Te amo - Daniela Criado Navarro

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«Siempre se ha sabido que el amor no conoce su propia profundidad hasta la hora de la separación».

Khalil Gibran


—¡Nos llamamos, colegui, doce meses pasan rápido! —Y, a pesar de que al hablar le quitaba hierro a la separación, me costó un esfuerzo colosal desprenderme del cálido abrazo de Fran.

Él era el único que permanecía callado. Después de mi promesa de mantener el contacto se limitó a aferrarse a mí dándome un abrazo de oso que, además de triturarme los huesos, me llenaba las fosas nasales con el aroma de su fragancia, mezcla de lavanda, canela y sándalo.

Notaba, asimismo, la emoción de mi abuela en las lágrimas contenidas que provocaban que los ojos azules le brillasen, en el gorgoteo de frases entrecortadas y sin sentido y en las despedidas breves del resto de familiares. Pronto partiría, solo restaban segundos.

En el momento en el que traspasé la línea para dirigirme al punto de embarque, en lugar de detener la vista en mis parientes (lo lógico), clavé la mirada en Fran. Me daba la sensación de que solo él llenaba mi campo de enfoque, y, recién ahí, temblé al asumir la magnitud de mi audacia. ¿Me habría apresurado al gestionar la beca y salir corriendo a hacer los trámites que consiguieron que me la otorgasen? Porque «doce meses» eran dos vocablos que se decían pronto, pero implicaban trescientos sesenta y cinco días lejos de Fran. Serían ocho mil setecientos sesenta horas en las que me encontraría apartada de mi colega, ¡una enormidad! Mi amigo del alma parecía pensar algo similar, pues me observaba intensamente.

Lo último que me quedó grabado con fuego, antes de encaminarme hacia lo desconocido, fueron sus labios moviéndose para pronunciar un inaudible:

Te amo.

¡¿Seis años asistiendo juntos a la universidad, estudiando juntos para los exámenes y yendo, también juntos, a las discotecas a ligar con otras personas y me venía a confesar que me amaba, en ese instante preciso, cuando me hallaba con un pie dentro del avión?! ¡Me iba del país durante un año a estudiar un Máster de Gestión de Recursos Humanos en la Facultad de Derecho de Santiago de Compostela!

¿Y si giraba, me olvidaba del viaje y permitía que el vuelo partiese sin mí? ¡¿Cómo iba a irme sin aclarar esto con él?! Comencé a sudar, histérica. Me sentía como si estuviese en medio de una encrucijada en la que se abrían dos caminos en sentidos opuestos, donde mi futuro lo definiría la elección que ahora escogiese. ¡Claro que menudo espectáculo sería si daba la vuelta frente a la familia y le exigía explicaciones a mi amigo! Porque ¿y si me equivocaba y solo era la expresión de nuestra amistad de siempre? Durante seis años jamás había dado indicios, siquiera, de que yo le gustase como mujer.

Avancé sin detenerme, silenciando la voz de mi conciencia. ¡No podía cambiar los planes sobre la base de una simple conjetura! Aun así el shock fue descomunal y determinó, inclusive, que me olvidara de pasar por el free shop a comprar perfumes, tal como me había propuesto. Solo podía rebobinar en el cerebro el momento exacto en el que mi compañero efectuó con la boca el movimiento preciso para formar las vocales y las consonantes que me desvelaban. Ahora que me alejaba las entendía como una declaración en toda regla. ¡¿Por qué no giré?! Había pasado los controles de seguridad y el resto de trámites sonámbula, pensando solo en Fran. Esperaba a que el aparato despegase palmeando, nerviosa, la mano contra la pierna, creyendo que había cometido la mayor estupidez de mi existencia. ¡Había arruinado cualquier posibilidad entre nosotros!

Me culpaba, aunque debía ser indulgente conmigo misma: seguía la línea en la que se había desarrollado nuestra relación. Cierto era que el primer día de clase cuando nos conocimos, al tenerlo sentado al lado de mí mientras escuchábamos las enseñanzas del catedrático de Derecho Civil, me había llamado la atención su guapura. Pero enseguida conectamos como compañeros de estudios y nunca nos tratamos de otro modo.

¡Era eso, qué boba! Me amaba como amigo y yo sacaba conclusiones erróneas. La pregunta que debía hacerme, en cambio, era otra: ¿por qué el corazón se me instaló en la garganta cuando creí que a Fran le inspiraba sentimientos románticos?

Durante las catorce horas que demoré en llegar a destino el «te amo» se convirtió en un mantra, pues ¿cómo hubiese sonado si lo hubiera escuchado de cerca? Lo repetía dentro de mí a modo de eslogan publicitario y en otras ocasiones le daba la entonación romántico/desesperada de cuando Noah Flynn se le declaró a Elle en The kissing booth. Quizá por la similitud de circunstancias, pues ella era la mejor amiga del hermano. Porque sí, tal vez la intención de Fran era también a la desesperada y la declaración de amor fue un intento de retenerme.

El problema principal radicaba en que mi determinación (precipitada) de estudiar en el extranjero nos situaba en dos continentes distintos, a más de nueve mil novecientos kilómetros de distancia, separados por un océano sobre el que no existía ninguna carretera y apartados durante quinientos veinticinco mil seiscientos minutos en los que ni podría darle siquiera un simple beso. ¡Sentía que agonizaba tan solo con meditarlo!

Rememoraba los destellos de las lágrimas en sus impresionantes ojos verdes y anhelaba acariciarle las mejillas y quitarle la angustia, deleitarme con su aroma picante y proporcionarle la tranquilidad de mi presencia. ¿Cómo era posible que estuviese enamorada hasta las trancas de mi mejor amigo y que no me hubiera dado cuenta? Es más, de improviso sí creía que Fran me correspondía y me encontraba impaciente por aterrizar y quitarle el modo avión al móvil. ¡Seguro que tendría un whatsapp explicándome por qué yo era el amor de su vida!

Sin embargo, al arribar me decepcioné porque su mensaje solo decía:

¿Llegaste bien?

Lo contesté con un simple «sí», pues volví a sentirme estúpida. Cuando volaba entre medio de las nubes mi imaginación se dedicaba a construir castillos en el aire, resultaba obvio que nada nos unía excepto una bonita amistad. Y lo peor: ¡ahora tenía la certeza de que yo sí lo amaba!

Instalarme en el piso que alquilé, situado en el Casco Histórico de Santiago de Compostela cerca de la famosa catedral, e intentar comprender el nuevo idioma me consiguieron distraer. Me costaba desprenderme del «vos» y usar el «tú», ¡ni qué hablar de utilizar el «vosotros»! Más se me dificultaba usar el verbo «coger» sin sentirme una ninfomaníaca. Irónico, asimismo, porque solo deseaba hacer el amor con Fran.

Incluso, como método para evitar rumiar, acepté una noche salir en pandilla con mis nuevos compañeros, y, después de beber tres copas de vino Albariño, hasta me atreví a ligar. Pero nadie despertaba mi interés y la imagen de mi amigo se interponía para fastidiármelo todo. ¡Qué rabia me daba!

Así que, furiosa, regresé a casa. Todavía achispada por el alcohol y sin importarme las cinco horas de diferencia, agarré el teléfono y marqué su número.

Cuando Fran descolgó lo interrogué enojada:

—¿Por qué diantres me dijiste el otro día que me amabas? ¡¿No te das cuenta, imbécil, de que ahora no consigo pensar en otra cosa?!

¡Porque te amo! —me contestó, riendo—. ¿Para qué te lo voy a decir si no es por eso?

—¿Como amigo? —Necesitaba que fuese más específico.

No, como todo, estoy seguro de que sos el amor de mi vida. —Y el romanticismo de la respuesta se opacaba por las carcajadas incontrolables—. Estás borracha, ¿verdad?

—Un poco —y volví a preguntarle—: ¿Es en serio que me amás?

En serio, estoy segurísimo.

—Yo también, acabo de darme cuenta. —Me llevé la mano a la frente, horrorizada—. ¿Y ahora qué hago? ¡¿Pero cómo me dejaste venir aquí, atontado?!

Porque estabas muy ilusionada con el máster —repuso enseguida—. Esperaba que me extrañases y que te dieras cuenta de que en realidad somos mucho más que simples amigos.

—¡Te amo, Fran! —exclamé, gimiendo—. ¡No te imaginás las ganas que tengo de abrazarte!

¡Y yo, mi vida! —Escuché cómo suspiraba—. ¡Me arrepiento de dejarte ir! Tendría que haberte agarrado y salir del aeropuerto contigo sobre el hombro a lo cavernícola.

—¡A mi abuela le hubiese encantado! —Me reí, recreándome con la imagen.

Y seguimos un par de horas entreteniéndonos con las tonterías que suelen decirse los enamorados y que tanta risa nos causaban cuando las escuchábamos pronunciadas por algún miembro de nuestro grupo. Analizamos, también, el momento exacto en el que nuestra amistad cambió para convertirse en algo más profundo y coincidimos en que fue la beca de estudio la que nos despertó a los dos.

Una semana después del maravilloso descubrimiento Fran, vacilante, en una videollamada argumentó:

Sé, mi amor, que un año se nos hará demasiado largo y me siento egoísta al intentar pedirte que no salgas con nadie... En plan amoroso, claro. Estás en una nueva ciudad, conocés gente interesante y yo sigo aquí, rodeado por las mismas personas... Pero por otro lado: ¿cómo puedo soportar que besés y acariciés a otro tipo si yo ni siquiera puedo tocarte? ¡Hay momentos en los que me vuelvo loco con solo pensarlo!

Fui sincera y le comenté que lo había intentado y el porqué, pero que no había podido porque no existía ni siquiera la tentación. Sí saldría con los nuevos conocidos a tomar algo y a charlar y ahí quedaría todo.

—Y vos, ¿serás capaz de aguantar un año entero? —Imaginarlo con alguna de sus ex o con nuevos ligues me revolvía el estómago y provocaba que tuviese celos asesinos.

La regla es para los dos, entonces, si vos podés yo podré —me prometió y le creí.

Porque una relación como la nuestra se basaba en la confianza, de lo contrario solo habría frustración, incertidumbre y una fuente de problemas. Necesitábamos ser felices juntos también en la distancia, no entraba en mi esquema hacernos desdichados. Tampoco evitaríamos el compromiso por temor a fracasar. ¡Nos encontrábamos dispuestos a darlo todo en aras de un amor que llegaba al infinito y más allá!

—¿Sabés, corazón? —le confesé quince días más tarde en otra videoconferencia—. No me puedo concentrar en los estudios, solo pienso en vos... ¿Qué te parece si me olvido de esto, me subo en un avión y vuelvo a casa? No sé, me da la impresión de que en Santiago de Compostela pierdo el tiempo...

¡Ay, mi vida, cómo te quiero! —exclamó Fran, enternecido—. Pero pensá: era lo que más ambicionabas, estudiar en el extranjero y hacer un máster que te permitiese desarrollar una carrera en distintos países. A mí me tenés, ¡estoy muerto por vos! ¡¿Cómo vas a desaprovechar tu futuro, esta oportunidad, con lo difícil que es conseguirlo?! Nuestro futuro, mejor dicho...

—Es que me siento culpable, cariño, sé que debería estar ahí, con vos. —Suspiré, frustrada.

—¡Más culpable debería sentirme yo, que te dejé ir! —Largué una carcajada cuando puso los ojos en blanco y una mueca divertida para alegrarme.

Y así seguimos, animándonos a diario, fomentando nuestro amor. Hasta que, más adelante, me preocupé porque llevaba tres días intentando comunicarme con Fran y no sabía nada de él. Respiré hondo, traté de ser paciente e impedí que las dudas hicieran mella en mí.

«¿Me habrá olvidado?», me preguntaba, pero tocaron el timbre y abrí la puerta. Ahí estaba Fran, con una gran sonrisa y una rosa roja.

—¡¿Vos?! —grité, descontrolada.

Salté y le enredé las piernas alrededor de la cintura, abrazándolo también por el cuello. Mientras, le daba el primer beso sobre los labios.

—¡Te amo, Fran! —y cuando tomé conciencia de su generosidad, añadí—: Pero ¿qué harás aquí?

—¡No tengo idea! —respondió, mirándome meloso—. Estudiar como vos, trabajar o tomarme un año sabático. Lo único que sé, mi amor, es que no puedo estar separado de vos. ¡Estos dos meses se me han hecho eternos!

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