ÁNGELA

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Ángela era una niña feliz. Siempre tenía una sonrisa en la cara y lo veía todo de color de rosa. Antes vivía con dos mujeres, sus madres, en una alejada casita de campo donde ella se pasaba el día jugando entre las hierbas con los animalitos que encontrase por ahí. Donde pasaban veranos enteros bañándose en el lago. Donde todo era hermoso, y donde todas agradecían estar vivas para sentirlo.

Desde hace unos meses, Ángela ya no es así. Ahora se ha vuelto una niña apagada, triste y solitaria. Antes traía muchas veces a algunos amigos a casa, ahora ya nadie pasa por aquí. Sigue siendo la misma casa, pero ya nada se ve igual. Desde que no está Yolanda, ya nada es igual.

Ángela y Yolanda estaban muy unidas. Como madre e hija, tenían una conexión especial. Se entendían, se entendían muy bien. Jugaban juntas, cada tarde. Cuando María llegaba a casa las veía ahí a las dos, contando cuentos, jugando al dominó, al bingo...e incluso bailando al ritmo de una música a un volumen estruendoso. Aunque eso último le molestase los oídos a María, nunca les decía nada. A veces incluso se unía. Cuando se casó con Yolanda ya sabía que estas cosas pasarían. Y no le importaban, nunca le importaron. Significaban mucho para ellas, y ella lo entendía perfectamente.

Hace poco más de un año, a Yolanda le diagnosticaron una enfermedad muy grave. Todos en la familia sabían lo que iba a pasar, pero nunca se está preparado para cuando llega. Y llegó. Hace unos meses.

Cuando ocurrió todo era igual, pero a la vez todo era diferente. Como una rosa recién cortada, la cual por fuera se ve bien pero por dentro se está empezando a marchitar.

Desde entonces, Ángela ya no tiene ganas de jugar con nadie, ya no se relaciona con sus amigos. Por la tarde viene llorando hacia María, quien le da un enorme abrazo, diciendo:

—No te preocupes, todo está bien.

—Nada está bien, mamá –contesta ella, sollozando –Mami no está...nada está bien.

—Ya hemos hablado de esto, cariño –le responde María, mirándola a los ojos –mami no puede volver.

—¿Y qué hacemos? –pregunta ella.

—Pues no se puede hacer nada –le dice María –mamá ya no está. Lo único que podemos hacer es vivir por ella.

Ángela continúa llorando y, pasados unos minutos de silencio, dice:

—La profesora me dice que no me preocupe, que mami está en el cielo. Dice que me ve y me oye, y que está orgullosa de mí. ¿Tú también lo crees?

—¡Pues claro que está orgullosa de ti!

—Pero...no lo entiendo –le responde Ángela, tratando de pensar en una solución.

—¿Qué no entiendes?

—¿Cómo es posible que me vea y me oiga si mami no puede ver ni oír?

María se queda callada ante esa pregunta. No se la esperaba, y no sabe qué responder porque tiene razón.

—No lo sé, hija –le responde –tal vez tan solo lo siente.

—Pero, ¿cómo va a sentirlo si ni lo ve ni lo oye? Mami conocía el mundo a través de nuestras manos. El tacto, decía ella.

—Sí, cariño –le responde María –eso es cierto. Pero ella de alguna manera lo sabe, no te preocupes.

Entonces Ángela y María se miran, con ternura. Acto seguido se abrazan de nuevo, sintiendo el calor la una de la otra.

—¿Le has explicado tu preocupación a la profesora? –le pregunta María entonces.

—No –responde ella.

—Explícasela –le dice ella entonces –tal vez sepa ayudarte.

Ángela asiente y después se marcha a su cuarto. María está sorprendida por el razonamiento avanzado de la niña. Tan solo tiene seis años. Mientras tanto, Ángela se tumba en su cama, como cada día desde que Yolanda se fue. Antes de eso, solían bajar a los columpios que hay al lado del lago, después de merendar. Ahora pasan y pasan las estaciones, y Ángela sigue sin pisar ese lugar.

A Yolanda le gustaba mucho bajar allí. No lo veía, no lo escuchaba. Pero sentir el olor de la naturaleza, el viento a través de las hojas de los árboles, sentir las hojas crujiendo a sus pies en otoño...todo eso le hacía sentir viva. Ellas lo recuerdan con dulzura.

Y así van pasando las semanas y los meses. Ángela cada vez más preocupada y María también.

Un día, la niña llega a clase, y la profesora les pide a los alumnos que dibujen por grupos en una hoja de tamaño muy grande aquello que más les gustaría crear. Ángela se junta con un grupo de niños y niñas. Entre todos piensan y piensan, y cuando ya tienen el material perfecto empiezan a dibujarlo. Unos por un lado, otros por otro. Entre todos crean un dibujo que representa un sueño, un sueño muy importante que, bajo la ingenuidad de los niños, incluso parece real.

Al finalizar todos lo miran, contentos. Es el dibujo más especial que han hecho jamás. Todo el grupo está feliz con la decisión, y se lo entregan a la profesora.

Ella lo mira asombrada. No lo entiende, pero sabe que representa algo realmente importante en sus vidas. En él se muestra una escalera enorme, con miles de escalones. Llega casi hasta el cielo. La profesora mira a todos, pero en especial a Ángela. Sonríe. Ángela sonríe. Hace meses que eso no ocurría. Todos los niños sonríen, como si esa escalera fuese su felicidad.

—Vaya... –consigue decir entonces –es muy bonito. ¿Adónde va esta escalera?

—Allá adonde tú quieras ir –contesta un niño, amigo de Ángela.

—Más allá de las nubes, más allá de las estrellas –responde otra niña.

—Vaya... –dice la profesora –debe ser muy importante para vosotros...

—Es importante para Ángela –responde Sara, su mejor amiga –y si lo es para ella lo es para nosotros también.

La profesora mira a Ángela, quien no deja de sonreír.

—Y...¿qué significa?

Ángela se acerca entre todos los niños, y le dice entonces:

—Es mágica. Con solo imaginarla puedes hacer lo que quieras, y llegar adonde quieras.

—Y, ¿adónde irías?

—Iría a hablar con mi mami –responde Ángela, sin borrar la sonrisa –Ella está en el cielo y es sordociega. No me puede ver desde allí arriba, ni escucharme. Pero con esta escalera no hace falta. Si yo me imagino subiendo a darle un abrazo ella realmente lo recibirá. Si yo me imagino signando en sus manos que la quiero ella lo notará. Y así no estará perdida en medio de la nada, sin saber con quién está y sin saber nada de mi. Podré comunicarme con ella para siempre, y eso es lo que más deseo en el mundo.

Por la noche Ángela vuelve a su casa, feliz con su diseño: una escalera de mil peldaños, que le abría la puerta para conseguir su sueño. María, al verlo, llora de emoción. De una emoción difícil de describir: la del anhelo de una niña pequeña por trasmitirle a su madre la alegría a través de las manos. La de una madre que quiere hacer feliz a su hija después de un duelo. La de una escalera imaginaria en la que todos pensamos alguna vez en la vida. Más allá de la muerte, más allá de la vida, Ángela se acuesta feliz, sabiendo por fin que su madre la siente, porque los sentimientos no se ven, ni se oyen, simplemente, a través de una escalera imaginaria, se sienten.


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Hola, ¡buenas noches! ¡Gracias a tí, lector/a por darle una oportunidad a mi relato!

En esta historia quería mostrar la realidad de un colectivo muy invisible: el de las personas sordociegas. Hacerte entender un poco cómo sienten el mundo y cómo lo viven todo. Espero que te haya gustado. 

¡Deja aquí tu opinión sobre el relato!

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