ALV se murió

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Había vuelto a suceder. De todos mis intentos por salvarla, treinta y siete habían acabado con ella muriendo de otra forma, catorce con mi propio fallecimiento, tres conmigo en la cárcel, y uno en el que me dio una migraña fea y preferí pasar turno. No entendía del todo la naturaleza del bucle temporal, pero la lógica me decía que debía tener un propósito. Que, lejos de tratarse de una cruel broma del destino diseñada para atormentarme, el universo me había puesto ahí para corregir alguna clase de infortunio. Por tanto, y según mi teoría, si cambiaba los hechos adecuados escaparía de esta cárcel sin rejas que me obligaba a repetir el mismo día una y otra vez.

Una vez que había razonado mi situación hasta ese punto, salvar a mi vecina del tercero se veía como el curso de acción natural. Me había hartado de investigar todo lo que pasaba a mi alrededor durante el día fatídico; me había recorrido calles y hablado con todo el mundo, nada parecía más relevante que eso.

Resulta que mi damisela en apuros era una setentona viuda que, a las dos y veintisiete del mediodía, casi se ahoga con un hueso de aceituna. Todo acabaría ahí si no fuera porque, haciendo gala de una agilidad de mente impropia de su edad, logra abrir la puerta para pedir ayuda a otro vecino que casualmente pasa por el pasillo. Este le aplica una maniobra de primeros auxilios hasta que el hueso sale de su garganta, accidentando la rodilla de ella en el proceso.

Más tarde, a las cinco y diecinueve de la tarde, decide caminar hasta la farmacia en busca de algo que le alivie el dolor, y aquí es donde la realidad siempre se bifurca. A veces, se topa con un atracador que le dispara por accidente. Otras, la atropella un coche. Se ha llegado a morir hasta de un macetazo en la cabeza. Estos resultados parecen ser completamente aleatorios e independientes de que yo sea o no capaz de detener la cadena de sucesos que empieza con el hueso. Incluso, me he llegado a pasar el día entero sin despedirme de ella y siempre parece existir una misteriosa fuerza que la empuja a terminar mal. Era como si me faltara una pieza muy importante de información que le diese sentido a todo este rompecabezas temporal, y que de desentrañar eso dependiese también mi destino final.

Pudiera seguir desgastándome al pensar qué era esa última pieza que me faltaba para poder detener semejante suceso. La realidad era que la obsesión comenzaba a aburrirme, al fin y al cabo, tenía el mismo día para toda la eternidad y mi más grande problema eran mis ganas de resolver el problema. Evitar que esa señora se siguiera muriendo de forma estúpida era mi misión en la vida, aunque debía admitir que a veces resultaba fascinante como acaba su vida. Una vez pensé en cambiar el bote de aceitunas por unas sin hueso, pero no me alcanzaba el dinero y robar me parecía moralmente incorrecto.

Tenía la idea perfecta, atacaría a la viuda y llamaría a una ambulancia para que así, no se le ocurra comer aceitunas. Estaba escondido en su casa, había practicado varias veces ya en mi cabeza. La flojera me comía vivo, pensar en gastar tiempo que tenía a mi disposición y la posibilidad de volver a terminar en la cárcel, hacía que la opción de incendiar el apartamento fuera llamativa.

La sala de la señora tenía demasiadas fotos de varias neveras diferentes, un cuadro pintado por Lionel Messi y dos estatuas de gatos negros. Admití que me molestaba que no hubiese un tercer gato, pero eso ya es ponerse quisquilloso. Al escuchar pasos, salí de mi escondite.

—He venido a salvarte —grité y saqué la caja de fósforos, encendí uno y lo tiré al suelo—. Sal que esta será por fin el último día.

Repetí el proceso con los fósforos hasta acabarlos, veía cómo las cosas ardían a mí alrededor y no pude evitar reír. Me sentía como villano, eso no era lo que me tocaba hacer.

—¡Ahí estás! —dijo la vieja—. Llevo esperando veinte años, ya estoy cansada de morir.

Abrió la puerta de un armario y sacó un extintor. La observé apretando la caja de fósforos. De todos mis intentos, ese era el más extraño.

—Eres un inepto —se burló.

Eso no podía acabar así, en un arranque de confusión, agarré el cuadro de Lionel Messi y me acerqué a ella. Inhalé y cerré los ojos mientras la golpeaba con el cuadro en la cabeza, escuché cómo la tela del lienzo se rompía, pero la vieja no se quejó. En cambio, caminó hacia la nevera y sacó una loncha de queso.

Cruzamos miradas por unos instantes, su cabello gris estaba desordenado. Observé el movimiento de su brazo con queso en mano y sentí el frío en la cara. El olor del cheddar amarillo me dejó aún más confundido. Nada era real, o eso creía. Hasta que la vieja se cae al suelo y se vuelve a lastimar la rodilla. Mierda. Hoy ninguno de los dos saldría hasta que amanezca.

—Ve a la farmacia y tráeme algo para el dolor —ordenó y se quejó del dolor.

Asentí, nada más porque yo había fallecido antes, así que no tenía miedo. Rebusqué en todo su apartamento por dinero y al encontrarlo escondido en la quinta baldosa de la ducha, salí. El vecino que siempre pasaba por ahí se quedó mirándome extraño y recordé que aún tenía el queso en la cara. Lo agarré y comí, saboreándolo. Era cheddar del bueno.

La calle estaba igual que siempre, claro, a una hora más temprana o eso creía. Alcé la vista para apreciar el cielo, noté que había dos jugadores en vez de uno y sonreí. Ahora sí que pasarían este nivel, mis vidas no eran eternas.


Esta es una historia sin fin que necesitó dos escritores. Cuando el segundo se incorpora, la vieja recuerda su muerte y el bucle desaparece.


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