Capítulo 67| Una cita diferente

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Cerca del desenlace, tomé la decisión de hacerme cargo de mejorar mi estado anímico. Estábamos próximos a concluir el semestre y necesitaba volver a disfrutar de mi estadía, porque las vacaciones llegaban en un abrir y cerrar de ojos. Me maravillaba de lo rápido que había trascurrido el tiempo desde que estábamos juntos como había querido desde que lo conocí en aquella mañana de agosto de 2020.

Logré convencer sin mucho trabajo a Levi para que entráramos a la cafetería donde había micrófono abierto, sede de nuestras primeras salidas como amigos, y desde hace unas semanas, como pareja.

Esa tarde, la cantidad de comensales no rebasaba los límites, mas no por ello me sentía menos nerviosa. Solicité que nos consiguieran una mesa cercana al escenario, y él no entendió la razón hasta que me aparté de improviso, dirigiéndome hacia este.

Mis alrededores colapsaron cuando mi nombre se anunció. Percibí los elogios en forma de aplausos como el remanente de un eco dado que yo solo buscaba entre la multitud a ese par de ojos azules, tratando de conseguir valor al perderme en ellos.

Cuando la potencia de las luces disminuyó para dar paso a la quietud y me enfoqué en su rostro expectante, una ráfaga de avenencia me invadió. Las notas del piano reverberaron en las paredes, en sincronía con mi corazón agitado.


I've seen the world, done it all, had my cake now

Diamonds, brilliant, and Bel Air now

Hot summer nights, mid-July

When you and I were forever wild

The crazy days, city lights

The way you'd play with me like a child


Levi desconocía que me había enfocado en ensayar de día y de noche, como parte de una terapia de despeje que contribuyera a aumentar mis niveles de serotonina. También buscaba mejorar la técnica y fortalecer mis pulmones. Había estado puliendo mi habilidad imitando a los expertos, así que conforme sentía que mi voz se desarrollaba, con mayor confianza me atrevía a explorar otro tipo de notas.


Will you still love me when I'm no longer young and beautiful?

Will you still love me when I got nothing but my aching soul?

I know you will, I know you will, I know that you will

Will you still love me when I'm no longer beautiful?


Tomaba suficiente aire, abría bien la boca, estiraba las cuerdas progresivamente.

Me sentí liviana, desbordante de ánimo. Incluso me animé a realizar unos cuantos ademanes, a fin de que mis brazos no se mantuvieran unidos al torso, porque yo no era un figura estática.

Intercalar entre su mirada afable mediante sonrisas juguetonas, deslizamientos en el cabello y ciertos puntos que fulguraban en el recinto me estaba sacando del apuro. Fue como si todos se hubieran esfumado y solo permaneciéramos él y yo, contemplándonos en la lejanía, dejándonos hipnotizar por el atractivo del otro.

Conforme me aproximaba a mi verso favorito, las vibraciones en mi interior aumentaron de intensidad, retumbándome en los oídos. Funcionaron como conductoras de la última descarga, esa con la que conseguiría llegar al punto más alto, justo antes de que la emoción me recorriera todo el cuerpo.


Dear Lord, when I get to Heaven

Please let me bring my man

When he comes, tell me that you'll let him in

Father, tell me if you can

All that grace, all that body

All that face makes me wanna party

He's my sun, he makes me shine like diamonds


Al terminar la canción, solté un suspiro profundo, incapaz de creer que en serio había superado ese miedo que me había tenido atrapada. La inquietud se había derramado, cediéndole el paso a una incipiente serenidad. Me había parado frente a un escenario realista, y no de uno de los que me elaboraba en quimeras.

Ignoré el alboroto consecuente porque solo me interesaba empaparme del veredicto de Levi, y por gracioso que pareciera, cedimos a la presión de darnos un beso y un cálido abrazo, a expensas de las miradas de la multitud. Ese sí que lo consideré como mi minuto de fama.

Tras unos cuantos números extra que acariciaron mis tímpanos y avivaron mi sensación de dicha, uno de los meseros se acercó para entregarnos un par de bebidas, arguyendo que una pareja había quedado encantada con mi interpretación y quisieron tener un gesto amable con nosotros. Levi y yo nos miramos confundidos, pero ninguno tuvo el valor de negarse.

Me reí con soltura en cuanto el hombre se retiró mientras él analizaba la copa con recelo, tanteando la superficie en búsqueda de rastros de suciedad.

—Habrá que darles las gracias antes de irnos —le recordé, animada—. Si este fuera mi pago, vendría más seguido a cantar aquí.

—No necesitas tomar esto para hacerlo bien. —Le dio un sorbo a su bebida, y por la forma en la que degustó el contenido, supe que le había agradado, pero no en abundancia.

—¿«Bien» a secas? —bromeé para incentivarlo a halagarme.

Me gustaba escucharlo hablar en tenor positivo, en especial cuando el fin era incrementar mi euforia.

—Maravilloso —corrigió, alzando las cejas, y con eso volví a sentirme realizada—. Te veías... radiante.

Aunque no tanto como él cuando se remitía al estado de reposo, el cual disfrutaba admirar con la mejilla recargada en la mano.

No obstante, como de costumbre, los dos terminamos por cohibirnos, al grado de que el ambiente colmado de atenciones a nuestra dinámica nos hizo sentir asfixiados.

Optamos por salir de ahí, procurando no llamar la atención más que para corresponder a la buena voluntad de nuestros admiradores: una mujer de cabello gris bastante guapa y un hombre que de seguro había sido cautivador cuando los pliegues de su frente eran lisos. Me reconfortó pensar que tal vez se habían visto reflejados en nosotros cuando eran jóvenes, sin saber que yo aspiraba a terminar como ellos.

Nos dirigimos a una heladería que se encontraba unas calles abajo y, en afán de molestarlo, le embarré "por accidente" la nariz con el producto. Cuando me imitó, comenzamos un intercambio de tonterías, que jamás creí compartir con él. Me plantó un beso fugaz sabor a fresa, que me supo a gloria, mientras que yo le devolví uno decorado con migajas de galleta de chocolate.

Éramos como un par de niños que se divertían circundados por una felicidad inconmensurable; me habría encantado preservar ese momento en una burbuja de cristal.

Al menos así fue, hasta que se me ocurrió virar a lo lejos.

—No mires ahora, pero creo que tenemos compañía —le susurré en el oído. Conservando la calma, Levi no se giró de inmediato. Le puse la mano sobre la rodilla de forma involuntaria—. Es curioso cómo algunas personas llegan a obsesionarse contigo.

—¿Eso fue un halago?

—Más bien, una advertencia para mí. —Me observó, sin entender a lo que me refería—. Yo me entiendo, tranquilo.

¿En serio nos había estado espiando? Porque me parecía improbable que «la casualidad» fuera el detonante de que coincidiéramos. Cuando yo evitaba a una persona, por cualquier suerte de motivo, tendía a observar con precaución los lugares que concurría, así no tendría que padecer el bochorno de encontrármela.

O Petra seguía empeñada en importunarme o yo simplemente había bajado la guardia debido a lo embobada que me tenía la cercanía con Levi. Lo cierto es que la afinidad con él me dotaba de una paz sedante, por eso ya no me preocupaba con desmesura ante los eventos fortuitos que ella se esmeraba en montar.

No había vuelto a mirarme si quiera después de nuestro altercado en los vestidores. Quizá se sentía avergonzada, o aún me guardaba algo de devoción propia del remanente del miedo. Eso me alegraba. Cualquiera que fuera el caso, ojalá que esta vez sí se dejase dominar por su instinto de supervivencia, de otro modo, no me pesaría volver a enfrentármele.

¿Hasta cuándo me libraría de aquella zozobra? Qué lástima que aún nos restaran varios semestres de convivencia forzosa por delante. Pero me consolaba repitiéndome que no tendría que verle la cara durante los dos meses de vacaciones. Un suspiro prolongado se llevó su detestable evocación.

Levi y yo nos tomamos una tira de fotos instantáneas en una cabina que estaba colocada en uno de los andadores. Alcancé a percibir leves destellos de alegría cuando le acaricié el mentón y él se sintió protegido para realizar una seña con un par de dedos, inclusive me plantó un beso en la frente. El momento quedó grabado para la posteridad, acordamos que yo lo conservaría.

No me había detenido a considerar que tendría que separarme de él al concluir el semestre. La nostalgia difería de la que experimenté cuando recién me confesó que le gustaba. En serio no quería dejarlo, incluso si no me expresaba de forma abierta su deseo de que me quedara. 

Empero, también me preocupaba que, de no regresar en la fecha que tenía por costumbre, mi familia podría sospechar que algo malo estaba sucediéndome. No le había contado a nadie además de Mikasa que ahora tenía novio, quien se mostró entusiasmada por conocerlo.

Cuando al cabo de unos días Eren me escribió reclamándome por no haberle dicho, me di cuenta del error en que había incurrido al informárselo a ella. Aunque, al mismo tiempo, me brindaba tranquilidad que lo supiera, porque Levi era alguien importante para mí y no tenía razones para negarlo. Quizá ya habían enterado a mis tíos, librándome así de la penosa necesidad de tener que contárselos.

Sus planes me eran inciertos. No habíamos conversado sobre la posibilidad de que me visitara en casa o de que yo fuera alguna vez a la suya. Una cosa era permitirle el acceso a mi cuarto en la residencia, y otra muy distinta era dejar que pisara los cimientos de mi morada ahora que no éramos unos simples desconocidos que se hospedaban una noche a causa de un viaje de efímera duración. ¿Habrían cambiado tanto las cosas entre nosotros? Solo había un modo de averiguarlo.

Nos habíamos propuesto trabajar juntos en los últimos proyectos. También habíamos estado estudiando casi a diario en temporada de exámenes. Cuando notaba que se sentía agobiado por la sobrecarga de tareas y cuestionarios de repaso, le preparaba una taza de té y hacíamos una pausa, que a menudo terminaba en sesiones de besos tiernos.

Mi habitación comenzó a llenarse de objetos de su pertenencia, desde libros y cuadernos, hasta una que otra playera que me había adjudicado luego de "pedírsela prestada". Él sabía que no regresarían a su dueño, mas no creí que le importara porque tenía como diez iguales de cada color. 

No había mucha diferencia en la talla, nadie se habría percatado de que eran suyas. Aunque las llevara a la lavandería, se aferraban a conservar su olor característico, que descubrí tenía un efecto tranquilizador en mi sistema. Mucho mejor que el de las inyecciones de Zárxtena, cuyas sus secuelas no incluían la pérdida del raciocinio ni el deseo prominente de vulnerar los derechos ajenos.

En su propia cómoda había dejado varios de los regalos que le había hecho, entre los que destacaba un ramo de flores y una figura de plástico de un par de gatitos abrazándose, que yo decía que me recordaban a nosotros. Muy cursi para mi gusto, pero no me importaba porque eso lo hacía feliz.

Hange continuaba destacando por su ausencia en la habitación. Me había avisado que iba a permanecer hasta tarde ultimando los pormenores de varios trabajos, y que quizá se quedaría a dormir con Lynn o Rico, por no decir con Erwin.

Aprovechando la situación, le sugerí a Levi que me acompañara un rato más. No obstante, aquello desembocó en una controversia repentina, dado que recordé que Hange se había estado empeñando en pedirme que fuera cuidadosa con una entonación que nunca terminaba esclareciendo. «Kim, quiero decirte que estás entrando en una etapa diferente, que quizá llegue a desconcertarte», es como solía comenzar. Y yo me hacía la desentendida, cambiándole el tema.

Aun así, tenía una idea somera de aquello a lo que trataba de referirse, solo que por la reverencia que le guardaba a ese asunto me abstenía de generar las circunstancias para que se explayara. Era como si, al negarme a oírla, me estuviera escondiendo de una intención que podría conducirme a hacer algo de lo que no estaba segura.

Debido a las reiteradas insinuaciones de mi mejor amiga, deduje que tal vez ella estaba atravesando aquella fase, lo cual explicaría sus marcadas y constantes ausencias tanto a las clases como a los entrenamientos, sus arribos en plena madrugada, así como esos escapes en los que le perdía la pista. Yo no sabía cómo abordar la situación, así que preferí mantenerme al margen y reducirme a preguntarle si estaba bien, si había tomado las medidas precautorias. Después de todo, ese aspecto de su vida no era de mi incumbencia.

Claro que ese supuesto había rondado por los confines de mi mente. Continuaba en proceso de germinar, por más que me lo arrancara de raíz. Ya habíamos derribado ese muro invisible, abriéndole las puertas a un horizonte repleto de nuevas posibilidades, que anhelaba seguir explorando.

Me encantaba que pasáramos tiempo a solas, no teníamos que preocuparnos por que nada ni nadie nos vigilara o porque la presencia nos alterase. Hacían ya varias semanas de que nos tomábamos de la mano, sin avergonzarnos por ello. Y de abrazarnos, mejor ni hacer mención; se había vuelto el pan de cada día. Aunque me había solicitado no hacerlo en público, había revocado su decisión por la algarabía del momento en el que le canté delante de mucha gente. De seguro se sintió dichoso de que no hubiese tenido reparo en demostrarle cuánto lo quería.

No era la primera vez que Levi colocaba un pie adentro. Habíamos estado elaborando un escrito en la computadora, que parecía no llegar a su fin por más que tecleáramos palabras sin tinta, se había sentado a ingerir alimentos con nosotras, e incluso habíamos estado conversando largo y tendido sobre disparates con Hange, antes de que ella lo corriera cuando se percató de que ya era noche. Jamás había insinuado ni por equívoco si era viable que se quedara, le hacía caso sin poner objeciones. Supuse que le tenía cierto respeto a la omnipresencia de Hange o al hecho de que era un lugar que ambas compartíamos.

Pero en esa ocasión, el brío que nos envolvía me convino de naturaleza divergente. Terco, decidido a actuar conforme a ciertas inclinaciones que había estado manteniendo a raya. No me atreví a afirmarlo en plural debido a que había sometido a escrutinio mis propios deseos, y él no tenía por costumbre sacarlos a relucir. Esas veces en las que Hange afirmaba que debía mantenerme atenta habían aparecido para perturbarme.

Habíamos alcanzado un nuevo nivel al animarnos a hablar de varias situaciones íntimas, muchas de las cuales yo no le había confiado a nadie. Éramos los mejores amigos, al grado de que Hange manifestaba estar celosa de él y de que le dedicara casi todo mi tiempo. Aunque estaba consciente de que no me lo recriminaba con descaro, sino en son de broma. Ella respetaba mi espacio con Levi, al igual que yo el suyo con Erwin. Ese entendimiento nos facilitaba la existencia a ambas.

Lo que era mejor aún, ahora también éramos novios, aunque solo lo supiera un número reducido de personas. Estaba abierta a una infinidad de perspectivas que acrecentaban mi júbilo, al grado de que sentí que vaciaría el estómago. Quizá fue por eso que la vocecita indiscreta comenzó a aturdirme con otro tipo de opciones, de esas que ya habíamos sacado a relucir poco a poco, con resultados de índole funesta.

No podía dar fe de que Levi estuviera en la misma sintonía. Era hábil manteniendo el autocontrol, y cada que este parecía superarlo, él le daba un vuelco para indicar quien llevaba la batuta. Hasta entonces, yo no había tenido objeción en concordar. Me beneficiaba que él tomase con mayor seriedad mis límites, puesto que a mí aún me costaba identificarlos por completo y asirme a ellos.

Con esta idea en mente, estuve convenciéndome de mantenerme serena una vez que entráramos.

La película que elegimos era horrible, en el sentido de que presentaba graves errores de continuidad e interpretaciones exageradas, que caían en lo absurdo. Me reía más por retraimiento que por la impresión de una gracia genuina. Fue evidente que él la había seleccionado para contar con ruido de fondo, porque tanta quietud a veces lo sacaba de quicio.

Hubo un instante en el que me levanté para ir por un vaso de agua, y él empezó a jugar a halarme de regreso, tomándome con suavidad por la cintura. No me quejé porque creí que iba a apartarse en cuanto sintiera mi peso desplomándose, sin embargo, no le atinó a sus cálculos de velocidad ni de distancia. Y es que en vez de aterrizar en el cojín, acabé encima de sus piernas.

Cuando nos observamos, noté que se le habían sonrojado las mejillas. Aun abriendo la boca, no fue capaz de articular una sola palabra. De inmediato, me devolví a mi lugar, pero la vergüenza me condujo a desaparecer de su vista.

«¿Qué estás haciendo? ¿Por qué te apartas?».

No estaba molesta, ni nada parecido. Diría que me azotaba la confusión. No se había sentido igual que cuando yo traté de forzar el acercamiento, en donde abundó el uso de la fuerza y hubo una intención ruin.

Permanecí en la cocina hasta acabarme casi un litro, a base de sorbos cargados de ansiedad. Daba vueltas en círculos, poniendo en consideración si debía volver y disculparme, o si lo adecuado era persuadirlo de que me dejara sola.

Por supuesto que me había acobardado antes al estar tan cerca de él. No supe ni qué decirle, había preferido huir. Fue como si me hubiesen arrancado la lengua.

Nunca me había costado tanto salir del hoyo en el que me estaba enterrando a mí misma. El sonsonete de broma había desaparecido, y con ello descubrí que no tenía preparado un plan de escape en caso de que se me saliera de las manos.

Tal era mi concentración en la catástrofe anunciada que no me percaté de que él se había acomodado en el umbral. Me observaba fijo con la mitad del rostro, como si fuera un niño regañado que venía con el afán de hacer las paces.

Mi mente se había quedado en blanco, las opiniones contrarias tuvieron a bien salir corriendo.

—¿Qué ocurre? —le pregunté con cautela, para romper el hielo. Tomar la iniciativa ya formaba parte de mí.

Abandoné el recipiente al percatarme de los temblores en mis brazos. Convine apretarlos entre sí, buscando ablandar la tensión.

—¿Estás... bien?

—Ummm... Sí, ¿por qué no iba a estarlo? —Me bebí lo que restaba del contenido del vaso de un golpe, sintiendo una obstrucción en la garganta, así que opté por darme la vuelta en mi eje hacia la tarja, en caso de que me sobreviniera el impulso de escupir.

—Es que... te fuiste —hablaba con precaución, como si cada una de sus expresiones tuvieran el poder de herirme.

—Me dio sed.

Mi respuesta carente de emociones le sirvió como indicador de que no quería hablar de lo sucedido, no obstante, me dejó saber pronto que no pensaba rendirse tan fácil.

—Si he hecho algo que te incomodó, lo lamento. —Su voz se tornó grave, erizándome la piel de la espalda. Hasta cuando estaba arrepentido me parecía hermosa.

—No, no lo lamentes. No hay nada que deba ser disculpado. —La cabeza comenzó a pulsarme, con una exaltación que no reconocía. Discrepaba del remanente del estrés y del que sobreviene al pasar la noche en vela.

—Bien.

Silencio.

—Creo que ya debes irte —le indiqué, lo cual inferí le había dolido en demasía.

Estaba tan acobardada que ni siquiera me atrevía a observarlo de frente. No quería que aquella cita terminara en desastre por causa mía y de esos nuevos impulsos que me invadían cuando estábamos juntos y solos. Mis propios pensamientos me jugaban en contra. En verdad me aterrorizaba dejarme llevar por lo que sentía y perder el control.

¿Cómo fue que permití que sucediera? Por este tipo de situaciones es que nadie me valoraba con seriedad. Era preferible cortar por lo sano y fingir que la alerta se había hecho presente.

—Sí, sería lo mejor —respondió de modo casi imperceptible.

Falso. Él ya estaba consciente de lo que esperaba de él cuando atravesábamos situaciones escabrosas. La expectativa segura de que la memoria le indicaría que tendría que actuar conforme a ello me orilló a permanecer anclada.

—Entonces, ¿paso mañana por ti o nos vemos en el salón?

¿Por qué habría concluido que aquella acción desbarataba la rutina que ya habíamos establecido?

—Como siempre —le confirmé, un tanto decepcionada.

—De acuerdo.

Al mirar por encima del hombro, me encontré con su mirada errante. No había en ella juicio de por medio ni ninguna clase de presión. Solo estaba esperando con calma, concediéndome espacio para decidir.

Me dirigí hacia el pasillo que conducía a la entrada, esperando que me siguiera de cerca.

Ya me había formulado la secuencia de los pasos a seguir: nos acribillaríamos un instante con la vista, que desbordaría en desilusión mutua, y yo me haría a un lado para que saliera, cerrando la puerta a sus espaldas. Permanecería ahí hasta asegurarme de que se había marchado, luego buscaría una tarea con la cual distraerme. Tal vez iba a escribirme en cuanto llegara a su habitación, o más tarde, tras meditar en lo que había sucedido. Sin saber qué responderle, hablaríamos hasta la mañana siguiente y volvería a pedirme disculpas, poniéndole fin al asunto.

Sonaba perfecto, solo que había omitido considerar una variable de vital importancia. Era sigiloso o aún no se había movido en lo absoluto. Ese debió ser el primer paso.

—¿Por qué será que no me extraña que sigas aquí? —suspiré.

Creí que solo lo había considerado. Pero no, era una pregunta formulada con la intención de obtener la respuesta.

—Pensé que... —Dejó la frase inconclusa conforme se me acercaba.

En efecto, ya había entendido lo que tenía que hacer. Le estaba extendiendo una invitación entre líneas, y puesto que yo no estaba dispuesta a lidiar con las secuelas, necesitaba darle una señal para que me relevara. Cuando la calidez de su respiración pausada acarició mi cuello y palpó mi brazo para pedirme que me girase, una corriente eléctrica me recorrió por completo, quemando los fusibles de los sistemas de alerta.

Lo abracé por la nuca con una fuerza que me dejó sorprendida, pues siempre me había considerado débil. Lo potente de mi agarre lo instó a no permanecer inmóvil, y en breve, ya me había pegado a su cuerpo, permitiendo que sus manos se amoldaran a la curvatura naciente en el borde de la espalda. Desprendía un calor férvido, que se mezcló con un aroma potente que provino de su propio cuello. Sentí como las mariposas revoloteaban en mi pecho al degustarlo con finura.

Comenzó a besarme con un sentido de urgencia, como si temiese que el mundo fuera a acabarse después. Apoyó por un instante la nariz en mi mentón, buscando recuperar el aliento y, sin darse cuenta, me fue conduciendo despacio hacia atrás, hasta que topé con la superficie. El leve dolor punzante que dio inicio en mis entrañas acrecentó el ímpetu con el que nos presionábamos mutuamente, y esta vez fui yo quien indagó en los rincones de su cavidad bucal.

El gesto lo tomó por sorpresa, mas no le disgustó. Inclusive se dejó guiar por mis movimientos, concentrado en disfrutar la sensación que amainaba el aire, que se volvió doloroso de respirar. Al combinarlos con los suyos, me convenció de desprenderme de las inhibiciones y de los dilemas a los que había estado sometida desde que llegamos.

Que me cargara para acomodarme en la encimera no me pareció lo más apropiado por la similitud de altura que teníamos. No obstante, dicha carencia fue subsanada cuando osó acomodarse en medio de mis piernas, que encajaron como si estuvieran destinadas a ello, y rompiendo con el exiguo espacio, con lo que quedé a su merced. Las apreté por acto reflejo, lo cual no le importó en lo absoluto.

Complacido por la proximidad obtenida por el descaro que manifestó, se centró en dejar un camino de caricias en el cuello, en la espalda, en las costillas. Quería abarcarlos por entero, como si cada roce fuera equiparado a una pincelada suave, con la que elaboraría una obra de arte de esas que no vendería ni por todo el oro en el planeta.

Recorrió con avaricia cada centímetro de mi torso a medida que los besos se volvían vehementes, hasta que los convirtió en el significado de «desenfreno». A su vez, yo me deleitaba en acariciarle el cabello sedoso, enredándome en las finas hebras azabache, peinándoselo hacia atrás, y luego me engarzaba a su nuca, atrayéndolo hacia mí.

Al palpar mis muslos con las yemas consiguió hacerme estremecer, sintiéndose complacido por ello. Le di un golpecito en el hombro para manifestar que estaba inconforme, pero no se apartó de mí. Mientras yo seguía abrazándolo, sentí que ejercía una presión cada vez más calcinante en ambos huesos de la pelvis, y no volví a la realidad sino hasta que me percaté de sus intenciones al ir subiendo despacio, con sutil atrevimiento, como si quisiera elongar la duración hasta los confines.

De improviso, tomé sus muñecas en el aire. A pesar de que creí que eso lo desconcertaría, continuó delimitando los puntos en los que no había presentado inconvenientes de antaño. En un vano intento por acomodarme, él entendió que quería irme de ahí, así que me alzó de nueva cuenta y terminó recargándome boca arriba en el sillón, sentándose a horcajadas sobre mí.

Evitaba apisonarme contra su figura, pero como no encontraba un punto estable de equilibrio, entrelacé mis dedos en los suyos para que los dirigiera de acuerdo con sus designios. Los apretó con fuerza, pegando su boca a mi mejilla. Seguí removiéndome debajo de su aura ígnea, buscando estar lo más cómoda posible, dejando que el miedo se transformara en un anhelo que amenazaba con brotar como un torrente. Un cosquilleo me recorrió cuando sentí su aliento en la tez de mi cuello, y por dentro le suplicaba que no se detuviera.

Con la consciencia nublada, apenas si distinguí como desembocaría aquella sesión de modalidad candente, y dicha proyección fue la que terminó devolviéndome a mis cabales. No entendía por qué, pero todavía no estaba lista.

—Ya tienes que irte —conseguí hablarle con voz temblorosa, huyendo de su mirada.

Negó dulcemente, moviendo la cabeza, y continuó con su faena.

—Por favor...

Continuó sin hacerme caso. Su mano juguetona se dirigió al dobladillo de la camiseta. No supe cómo reaccionar cuando sentí que comenzaba a enrollarla. El calor de sus palmas al contacto con la piel desnuda de mi torso hizo que me sobresaltara, mas no tuve el valor de apartárselas. Quería incentivarlo para que siguiera recorriéndome con esa lentitud tortuosa, que disparaba el calor en mis mejillas, en mi pecho, en el centro de mando. Todo mi cuerpo estaba encendido en llamas.

Me sobrevinieron escalofríos, y un cúmulo de nervios se me instaló en la boca del estómago. Siguió deslizándose hacia arriba con cuidado, sin dejar de besarme, visualizando el par de objetivos que se había trazado. Pero cuando sentí sus caricias ahuecadas sobre la tela del sujetador, me levanté de improviso.

Ni una llamada ni un toquido en la puerta. Fui yo quien le puso fin al encantamiento.

También conocíamos esta escena. El pesar se había apoderado de mí, ya no había marcha atrás. «Todo está bien, nada ha sucedido».

Poniendo una distancia considerable, procedí a acomodar mi ropa, deshaciendo dobleces y arrugas. Todavía sentía sus dedos curiosos en la superficie que había alborotado. Tuve que limpiarme el sudor al palpar mi rostro y sacudir la cabeza para hacerme espabilar.

Con su acostumbrada expresión neutra, se encargó de observarme durante un rato, hasta que reunió el coraje de avanzar. Lo acompañe hasta la puerta, y me quedé ahí hasta que me cercioré de que no regresaría.

Me fui a acostar pensando en lo que había sucedido, en lo cerca que habíamos estado una vez más de precipitarnos por el borde. No hacía sino imaginarme que hubiera pasado de no haber conseguido interponerme. Levi había llegado a la única restricción que aún quería mantener para mí.

Ya conocía ese cúmulo de sensaciones, por eso me costaba entender por qué no dejaba de sentir que el acto de consumación aún se encontraba fuera de mi alcance. Las escenas que parecían sacadas del plano onírico, las representaciones en las películas de romance adolescente que solían gustarme, oír a otros hablar de sus propias anécdotas... Nada de eso se equipararía a experimentarlo en carne propia. Contaba con la teoría, pero seguía demostrando ser un fracaso en la práctica.

Lo que había sucedido era lo más cercano a «celestial», quizá brindarle esa categoría era lo que me dificultaba su entendimiento. ¿Quién podría orientarme? ¿Por qué estaba tan asustada en un comienzo, y cuando ya estábamos en marcha me detenía luego de haber avanzado un tramo significativo?

Levi no solo me atraía de forma física o me había enamorado de él por completo. Para mí, estaba claro que lo amaba. Lo amaba con locura, quería entregarle todo de mí, sin reservas, como había escrito en el poema, en la infinidad de cartas con que lo había bombardeado, y en las páginas de mi diario, que comenzaban a agotarse. Pero a medida que se me disparaban los sentimientos, no podía evitar sentir un nudo en el estómago. Me aterrorizaba la idea de que, al mostrarle cada rincón de mi ser, incluso las partes que no eran tan bellas, pudiera encontrar algo en mí que no le gustara.

Por eso el amor tendría que llegar a ser más grande que mis temores, para que los cubriera, y con el tiempo los reemplazara. El resultado se encaminaba a la misma dirección, sin importar la ruta que eligiera: quería dejar que tomara posesión de mi persona, en sentido literal. Y no lograría mientras me aferrara a ser la misma Kiomy de siempre. 

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