Cobertizo: Garras con afán

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BattleOfKings

Sean era un joven muchacho que se mudó con su familia a una nueva casa.

Era hermosa y vieja, aunque se conservaba muy bien a pesar de ser construida hace casi un siglo atrás.

Su familia solía estar fuera, Sean se quedaba en su habitación, observando como se iban apoyado en su escritorio por la ventana ovalada.

Ellos pensaban que simplemente permanecía en casa para tener algo más de privacidad y sentirse despojado por un momento de sus deberes y obligaciones.
Pero esa no era la razón.

Hace semanas, desde que se encontraba en su nuevo hogar, percibía que no estaba solo en aquel lugar.
Había alguien más.
O algo.
Y únicamente él lo veía.

Zachariah era mudo, tenía 25 años y cuidaba a Sean como si fuera su hermano pequeño, por desgracia él no crecería como el muchacho, era un alma en pena.

Siempre sonreía, pero la sonrisa no llegaba a sus ojos sin vida, tenía un aspecto triste y melancólico.

Este acudía a Sean alarmado, casi todos los días, pero el niño no le comprendía. Solo apaciguaba torpemente su agitado estado y le prometía que todo estaría bien.

Un buen día, cuando el resto de la familia estaba en casa y su buen amigo y hermano de no sangre estaba pensativo sobre su cama, Zachariah apareció con un candelabro en mano, los años y la práctica le concedieron el poder de mover o coger cosas, por poca fortuna, no aprendió nunca a escribir.
Todo habría sido más fácil si supiera.

Su cara de preocupación era evidente,  le debía mostrar al muchacho que había algo más en esa casa, y estaba despertando con el transcurso del tiempo. Ya no podía someterse a una calma ficticia junto a Sean, debía hacerle ver contra su voluntad aquello a lo que estaba destinado desde que pisó esa casa.

La sangre corriendo por las venas de los vivos llegaba a sus sentidos, ocasionando un hambre insaciable.

El fantasma lo llevó al cobertizo, estaba lleno de viejos artilugios, su única iluminación era la luz que emanaba de una de las velas del candelabro.
Zachariah paró en seco, aterrorizado. No por temor por sí mismo, sino por lo que podría pasarle a su nuevo y querido amigo.

Sean se sentía extraño, observado, un escalofrío recorrió su cuerpo y descubrió a una mancha que se movía con agilidad entre la oscuridad.

Se quedó clavado, sus pies no eran capaces de moverse ni un milímetro, su cerebro había colapsado cuando unos ojos rojos que parecían sonreírle lo dejaron atónito.

En ese momento Zachariah supo que era demasiado tarde y que fue mala idea traer a Sean, el demonio había percibido de cerca el olor de un humano y había despertado plenamente. Las artes del engaño de las sombras fueron subestimadas, pues únicamente estaba esperando pacientemente que el fantasma le trajera su comida a las fauces para poder sentir los latidos y al muerte de cerca.

Zarandeó frenéticamente al muchacho, con desesperación pura, tanto miedo tenía que volvió a sentirse vivo por unos segundos.

Sean estaba sudando, totalmente petrificado, pero por suerte reaccionó y lo primero que hizo fue destrozarse las cuerdas vocales y quedarse afónico por el grito que había dado.

La casa quedó muda, sus padres y su hermana se quedaron clavados en sus respectivos lugares mientras escuchaban pasos rápidos que se acercaban hacia ellos.

Un agitado e histérico Sean apareció en el salón hablando con voz casi inaudible y raspada para decir:

—¡¡Corred, escondeos!! Cualquier cosa...Nuestra muerte se acerca... Debería haber hecho un intento por haber escuchado antes a Zachariah...¡¡¡¡Huid si queréis vivir, aunque ya estemos entre las garras del mal!!!!— tosía con cada palabra susurrada de grito fracasado que salía de su boca seca, mientras las lágrimas caían por sus mejillas y trazaba nerviosos círculos en el suelo con los ojos volando en todas direcciones en busca de un invisible peligro.

Su familia quedó totalmente anonadada. Zachariah observaba con tristeza la escena, se sentía miserablemente culpable, inútil.

La sala se llenó de respiraciones aceleradas que sustituían al silencio, cuando comenzaron a escucharse golpes que cada vez se oían con más intensidad. La familia de Sean abandonó sus lugares de descanso, comenzando a sentir verdadero miedo ante la ahora cada vez más veraz advertencia de huida.

Toc.

TOC.

TOC, TOC.

Parecía que alguien llamaba a la puerta, era la muerte que se acercaba dando constancia de que quedaba poco tiempo.

Y allí estaba, cubierto por una extraña capa negra, unas garras de medio metro afiladas como cuchillos y esos ojos que iluminaban las penumbras del mismísimo Tártaro.

Sean buscaba con la mirada a  Zachariah, pero no le encontraba.

Pudo observar como aquella criatura hacía pedazos a su familia con sus largas garras, con mayor poder y violencia tras cada descarga de gritos llenos de dolor y angustia.
Él era el siguiente y último.

Cerró los ojos esperando que las garras traspasasen su carne, pero no sucedió.

Al abrir los ojos, vio a un Zachariah que se interponía entre el demonio y él, ofreciéndose por el muchacho. Ofreciendo una eternidad a un demonio y a su infierno.

El trato se aceptó, el fantasma le dedicó una última sonrisa al chico, era alegre, el primer rastro de alegría en el rostro del alma en pena.

Sean bajó la mirada, percatándose de que alzaba en sus manos una espada con mango en forma de cruz empapada en agua bendita. Una de las muchas reliquias que encontraron en la casa en una pequeña salita dedicada a rezos, con una cadena de plata enredada en ella y de la que colgaba un bote diminuto ahora vacío de bendecida agua.

El demonio desapareció con Zachariah, absorbiendo su alma hasta hacerlo desaparecer con él.

Dejando a Sean solo entre el caos y la ausencia.

Palabras: 747

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