Capítulo 35

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Digamos que las cosas con mi madrina ya estaban bastante bien. No digo excelentes porque yo todavía estaba terminando de asimilar su confesión, y no es que ya no la viera de la misma manera o la quisiera menos, simplemente me había tomado por sorpresa toda la situación, y en general yo necesitaba un tiempo para procesar las cosas serias e importantes. Pero digamos que estábamos bien. Comíamos juntos en la mesa, conversábamos, nos reíamos; mirábamos películas juntos. Todo lo que solíamos hacer antes de la discusión, pero los dos sabíamos que ahora las cosas eran distintas.

Mi madrina tenía ese destello de tristeza en sus ojos. Seguramente porque el confesarme lo de su romance con mi madre le había removido recuerdos muy dolorosos que quizás estuvo mucho tiempo tratando de guardar. No tenía idea de lo que estaba pasando por su cabeza, pero a juzgar por su expresión no era algo bonito.

Pensé muchas veces en sacar el tema para ofrecerle mi apoyo, pero al final decidí darle su espacio para que ella pudiera gestionar su dolor a su manera, porque ambos sabíamos que, sin importar lo que yo le dijera, nada le traería de vuelta al amor de su vida.

—Entonces... ¿Todo está bien?

—Síp, todo bien.

Camilo me observaba con atención mientras yo me terminaba una bolsita de palitos de queso.

—No sé por qué eso suena a que no está todo bien.

—Nosotros estamos bien. Hablamos, aclaramos las cosas y todo sigue igual, pero mi madrina... Bueno, creo que removió cosas que no quería remover, y eso la tiene triste. Pero no quiero hablar del tema. Me amarga pensar en eso.

—Está bien.

Yo acabé mi bolsita de palitos de queso. Me la guardé en el bolsillo y carraspeé. Escuché a Camilo suspirar, luego sacó su teléfono del bolsillo para mirar la hora y lo volvió a guardar.

Nosotros no habíamos hablado acerca de ese beso. Tampoco sobre la noche en la que fui a su casa y pasé la madrugada entera llorando en sus brazos. No hablamos de nada, solo seguimos como si los dos estuviésemos fingiendo que no teníamos una conversación pendiente. No fue la intención de ninguno de los dos, pero las cosas estuvieron tan tensas que no hubo mucho espacio para sentarnos a charlar.

—Quieres ir a...

—Te gustaría que nos...

Ambos hablamos al mismo tiempo.

—Lo siento —prosiguió él—, ¿qué ibas a decirme?

—Supongo que lo mismo que tú.

—¿Y qué crees que iba a decir yo?

Chasqueé la lengua.

—Perdiste tu turno por tonto. ¿Quieres ir a mi casa?

Él me sonrió de forma coqueta.

—Claro.

Y otra vez esas cosquillas en la panza. Parecía un tonto. Estaba hecho un tonto, de hecho. Pero se sentía bien.

Por fortuna, cuando llegamos a casa el auto de mi madrina no estaba. Ella estaba al tanto de que Camilo iría a casa esa noche, pero de todas maneras no quería que se generara un momento incómodo para ellos.

—Hoy me toca cocinar, así que me harás compañía.

Él se paró en la puerta, con la espalda apoyada en el marco. Me observaba con los brazos cruzados y esa sonrisa que me ponía nervioso. Aun así, intenté no prestar atención a su presencia y me puse a revolver la despensa y el refrigerador, y cuando tuve todos los ingredientes sobre la mesada, me puse el delantal.

—Te ves demasiado lindo.

—No me distraigas, estaré usando objetos filosos y fuego, tengo que estar atento a lo que estoy haciendo.

Él volvió a reírse.

—Solo dije que te veías lindo, ¿eso te distrae?

—Eso que haces —dije, señalándole con la punta del cuchillo—, eso me distrae, que coquetees conmigo así.

—¿Así cómo?

—Así —repetí—. De esa forma tan descarada. Es que no sé cómo lo haces.

—Me sale natural —contestó él—. Oye, tú y yo nos debemos una charla.

Tragué saliva y comencé a cortar las verduras. Sentía el corazón latiendo en mis oídos, en mis dedos, en el estómago y hasta en los pies.

Yo sabía que iba a llegar el momento pero no estaba listo. Nunca lo iba a estar, pero tenía que hacerlo. El nuevo Antoni tenía que hacerlo.

—Mira —empecé, tratando de que mi voz sonara firme, pero la sentía temblorosa—, yo sé que nos besamos, sé que fui a tu casa y que lloré en tu pecho como una magdalena toda la noche. También sé que luego de eso no hubo nada. Ni una explicación, ni una aclaración. Nada. Pero la verdad es que yo no sé qué decir ahora mismo.

—Podríamos comenzar por hablar sobre lo que sentimos. ¿Qué te parece eso? —preguntó él—. ¿Cómo te sentiste tú? ¿Cómo te sientes ahora?

Mientras yo pensaba en mi respuesta, todo lo que podía escucharse era el sonido del cuchillo contra la tabla de picar.

—A ver... Está claro que sucede algo, ¿no? De otra forma te hubiera empujado cuando me besaste y no hubiese ido a buscar consuelo a tu casa.

—¿Me lo estás diciendo o me lo estás preguntando?

En ese momento, el cuchillo cortó el último pedazo de cebolla junto con una rebanada de mi dedo.

—¿Ves? ¡Te lo dije! —exclamé mientras me enjuagaba.

—¡Lo siento! —Se acercó a mí y tomó mi mano con gentileza, revisó mi herida, que por fortuna no era demasiado profunda, y luego estiró la mano para alcanzar el papel de cocina y envolver mi dedo—. ¿Tienes un botiquín?

—Sí, mi madrina lo guarda en el baño. Debajo del mueble del lavabo. Hay unas curitas.

De inmediato, Camilo salió de la cocina para ir en busca de las curitas. Yo aproveché ese pequeño instante a solas para soltar todo el aire que estaba conteniendo. Recordé los ejercicios que mi terapéuta me indicó para bajar mis niveles de ansiedad. Nunca me sirvieron, pero yo necesitaba calmarme, y ante una situación desesperada, medidas desesperadas.

Así que, cuando Camilo regresó con las curitas, me encontró inhalando y exhalando una y otra vez, como embarazada a punto de dar a luz.

—¿Estás bien? —me preguntó mientras me ponía una curita—, ¿te duele mucho?

—No, no es eso. Estoy muy ansioso y según mi terapéuta, respirar funciona.

—Si quieres dejamos el tema.

—No, no quiero dejarlo. —Tomé una gran bocanada de aire y la contuve en el pecho durante unos instantes, luego exhalé despacio, y en ese momento las palabras salieron por sí solas—. Tú. Me. Gustas. Sí, me gustas. Al principio pensé que solo me parecías un tipo genial, porque lo eres, ¿sabes? Quiero decir, tienes ese estilo, y tu gran moto, y estás bastante guapo, pero luego tú dijiste que yo te gustaba y yo me replanteé toda mi vida, y entonces nos besamos, y se sintió bien, y luego supe que tú me gustabas de esa manera. No solo como amigo, sino como... Bueno, ya sabes.

Cuando me detuve sentí como si hubiera corrido una maratón. Me faltaba el aire y estaba temblando. Temblando como una maldita vara a punto de ser arrancada por el viento. Dios. Acababa de confesarme de la manera más ridícula del mundo.

Camilo solo me miraba. Había prestado mucha atención a toda mi verborragia como si le estuviera diciendo la cosa más importante del mundo.

—Guau. Eso fue... Guau. Entonces, ¿a Antoni le gusta Camilo?

—¡No me hagas repetirlo! ¿Sabes lo que me costó llegar tan lejos? ¡Me va a dar un maldito ataque al corazón! —exclamé.

Él soltó una carcajada.

A Antoni le gusta Camilo.

Era más que eso. Antoni se había enamorado perdidamente de Camilo, pero no tenía idea de cómo gestionar sus sentimientos y tampoco sabía cómo dimensionarlos.

—Déjame terminar de cortar la verdura por ti. No quiero que termines mutilándote otro dedo.

Le di un golpecito suave en el brazo.

Cocinamos entre los dos, luego pusimos la mesa y cenamos juntos. Camilo lavó la cocina y cuando mi madrina llegó, ya estábamos los dos en mi cuarto.

—Entonces... —dijo.

—¿Entonces? —pregunté yo.

—¿Qué procede? Ya sabes: Me gustas, te gusto.

—¿En serio me lo estás preguntando a mí? Ni siquiera sé cómo llegué tan lejos.

—¿Entonces yo debo dar el siguiente paso?

Me encogí de hombros. Sentía toda la sangre amontonada en mis mejillas.

Camilo se acercó a mí y me tomó con gentileza por los hombros. Sus manos se deslizaron hasta mi cuello, y de allí hasta mi barbilla. Fue una caricia suave, gentil. Se fue acercando despacio, como si estuviera dándome el espacio para rechazarlo si no me sentía a gusto. Tenía la sensación de que él estaba cuidando de mí en todo momento; medía mis reacciones y mis gestos para no hacer nada que pudiera disgustarme, y esa gentileza era una de las cosas que más me gustaba de él.

Rodeé su cuello con ambos brazos y lo besé. Yo lo besé. Ni siquiera podía creerlo.

Nos tomamos el tiempo para disfrutar de ese momento, y para mí fue algo mágico. 


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