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Acompañé a Pripyat a su misteriosa cita en la estación Apeadero Altimpergher. En esa ocasión se había sumado al viaje Ebro, Así que tendría testigos de cómo dejo mi dignidad Pripyat.

Ella se había puesto otra vez el atuendo de la señora Bhangarh, toda su piel blanca, y lechosa estaba oculto tras ese horrible vestido. También se había peinado y había escondido la melena naranja en un pañuelo. Tenía que admitir que se veía hermosa de cualquier forma, con esa ropa y, seguro, sin. Por el calor tenía las mejillas enrojecidas y realzaba un poco las pecas que se diseminaban por el puente de su nariz.

La cicatriz roja se veía como pétalos de rosas sobre su piel o una nube cargada de rayos solares en un atardecer sangriento.

Ebro se quejó de calor, del tedioso transporte público y de los oficiales de policía que nos frenaron en la entrada para pedirnos documentación o Permisos de Circulación de Nepentes (PCN). También refunfuñó cuando le dije que cargaba una canasta para hacer un picnic. Me dijo que las canastas eran de abuelos y la gente normal usaba bolsos o mochilas.

A pedido de Pripyat ella sostenía un bolso con cuadernos porque tenía tarea pendiente de algebra. Una de las condiciones para que viviera con nosotros era que no descuidara sus estudios.

Cuando bajamos del tren Pripyat caminó por ese inhóspito camino de tierra que rodeaba la estación, me aseguró que a diez minutos había una parada de bus y que a partir de allí iría a su destino. No me dejó acompañarla más allá de las vías del tren.

—Pero...

Arqueó una ceja.

—Me debías una.

Bufé y me encorvé para verla a los ojos.

—Creí que pedirías hacer algo más divertido.

Pripyat sonrió, rodeó los hombros de Ebro y la empujó ligeramente hacia mí.

—Puedes divertirte con Ebro haciendo tarea de aritmética.

—Algebra —corregí—. No creí que fueras ese tipo de gente —Abracé teatralmente a Ebro y estampé su mejilla contra la mía—. Abandonándome con la niña ¿Irás a comprar cigarrillos, cierto?

Ebro suspiró, rodó los ojos y me empujó a manotazos.

—Ya vuelvo —aseguró Pripyat—. Te compensaré...

—Podrías compensarme quitándote ese vestido —dije.

—¿Por qué?

—Porque es ropa de asesina serial.

—¿Y a quién estaría matando?

—Para empezar, al buen gusto.

—Exageras —rodó los ojos.

—El único buen uso de un mantel como ese —dije señalando su vestido—, es sobre una mesa.

Pripyat agarró mi mentón y lo movió con picardía.

—Solo estás celosa porque no sabes para quién me lo puse.

Lista.

—Ojalá para mí no —me mofé tomando su mano.

—Cuidado con lo que deseas.

Sonreí de lado.

—Por dios, consigan una habitación —se quejó Ebro, arrastrando con desgana su bolso con cuadernos.

Pripyat se despidió alzando la mano, bajo el tórrido e intenso sol de la tarde. Yo le di un golpecito con la palma a Ebro y le señalé con el mentón el campo que teníamos alrededor. Ella entendió mi juego y corrió a toda velocidad hacia allí. Era una carrera, para ver quién de las dos llegaría primera.

Ella jamás aceptaría el segundo lugar. En nada.

Yo tenía piernas largas, pero Ebro era una jodida gimnasta y tenía puesto su traje de tenista.

Ganó ella.

Tendimos un mantel de cuadros cerca de un arbusto que nos proporcionaba una reducida y caliente sombra. Saqué un termo con té helado, una botella con jugo de manzana, panqueques que habían sobrado del desayuno y galletas saladas. Ebro estaba picando una pelota verde fluorescente en su raqueta, la que había metido disimuladamente en mi canasta de abuela.

Yo la miré jugar hasta que le recordé que el álgebra la esperaba. Ya no fue una sorpresa descubrir que también sabía mucho de matemáticas. Acostadas en el mantel, con una calculadora en mano llenamos los ejercicios.

—Eres muy rara Bodie, pero en el buen sentido —me elogió Ebro, borrando un error en su hoja de cálculos.

Me desperecé, recosté mi espalda en la hierba, alcé mis manos y cubrí el sol, sus destellos se vestían por mis dedos fosforescentemente rojos. Cerré los ojos y crucé los brazos tras la nuca.

—Pues ser rara me puede causar muchos problemas —dije recordando mi conversación con Belchite y cómo pensaba que tal vez no cumplía la mayoría de edad—. Puede que me lleven lejos.

—Si alguien piensa hacer eso antes tendrá que vérsela conmigo —amenazó Ebro, golpeando su lápiz contra el cuaderno, como si fuera una fusta con la que castigaría a todos los mortales que osen raptarme.

—Gracias —respondí y le ofrecí mi puño—. Eres una buena amiga. Yo haría lo mismo por ti.

Ella me lo chocó, un poco tímida al principio, sonrió apenada y se acumuló detrás de la oreja un mechón de cabello dorado.

—Tal vez no sea una chica de oro, pero siempre busco vivir de la mejor manera —soltó una sirilla—. Perdí padres y amigas y a la semana conseguí...

«Reemplazos» Eso fue lo que pensó, pero no lo dijo, lo noté en su mirada verdosa, ensombreció como una noche precipitada. Sonreí.

—Conseguiste algo diferente. No llenaron los lugares vacíos, pero los ocuparon. Está bien. La vida cambia y las personas también, lo hubieras descubierto a los veinte, pero te adelantaste un par de años.

Sonrió entristecida.

—Ojalá no... vuelva a hacerlo.

Ojalá Ebro tenga veinte alguna vez.

Ojalá todos ellos no mueran en diciembre.

Me incorporé rápido, caminé en cuatro patas hasta el mantel, cogí dos vasos y le vertí jugo. Ella me observó divertida, entendiendo mi idea, las usaríamos como copas para brindar. Eran desechables, de cartón, poco finos, frágiles y mediocres, pero cumplirían la misma función que las mejores copas de cristal. Como nosotras.

Lo alcé.

—Porque tu vida continué estática.

Ella chocó nuestros vasos.

—Porque la tuya no cambie en lo más mínimo.

Pripyat se nos unió a las cinco horas, cuando ya casi estaba anocheciendo y en el cielo se ensamblaban espesas nubes de tormenta. La anterior vez que había ido a su cita misteriosa había regresado menos sombría y más animada, ahora estaba crípticamente en paz, tranquila pero asustada, casi drogada, como si despertada de un buen sueño y en cada parpadeo se diera cuenta de que todo eran ruinas.

Aun así, trató de poner buena cara. Le serví un poco de té, comprobé que Ebro estuviera haciendo bien la tarea y me recosté en el pasto. Sentí los pétalos de las flores silvestres tras la nuca. Era una sensación tan nueva como placentera.

Otra primera vez.

Es la primera vez que tengo memoria de sentir las flores.

Nunca antes había estado en un picnic, me apostaba la vida a ello.

—A donde fui había un funeral —comentó Pripyat con naturalidad, como si me dijera la hora.

—Ah ¿sí? —pregunté esforzándome por sonar despreocupada.

—Sí.

—¿Lo conocías? Al muerto, me refiero a antes de...

—No —contestó mirando el fondo del vaso y relamiendo el té helado de sus labios—. Pero mis hermanas lo lloraron con devoción.

Me aseguré de que Ebro continuara concentrada en su tarea y escuchara música con los auriculares. Volví a descansar mis ojos en Pripyat. Descansar era una buena palabra, porque mirarla resultaba relajante al punto que me sedaba.

—¿Tienes hermanas?

—Todo el mundo tiene.

—No los hijos únicos —aclaré.

—Por eso buscan amigos que sean como hermanos. Así que terminan teniendo hermanos.

—¿Y si no encuentran amigos?

—Buscan una pareja.

—¿Estás diciendo que hay gente que se casa con sus hermanos?

—Estoy diciendo que fui a un funeral —comentó sonriendo de lado y observándome con sus oscuros y luminosos a la vez, como el resplandor de una aguja.

—¿Eso hiciste la otra vez que me pediste que te acompañe a este pueblo? ¿Fuiste a un funeral?

—No.

—¿Encontraste a tu familia?

Frunció el ceño.

—No.

—Pero ¿Tienes hermanas? ¿De sangre?

Meneó la cabeza.

—No. Son adoptivas. De corazón —inclinó la cabeza—. Oye, cuando volvía a la estación, vi a un montón de gente con telescopios. Están seguros de que algo en el espacio nos hará Desvanecernos y quieren atraparlo. Eran como treinta personas. Iban a acampar en la calle principal y hacer guardia toda la noche. Estaban un poco neuróticos y... tristes. Los esquivé.

Cambió de tema.

—Comprensible —dice pensativa.

—Y cuando tomé otra calle me topé con unos tipos quemando una biblioteca porque creían que deberían purgar el mundo y que no quedara nada. Ellos decían que deberíamos apoyar el Desvanecimiento y empezar de cero. Eliminar lo poco que queda de la antigua sociedad —abrió las manos sin soltar el vaso—. ¡Iniciar una nueva Era Humana! Hay muchos como ellos. Ese grupo de locos de hoy a diciembre planea quemarlo todo hasta que resurjan de las cenizas como un fénix.

—Oh.

—Y me hizo pensar en que de verdad estamos viviendo el fin del mundo, Bodie.

—Sí

No supe qué más decir, mientras menos dijera, menos cagaría una conversación tan importante con esa chica misteriosa.

—Y la gente es un lío.

—Sí.

—Están todos buscando un significado, algo a lo que aferrarse.

—Sí.

—Antes del Desvanecimiento buscaban su significado, pero como no lo encontraban lo inventaban.

Asiento. Sigo pensando en sus hermanas y en lo poco que me habló de ellas.

—Buscan la Gran Respuesta.

Ella necesitaba con urgencia hablar de otra cosa.

Me aclaré la garganta.

—¿Y cuál es la pregunta?

—¿Por qué?

—¿Por que qué?

—Por qué. Solo eso. Hay millones de por qués, pero solo un significado. Por qué yo. Por qué ahora. Por qué sufro. Por qué algunos son felices mientras otros no. Por qué buscamos perdurar si todo perece. Por qué no puedo sentirme completo sin importar lo que intente y siempre termino regresando al mimo hoyo. Por qué. Ellos buscan un significado, la Gran Respuesta. Un centro de gravedad, el sentido de todo lo que es.

—Oh.

—Ajá: oh —imitó mi exclamación, levantó un hombro con desinterés y observó el fondo del vaso—. Volvía pensando en eso... de camino aquí.

—¿En una Gran Respuesta?

Repiqueteó los dedos sobre el vaso e hizo una mueca.

—Todos buscan la Gran Respuesta, incluso aunque creas que no la estás buscando. Las religiones también lo hacen, buscan un sentido a todo. No tratan de llenar el vacío, solo de darle una razón. Y si no eres creyente tratas de dar con la Gran Respuesta conociendo gente, encontrando pasiones, sueños, metas... buscando algo que te haga querer quedarte.

—Oh.

—Todos andamos buscando algo a lo que aferrarnos, un sentido. Antes y ahora. Pero más que nada ahora.

—Oh.

—Si tienes un significado poco importa que tengas un pasado. Porque tendrías la Gran Respuesta. Y eso bastaría para silenciar todo lo demás.

Quise decirle a Pripyat al menos la respuesta a uno de esos por qués. Pero no la tenía.

«Dónde estará mi papá» pensó Ebro. O al menos tuve esa impresión, pero poco podía saber, ella estaba de espaldas, borrando una respuesta incorrecta mientras yo recogía los restos del picnic.

El viento gélido, de las inminentes lluvias, agitaban las hierbas, las flores silvestres y la falda de la chica más hermosa del mundo.

No podía darle a Pripyat, ni a toda esa gente, un significado que los anclara como las raíces sostienen un árbol. Ni podía obsequiarles con ribetes de plata ni listones de satén la Gran Respuesta que silenciara todo.

Pero tenía felicidad y una sonrisa para darle a Pripyat y por el momento me pareció suficiente. Aunque yo no lo fuera. 

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