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Llevaba días de sobriedad, sin probar el sabor del dolor

u la depresión viajera entre mis pupilas cansadas y mis ojos

muertos del naufragio eterno que caduca en mi alma.

Me siento triste.
Perdón.

Yo y mi manía de pedir perdón aún sabiendo que no es mi culpa. Odiando a mi Roma del revés por quitarme los ánimos de voltear página entre las piernas del destino que se entrega ante todos menos ante mi.

Pirata del pasado que surca las olas del rojo de su sangre. Con sonrisas y alegría que tapa su eterna y silenciosa decadencia.

Me siento inútil en esto.
Culpable por soñarte.
Culpable por sentir tu falta.
Culpable por querer charlar contigo.
Culpable por sentirme tan poca cosa cuál insecto.

Culpable por escribirte.
Culpable de la culpa que apresa mis cuerdas vocales.

De nada me sirven las pláticas si entre odiarme y extrañarte tengo sólo una pantalla de por medio.

Querer dirigirte un ¿cómo estás?
Pero no hacerlo pues se que molestaría.
Dije tiempo, pero el tiempo es una puta que te quiere si la tratas mal y no la esperas.

Yo ya sabia que pertenecía al club de los corazones rotos.

Pero no sabia que mi membresía costaba caro.

Costaba noches de insomnio.
Noches de interminable oscuridad.
Marcas en muñecas.
Secretos por esconder.

Ganas de desaparecer y más, mucho más.

Soy tan cobarde que no soltaría del gatillo y tan insensible que me apuntaría en la sien sin dudarlo ni un segundo.

Quería esconderme de esto en mi país del eterno sin sentir.

Desterrar cualquier centímetro de sentimientos de mi cuerpo para no sentir más.

Pero sólo siento culpa.

Por ser tan imbécil.
Tan poca cosa.
Tan yo, tan jodidamente yo.

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