1. Nunca saldrás de aquí

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Estaba sumida en completa oscuridad y no tenía idea de dónde estaba. Ni siquiera podía verme mis propias manos, aunque las posicionara a centímetros de mis ojos.

¿El tiempo?, había dejado de contarlo cuando perdí la libertad de ver la luz del sol.

Por lo poco que entendía estaba encerrada en lo que parecía ser una pequeña habitación, o talvez podría tratarse de una caja grande. No tenía idea.

Estoy segura que pasé varias horas allí dentro, puede que incluso un día entero.

Sólo había una única cosa que podía hacer allí, y eso era pensar.

Pensé en absolutamente todo. En mi madre, la cual ya no estaba conmigo, la extrañaba cada segundo y me maldecía a mí misma por no estar sus últimos momentos con ella... por desperdiciar mi tiempo en cosas banales. Pensaba en Ellie, en mi mejor amiga y lo preocupada que debía estar por no volver a casa. ¿Estaría llorando?, seguro que sí. Pero me alegraba de no haberla envuelto en mis mierdas, y que se mantuviera fuera y segura. Luego pensé en Malcolm, ¿qué fue lo que hice mal para llegar aquí? ¿Hubo señales que pasé por alto? ¿Quién era Malcolm y qué quería de mí? Y ¿Chris? ¿Dónde estaría en este preciso momento? ¿Estaría pensando en mí? ¿Preocupado? O ¿Siguió con su vida normalmente?

Cuando más pensaba, más paranoica me volvía. ¿Qué harían conmigo? ¿Qué querían de mí?

A la sola idea de pensar una respuesta a esas preguntas, las lágrimas se agolpaban detrás de mis ojos, se me cortaba la respiración y mi corazón martilleaba en un pálpito desorbitado. La incertidumbre me mataba, porque lo que más temía era morir.

No recuerdo cómo, pero hubo un momento que ya no supe nada, como si se me fuera arrebatada la conciencia por alguien más adrede, para despertar después en una nueva habitación.

Al principio me costó abrir los ojos, ya que, pasar tantas horas a oscuras había vuelto mi retina sensible a la luz externa.

Tardé varios segundos hasta que logré acostumbrarme al ardor de la luz de lo que parecía ser una lámpara cercana.

Lo primero que vi fue el techo y después reconocí el lugar.

Estaba recostada sobre una cama de doble plaza, las paredes que me encerraban eran de un blanco viejo. Los muebles parecían tener más de un siglo, lo cual los hacía hermosos. Dos pares de cortinas azules caían pesadas a los lados de una ventana de grueso marco de madera, totalmente enrejadas, como una prisión.

¿Qué era este lugar?, parecía la habitación de esas casonas viejas de películas antañas.

Mi nariz percibió de repente un aroma familiar. Tabaco. Mis ojos adoloridos no tardaron en encontrarlo a él.

Un nudo se formó en mi garganta al verlo allí, sentado a pocos metros de la cama, cruzado de piernas y fumando un cigarrillo como si no pasara nada fuera de lo común. Como si nunca me hubiera traicionado.

— Ya estás despierta — dijo y se levantó de su asiento para acercarse a mí.

Mi corazón palpitó de manera acelerada con cada paso que Malcolm daba en mi dirección. Sentí miedo de su presencia, y enojo al mismo tiempo.

Malcolm extendió su mano en dirección a mi frente, como si quisiera tomarme la temperatura, o algo similar, pero lo aparté de inmediato con un manotazo.

— ¿Por qué? — le pregunté casi sin voz, pues esta estaba siendo obstruida por una bola en mi garganta, que amenazaba con ser el preludio de un llanto.

— Nuestro encuentro no fue fortuito — dijo y mi corazón se aceleró antecediéndose a sus palabras, las cuales, estaba segura, serían dolorosas —, siempre te estuve buscando.

— ¿Para qué? ¿Para entregarme a ellos? — pregunté incorporándome, pero el repentino movimiento me ocasionó un mareo. Creí que perdería la conciencia una vez más, pero no fue así, una vez que la nebulosa se apartó de mi mente, Malcolm me volvió a responder.

— Esa fue siempre mi misión.

Lo miré de manera extraña e incomprendida. ¿Qué había sido su misión? ¿A qué se refería?

— Y ¿Cuál es esa misión? — le pregunté con temor, pues, su respuesta podía no ser agradable.

— No me corresponde a mí responderte eso.

Lo miré fijamente. Malcolm estaba vestido completamente de negro. Llevaba una camisa delgada, pantalones levemente entubados y zapatos de hebilla. Todo negro. Su rostro carecía de cualquier expresión, era extraño, cualquier persona en su lugar sentiría una pequeña, aunque fuera mísera, empatía. ¿No sentía culpa por lo que me había hecho? ¿Nunca me consideró una amiga?

Tragué un nudo doloroso de lágrimas. Conteniendo mis ganas atroces de llorar y desarmarme allí mismo.

— ¿Quién eres, Malcolm? — le pregunté.

Lo miré expectante, esperando una respuesta que nunca recibí. Ni siquiera su rostro me dijo algo, sólo sostuvo el cigarrillo entre sus labios, tan levemente, que seguramente podría caérsele si abría la boca un poco más.

— ¿Cuándo podré volver a mi casa? — al final preferí cambiar de pregunta, una que seguramente pudiera responder.

Malcolm dio una larga calada a su cigarrillo y luego se lo retiró de la boca, y supe que era para responder. El brillo de sus ojos se volvió oscuro, y supe que él sería mi perdición.

— Amanda, .

Abrí la boca a causa de la incredulidad que me causaron sus palabras.

Malcolm dio media vuelta y caminó en dirección a una puerta de madera, tipo victoriana.

Me levanté de la cama de manera veloz cuando entendí que iba a dejarme sola.

— ¡No, espera! — corrí detrás de él — ¡No te vayas!

Intenté detenerlo, pero antes de que mis dedos pudieran tocar su brazo, él ya había salido de la habitación y cerrado la puerta detrás de sí.

Escuché el sonido de un cerrojo siendo accionado y supe que estaba encerrada una vez más.

Intenté girar el picaporte, pero este no cedió. Estaba sin salida.

— ¡Malcolm, abre la puerta! — golpeé la madera con ambos puños, llamé, grité a su nombre, pero nunca nadie recurrió a mi llamado. 

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