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Bhangarh pasó todo el día en su casa, hospedando a los inquilinos que rentarían habitación y vivirían con ella en el piso de abajo. Fue más tranquilo que nos dejara solos en el departamento.

Nos metimos a su jardín delantero, caminamos por la cochera, al costado un Toyota yaris, desembocamos en el patio trasero donde tenía un bebedero para pájaros de hierro, unas sillas de mimbre bajo dos manzanos enlazados y una pequeña huerta a la izquierda con parras de uva como techo.

Esas uvas se convertirían en vino y el vino se transformaría en una velada al anochecer y las veladas al anochecer pasan a ser amor y el amor es algo que dura para siempre. El amor es la causa de todas las consecuencias.

Subimos la escalera caracol de metal que trepaba al piso de arriba de la casa, o al menos una parte de él. La puerta del departamento tenía mosquitero, eso sumaba puntos. Darg abrió la cerradura, pero se atascó cuando quiso entrar, empujó con su hombro para hacerse paso y casi cae de bruces al interior del departamento.

Apreté los dientes al sentir la herida tirar.

—¿Estás bien?

—Como nueva —rugí mientras me levantaba.

El lugar estaba fresco y oscuro, media quince metros de largo y diez de hacho, contaba con pino tres ventanas abatibles que daban a la calle y por las cuales se podía apreciar el parque. También tenía techo alto de vigas de pino. El resto estaba oculto detrás de un vertedero de muebles rotos y basura.

Decidimos quedarnos con un ropero viejo, un colchón cubierto de polvo, una mesa redonda a la que le faltaba una pierna y se tambaleaba, pero improvisamos empleando un palo de escoba y logramos estabilizarla, dos sillas de jardín, una lámpara de pie y siete almohadones que decidimos lavar y colocar en un rincón como el simulacro de un sillón. Encontramos una botella de ron y otra de whisky que razonablemente nos quedamos. También conservamos platos, vasos y cubiertos viejos, dos ollas y una escurridera que guardamos en un cajón del ropero.

No teníamos cocina así que si queríamos lavar la ropa o limpiar vegetales deberíamos usar el lavabo del baño.

El resto era basura que no necesitábamos como cajas atestadas de frascos con tornillos, viruta de madera o vacíos, muñecas, televisores rotos, tablas de madera, alambre, mayas metálicas y demás cosas.

Nos tomó todo el día despejar la habitación, Darg cargó su teléfono celular y llamó, a petición mía y odio suyo, a Belchite para que nos ayudara con la basura. La Fuerza Ciudadana, porque así decidieron llamarse ese día, le pidió al camión de desperdicios local que viniera por las cosas que amontonamos en la entrada. Ayudamos a los recolectores de basura a montar los viejos artículos y cuando acabamos eran las ocho de la noche.

Regresamos al departamento, hicimos una lista de las cosas que necesitaríamos y eran vitales para vivir, él anotó un horno eléctrico y dijo que en una tienda de artículos usados nos saldría menos de ciento cincuenta dólares. La lista terminó, ninguno de los dos era tan pretencioso.

Nuestra hambre era voraz, así que Darg pidió pizza a domicilio y barrió el suelo mientras yo ocupaba el baño y me daba una ducha. Por su expresión seria asumí que él estaba haciéndose la idea de que ese sería nuestro hogar las siguientes semanas y tal vez meses. No sabía si le gustaba, por mí estaba bien, ese sitio era como un palacio.

Me encerré con el bolso. Preparada para darle un vistazo.

Antes analicé cómo estaba mi herida en el espejo. La piel se había puesto roja e irritada, me había movido mucho ese día, tenía sangre cayéndose por mi abdomen plano. Debería desinfectarlo.

—Oye Dargavs, creo que necesitamos alcohol.

—Ya tenemos, whisky —La escoba detuvo el frote contra el suelo de parqué—. ¿Pensabas emborracharte? Yo también...

—Me refiero a desinfectante —contesté tocándome la herida y mirándome en el espejo sobre el lavado.

—¿Tan mal está el baño? —su voz llegaba ahogada desde el otro lado.

—No es para desinfectar el baño es para... —Bufé, miré el techo y cerré los ojos—. Olvídalo.

Lo escuché titubear.

—¿Estás menstruando? —preguntó con la voz temblorosa, como si le diera miedo la respuesta.

—¡Olvídalo, Darg! —alcé la voz.

Volví mi vista a la herida, no estaba infectada, solo irritada, podía esperar. Me bajé la camisa y me miré.

¿Esa era yo?

¿Por qué me veía tan vacía? ¡Si yo me sentía feliz!

¿Había algo llenando esa carne? ¿Felicidad? ¿La sentía de verdad? ¿O solo decía su nombre, con la esperanza de convocarla?

Tenía unos enormes ojos verde esmeralda, una quijada marcada y la cara terminando en punta. Mi cabello corto a la altura de los hombros era negro, sedoso y lacio, medía alrededor de un metro setenta y era delgada pero fibrosa, hacía ejercicio. Miré mis brazos, eran finos pero musculosos, tal vez hacía natación. Tenía la piel bronceada, era de color almendra. Estaba cubierta de morenotes, me habían dado una paliza hace poco menos de una semana.

Tenía muchos moretones en mis brazos y abdomen, las piernas estaban casi ilesas. Eso significaba que había sido una pelea a puños, pareja, si me hubieran pateado indefensa desde el suelo tendría cardenales en todo el cuerpo desde los muslos a la cara.

Mis labios eran finos, pero estaban rosados, casi parecía que no tenía pestañas y mis cejas eran delgadas.

Enfoqué el bolso que había dejado sobre el retrete. Entendí por qué la gente cree que en infierno está en el centro del planeta, bajo tierra. Es que las cosas malas se esconden.

Llevé mis ojos hacia la puerta, indecisa, no quería que Darg entrara si iba a inspeccionar algo tan importante, pero no había cerradura solo una cuerda que tenía que enrollar junto a una traba.

Deslicé la cremallera, abrí el interior y encontré el arma que había dejado el día anterior. La deposité en el suelo. Tenía ropa, de mi talla, dos playeras negras, pantalones negros y zapatos del mismo color. Si era de mi talla lo más probable es que entonces ese bolso fuera mío. Los dejé a un costado.

Tenía una última prenda. Una bata de hospital, estaba áspera y manchada de sangre en el cuello, como si hubieran degollado a la persona que la llevaba puesta. La olfateé. Olía a cigarrillo rancio, alcohol antiséptico, pólvora y... y... no podía descifrar el ultimo olor, era suave y dulce... rosas tal vez. Madreselva... no...

Ese olor me puso triste.

Continué hurgando el bolso.

Encontré un fajo de billetes en el costado, todos de un dólar o dos, pero también tenía pesos mexicanos y rublos rusos. Ninguna cantidad era excesiva. La dejé sobre la pila de ropa. Encontré ibuprofeno, antibióticos y calmantes. Tomé un poco de cada cual. Los tragué sin agua, con naturalidad.

Hallé documentos de identidad y pasaportes, dos, ambos con mis fotografías. En uno me llamaba Glane Oradour y era un chico de dieciocho de Texas, Estados Unidos. Lo peor era que mi rostro, además de atemporal era andrógino. Pasé una mano por mi cabellera azabache ¿Por eso me había costado el pelo? ¿Pretendía hacerme pasar por hombre?

Me toqué los senos. Sin duda era una chica. Bajé la mano a mi sexo para comprobar. Sí, era una chica.

En el otro documento yo era una mujer llamada Namibia García, de veintiséis años nacida en Oaxaca, México. Sentía el estómago revuelto.

¿Eso era yo? ¿Una persona de papel? Con cada papel era diferente, era alguien más, era tantos que no era nadie.

—No quiero —musité—. Basta.

No quería averiguar qué había hecho la anterior Bodie. Estaba feliz ahora, investigar mi pasado sería arruinarlo, pero no podía deshacerme de todo sin verlo ¿O sí? Continué hurgando, frenética, histérica, enojada y melancólica.

Bajo un par de ropa interior encontré una carta abierta, no tenía código postal ni estampillas así que no había atravesado la corriente postal. Fue probable que me hubieran entregado la nota en mano, era algo sentimental.

La abrí, era muy concisa, de letra inclinada y agitada.

Para mi chica especial:

Perdón por todo lo que ha ocurrido. Prometo que no volverá a pasar. Cambié. Puedo ser mejor. Por favor, regresa. Te extraño.

H.

¿Quién me había escrito eso? ¿Acaso era yo? ¿Esa era mi letra? ¿Lo había escrito yo y nunca lo entregué? En todo caso ¿quién era H? ¿Hanna? ¿Hijo? ¿Hugo? ¿Holanda? ¿Héctor? ¿Huevo? ¿Hígado? Sentía que tenía la cabeza llena de algodón. Había algo más en el sobre, lo sentí sacudirse en su interior, deslizarse al borde.

Tenía el tamaño de una moneda.

—¿Te estás bañando? —preguntó Darg golpeando la puerta—. Si no es así déjame pasar, mocosa, quiero darme una ducha.

Pegué un brinco, había más cosas empacadas en el bolso que todavía no había sacado, pero decidí guardar todo.

—Eh... sí, dame un segundo.

Había más de todo lo que yo había sido, pero prefería ignorarlo. Era feliz siendo la Bodie nepente, la hoja en blanco. Me gustaba no estar atada a nada, no depender de nadie. Me alejé del bolso, avergonzada.

La vergüenza es la causa del arrepentimiento y el arrepentimiento es la consecuencia de una acción nefasta, de algo ruin, vil y desagradable.

Y yo tenía las dos.   

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