Apenas regresamos a Capital, prometimos resguardar la noticia hasta alcanzar el tercer mes de embarazo. Según los cálculos de Clara, faltaban sólo tres semanas para llegar a ese momento tan ansiado.

Con mayores cuidados que de costumbre, quise quedarme a su lado la primera semana. Trabajando desde casa, podíamos compartir tiempo juntos y pensar cosas muy superficiales como la decoración del cuarto del pequeño, su posible nombre e incluso, sus padrinos de bautismo.

Sin embargo, una noche, un grito estruendoso me despertó.

Algo atontado, encendí mi velador y noté que una hendija de luz se colaba desde el baño hacia nuestra habitación. Clara lloraba desconsoladamente.

—¿Qué pasó? —pregunté al encontrarla de rodillas frente al inodoro, hecha un bollo.

—¡Lo perdí...otra vez!... —me mostró su camisón apenas manchado.

—¡No! No voy a dejar que eso pase...!¡No! —operativo, me puse un pantalón, tomé las llaves del auto, las coloqué en mi bolsillo trasero y en volandas, levanté a Clara, la bajé por la escalera y como me fue posible, la puse dentro del automóvil para ir rumbo a la clínica.

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—Fue un susto. Quédate tranquila. A veces, el cuello del útero se inflama por tanta progesterona y sangra un poco. Pero tenés el cuello cerrado y la ecografía sigue mostrando el corazón del embrión latiendo a todo ritmo —la obstetra de la guardia hospitalaria nos devolvió el alma al cuerpo.

Clara apoyó la cabeza en el hueco de mi hombro y por fin se relajó.

—Nada de relaciones sexuales, ni quehaceres domésticos. Cuarenta y ocho horas de reposo absoluto y reforzá la progesterona vaginal cada ocho —Clara asintió con la cabeza, dispuesta a hacer los deberes como una buena alumna —. Así que papá, a ponerse las pilas y acompañar...el bebé los necesita bien fuertes —guiñó su ojo y se retiró de la sala.

Besé la mano de mi esposa, la cual tenía su anillo de casamiento brillando en su dedo anular. La miré con ternura, con cariño...pero me fue imposible mirarla con amor.