Cap 93. Hela

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Esa noche sí había llorado a mares. Había empapado la almohada hasta que me había hartado de ella y la había tirado al suelo para dormir sobre mis brazos, y no porque no supiera qué quería hacer a partir de ahora, sino porque ya sabía exactamente lo que tenía que hacer.

A la mañana siguiente, tras haber dormido apenas un par de horas, me había despertado con una inquietante cajita de regalo y una nota sobre la mesita de noche: «Te la compré para que protegieras tu preciosa voz del frío de Madrid; espero que sea igual de calentita en Barcelona». Al deshacer el nudo del lazo rosa, saqué de la cajita una preciosa bufanda roja con cuadros, casi idéntica a la camisa abierta que solía vestir Estani y con la que más de una vez me había arropado del frío y mis inseguridades. Me mordí los labios al punto de hacerme daño para reprimirme el llanto y terminar de hacer la maleta sin que las ojeras siguiesen adueñándose de mi cara. Un poco de maquillaje y cabello suelto para disimular, sudadera blanca ancha y vaqueros desgastados. Por último, me abrigué el cuello con la bufanda nueva.

El tiempo desde el desayuno hasta la merienda había sido un completo infierno. Cancelamos el plan de irnos por la mañana debido a las peligrosas nevadas en las afueras que advertían en las noticias y Estani y su padre tardaron casi tres horas en ir y volver de comprar cadenas nuevas para la nieve porque no confiaba en que las que habíamos traído fuesen a soportar el temporal que se avecinaba. Bajé del dormitorio en el que me había recluido para no encontrarme con mi madre, almorzamos y esperamos a que se tomasen una siesta para salir de una vez por todas rumbo a Madrid.

Las horas del trayecto sí volaron, no me desperté hasta llegar al garaje exterior que teníamos en casa. Siempre me había gustado pisar el suelo frío descalza para espabilarme, pero hundir los pies en la nieve de mi porche y que me alcanzase casi las rodillas me impresionó tanto que me asustó. La ventisca tampoco se quedaba atrás, tuve que sujetar con fuerza la bufanda para que no saliese revoleada por los aires. Corrimos a por nuestro equipaje y nos refugiamos en la casa con prisa.

—¡Quitaos los zapatos y a la ducha! —exclamó mi madre emocionada porque, según me había contado muchas veces, se moría de ganas por vivir una nevada típica de países nórdicos.

Dejé los zapatos en la entrada y fui apresurada a mi habitación en busca de todas las maletas vacías que tuviese al alcance. Las apilé en una esquina y empecé a vaciar mi armario con ellas después de apartarme una muda de ropa para después de la ducha. Mis ojos se desviaron a la maleta que utilizaba para la universidad. De verdad me planteé si debía llenarla de ropa o de los libros de la carrera, y al final opté por guardar ahí mi portátil, cables varios y, para mi sorpresa, los dichosos libros de la carrera. Eso me hizo entender que no me había dado por vencida o que quizá no estaba preparada para asimilar que deseaba abandonarla con todas mis ganas. Reuní las maletas repletas tras la puerta y cogí el móvil con las manos temblorosas, mareada como si todo aquello fuera irreal, una broma de mal gusto o una pesadilla. De repente, mi mente pareció empequeñecer todos los problemas haciéndome creer que estaba exagerando. ¿Una fuga, Hela? ¿Qué haces? Las piernas también me comenzaron a temblar. ¿Era eso lo que quería? No sabía qué quería a ciencia cierta, pero sí lo que no quería. No quería vivir cohibida, sintiéndome un estorbo en mi propia familia o una joven sin hogar en el que refugiarse. No quería llamar «hermano» al chico del que me había enamorado o ahogar mi voz para no recordarle a mi madre su sueño frustrado. Entonces, descubrí lo que quería.

Quería ser Hela Luna, con sus talentos y sus debilidades.

Y quería brillar, volar, sin que nadie intentase apagarme o cortarme las alas.

Me enjugué las lágrimas de las mejillas con rabia y abrí el chat decidida a dar el paso final. Sin embargo, la puerta de mi cuarto se abrió y nuestras miradas chocaron. Luego, sus preciosos ojos se pasearon por mi dormitorio y aterrizaron en los míos de nuevo. Extendió las comisuras con tristeza y se me rompió el corazón. Tiré de su mano, cerré la puerta y lo abracé con fuerza.

—Lo siento, lo siento —le susurraba contra el pecho arruinándome el maquillaje y manchándole a él la camiseta limpia que se había puesto tras la ducha—. Lo siento tanto.

Estani me acarició la cabeza y me besó la frente con la mirada vidriosa. No quería verlo llorar, eso me partiría en dos. Estaba a punto de abandonarlo tirando por la borda todo lo que habíamos construido juntos y él seguía cobijándome con sus besos y sus abrazos. El grupo, los ensayos, los ratos en las gradas, los primeros días que nos conocimos, la primera vez que cuidé de él, el viaje a Cádiz, tantas experiencias juntos... Los recuerdos me venían a la cabeza como flashes martirizantes que me amenazaban con hacerme cambiar de decisión. Estani me alzó la barbilla y negó en silencio.

—Sonríeme —me pidió.

—No puedo, me duele todo —le dije sin soltarlo.

—Por favor.

Traté de que mis labios dejaran de tiritar por un segundo y amplié los labios plasmándome en la cara, seguramente, la sonrisa más penosa del mundo. Estani puso sus dedos índices en mis mofletes y me agrandó la sonrisa a la fuerza.

—No llores así, esto no es un adiós.

—Para lo nuestro sí —indiqué tomando distancia—. Arruinar la felicidad o el matrimonio de mi madre es lo último que quiero hacer.

—Lo sé. Siempre lo he sabido, Hela. Y sé que esto también lo haces por ella.

Agaché la vista para mirarme cómo enredaba los dedos nerviosa y suspirar agotada. Mi nacimiento le había robado el amor de su vida a mi madre, que había sido la música; no quería robarle ahora su matrimonio actual. Yo no me lo perdonaría jamás. Pero tampoco podía renunciar al amor que sentía por Estani tan fácilmente. Me cogió una mano, me la extendió y puso un pendrive sobre mi palma.

—¿Qué es esto?

—Te hará falta allá donde vayas para presentarte como cantante.

—Pero ¿cómo...?

—¿Recuerdas las veces que insistí en que cantaras sola? Ahí tienes el cómo —dijo orgulloso de sí mismo—. No bajaré a cenar ni te despediré luego, espero que lo entiendas.

—¿Vas a dormir?

—Ojalá pudiese —bromeó sin mucho éxito—. Quiero estar solo.

—Por otra Heineken la próxima vez que nos veamos —ironicé con un brindis falso haciendo referencia al momento en que nos habíamos conocido.

—Por una Heineken para mí y una Judas para la señorita —se despidió.

Me revolvió el cabello con cariño y cerró la puerta tras de sí. Las rodillas me flaquearon obligándome a sentarme en la cama. Controlé mi respiración con un gran esfuerzo para evitar que la ansiedad me invadiese de nuevo, me limpié la cara frente al espejo y escribí mis pensamientos —o casi todos— en una carta que dejaría sobre el escritorio. Estaba segura de que la encontraría y la leería quien tenía que leerla porque era propio de ella, pero aun así escribí «Mamá» en la parte delantera. Abrí WhatsApp de nuevo y, antes de llamar a mi padre para contarle mi plan y bajar a cenar para pasar un último rato con mi madre, reflexioné si debía escribir un mensaje por el chat de las supernenas y terminé escribiendo solo uno por privado que se envió, pero no llegó:


Hela:

Te dije que no iría a despedir a mi padre

y no te mentí... porque al final me voy con él.

Se me va a hacer duro no tenerte conmigo día

tras día, amiga... Solo espero que Amadeo te

cuide mucho y nos veamos pronto aquí o en BCN.

Te quiero, Pao ❤️

(Cuando veas estos mensajes, llámame,

sé que querrás matarme jajajaja).

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