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J.K. ROWLING
Harry Potter
y
la cámara secreta
Tras derrotar una vez más a lord Voldemort, su siniestro enemigo en Harry
Potter y la piedra filosofal, Harry espera impaciente en casa de sus insoportables
tíos el inicio del segundo curso del Colegio Hogwarts de Magia y hechicería. Sin
embargo, la espera dura poco, pues un elfo aparece en su habitación y le advierte
que una amenaza mortal se cierne sobre la escuela. Así pues, Harry no se lo
piensa dos veces y, acompañado de Ron, su mejor amigo, se dirige a Hogwarts
en un coche volador. Pero ¿puede un aprendiz de mago defender la escuela de los
malvados que pretenden destruirla? Sin saber que alguien ha abierto la Cámara
de los Secretos, dejando escapar una serie de monstruos peligrosos, harry y sus
amigos Ron y Hermione tendrán que enfrentarse con arañas gigantes, serpientes
encantadas, fantasmas enfurecidos y, sobre todo, con la mismísima reencarnación
de su más temible adversario.
Título original: Harry Potter and the Chamber of Secrets
Traducción: Adolfo Muñoz García y Nieves Martín Azofra
Copyright © J.K. Rowling, 1998
Copyright © Emecé Editores, 1999
Emecé Editores España, S.A.
Mallorca, 237 - 08008 Barcelona - Tel. 93 215 11 99
ISBN: 84-7888-495-5
Depósito legal: B-33.840-2000
1ª edición, octubre de 1999
10ª edición, julio de 2000
Printed in Spain
Impresión: Liberdúplex, S.L.
Constitución, 19 08014 Barcelona
Para Séan P.F. Harris,
Gúia en la escapada y amigo en los malos tiempos.
1
El peor cumpleaños
No era la primera vez que en el número 4 de Privet Drive estallaba una discusión
durante el desayuno. A primera hora de la mañana, había despertado al señor Vernon
Dursley un sonoro ulular procedente del dormitorio de su sobrino Harry.
—¡Es la tercera vez esta semana! —se quejó, sentado a la mesa—. ¡Si no puedes
dominar a esa lechuza, tendrá que irse a otra parte!
Harry intentó explicarse una vez más.
—Es que se aburre. Está acostumbrada a dar una vuelta por ahí. Si pudiera dejarla
salir aunque sólo fuera de noche...
—¿Acaso tengo cara de idiota? —gruñó tío Vernon, con restos de huevo frito en el
poblado bigote—. Ya sé lo que ocurriría si saliera la lechuza.
Cambió una mirada sombría con su esposa, Petunia.
Harry quería seguir discutiendo, pero un eructo estruendoso y prolongado de
Dudley, el hijo de los Dursley, ahogó sus palabras.
—¡Quiero más beicon!
—Queda más en la sartén, ricura —dijo tía Petunia, volviendo los ojos a su robusto
hijo—. Tenemos que alimentarte bien mientras podamos... No me gusta la pinta que
tiene la comida del colegio...
—No digas tonterías, Petunia, yo nunca pasé hambre en Smeltings —dijo con
énfasis tío Vernon—. Dudley come lo suficiente, ¿verdad que sí, hijo?
Dudley, que estaba tan gordo que el trasero le colgaba por los lados de la silla, hizo
una mueca y se volvió hacia Harry.
—Pásame la sartén.
—Se te han olvidado las palabras mágicas —repuso Harry de mal talante.
El efecto que esta simple frase produjo en la familia fue increíble: Dudley ahogó un
grito y se cayó de la silla con un batacazo que sacudió la cocina entera; la señora
Dursley profirió un débil alarido y se tapó la boca con las manos, y el señor Dursley se
puso de pie de un salto, con las venas de las sienes palpitándole.
—¡Me refería a «por favor»! —dijo Harry inmediatamente—. No me refería a...
—¿QUÉ TE TENGO DICHO —bramó el tío, rociando saliva por toda la mesa—
ACERCA DE PRONUNCIAR LA PALABRA CON «M» EN ESTA CASA?
—Pero yo...
—¡CÓMO TE ATREVES A ASUSTAR A DUDLEY! —dijo furioso tío Vernon,
golpeando la mesa con el puño.
—Yo sólo...
—¡TE LO ADVERTÍ! ¡BAJO ESTE TECHO NO TOLERARÉ NINGUNA
MENCIÓN A TU ANORMALIDAD!
Harry miró el rostro encarnado de su tío y la cara pálida de su tía, que trataba de
levantar a Dudley del suelo.
—De acuerdo —dijo Harry—, de acuerdo...
Tío Vernon volvió a sentarse, resoplando como un rinoceronte al que le faltara el
aire y vigilando estrechamente a Harry por el rabillo de sus ojos pequeños y penetrantes.
Desde que Harry había vuelto a casa para pasar las vacaciones de verano, tío
Vernon lo había tratado como si fuera una bomba que pudiera estallar en cualquier
momento; porque Harry no era un muchacho normal. De hecho, no podía ser menos
normal de lo que era.
Harry Potter era un mago..., un mago que acababa de terminar el primer curso en el
Colegio Hogwarts de Magia. Y si a los Dursley no les gustaba que Harry pasara con
ellos las vacaciones, su desagrado no era nada comparado con el de su sobrino.
Añoraba tanto Hogwarts que estar lejos de allí era como tener un dolor de
estómago permanente. Añoraba el castillo, con sus pasadizos secretos y sus fantasmas;
las clases (aunque quizá no a Snape, el profesor de Pociones); las lechuzas que llevaban
el correo; los banquetes en el Gran Comedor; dormir en su cama con dosel en el
dormitorio de la torre; visitar a Hagrid, el guardabosques, que vivía en una cabaña en las
inmediaciones del bosque prohibido; y, sobre todo, añoraba el quidditch, el deporte más
popular en el mundo mágico, que se jugaba con seis altos postes que hacían de
porterías, cuatro balones voladores y catorce jugadores montados en escobas.
En cuanto Harry llegó a la casa, tío Vernon le guardó en un baúl bajo llave, en la
alacena que había bajo la escalera, todos sus libros de hechizos, la varita mágica, las
túnicas, el caldero y la escoba de primerísima calidad, la Nimbus 2.000. ¿Qué les
importaba a los Dursley si Harry perdía su puesto en el equipo de quidditch de
Gryffindor por no haber practicado en todo el verano? ¿Qué más les daba a los Dursley
si Harry volvía al colegio sin haber hecho los deberes? Los Dursley eran lo que los
magos llamaban muggles, es decir, que no tenían ni una gota de sangre mágica en las
venas, y para ellos tener un mago en la familia era algo completamente vergonzoso. Tío
Vernon había incluso cerrado con candado la jaula de Hedwig, la lechuza de Harry, para
que no pudiera llevar mensajes a nadie del mundo mágico.
Harry no se parecía en nada al resto de la familia. Tío Vernon era corpulento,
carecía de cuello y llevaba un gran bigote negro; tía Petunia tenía cara de caballo y era
huesuda; Dudley era rubio, sonrosado y gordo. Harry, en cambio, era pequeño y
flacucho, con ojos de un verde brillante y un pelo negro azabache siempre alborotado.
Llevaba gafas redondas y en la frente tenía una delgada cicatriz en forma de rayo.
Era esta cicatriz lo que convertía a Harry en alguien muy especial, incluso entre los
magos. La cicatriz era el único vestigio del misterioso pasado de Harry y del motivo por
el que lo habían dejado, hacia once años, en la puerta de los Dursley.
A la edad de un año, Harry había sobrevivido milagrosamente a la maldición del
hechicero tenebroso más importante de todos los tiempos, lord Voldemort, cuyo nombre
muchos magos y brujas aún temían pronunciar. Los padres de Harry habían muerto en
el ataque de Voldemort, pero Harry se había librado, quedándole la cicatriz en forma de
rayo. Por alguna razón desconocida, Voldemort había perdido sus poderes en el mismo
instante en que había fracasado en su intento de matar a Harry.
De forma que Harry se había criado con sus tíos maternos. Había pasado diez años
con ellos sin comprender por qué motivo sucedían cosas raras a su alrededor, sin que él
hiciera nada, y creyendo la versión de los Dursley, que le habían dicho que la cicatriz
era consecuencia del accidente de automóvil que se había llevado la vida de sus padres.
Pero más adelante, hacía exactamente un año, Harry había recibido una carta de
Hogwarts y así se había enterado de toda la verdad. Ocupó su plaza en el colegio de
magia, donde tanto él como su cicatriz se hicieron famosos...; pero el curso escolar
había acabado y él se encontraba otra vez pasando el verano con los Dursley, quienes lo
trataban como a un perro que se hubiera revolcado en estiércol.
Los Dursley ni siquiera se habían acordado de que aquel día Harry cumplía doce
años. No es que él tuviera muchas esperanzas, porque nunca le habían hecho un regalo
como Dios manda, y no digamos una tarta... Pero de ahí a olvidarse completamente...
En aquel instante, tío Vernon se aclaró la garganta con afectación y dijo:
—Bueno, como todos sabemos, hoy es un día muy importante.
Harry levantó la mirada, incrédulo.
—Puede que hoy sea el día en que cierre el trato más importante de toda mi vida
profesional —dijo tío Vernon.
Harry volvió a concentrar su atención en la tostada. Por supuesto, pensó con
amargura, tío Vernon se refería a su estúpida cena. No había hablado de otra cosa en los
últimos quince días. Un rico constructor y su esposa irían a cenar, y tío Vernon esperaba
obtener un pedido descomunal. La empresa de tío Vernon fabricaba taladros.
—Creo que deberíamos repasarlo todo otra vez —dijo tío Vernon—. Tendremos
que estar en nuestros puestos a las ocho en punto. Petunia, ¿tú estarás...?
—En el salón —respondió enseguida tía Petunia—, esperando para darles la
bienvenida a nuestra casa.
—Bien, bien. ¿Y Dudley?
—Estaré esperando para abrir la puerta. —Dudley esbozó una sonrisa idiota—.
¿Me permiten sus abrigos, señor y señora Mason?
—¡Les va a parecer adorable! —exclamó embelesada tía Petunia.
—Excelente, Dudley —dijo tío Vernon. A continuación, se volvió hacia Harry—.
¿Y tú?
—Me quedaré en mi dormitorio, sin hacer ruido para que no se note que estoy
—dijo Harry, con voz inexpresiva.
—Exacto —corroboró con crueldad tío Vernon—. Yo los haré pasar al salón, te los
presentaré, Petunia, y les serviré algo de beber. A las ocho quince...
—Anunciaré que está lista la cena —dijo tía Petunia—. Y tú, Dudley, dirás...
—¿Me permite acompañarla al comedor, señora Mason? —dijo Dudley, ofreciendo
su grueso brazo a una mujer invisible.
—¡Mi caballerito ideal! —suspiró tía Petunia.
—¿Y tú? —preguntó tío Vernon a Harry con brutalidad.
—Me quedaré en mi dormitorio, sin hacer ruido para que no se note que estoy
—recitó Harry.
—Exacto. Bien, tendríamos que tener preparados algunos cumplidos para la cena.
Petunia, ¿sugieres alguno?
—Vernon me ha asegurado que es usted un jugador de golf excelente, señor
Mason... Dígame dónde ha comprado ese vestido, señora Mason...
—Perfecto... ¿Dudley?
—¿Qué tal: «En el colegio nos han mandado escribir una redacción sobre nuestro
héroe preferido, señor Mason, y yo la he hecho sobre usted»?
Esto fue más de lo que tía Petunia y Harry podían soportar. Tía Petunia rompió a
llorar de la emoción y abrazó a su hijo, mientras Harry escondía la cabeza debajo de la
mesa para que no lo vieran reírse.
—¿Y tú, niño?
Al enderezarse, Harry hizo un esfuerzo por mantener serio el semblante.
—Me quedaré en mi dormitorio, sin hacer ruido para que no se note que estoy
—repitió.
—Eso espero —dijo el tío duramente—. Los Mason no saben nada de tu existencia
y seguirán sin saber nada. Al terminar la cena, tú, Petunia, volverás al salón con la
señora Mason para tomar el café y yo abordaré el tema de los taladros. Con un poco de
suerte, cerraremos el trato, y el contrato estará firmado antes del telediario de las diez. Y
mañana mismo nos iremos a comprar un apartamento en Mallorca.
A Harry aquello no le emocionaba mucho. No creía que los Dursley fueran a
quererlo más en Mallorca que en Privet Drive.
—Bien..., voy a ir a la ciudad a recoger los esmóquines para Dudley y para mí. Y
tú —gruñó a Harry—, mantente fuera de la vista de tu tía mientras limpia.
Harry salió por la puerta de atrás. Era un día radiante, soleado. Cruzó el césped, se
dejó caer en el banco del jardín y canturreó entre dientes: «Cumpleaños feliz...,
cumpleaños feliz..., me deseo yo mismo...»
No había recibido postales ni regalos, y tendría que pasarse la noche fingiendo que
no existía. Abatido, fijó la vista en el seto. Nunca se había sentido tan solo. Antes que
ninguna otra cosa de Hogwarts, antes incluso que jugar al quidditch, lo que de verdad
echaba de menos era a sus mejores amigos, Ron Weasley y Hermione Granger. Pero
ellos no parecían acordarse de él. Ninguno de los dos le había escrito en todo el verano,
a pesar de que Ron le había dicho que lo invitaría a pasar unos días en su casa.

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