eso de la Segunda Quebradura y el monstruo ese de Gothia, pero si tú te quedas aquí arriba yo me quedo también, y fin! ¡Y no solo por estar en deuda contigo, sino porque se lo prometí a esa nereida en cueros, Ramírez! ¿Queda claro?

Sonreí. ¿Y qué otra cosa podía hacer ante tales razones? Así que palmeé sus brazos anchos como robles y le hice una seña para que me siguiera.

Nos plantamos tras Hailama y Ahinadab e interrumpí la conversación de ellos dos.

―¿Cómo vamos a dirimir esto? ―les pregunté, sorprendiéndoles.

―Vosotros ya habéis cumplido vuestra parte ―me contestó Hailama―. Regresad a vuestro barco y esperad órdenes; nosotros vamos a asegurar el Irannon.

En esas precisamente un soldado se presentó y entregó al trierarco un pergamino enrollado. Hailama nos dio la espalda y junto con Ahinadab echaron a caminar hacia el interior del templete de Astarté, seguidos por su guardia.

Hice una seña a Asterión y les seguimos nosotros también. Rodeando los cadáveres en descomposición que cubrían la cubierta llegamos bajo las columnatas.

En la misma mitad del templete descansaba un pequeño altar de bronce. Hailama lo despejó de un manotazo y desenrolló sobre él el pergamino que le habían entregado. Pude ver que se trataba de un plano del Irannon, y Hailama y Ahinadab comenzaron a discutir entre ellos cómo llevar a cabo una inspección completa del navío.

Mientras andaban en tales pláticas me escabullí a un costado y eché yo también una ojeada al plano.

¡Cálida Diosa! ¡Según vi el Irannon contaba con seis puentes; dos de remeros y otros dos de bodegas, más la sentina y el puente de oficiales! Tan complejo y lleno de recovecos como un castillo me pareció aquel ingenio naval. ¿Y qué significaban todas aquellas estructuras dibujadas en el plano de la cubierta, la cual pisábamos? Reconocí la estructura del templete en que nos encontrábamos trazada con expertas líneas en el plano, pero, ¿acaso no había delineadas también cuatro torretas en cada extremo del navío? ¡Y tres palos, y dos estanques, cada uno entre el templete y las dos torres de los extremos! Por último vi dibujado el larguísimo y terrible espolón de proa del Irannon, y detrás, en la popa... ¡En la popa, sobre un inmenso castillo digno del mismísimo Tribuno, se alzaba una catapulta de asedio!

¡Me di la vuelta, asombrado! A Asterión tampoco se le había pasado por alto la colosal envergadura de aquel coloso flotante. Como habréis de suponer, la espesa niebla no nos dejaba apreciar tales prodigios a simple vista, pues apenas se alcanzaba a ver a más de cincuenta pasos alrededor nuestro, y según aquel documento el Irannon medía en total unos doscientos veinte codos de eslora.

―¡Ramírez! ―me susurró el gigante―. ¡Mira esos planos! ¡Me habían hablado de lo grande que era el Irannon de Gadiria, pero los borrachos del puerto se quedaron cortos! ¡Deja pequeño y con mucho mi propio barco!

En efecto comprendimos que nos encontrábamos sobre una verdadera leyenda naval de los Tiempos Antiguos, ¡superior incluso al mítico Siracusia resultaba, aquel navío de leyenda que el tirano Hierón II mandase construir al genio loco de Arquímedes en mi propio mundo!

―Así es, y se va a convertir en una ratonera bien pronto si no conseguimos convencer a estos trierarcos, amigo mío ―le contesté, y añadí―. ¡Mira todos esos pasillos y camarotes, y sin hablar de las galeras y bodegas! En tales estrecheces las espadas servirán de bien poco, Asterión, y no sabemos cuántas de esas criaturas habrá ahí abajo esperando.

―Tienes razón, esto una maldita madriguera ―contestó el minotauro―. ¿Cuántos de esos posesos crees que habrá ahí abajo?

―¿Abajo? ―repetí―. ¡Ni siquiera sabemos cuántos habrá en estas cubiertas! ¿Ves acaso la proa o la popa? ¿Cuántos hombres llevaba a bordo el Irannon, según nos dijo ese desgraciado de Hailama?

―¡Mil hombres en total, por Moloch!

―¡Mil hombres! ―repetí―. Y habremos visto unos doscientos cadáveres; eso nos deja en el peor de los casos a otros ochocientos posesos, rápidos como el diablo. Porque juzgo que esa muchacha de antes no ha podido ella sola asesinar a novecientos noventa y nueve hombres, ¿o acaso lo crees tú?

―No, habrá más, muchos más, y la niebla juega a su favor también, no solo las angostas galerías... Pero aquí arriba al menos podemos mover los brazos con libertad. ¿Pero entonces? ¿Qué hacemos? ¿Nos marchamos de aquí y dejamos que se ocupen ellos de sus propios problemas, Ramírez?

Negué una vez más mientras mesaba mis barbas, parando mientes en la mejor forma de meter mano a todo aquello, y algo se me ocurrió: levanté la vista. De pie, sobre el frontón del templete, se había mandado esculpir una gran estatua de Enosichthon, soplando una gigantesca caracola de marfil y rodeado de rampantes delfines.

En ese momento escuchamos las órdenes de Hailama y Ahinadab: ¡se disponían a penetrar en las entrañas del barco comandando cada uno una escuadra de cincuenta hombres! Pensaban descender a los puentes inferiores descendiendo cada grupo por una de las dos trampillas de acceso situadas a proa y popa y reunirse en el centro de cada puente, tras vencer cualquier resistencia que pudiesen encontrar, y repitiendo la operación hasta haber llegado a la más profunda de las sentinas del barco.

¡No resultaría mal plan, pardiez, si hubiesen tenido en cuenta que en tales estrecheces las espadas y las picas resultarían más un estorbo que una ventaja!

¿Pero cómo, en nombre de Dios, podían pasar eso por alto los hijos de un imperio que había sojuzgado a seis de los antiguos reinos instaurados por Atlas en aquel continente?

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen2U.Pro