A merced del diablo

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Park Jimin era un antropólogo mediocre, con un sueldo vergonzosamente bajo. Daba clases de historia en la escuela media porque su especialización no registra importancia en el currículo del Ministerio. Cuando cumplió veinticuatro, se enlistó al ejército. Dos años después, fue dado de alta. Decidió que no podía seguir viviendo como hasta entonces. Quiso explorar por sí mismo el mundo. Escribir sus vivencias. Ser reconocido. No un olvidado docente de escuela pública. Y, por eso, en 1989 llegó a Sudamérica. Concretamente, a La Paz, Bolivia, donde buscaría contactar y convivir con la tribu indígena Toromona, de la cual, hasta ese momento nadie sabía nada.

Kim Namjoon era un hijo de padres empresarios y con más dinero del que necesitaba. Amaba la música; los Sweetwater lo traían perdido en sus viajes de marihuana y ácido. Escapó del ejército al viajar de mochilero a los diecisiete años. Sus padres todavía guardaban la esperanza de que vuelva a Corea y establezca su vida. Pero el hijo que dejó el nido por las fiestas y la exploración que trajo consigo el movimiento hippie no mostró interés en retornar. En 1989, Bolivia lo recibió con los brazos abiertos.

Ellos se cruzan en la lancha. Un primer encuentro poco memorable.

—Ridículos —rezongaba Jimin al oír a los turistas hablar de teorías sobre dominación robótica y repitilianos que habitan en los gobernantes. De locos. Algunos se atrevían a jurar que si alguno de ellos estuviera en el poder daría la codiciada paz al mundo.

—No les hagas caso —había dicho Namjoon a Jimin mientras se sentó a su lado con torpeza y le golpeó el pecho con su mochilón viajero—; con lo drogados que están, no llegarían ni a subir las escalinatas del municipio para reclamar mejores bancas en las plazas donde duermen. Por cierto —sonrió el muchacho moreno, alto y desgarbado—, soy Kim Namjoon.

—Park Jimin, un gusto —dijo con la formalidad propia y remanente de su educación cristiana y pupila—. ¿Viniste por la guía hasta los Toromonas?

—¿Toro qué? —Se burló Namjoon, arrugando las cejas y torciendo la boca—. No, yo no compro boletos para el circo humano, gracias.

Y Jimin no le dirigió la palabra por lo que restó del viaje. Demasiado avergonzado y enojado, y en su lugar repasó la escultura de la Virgen María que encabezaba la pequeña embarcación.

Así se conocieron.

+

El viaje de Jimin resultó un fraude.

Los indígenas Toromonas no eran tribus bolivianas conocidas, apenas sí un chiste macabro. Pero, como consuelo de tonto, supo que no fue el único en caer en ello. Una anciana le comentó de un incidente ocurrido hace no mucho con tres mochileros extranjeros que fueron estafados por un hombre perseguido por la ley. Jimin no quiso indagar demasiado, pero a juzgar por las señales de la cruz que hicieron los presentes al comentarle esto, intuyó que la historia acabó en tragedia.

—¿Y ahora qué? —se oyó preguntar a nadie, sentado en la vereda de un restorán de comida frita.

No traía demasiado dinero encima. Su aventura era ajustada al presupuesto de sus ahorros de vida y ahora daba con que gastó en vano más de lo que era conveniente. ¡Qué idiota fue! Casi podía cerrar los ojos y oír a sus padres regañarlo por la imprudente decisión y exhortarlo a que vuelva, con el rabo entre las patas, y se disculpe. Que acepte casarse. Que asuma un proyecto familiar que no le entusiasma vivir. Que costee tal proyecto dando clases de historia. Y que se resigne a esto escuchando el sermón de los domingos.

Por suerte, no ocurriría así.

—¿Jim?

—¿Kim Namjoon?

—Hombre, qué formalidad, dime Joon. —El moreno de la lancha se dejó caer a su lado, sonriente y sin preocupaciones afeándole el rostro—. ¿Qué tal tus toronjos?

—Toromonas. Da igual, ni siquiera existen.

Y como Namjoon lo vio demasiado desanimado, hizo lo que haría con cualquier amigo: le pasó un porro. Y como Jimin estaba desahuciado, hizo lo que haría con cualquier amigo, si tuviera: lo mandó al carajo.

+

Tres semanas después, Jimin seguía junto a Namjoon en el país boliviano al que viajó con una estúpida ilusión. Su sueño de escribir un libro sobre la vida de la tribu Toromona olvidado ya. En su lugar, se encontró recorriendo los espacios verdes, las pequeñas colonias y tribus que sí estaban en el registro antropológico. Nutriéndose de su cultura y acercándose más a su nuevo amigo.

Kim Namjoon ya no le parecía el muchacho perdido en las drogas y en las ideologías hippies roñosas del principio; ahora, Jimin veía en su amigo un joven ajeno a la ambición capitalista, al egoísmo civil de muchos y terriblemente idealista. Un creyente no de Dios vertical, sino horizontal. Un Dios hecho persona, hecho luz interior que habitaba en todos y que lo volvía, a ojos de Jimin, más imbécil que él al creerse lo de los Toromonas.

Namjoon parecía no ver la maldad en la gente. Jimin se preguntó cómo había sobrevivido tanto tiempo con esa inocencia. Pero de todos modos, permanecían juntos. Se drogaban juntos. Conseguían ligues juntos. Y dormían en un hostal que, de ser posible, le restarían estrellas en vez de otorgarle una. Y eran tiempos de ocio y reflexión. Y Jimin no fue tan feliz como en esas semanas que se volvieron mes.

—¿Recuerdas a Euge? —preguntó Namjoon, tras un trago de cerveza.

Jimin asintió, todavía viendo a los niños jugando a la pelota. El ruido de la comunidad llenándoles los oídos. El calor bañándoles el rostro en sudor.

—Me ha invitado a una celebración. No exactamente una fiesta, pero dice que es divertido. Un amigo de Irlanda, creo, le dijo que podía llevar a más personas.

Una de las comisuras de Jimin se alzó en una sonrisa.

—¿Qué celebran?

—Los deseos profundos —contó Namjoon, captando el interés de Jimin aunque este no se lo dejó ver; siguió—: me habló de un ritual simbólico en el que se hace un fogón y se ofrendan comidas para pedir por lo que más anhelamos. Es este treinta y uno. Dijo que podíamos unirnos porque hay dos vacantes.

—¿Tan exclusivo es este rito?

—No, es por la cabalística. Seremos nueve asistentes, y un guía espiritual con sus músicos. ¿Qué dices? ¿No hay algo que desees con todas tus fuerzas?

Jimin sabía que muchas celebraciones se estructuraban de esa forma. Un guía o sacerdote que lideraba la ceremonia. Y la presencia de instrumentales era de suma importancia. Como sucedía en rituales africanos.

—De acuerdo.

Claro que deseaba algo. Y cuando chocó su cerveza con la de Namjoon, supo que era su oportunidad.

Dos días después, emprenden viaje a la jungla.

+

Jimin había estudiado sobre la Noche de Walpurgis. Dicha celebración pagana, si bien era llevada a cabo en abril, seguía siendo un tema de interés para los que consideraban el ocultismo y la brujería. Imaginó que este rito no sería diferente a aquella. Sobre todo cuando le explicaron que habría una fogata, y un líder de rito como en los festivales de Beltane que haría de sacerdote espiritual. Sin embargo, esperaba que esta celebración no conllevara a un halo tenebroso, de brujas y demonios como retrató Goya en su pintura.

Adentrándose en la jungla siguiendo el cauce del río Madre de Dios, componían un pintoresco grupo de turista. Nueve personas, un guía espiritual y dos músicos. Siguiendo el rastro de los pasos de un buey, llegaron hasta un claro no muy lejos del río. La naturaleza libre de la corrupción moderna era un espectáculo por sí misma, pero la distracción del paisaje fue, para Jimin al menos, las vestimentas que portaban los demás.

Como Namjoon y él se unieron tarde a la celebración no alcanzaron —cosa que agradecían— a vestir los faldones de tela cortada, los collares de cuentas de madera y hueso, los brazaletes de metal retorcido, las trenzas colgantes de una bandana de cuero que parecía dar comezón. Ni siquiera envidiaron la frescura y ligereza de la ropa. Porque al adentrarse en la jungla, los mosquitos y hormigas que caían de los árboles, se apiñaron a su alrededor.

—¡Puta mierda! —había gritado Jimin cuando recibió un terrible y doloroso mordisco de hormiga.

—Disparo —explicó Namjoon mientras lo salvaba de más de estos insectos— como has comprobado, a eso equivale su piquete. ¿Sabías que eran utilizadas para...?

Siguieron andando.

De las presentaciones de rigor, Jimin rescató apenas tres nombres: Marla, la nativa y guía espiritual de largos cabellos azabache y una cicatriz en la mejilla; Edward, un irlandés soberbio de nariz chata que apenas le dirigió la mirada y Adabel, una argentina cuarentona que traía con ella un bebé que no dejaba de llorar porque padecía una enfermedad de la que no se molestó en preguntar. A los demás, los identificó como: la rubita de pechos grandes, el calvo de bigotes, padre del bebé y los hermanos rastafaris.

La noche se presentó estrellada detrás de las tupidas copas de los árboles y el viento asfixiante de un verano que prometía semanas de lluvia. Se les pidió que tomen asiento en ronda. Descalzos. Mantener la voz en tono suave. Convidó la guía un brebaje de hierbas poderosas y autóctonas: San Pedro. A Jimin le supo a mierda y jazmín. Debían pensar al beber su deseo más codiciado, pero no podían revelar cuál era. Así evitaban salarlo.

En una ceremonia muda, fueron lenguaje las miradas y las sonrisas cómplices. Los toques suaves al compartir la bebida o el cigarrillo. Jimin se quitó la camisa, siendo imitado con timidez por Namjoon, para quedar en remera sin mangas. Los otros, que vestían ligeros, les sonreían. Y hubo cierto rubor en los dos al ser conscientes de que mucha de esas miradas no era simple simpatía.

Cayendo en un sopor tibio, aguardaban con paciencia el inicio del llamado. La piel, sin embargo, respondía a la anticipación interior. Hormigueaba. Se erizaba con la más sutil caricia. La saliva se caldeaba en las lenguas. Y los labios se secaban, reclamando más alcohol. Entonces, los músicos se pusieron en posición. La guía convidó ahora un polvo blanco que les relajaría todavía más el cuerpo y les despejaría la mente para la elevación.

Namjoon lo aceptó enseguida. Jimin vio cómo, con una simpleza propia de la práctica constante, el chico se oprimía una fosa nasal y esnifaba con fuerza. Las líneas blancas desaparecían graciosamente. Cuando fue su turno, titubeó. No muy convencido, escaneó las demás caras. Nadie le prestaba atención, observando con una fascinación idiota el fuego.

—Si es demasiado para ti, sal de la ronda —ladró la guía, olvidado cualquier gesto amistoso.

Jimin le arrebató el plato plano en el que estaba el polvo y con una firmeza que no sentía, esnifó. Enseguida, el ardor le hizo lagrimear, pero lo soportó. Tuvo que darle la razón a la guía. Ese polvo "pegaba" como nada. Al poco rato, su sonrisa era tranquila y su mirada vidriosa se sintió hipnotizada por las llamas bamboleantes.

—¿Qué es eso? —Susurró Namjoon, señalando al otro lado del fogón que circulaban—. ¿Has visto, Jim?

Jimin entornó los ojos, queriendo descubrir qué veía su amigo. Solo se encontró con oscuridad. Volvió a estudiar el fuego. Los sonidos de animales e insectos, el lloriqueo incansable del bebé aplacados por el crepitar de un fogón cada vez más alto y más salvaje. Llegó a preocuparse por que se ocasione un incendio forestal, pero ya habiendo esnifado las dos líneas del polvo de origen paraguayo dejó de reparar en riesgos como ese. O en otros peligros que acechaban.

Los pensamientos de Jimin se espesaron. No podía precisar uno cuando otro emergía y lo distraía. Sin pudor, se quitó la remera. El calor quedó olvidado. No sentía ni el roce o los piquetes molestos de los insectos. Ni la dureza áspera del tronco en el que estaba sentado. Tampoco notó los codazos de Namjoon, que le hablaba pegado al oído. Lo escuchaba como si su voz saliera de debajo del agua. Existían el fuego y él. Y la jungla, rodeándolo, le concedió una melodía de viento, de ramas acariciándose entre sí casi lascivamente mientras se balanceaban. Los tambores no eran competencia contra el rugido de la naturaleza.

Como ido, sonrió por las morisquetas de los otros sujetos. Ellos se pusieron de pie y meneaban las caderas para que las mujeres les aplaudan. El bebé en brazos del rastafari se sacudía sonriente siguiendo el baile. Jimin tuvo que llevarse las manos a la boca para contener una carcajada cuando el calvo se dejó caer de rodillas y se perdió bajo el faldón de la muchacha rubia, que gimió encantada. Le puso un poco la escena, pero no tanto como ver a los otros dos tipos besarse con hambre, con gula, y meterse mano.

Namjoon le comentó algo, pero lo apartó de un manotazo para ver a las mujeres restantes bailar tan cerca del fuego que, cuando el viento lo acuciaba, les rozaba la piel y las hacía chillar. Quiso unírseles, mas la mano de Namjoon lo detuvo y le hizo caer en su regazo. No tardaron en besarse, o más bien, Jimin no dudó en comerle la boca desesperado. No se detuvo a pensar en que Namjoon era heterosexual y que posiblemente lo odiaría cuando las sustancias, el San Pedro y el polvo de duende, dejen de nublarles el juicio. Solo se distanció al oír el balido estridente de un carnero.

—¿Qué hacen? —consultó en su aparatoso inglés, removiéndose del agarre férreo de Namjoon hasta caer al suelo. Gateó cerca del fogón y estiró la mano para acariciar el pelaje oscuro del animal—. ¿Vamos a comerlo?

—No, esto no es nuestro alimento —regañó la madre del bebé, que llevaba los pechos al aire; expelía leche que chorreó hasta el ombligo—. Aparta, ¿quieres?

Alguien lo levantó sin ejercer demasiada fuerza. Jimin se le colgó al cuello para besarlo. Sintió la excitación dura del sujeto en el estómago, pinchándole. Era el irlandés, Edward. Lo tomó con una mano, masajeando con presteza. La hermana rastafari, bonita y de sonrisa predadora, se les unió. Perdido en el placer, Jimin no vio cuando trajeron más animales. Ovejas, carneros, gallos y gallinas. Y no observó la decapitación de todos estos. Pero sí oyó los tambores, repercutiendo en sus oídos y pecho. Pulsando en su entrepierna.

Con delicadeza, el irlandés lo recostó en el suelo junto al cuerpo sin cabeza de un carnero. Sonriendo sin caer en cuenta de esto, Jimin quiso bajarse los pantalones, pero el hombre negó. Arrodillado entre el animal y Jimin, untó en el cuello del carnero dos dedos. Luego le pidió que cierre los ojos y le susurró que abra la boca. Su aliento apestaba a alcohol. Tabaco.

No importó.

Tan excitado como estaba, Jimin hizo caso al instante. Un líquido tibio pintó sus párpados. Le dejó pegajosas las pestañas y le impidió que abra los ojos. Algo se le coló, no obstante, y le causó picor. Así que abrió la boca para protestar, pero se la llenaron dos dedos mojados, salados, viscosos, que no sabían mal. Chupó con esmero, limpiándolos con la lengua mientras respiraba agitado porque estaba casi por acabar. Vibraba entero, arengado por la música y la voz del irlandés. Quería correrse. Y atendieron su ruego. Manos le bajaron los pantalones, dejándolo en calzoncillos y lo manosearon hasta que se retorció y gimió su orgasmo todavía con los dedos en la boca amortiguando su estallido.

Sumido en su goce reciente, laxo, se rindió a lo que sea que hacían con él. No podía abrir los ojos, pero sintió la piel cubierta por una sustancia tibia que se endurecía con el viento. Luego, lo que parecieron plumas puestas debajo de su cabeza, entre sus cabellos, picando por todos lados. Y cuentas, como las de los collares que llevaban los otros, ataron sus manos a lo alto. Levantándole los brazos y haciendo que ruegue porque no le hicieran cosquillas. No hubo cosquillas, sino mordiscos. Bocas traviesas mordieron a lo largo y ancho de su torso, algunos descendieron hasta sus muslos y alguien lamió los restos de su orgasmo por sobre la tela del calzoncillo.

Una voz, reconoció a la guía, murmuraba acelerada cerca de su cabeza y supuso que era quien le clavaba los dedos en las sienes. Los tambores ya no eran melodía, sino estruendos espantosos y ensordecedores. Olió el sudor de los cuerpos, la jungla caliente, el fogón y el humo, y algo más. Los animales. La tierra. Y azufre. Y cuando los aromas lo asfixiaron, cuando las manos y las bocas, las lenguas y los dientes, lo exasperaron, gritó. Pidió que se detuvieran, lo que lo llevó a comprobar que no solo sus manos habían sido alzadas y atadas, sino que sus piernas fueron separadas y sujetadas por los tobillos.

Como pudo, abrió los ojos, pero las lágrimas y lo embarrado que estaba por el líquido que escurrió de sus párpados le hizo imposible distinguir formas. Aunque no había nada allí que ver. Pero sí sentir. Una presión sobre su cuello dificultó que respire, mas no había cerca nadie que lo ahorque. Lo habían dejado abandonado, ocupados preparando el siguiente cuerpo.

Ladeó el rostro, obligándose a encontrar calma, pero el corazón le latía desbocado desde que tomó el brebaje asqueroso de San Pedro. En principio, eso le pareció gracioso. Ahora le asustó tener un infarto. Viendo al costado derecho, notó a la mujer de los pechos al aire en la misma postura que él se sabía, con los brazos levantados y las piernas abiertas. Le enojó que ella no estuviese atada, con la ventaja de poder irse. Aunque se retorcía, jadeando como un animal en celo, no aparentando querer huir. Sobre ella, una gallina desangrándose desde el cuello sin cabeza. Jimin sintió tanto asco de ver la sangre chorrear por la figura sensual, que si se le paró fue apenas por reflejo y no porque lo hallara excitante. Dedujo que el líquido viscoso que lo cubría también era sangre.

Mirando al otro lado, a su izquierda, hizo contacto visual con Namjoon. Se alegró de verlo. Permanecía quieto, en la misma pose e igualmente atado. Duró poco su alegría cuando percibió, parpadeando lejos las lágrimas que le ayudaban a despejar la vista, que este estaba como en trance. Buscó pronunciar su nombre, y su lengua parecía perezosa porque balbuceó una incoherencia. Lejanamente, escuchó a otros emitir gruñidos y silabeos confusos, por lo que se esforzó en dominar sus sentidos y su cuerpo.

Sin efecto, se rindió y miró hacia arriba, al fogón, que ardía tan alto que parecía lamer el cielo.

Y, antes de poder rezar por ayuda, cayó en la inconsciencia.

+

Despertó rato después, aunque el agotamiento físico le indicó que durmió un sueño intranquilo. Entumecido, recordó que estaba atado. Pero veía claramente. Y desearía no haberlo hecho. Desearía haberse quedado dormido, pero sería tarde ya cuando delate que estaba despierto.

El frescor le indicó que no se encontraba cerca del fogón. Virando la cabeza, entendió que había sido rodado. En contacto con los demás asistentes del ritual. Namjoon descansaba su rostro en la curvatura de su cuello. La mujer junto a él lo abrazaba, con una pierna alzada sobre las suyas y apoyándole los pechos en el costado. Jimin no entendía por qué su pose era la más vulnerable, pero al notar que, en realidad, estaba cubierto por otros se estremeció de alivio.

Desorientado, dejó caer la cabeza. ¿Qué sucedió? Pero una puntada en las sienes le atajó las ideas. Así que respiró, convenciéndose de que estaría bien. Que esto era una farsa de ritual y que lo drogaron para robarle. El fogón ya no ardía con intensidad, sino que su esplendor decayó. Casi como si, cuando menos lo esperaran, se extinguiría y los arrojaría a una tenebrosa oscuridad. Aunque de momento los iluminaba en la penumbra silenciosa. Nada de hojas moverse con el viento, ni monos gritándoles desde los árboles, ni insectos, ni carneros. Ni llantos enfermizos de bebé. Ni tambores.

Y fue en ese instante que lo descubrió.

Jimin no sabría cómo describir lo que estaba viendo, sino recurriendo a nociones cercanas al horror y el espanto. Sería incluso injusto que quisiera contar lo que vio, porque aquello era inenarrable. Solo supo que esa criatura que asemejaba al macho cabrío del folclore popular, era real. No una alucinación por las drogas, sino, ¿cómo pudo alzar a la mujer rastafari tirada en el suelo más allá? Tuvo que apretar la mandíbula para no gritar cuando fue testigo de cómo este ser la olfateaba, lamía y posterior a eso mordía sus senos hasta sangrar. Acto seguido, la tomó con salvaje vigor.

Desechando a la mujer, encontró un carnero. Lo examinó y lo devoró entero, gruñendo con éxtasis y destrozando el cuerpo animal antes de seguir con otra presa. Edward. Lo penetró, como a la rastafari, duro, enérgico, y Jimin supuso que, de estar despierto, los alaridos habrían sido altos, pero solo se oía el gimoteo de la bestia enfebrecida.

Así siguió, saciándose de las ofrendas de animales, como del sexo de los humanos que danzaron en torno al fogón y que se ofrecieron para celebrarlo. Jimin comprendió que tanto él como Namjoon no habían sido apropiadamente informados y las ataduras que los retenían eran la confirmación de cuán ilusos fueron por venir a esta velada. Lloró mudo, angustiado hasta el alma por haberle seguido la corriente a Namjoon. Pero asumió parte de la culpa porque él mismo quiso probarse que era valiente. Una valentía que perdió cuando la bestia, ya cercana a ellos, lo vio y sonrió.

Era curioso que un rostro del que no se podía precisar si era humano o animal pareciera abiertamente contento de verlo. Y más cuando entre sus manos humanas retenía el cuerpo de una oveja que desgarró al medio para darse una zampada con las vísceras. Tragó sin masticar. Se dio un festín con la carne, los músculos, chupó los huesos y los escupió lejos hasta dejar el cuero. Usó la lana para cubrirse los hombros desnudos.

Jimin notó que, ciertamente, era lo único que vestía pues debajo del torso aparentemente de mujer, si juzgaba por los pechos grandes y de oscuros pezones, unas patas de cabra, gruesas y peludas, lo erguían para que ande como un hombre en dos pies. Pero se tambaleó, como ebria. Y aunque no abrió la boca, Jimin escuchó una carcajada espeluznante. Un sonido rasgado, de cuerdas de guitarra rota. Y supo que debía actuar antes de que fuese su turno.

Empujando sin cuidado a la mujer, Jimin se retorció en sus ataduras. La carne en los bordes de la cuerda que lo retenía se resintió, pero siguió. Al mismo tiempo, pateó a Namjoon para que despierte. Y este lo hizo, aunque su mirada seguía algo perdida.

—Hay que irse —siseó tan bajo que pensó que el otro no lo escucharía.

—No, tengo sueño, Jim.

—Vamos, por favor.

Tras tanto tironear, Jimin pudo soltar sus manos. No se detuvo a ver la piel y sangre, sino que siguió por sus pies. Como tiritaba por un frío de terror, no podía desatar la cuerda. Nuevamente, jaloneó su piel y rasgó hasta soltarse. Las sujeciones de Namjoon estaban igualmente apretadas, pero el dolor fue un disparo certero a que espabile.

—¿Qué es eso...? —consultó Namjoon, con la histeria bordeando sus palabras.

Sin contestar, Jimin comenzó a andar a gatas. No confiaba en que sus piernas le sostengan. Namjoon lo siguió. Estar desnudos pareció asustarles más. Tan vulnerables y solos. Pero el refugio de los árboles le supuso una ventaja. Sosteniéndose de un árbol áspero, Jimin se irguió. Probó dos pasos y pensó que podría correr. Volvió a ver el claro, y se estremeció al ver a la guía siendo violada por la bestia. ¿Qué clase de ofrenda era esta? Renegó en su cabeza.

—Vamos, Joon.

No era tan fácil como podría creerse correr por la jungla, porque las ramas los azotaban al pasar. La oscuridad les impedía ver para no tropezar. Y a la tercera vez que se enredaron y cayeron, se quedaron en el suelo jadeando. El esfuerzo y el susto les robaron la adrenalina inicial, pero no podían darse el lujo de descansar.

—¿A dónde iremos, Jim?

Sin embargo, cualquier respuesta de Jimin fue absorbida por un gruñido proveniente de todas partes. Como si el sonido los envolviera, los retuviera en su sitio. No podían verse uno al otro, pero tanteando hasta tomarse las manos, se abrazaron. Namjoon lloraba en su hombro, y Jimin quiso abofetearlo. Un ramalazo de ira lo sacudió. ¿En serio se echaba a lloriquear? ¿De qué valía? Se desenredó del abrazo, asqueado. Pensó que podría irse solo. No quería cargar con el estorbo de Namjoon.

Él podía tomar ventaja si se escabullía mientras el demonio se zampaba a su amigo. Por supuesto, eventualmente sería perseguido, pero quizá ya estaría lejos. O la bestia no lo querría tan remilgado como se portaba. ¿Acaso no habían sido forzados a quedarse para la invocación? Aunque en esta línea de pensamientos, dio con que Namjoon sería igualmente una víctima de este engaño. Y la bestia tal vez tampoco lo usaría a su capricho. Por ende, no podría irse.

Un aguijonazo en el muslo lo hizo saltar en su sitio. Se palmeó para quitarse a la hormiga de fuego. Recordó a Namjoon alejándolo de un hormiguero, explicándole cómo los misioneros eran sometidos a torturas con estos insectos por no asumir el credo español. Se rio. ¿Por qué siquiera recordaba eso? Oh, claro. Namjoon lo ayudó. Pero no podía comparar las situaciones.

—¿De qué te ríes, Jim?

Quiso decirle que se vaya al diablo. Pero así como se le ocurrió, así acrecentó su risa. Un ataque rozando lo histérico que no pudo detener. Y lloró de risa y de miedo. Y la culpa lo envenenó. La culpa de no sentirse culpable por querer dejar atrás a su amigo. No le mortificó el descubrirse siendo un egoísta, ¡era su vida la que estaba en juego! Aun así, sostuvo a Namjoon de la mano y lo abrazó como disculpándose por adelantado.

Si la bestia ya había notado sus ausencias, saldría a cazarlos. Avanzaron unos metros cuando otro gruñido, más cercano, rompió el silencio. Jimin tuvo la sensación de que la bestia los observaba. Y no se equivocó. Allí estaba, sobre Namjoon. Y se sacudió de pavor y frío cuando lo arrancó del suelo. Era su hora de escapar. Pero eran fuerzas invencibles las que pretendía burlar. El siguiente cazado fue él. Llevado a cuestas, en peso muerto pues sus energías se agotaron, volvieron al claro. Suplicó en su mente que no los dañe, y podría jurar que la bestia con astas enormes y retorcidas lo oyó porque rebuznó antes de dejarlos caer.

Jimin susurró con la garganta ardiendo, la lengua adormecida y tan entumida que era doloroso. El pedido fue más bien un gimoteo patético que pareció causarle gracia al demonio ante él, que se echó como un cachorro y lo observó de cerca. La respiración de la bestia apestaba a muerte y Jimin sintió náuseas que tragó para seguir luchando por suplicar. Mas nada sirvió cuando un brazo lo atrajo contra el pecho femenino de la criatura. Le obligó a mamar de un pezón largo y reseco hasta que probó leche agria. Jimin intentó quitar la cabeza de allí, pero nada eran sus luchas contra la rudeza de la bestia que, por el movimiento, le restregó el miembro erecto en los muslos.

Se paralizó al instante. Temió que le hiciera lo mismo que a todos y se contorsionó, lloriqueando como un niño. Si hubiera sido un cuadro, la imagen sería la de aquellas pinturas de madres que amamantan a sus hijos. ¿No había un bebé con ellos? No podía estar seguro ya.

Las uñas como garras del demonio trazaron senderos, rasgando levemente la piel en su espalda, bajando hasta tocó entre las nalgas. Allí entendió su destino y no le importó estar a merced de algo capaz de matarlo con un simple apretón, Jimin mordió el pezón hasta que lo arrancó del pecho y tragó sangre asquerosamente dulce.

Y perdió la cabeza. Lo quiso todo para sí. Suyo. Como darse un chute con ácido. Fue esta dulzura sin igual la que lo llevó a pegar la boca al pecho del demonio y chupar. Succionó más y más y más desde la herida, y ya no le pareció extraño abrirse de piernas para que la bestia lo explore. Y la criatura debió traducir sus jadeos ansiosos como lo que eran: una necesidad pura y carnal de ser tomado por aquel miembro gordo y venoso. Por lo que, cuando le dio vuelta de cara al suelo, Jimin alzó el culo sin miedo.

Una lengua larga y serpenteante reptó por su nuca, descendiendo por su espalda. Casi al instante de sentir que le separaban las nalgas, se desmayó en un orgasmo brutal.

+

El amanecer y la mañana, el mediodía y la tarde. Recién al atardecer del día posterior al ritual todos recuperaron la conciencia. Adoloridos, pero en paz, se sentaron en ronda nuevamente ante las cenizas del fogón y en común acuerdo no comentaron la experiencia. Huellas de la visita bestial los marcaban en moratones, dentadas, chupetones. Aun así, lucían radiantes, vigorosos. El bebé cubierto por entero de sangre seca, dormía tranquilo como si lo que lo aquejaba hubiese ya sanado. Asimilaron lo ocurrido en respetuoso silencio y cuando llegó el momento de marchar lo hicieron con el entendimiento de que lo vivido los había marcado para siempre.

Jimin viajó una vez más, puesto que una inesperada fortuna le cayó en las manos y logró escribir sobre una tribu perdida en las selvas misioneras, cruzando al país vecino, y se convirtió en un Best seller. Tras esto, decidió con lo recaudado hacerse cargo de la dirección de un museo. Un sueño olvidado que tuvo desde niño, cuando quería contagiar a todos el disfrute por aprender la evolución de los comportamientos sociales a través del espacio y el tiempo, en todas sus manifestaciones. Las culturas. Los hombres y mujeres de ayer. Las presencias de ellos en el hoy.

Namjoon, por otro lado, no percibió que su vida se modificase como se enteró que ocurrió con los demás asistentes. Aunque es de todos, el menos afectado cada año en la fecha del ritual. Por lo que sabe, tiene que darle gracias a Jimin, aunque su mente no pueda componer verdaderamente esa memoria. Y su amigo se niegue a contarle lo que él sí recuerda a la perfección.

Y desde aquel ritual, cada treinta y uno de octubre, Jimin se prepara para recibir la visita del demonio. Apaga las luces. Enciende velas. Ofrenda animales y frutas y alcohol y cigarros y... Sí, esta noche ha conseguido un obsequio especial. Lo oye gritar en su sótano, mientras se desviste. Están solos, la servidumbre se ha marchado. Lo escucha llamarle, suplicar ayuda. Que lo libere. Pero lo ignora y se acaricia con manos cubiertas de sangre. Lo oye llorar y se ríe encantado. Lo anima a que siga. Se recuesta en el suelo y es tiempo de iniciar.

Lo que nadie advirtió aquella vez, es que, a cada deseo cumplido, nacerá la ambición de otros y otros y el precio a obtenerlos será más y más escabroso.

Fin.





Nota:


Recuerdo que pensé en esta historia luego de ver The Jungle, donde Dan Radcliffe trabaja increíble como en cada uno de sus papeles (dios, cómo lo amo). Deberían ver la película, es una locura, y además, está basada en una historia real. Ah, y lo del ritual no está en la película, eso es cosa mía jaja

Quéseió, hice lo que pude.

Si llegaste hasta acá: ¡Gracias por leer!

:)

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