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Cuando llegamos a casa noté que había luces rojas y azules girando sobre su propio eje. Eran dos patrullas. Iluminaban toda la calle, las casas, a nosotras y hasta el interior de la canasta vejeta.

Era la policía.

Las patrullas estaban estacionadas enfrente de la plaza, con cinco oficiales y el descapotable de Noomie.

Los oficiales llevaban camisas de manga corta, pantalones, botas y gorra. Iban uniformados. Verlos me revolvió el estómago y me puso desmedidamente nerviosa. Sentí un frío gélido en mi nuca, murmullos en mis oídos y un temblor fantasmagórico en las manos. Se suponía que no tenía recuerdos, pero toparme con los policías me puso los pelos en punta.

Al menos no se habían sumado soldados del ejército, pero era cuestión de tiempo para que aparecieran.

Noomie estaba hablando acalorada con los oficiales y la señora Bhangarh. Los gemelos estaban apostados en la esquina, junto a la puerta corrediza del supermercado. Kolman fumaba y Kadyc agitaba su remera de flores para generar un poco de aire, él estaba sentado sobre una baranda junto a la rampa para discapacitados. Ambos disimulaban, fingían pasar el rato. En realidad, estaban atentos a las calles, nos esperaban para advertirnos que no fuéramos hacia allí.

Lo leía en sus caras.

Relampagueaba. El cielo mismo crujía.

En la dirección por la que veníamos se encontraban Varosha y Bassam, esperaban en la plaza, bajo la espesa oscuridad que generaba un álamo. Ambos, al notarnos, caminaron apresurados hacia nosotras.

Tragué saliva. Sabía qué significaba eso.

—Noomie vino a llevarse a Ebro al campamento —explicó Bassam—. Dice que ella no puede criar a su hija ahora, pero tampoco quiere que sea una vagabunda.

—¡Ahí está! —gritó Noomie, que al parecer no solo era dueña de un descapotable, también tenía vista de águila.

Todos los oficiales giraron hacia nosotros, incluso los distraídos que tenían los pulgares colgando del cinturón. Inmediatamente caminaron en nuestra dirección con paso firme y seguro.

No tenía sentido huir. Pripyat le dio la mano a Ebro.

—¿Qué tanto odiarías ir a ese campamento? —pregunté y me giré hacia ella.

—Si piso ese lugar será mi prisión por los siguientes tres años, estoy segura —lamentó con los ojos llorosos—. De tener tres años. No quiero ir ¿Y si en diciembre de verdad viene el fin del mundo? No quiero morir lejos de este pueblo, rodeada de niños llorosos y desconocidos.

—Dile a tu madre... —traté.

—Ella no me escucha. Quiere enviarme ahí porque de esa forma no le dará culpa deshacerse de mí. Porque lo pintan como un campamento, pero es un jodido orfanato.

Asentí.

No quería montar un escándalo.

—Supongo que voy a montar un escándalo —lamenté.

No le había mentido a Ebro, ella dijo que trataría de impedir que me llevaran lejos, le prometí que haría lo mismo por ella. Porque era mi amiga. Yo era su reemplazo, no era una de sus compañeras de cole o amigas en onda que solía tener, pero estaba ahí para ella. Después de todo, se brinda en copas de cristal como en vasos de cartón. Por más diferente que fuéramos, Ebro no tenía a nadie que la defendiera.

Todos merecemos tener a alguien que luche por nosotros.

Suspiré. Lamentándome. Valía la pena intentarlo.

Empujé ligeramente a Ebro. Pripyat la soltó.

—Corre.

Los oficiales estaban sobre nosotras. Aferré con ambas manos la canasta de la que Ebro tanto se había quejado, la alcé por encima de mi cabeza y se la arrojé a uno en la cara.

—Perdón.

El oficial cayó de culo en plena acera. Los otros cuatro trataron de alcanzar a Ebro, no tenía nada más que arrojar para detenerlos.

Fui hasta uno que me había sobrepasado, lo agarré del cuello de la camisa, lo tironeé para atrás y le encesté un puñetazo en la nariz. Aproveché su aturdimiento para cogerlo del cuero cabelludo, chocar su cráneo contra la espalda y dejar al descubierto su tráquea, la que golpeé con la mano recta, como si fuera un hacha para cortar madera. Cayó al suelo de rodillas, buscando aire. Repetí la maniobra con otro que me superaba en peso y masa muscular, por eso ataqué de lejos, le di golpes breves en secciones vulnerables.

Para entonces el resto se había olvidado de Ebro y me tomó como una amenaza ¿Pasaría mis últimos días de diciembre en una celda? Vaya forma de terminar mi nueva y breve vida.

Qué mal rollo sería despertar luego del segundo Desvanecimiento en la prisión.

De alguna forma, en pleno combate, veía todo claro.

Era como si yo decidiera qué era lo que iba a hacer cada oficial. Prevenía sus movimientos.

Anticipé que la mujer de piel color caoba sería la primera en sacar su arma porque era la que más alejada estaba. Me anticipé y avancé. La mujer trató de darme un puñetazo, la tomé de la muñeca, impidiendo que terminara el golpe, la acerqué a mí y ubiqué mi pie detrás de su talón. En esa posición su fuerza iba a mi favor. Hice un movimiento liso y corto con mi pierna, como si barriera. La tumbé al suelo. Le di un rodillazo en la cara.

—Perdón.

Quedaba uno. Me distraje viendo a Pripyat, ella tenía los ojos bien enormes, se había petrificado en su lugar, como una estatua. El cabello naranja se le escurría por los hombros y se apretaba las manos, nerviosa.

—¡Bodie! —chilló—. ¡Basta!

Su grito fue acompañado por el estallido de todas las farolas de la calle y la plaza. Si no fuera por la luna, el destello de las estrellas y el fulgor de las patrullas habríamos quedado en penumbras. Los cristales de los faroles se derramaron al suelo creando una dulce sinfonía.

El último oficial de policía me golpeó con una porra en la cabeza. No me molesté en defenderme, la tenía merecida. Bueno, dos golpes. El tercero ya fue un poco excesivo porque no estaba haciendo prácticamente nada.

Me flanquearon las rodillas.

La cabeza me zumbaba.

Recibí al dolor como una vieja amiga. Era ardiente y desestabilizador, igual que una avalancha de fuego. La sensación se sentía familiar y arrasadora.

Caí al suelo. Me toqué la frente y escuché un zumbar grabe.

Los murmullos de mis oídos se intensificaron. Era como el clamor de un océano de voces. Sabía que eran gritos, susurros o alaridos humanos lo que oía, pero no podía identificar a ninguno. No sabía si eran niños, hombres o jóvenes los que hablaban, todos se interponían en un rumor ensordecedor, tan agudo como un pitido. Era como intentar agarrar una gota de agua cuando estás sumergido en el océano.

«Tal vez se me rompió el tímpano» pensé.

Alcé la mirada a Pripyat, los cristales bajo sus pies y los de toda la cuadra temblaban como en un terremoto... o yo estaba viendo doble. El oficial me sometía contra el suelo mientras me esposaba y me arrastraba hasta una patrulla.

«Ya qué...»

—Tuvimos suerte de que las luces explotaran por la tormenta que viene, eso distrajo a la loca —se quejó la oficial de policía—. Perra demente.

La perra demente era yo.

Un relámpago asomó entre las nubes, rugió y lo iluminó todo. Vi que los gemelos estaban discutiendo con los oficiales, Bassam trataba de calmar el disturbio, Bhangarh suplicaba que no se llevara a Ebro, jamás la había visto tan desamparada. Era como si le quitaran a una hija. Pero si no era una hija. La había albergado apenas unos días... qué reemplazaría Ebro en la vida de Bhangarh.

Ebro.

Ebro.

La habían atrapado. Su madre la metió en el convertible donde había dos maletas enormes esperándola. La llevaría directamente al campamento, sin dilataciones.

Un oficiar me esposó.

Mi cabeza latía. Una parte del cráneo, cerca de la nuca, me sangraba. Tenía la espalda empapada.

Alguien tiró para ponerme de pie. Caminé junto a Ebro por un instante. Ambas dirigiéndose a diferentes vehículos. Plante los pies en la acera. Ella hizo lo mismo.

—Ebro.

—Bodie —dijo asustada.

Me empujaron dentro de la patrulla y cerraron de un portazo.

No encontré a Pripyat.

Antes de cerrar los ojos y desplomarme sobre los asientos traseros vi que alguien había chocado con el canastro de la basura. Los dos pájaros muertos, que encontré esa mañana, estaban desplomados sobre las hierbas que creían en la verja.

La cabeza me daba vueltas y las esposas me apretaban. Suspiré, renuncié a la idea de encontrarme mejor y apoyé la frente contra mis rodillas. Estar encerrada en un lugar estrecho, amarrada, me resultó más normal de lo que me hubiese gustado.

El miedo no llegó ni llegaría. Esperaba con resignación que todo terminara.

No teníamos control sobre nuestras vidas. Éramos como hostias que se desintegran en los labios de un orador, esperando el momento de salvar a alguien y desvaneciéndonos una vez que lo hiciéramos.

Tenía la imagen de los pájaros tallada en la memoria.

A la mañana había sentido lástima por ellos. Ahora no. En parte los envidiaba, no les había dado sepulcro, pero tenían suerte. Ellos habían muerto en pleno vuelo, juntos, en un amanecer de primavera, bajo la luz del manso y dorado sol. Yo quería acabar en un día tan perfecto como el suyo.

Ellos ya no eran conscientes de nada, ni estaban sacudiéndose en el caótico e incierto mundo.

Pero por qué pensaba eso.

Yo tenía que ser una persona feliz.

Yo era feliz.

O había sido.

En el tren, sí, en el tren, abrazada a Pripyat, había sido feliz.

Se habían llevado a Ebro. Iba a prisión. Pripyat no estaba.

Felicidad era una palabra rara en ese momento. No la entendía. Incluso sonaba ambigua como un ruido sin sentido. Si la hubiera escuchado en la boca de otra persona, en ese instante, hubiera creído que oía el trino de un pájaro.  

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