LAS ROCAS DEL DIABLO, de CarmenTrujillo603.

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Esta historia fue publicada en la revista Paranormal en el año 1995. El protagonista cuenta lo que le sucedió una fría noche de fin de año. Lo que sigue a la historia son el resultado de mis investigaciones posteriores. Todo lo que vas a leer a continuación es real.

"...Nunca debí volver. Ahora lo sé.

  Cuando era niño las cosas eran muy distintas. Este pueblo de montañas permanecía alejado de las grandes ciudades y sus escasos habitantes nos manteníamos con poca cosa. Los niños éramos muy felices, a pesar de las penurias y de la escasez. Nos considerábamos los reyes de los prados, de los bosques y del río.

  Mi padre, que en paz descanse, era un pastor de cabras que tenía la mala costumbre de emborracharse a menudo, por lo que yo tenía muchas veces que subir al monte y terminar su trabajo. A veces, incluso lo hacía. Mi madre estaba siempre peleando con él por ese motivo. Yo, en cambio, estaba encantado. Cuando subía a la montaña era muy feliz y el colegio no me gustaba demasiado.

  Recuerdo que era Nochevieja, un 31 decembrino áspero y frío como solo podía serlo en estas alturas. Mi padre estaba como una cuba y las cabras sin recoger por el monte. Mi madre me mandó arriba con un poco de queso, de pan y de agua. En cuanto las metiera en el redil me tenía que volver a casa donde me esperaba una suculenta cena con castañas asadas incluidas.

  Mi padre tenía dos perros, Azoca y Tizón, que le ayudaban con el ganado. Acompañado por ellos reuní a todos los animales y logramos meterlos dentro del redil para que pasasen la fría noche al resguardo. Cuando llegó la hora de volver decidí ir por el lado de las rocas del diablo. Era más rápido y hacía demasiado frío. Al pasar cerca, los dos perros comenzaron a ladrar. Se veían luces y cierto movimiento en el círculo de piedras. Una música flotaba en el aire y era hermosa y extraña. Cuando la escuchaba notaba que mi cuerpo se volvía ligero como la espuma. Era una sensación rara y vibrante, pero muy agradable. Fui despacio hacia las rocas procurando no hacer ruido y observar sin ser visto. Azoca y Tizón me acompañaron un trecho, pero luego se marcharon de vuelta a casa.

  Cuando me acerqué vi con estupor que había un montón de gente bailando, cantando y tocando instrumentos musicales. No sé qué me ocurrió, pero debió de ser una especie de alegría contagiosa, pues en un momento me uní al corro y allí estaba yo bailando y cantando con aquellas mujeres y hombres de edad indefinida, que no me miraron con extrañeza, sino que al contrario, parecieron encantados de que me uniera a la fiesta. Los jóvenes me animaban a bailar y estoy seguro de que si hubiera deseado parar no hubiera podido.

  En el centro de piedras se abrió una puerta misteriosa tachada de oro y manufacturada en la más noble de las maderas negras. Arrastrado por el corro de bailarines entré por la misteriosa puerta. Estábamos en un gran salón. El techo de piedra era altísimo y apenas acertaba a ver las estalactitas que colgaban de la enorme bóveda pétrea. Me dio la sensación de estar en el interior de una catedral de roca viva. Una joven me había cogido de la mano. Se presentó como Nana. Me explicó que nos encontrábamos en el reino de las hadas.

—Cuando sean las doce de la noche en tu país, vendrá Silvana, nuestra reina. Ella te preguntará si quieres volver o quedarte con nosotros. ¡Por favor, por favor, quédate con nosotros! Prometo cuidar de ti.

  A las doce sonó la campana de la iglesia del pueblo, que reverberaba en aquella sala como en una iglesia. Cuando la última de la docena de toques aún hacía vibrar el aire con su sonido de bronce fundido, entró la reina con el séquito de hijos.

  Silvana era más alta que el resto de mujeres. La piel blanca como la nieve pura de las cumbres resplandecía y el pelo le colgaba vivo y brillante hasta la cintura, cubriéndole el torso desnudo. Los ojos enormes se fijaron en mí y noté una atracción inexplicable hacia su persona. En otros tiempos, ni los príncipes ni los reyes ni los aguerridos caballeros pudieron resistir la silenciosa súplica salvaje y vital de aquella mirada antigua. ¿Cómo iba yo a poder resistirla? Aquella mirada hacía promesas. Prometía saciar el hambre de mi curiosidad, que era grande y estaba famélica.

  Silvana se movía con la elasticidad elegante de las panteras y su pregunta resonó con una voz que era agua y cristal y traía los ecos de las cavernas:

—Humano, ¿aceptas nuestra hospitalidad?

  Ni podía ni quería apartar la vista de los ojos felinos de Silvana y susurré:

—Sí

—No te oímos niño. Ven, acércate a mí y dilo en voz alta.

  Así lo hice y aquella noche comí, bebí, canté y bailé hasta la extenuación, pues es sabido que el pueblo de la gente viven la vida más intensamente que los seres humanos. Cuando finalizó la fiesta se hizo un silencio y todos los que estaban allí se levantaron, se despojaron de sus ropas y se quedaron desnudos frente a su reina. 

  Nana me dijo al oído:

—Lo que vas a ver ahora no lo ha visto nadie, niño. No te asustes. Ocurre cada vez que muere el año. Cuando nace el nuevo año el pueblo de la gente renueva su piel y emprenden un nuevo ciclo anual.

  Entre espantado y fascinado pude contemplar como todos los que estaban en aquella sala empezaban a resplandecer como bombillas que recibieran un golpe repentino de tensión. La piel que recubría los cuerpos cayó suavemente al suelo. Pero debajo no había carne viva, sino que una piel ambarina los recubría nueva y flamante.

  Después de aquello fui llevado a los reinos subterráneos.

  Un día sentí la añoranza de mi hogar y así se lo hice saber a mi esposa Nana. Con el tiempo me había convertido en un joven alto y apuesto, que se había unido a Nana, la cual permanecía igual que el día que la conocí. Al principio, ella se resistió, pero sabía en el fondo que tarde o temprano desearía volver a mi tierra. Era un sentimiento muy humano.

  Me advirtió que el mundo había cambiado y que los míos ya habrían muerto. Me despidió en la puerta milenaria y me dijo que debía volver en dos noches o la puerta se cerraría durante mucho tiempo. Además, si no volvía a entrar en el reino subterráneo, el tiempo se abalanzaría sobre mí y mi cuerpo recobraría mi edad verdadera, pues en el reino subterráneo un día es un año en la tierra y un año puede convertirse en un siglo. Aun sabiendo esto decidí seguir adelante, ya que me había dado cuenta de que si no volvía y lo veía todo con mis propios ojos nunca podría volver a ser feliz. Con gran pesar me dejó marchar.

  Salí a un lugar que reconocí como las rocas del diablo. Pletórico de alegría corrí hasta el viejo redil, pero este estaba abandonado y había signos de que hacía tiempo que no se usaba. Con vagos presentimientos acudí hasta mi casa y la encontré en ruinas. Era como si allí no hubiera vivido nadie. Bajé por el viejo camino hasta el pueblo, pero en el recorrido empecé a ver construcciones de casas todas iguales y vehículos de cuatro ruedas, que se movían por un asfalto que cubría los viejos parajes, que en otra época habían sido campos silvestres.

  La policía, alertada por los vecinos, me detuvo y me encerró por no llevar documentación de identidad encima. Pasaron los días y no pude volver a las rocas del diablo antes de que transcurrieran las dos noches. Cuando salí a la calle me había convertido en un hombre viejo, con el pelo gris y arrugas. El tiempo había vuelto a mi cuerpo, que había recobrado su verdadera edad."

  Saturnino López desapareció cinco años después de esta entrevista. Se encontrarían sus ropas en el conjunto megalítico conocido como las rocas del diablo.

  Junto a ellas yacía un montón de piel morena y arrugada. 


https://youtu.be/xdq8CRI-AYE

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