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Capítulo 12

Vestida con una capa oscura, Julianne disimulaba su aparente salida hacia un hospital. Thomas, con el viejo uniforme militar, pasaría desapercibido ante cualquier control.

Tras varias horas de viaje, llegaron a una cabaña en Flandes.

El rostro de la muchacha fue épico al bajar del carruaje; el manto verde que la rodeaba apenas cubierto de nieve, la madera en toda su estructura y los árboles frutales a su alrededor, era un deleite visual.

—             ¡Este sitio es encantador! ― mirándolo todo a su alrededor, ella se dejaba maravillar por el paisaje. Dos pasos por detrás de Julianne, sosteniendo el equipaje de ambos con sus manos, Thomas se enamoraba de las muestras de júbilo.

—             Bienvenida a nuestra casa ― apuntó y sin dudar, ella subió los tres escalones que separaban el piso exterior del interior

Con la mano en el picaporte, una extraña reacción le electrizó su brazo para cuando la imagen de dos cuerpos entrelazados, haciendo el amor bajo un árbol de profusa copa, vino a su mente como un fogonazo, como aquel sueño en el cual presagió la presencia de Thomas en su vida.

Julianne nunca había tenido experiencias sobrenaturales; por el contrario, los mitos sobre las hechiceras y la herejía, eran tabú en su casa conservadora y extremadamente católica.

Entonces, ¿cómo era que de repente tenía esas premoniciones o soñaba con cosas extrañas?

Alejando sus fantasmas entró dejándose atrapar por esa indescriptible sensación de bienestar y libertad. Eso que ella consideraba felicidad.

Thomas abandonó las maletas en el piso, con el contento del deber cumplido; había logrado sortear la frontera, cruzar el país y llegar a un llano en Bélgica, donde nadie podría molestarlos jamás.

Levantándola en volandas, Thomas la sentó sobre la mesa y la besó con bravura. Julianne no ofreció resistencia, sino que le colaboró con la ardua tarea de desabrochar los botones del traje militar del doctor.

Hundiendo su rostro en los pechos de Julianne, en ese lugar que tanto le agradaba, la poseyó una vez más; ya no existían rastros de dolor en el cuerpo de la Condesa, por el contrario, sus músculos se adaptaban a la intromisión ruda del médico.

Gimoteos agudos, gritos que no conocían de eco y el estallido de dos cuerpos en llamas, sellaron un pacto de amor del que jamás podrían escapar.

***

Thomas vivió un extraño episodio en el baño de la cabaña: mientras enjabonaba la espalda de su amada, le pareció ver una extraña criatura impresa en el omóplato derecho de Julianne.

Él, un hombre de ciencia que pocas veces dejaba convencerse por la fe, no comprendía el porqué de esas visiones sin sentido. Era conocido que en muchas culturas utilizaban inscripciones, tribales y figuras geométricas representativas de sus ancentros para marcar su piel. Sin embargo, no era el caso de esta joven.

Pasando la esponja de lado a lado, el dibujo parecía cobrar vida. Debió ladear la cabeza varias veces y presionar sus ojos con insistencia para que la imagen desapareciera definitivamente de su mente.

—             Thomas, ¿está todo bien? ― preguntó ella con el torso levente inclinado hacia adelante, mientras masajeaba sus propios pies.

—             No, simplemente creo que el cansancio de estas horas me está afectando.

—             Espero no ser la culpable ― ella rió de lado.

—             Lamento informarle, señora, que sí, usted es la culpable de mi insomnio.

Julianne giró su torso y como una gata en celo, se acomodó sobre su amante quien la esperó con predisposición y su miembro emocionado por el roce. Mordisqueándole la piel a la altura de sus brazos, Thomas lo difrutaba.

***

Viviendo de los trabajos de carpintería que Thomas adoraba hacer, sus días, semanas y meses, transcurrieron gloriosamente; dedicándose tiempo, recorriendose día y noche, no concebían la idea de separarse. Julianne cuidaba minuciosamente su huerto, sus plantas y descubrió que era una eximia cocinera.

—             ¿Sabes? Quizás te parezca una locura, pero un día antes de matrimoniarme con Arthur, soñé contigo ― Julianne se acomodó en la cama mullida; Thomas la invitó a ponerse sobre su pecho.

—             ¿Y cuál ha sido ese sueño?

—             Que irrumpías en mi habitación y me tomabas descaradamente ― él largó una risa graciosa ―.  ¿Crees que estoy loca?

—             Un poco, pero no por soñar conmigo antes de conocerme ― le besó la crsima ― . Julianne, no es para congraciarme contigo, pero yo también siento que el destino buscó unirnos de algún modo.

—             ¿Realmente crees en el destino? ― Julianne buscó los ojos turquesa de su amante.

—             Ahora mismo, sí ― él inspiró profundo y comenzó a relatarle su experiencia vivida días atrás ―. Por lo pronto, a mi me ha parecido ver el contorno de un hada en tu omóplato.

—             ¿Yo tenía dibujada un hada en mi espalda? ¡Waw! Eso sería asombroso.

—             ¿Te agradan las hadas?

—             Las hadas siempre fueron ligadas a la magia, a lo sobrenatural. Es muy interesante lo que se dice de ellas.

—             De tener poderes, ¿cuál te gustaría tener y para qué?

Julianne se mostró sorprendida por la pregunta; sin embargo, tuvo una respuesta en poco tiempo:

—             El poder de enamorate eternamente ― fue romántica, casi rozando la vergüenza.

—             Ya me tienes en un puño chiquilla, no necesitas embrujos raros.

—             ¿Me prometes que nunca me dejarás?

—             Claro, mi amor...nunca nos separaremos. Ni ahora ni nunca.

***

Dos noches más tarde, Julianne despertó con un horrible malestar en su vientre. Tomándose el estómago, con un dolor punzante atravesándole el cuerpo, se puso de pie y a trompicones, avanzó por el cuarto sin intención de despertar a Thomas.

Sin luz que iluminara su camino, tanteó las paredes con las manos hasta llegar a la sala; para entonces, se sentía con la entrepierna húmeda. Sus dedos tocaron algo viscoso, espeso. Encendió el farol sobre la mesa y su grito surcó la noche.

Thomas se levantó de inmediato, tomó sus gafas y corrió hacia la posición de Julianne.

De piernas abiertas, sentada en una silla, el charco de sangre por debajo de ella era elocuente.

—             ¿Qué me ocurre? ¿Qué es esto? ― sus ojos verdes buscaron los de su pareja quien, reaccionando con velocidad, tomó su maletín con medicinas ―. ¡Thomas! ¿Qué sucede? ― él ubicó una silla de lado, le tomó de las manos y con un horrible sinsabor trepando por sus entrañas, asumió lo peor.

—             Es muy probable que hayamos perdido un bebé, cariño ― tragó fuerte. La mirada de Julianne, desencajada, adolorida, fue instranferible. El doctor quiso tomar distancia de su propio lamento para no preocupar a su mujer más de lo debido ―. Ahora bien, debemos ir al hospital. No puedes continuar perdiendo sangre y mucho menos contraer una infección.

—             ¿Un bebé? ¿Hemos perdido un bebé? ― sus ojos verdes, envueltos en un llanto corrosivo, no encontraban explicación.

—             No es lo aconsejable, pero iremos a caballo hasta el nosocomio más cercano. Te inyectaré un calmante para que soportes el dolor del traslado.

—             ¡No! No quiero ― a esa altura, estaba envuelta en un ataque de nervios.

—             Julianne, no necesito que discutas mis decisiones, necesito que acates lo que digo. Esto te adormecerá un poco, hará del camino algo más llevadero, solo eso ― Thomas la besó suavemente verificando, para su desgracia, que ella volaba de fiebre.

Contra su voluntad, Julianne aceptó las medicinas, admitiendo que lo mejor que podía hacer era obedecer a su pareja.

Thomas debía estar fuerte, por ella. Sabía que era tarde, que su bebé ya no estaba con ellos, pero para entonces, solo le importaba salvar a su amada de una septicemia que la matara al cabo de unos minutos.

Embebiendo unos trapos en agua fresca, le limpió la entrepierna y le colocó unas gasas con desinfectante en la zona genital. Para cuando el efecto del sedante la tuvo adormecida, acomodó los bultos, la puso sobre el lomo del caballo y en último lugar fue él quien subió, reubicándola sobre su regazo.

Conteniendo su propio llanto, Thomas cabalgó con velocidad hacia el hospital de San Juan, en Brujas, uno de los más antiguos y de mejor reputación de Europa; al llegar, cargó a su amada en brazos e ingresó con la joven moribunda a la sala de atención urgente. De inmediato, un grupo de enfermeras y un doctor se hicieron cargo de la situación.

—             ¿Es su esposa? ¿Qué le ha sucedido? ― pidió saber el doctor de emergencias mientras la ubicaban a la paciente en una camilla. Una de las mujeres preparó agua fría y unos paños para pasarlos por la frente a la joven. Julianne lucía pálida y estaba muy sudada. Aun no volvía en sí.

—             Me temo que ha tenido un aborto espontáneo.

—             Lo siento mucho. Parece que ha perdido mucha sangre.

—             Lo sé, la he traído de inmediato.

—             Tendré que pedirle que se retire señor...¿me dice su nombre?

—             ...Thomas Genneau.

—             Ella está en manos de Dios, el Señor hará lo correcto ― recibiendo una palmada consoladora en el hombro, Thomas no se contentó con su respuesta. Dios no siempre hacía lo correcto y él, lo sabía de primera mano.

***

Recostado en una banca, Thomas esperó por el veredicto del doctor Charles Demisse. Pidió, imploró, suplicó por la vida de su amada.

Sin esconderse del llanto, finalmente aflojó sus hombros. Se quitó las gafas y arrastró con su mano las lágrimas que brotaban sin consuelo de sus ojos. Con la cabeza gacha, sostenida entre sus manos, sintió que alguien le tocaba la espalda; para cuando giró, no encontró a nadie a su lado y mucho menos, en las inmediaciones de ese lugar.

Preso de una paranoia absurda se puso de pie, buscando a quien hubiera posado su mano sobre él en mitad de la madrugada. Al salir, tan solo una mujer cubierta con un largo tapado oscuro, caminaba solitariamente por un corredor arbolado que circundaba el hospital, en dirección a la catedral.

Thomas apresuró el paso y para cuando la interceptó, el abrigo cayó vacío al piso, sin explicación.

El médico, confundido, se puso de rodillas y sujetó la prenda. Mirándola con excepticismo, notó que era de un material barato, áspero y no solo eso: estaba cubierto con pequeños cristales como si se tratara de un vidrio hecho trizas. Lo olió e incluso lo tocó, pinchándose.

Revisó los bolsillos, encontrando una nota plegada en dos. Corroborando el silencio de la noche, la luna llena a lo lejos, abrió el papel y leyó en voz apenas audible:

"Búscala en otra vida, en esta, ya se han amado lo suficiente".

Por instinto o movilizado por un absurdo miedo, arrojó el abrigo al piso y junto a éste, la nota. Desesperado, ingresó a la sala dispuesto a saber qué había sido de su mujer en lugar de fabular con imposibles. Con un nudo en la garganta, a los pocos minutos de entrar, notó el semblante adusto de su colega quien, sin palabras pero con un abrazo sentido, le transmitió su peor diagnóstico.

Mudo, víctima de la pérdida, Thomas volvió a salir con el objetivo de recoger el abrigo y el papel...sin encontrar absolutamente nada.

Sintiéndose un completo desquiciado, con el dolor como argumento, gritó en plena noche, como un animal herido. Cayó desplomado, impactando sus rodillas directamente en el piso.

Su corazón acababa de morir junto al de Julianne y al de su bebé, esa criatura que no había conocido pero que habría sido concebido para consolidar su amor.

El destino echaba sus cartas; sin azar de por medio, todo parecía ser una consecuencia de sus actos: él había raptado a la joven Julianne, él la había sometido a vivir lejos de la ciudad, él la había inducido a cometer el pecado original; él la había hecho mujer.

Él, la había condenado a muerte.

***

Abandonando la cabaña en Flandes apenas falleció Julianne, brindándole sepultura al cuerpo de su esposa en su nueva ciudad de residencia, consiguió unirse al cuerpo médico del hospital de Londres gracias a la influencia de su amigo embajador de Francia en Reino Unido, Lucien de Baseville.

Pidiéndole discreción absoluta, relatándole lo sucedido desde el momento en que todo había trascurrido en el parque del conde hasta la actualidad, él comprendió lo que significaba perder la cabeza por amor.

Con una hermsa niña llamada Victoria se lo veía un hombre feliz y rogó porque así el doctor también lo fuera.  Dándole el pésame por la pérdida de Julianne, no tardó en mover sus contactos y darle un empleo que le ayudara a pasar sus horas más tristes.

Pasaron muchos meses, tantos, que Thomas perdió la cuenta.

Tiempo, en el cual no encontró consuelo.

Ni la bella casa en el centro de la creciente ciudad, de pulidos pisos de madera y amplia  le brindaban la contención necesaria para superar su dolor.

Echaba de menos a Julianne, a su sonrisa impertinente y jovial. Echaba de menos su calor en la cama por las noches, sus desplantes aniñados y celos ridículos. Sus panes, sus pasteles y su piel sedosa. Para Thomas, nada tenía color sin ella.

Sin su esposa no había sueños por cumplir ni metas por alcanzar; trabajando por inercia, viviendo rodeado de dolor, todos los días pasaba por la tumba de Julianne; de Jolie, tal como le agradaba que le dijera.

Ese martes de invierno no fue la excepción; llevando un ramo de camelias, las flores preferidas de su amada, se puso se rodillas y lloró en silencio. No podía creer que su nombre estuviera escrito en esa lápida de piedra. No correspondía que ella estuviera allí porque tenía toda una vida por delante.

Prometiendo amarla eternamente, dejó las flores sobre la tierra mojada y se dispuso a caminar rumbo a su trabajo para cuando vio una persona, a lo lejos, con un abrigo similar al que él había encontrado en el hospital de Brujas el día en que Julianne falleció.

Cuestionando su juicio, preguntándose si acaso no estaba loco, caminó en su dirección.

—             ¡Señora!¡Señora! ― él gritó esquivando lápidas y grandes estatuas, centinelas de otras tumbas.

La mujer, de ligeros pies, se escabulló tras la alameda. Thomas apresuró el paso pero repentinamente, dejó de verla. La mente le estaba jugando sucio, de eso no le cabían dudas.

Debería descansar y dejar de fantasear si no quería ser suspendido en su trabajo. Inspirando profundo, retomando el camino hacia la salida, tropezó con un bulto en el piso.

Era el abrigo.

Dudando si recogerlo o no, finalmente optó por lo primero.

Esas diminutas astillas aún permanecían en la solapa, volátiles, sopló dispersándolo por el césped húmedo. Por acto reflejo buscó en los bolsillos alguna nota, alguna mínima esquela que le permitiera aferrarse a la esperanza de una nueva vida junto a Julianne.

Finalmente, su pedido silencioso se hizo realidad cuando encontró otro papel. Con temor, con los dedos temblando y las gotas de lluvia recorriéndole el rostro, la abrió:

"No existe tiempo ni distancia que los separe. Ella estará siempre en tí y tú, en ella. Búscala hasta encontrarla. Ella estará esperando por tí".

Thomas tragó fuerte y con una sonrisa teñida de incógnita y felicidad, supo exactamente qué era lo que tenía que hacer.

***

Él no era un experto en el tema ni tenía una técnica en particular, pero suponía que no debería ser muy complicado hacer lo que tenía planeado. Con su uniforme militar, aquel que usaba cuando recién se destacaba como estudiante de medicina, se paró frente al estrecho espejo de su casa.

Acarició el abrigo oscuro una vez más; desde la tarde anterior en el cementerio, no lo había dejado de tocar ni por un instante. Limpió sus gafas, las mismas que usaba para corregir su astigmatismo, peinó su cabello hacia atrás, inspiró porfundo y se colocó sus guantes blancos inmaculados.

Plegó una carta de puño y letra y la ubicó bajo una de las tablas del piso de parquet de su casa, a la que volvió a clavar con esmero.

Miró por la ventana encontrando la bruma característica de Londres; los carruajes paseando gente, la Abadía de Westmister, el reloj...todo era hermoso, pero estático como la vida que él llevaba desde que había muerto Julianne.

La decisión estaba tomada. Tal como aquella vez en que planeó escaparse con la para entonces Condesa de Guisa‎, como aquella vez en que supo que sería su mujer para siempre.

Thomas fue hacia la mesa y tomó el arma que conservaba desde la milicia y a la que nunca le había gustado maniobrar. Pero ese momento era especial, único. Era el fin de una etapa y comienzo de otra. Con el pulso irregular la empuñó y con el caño sobre la sien, dijo:

—             Allá voy, amada Julianne. Viviré las vidas necesarias, pero no descansaré hasta encontrarte.

Thomas finalmente se disparó.

Y no falló.

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