Capítulo 15: El aroma de la tentación

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Cuando Colombus sugirió durante el desayuno la idea de pasar el día afuera del castillo, a Elliot le pareció excelente. Los chicos caminaban en dirección a la puerta principal del Fort Ministèrielle con ganas de pasar todo el día en la ciudad. Después de todo, los últimos días del verano eran siempre los más cálidos de Fougères. Pero para Elliot, más que disfrutar de un excelente día soleado, la motivación para apoyar la idea provenía de lo silenciosa y distraída que había estado Madeleine durante toda la mañana. Al parecer, la cita con Jeremy no había salido muy bien.

—Ya, Jean Pierre —le decía Colombus a Pierre con voz agotada—, nos invitó a los tres, y de no haber sido por mí no existiría ninguna salida, porque tú lo único que hiciste fue babear el piso.

Aunque Pierre seguía molesto con Madeleine por su cita con Jeremy, lo cierto es que el chico había estado de muy buen humor desde que el día anterior había podido hablar en persona con Noah Silver. Cada que podía le restregaba a todo el mundo que Noah lo había invitado a tomarse un café.

—Volviendo a lo que es realmente importante —dijo Pierre—, yo te aconsejaría que tiraras esos chocolates a la basura, Mady. Quién sabe qué clase de cosas podría haber puesto ese canalla de Hill en ellos. Todos en el instituto saben la clase de cosas en las que se ha metido Jeremy en el último año, así que sería mejor prevenir que lamentar.

—Creo que estás exagerando un poco. Jeremy no es tan malo como lo pintan. Hemos estado hablando y... no es un mal chico. Es sólo algo... incomprendido, diría yo.

Pierre observaba a Madeleine con suspicacia. Ella ni se dio cuenta de su mirada celadora.

Una vez que llegaron a la garita, Colombus, Pierre y Madeleine salieron tras entregar sus identificaciones al vigilante. Elliot también hizo lo mismo, con la esperanza de que la prohibición no apareciera reflejada en el sistema, pero cuando creyó que todo estaba listo y estuvo a punto de salir del castillo, el hombre lo detuvo.

—Tú no puedes salir —dijo tras un pitido agudo proveniente de la computadora.

El nuevo reemplazo para el señor Sergio era un hombre alto y de aspecto tosco, con un poco más del metro ochenta de estatura. Llevaba todo el cabello rapado al cero, mientras una barba de varios días le cubría el pálido rostro de facciones cuadradas, nariz pronunciada y ojos azules. Era bastante fornido, pero también tenía un prominente abdomen que le daba el aspecto de un oso salvaje y peligroso.

—¿Pero... por qué? —preguntó Madeleine preocupada y confundida.

—Porque así lo dice la pantalla —respondió con brevedad el nuevo portero, entonando un marcado acento polaco.

El cuerpo de Elliot se tensó por reflejo.

—¿Está seguro de eso, señor? Debe haber algún tipo de error —insistió Madeleine.

—Ningún error. Si la pantalla dice que no puede salir, no lo hará —dijo tajantemente el hombre.

Era más que evidente que aquel nuevo portero no compartía los estándares de flexibilidad y alcahuetería de los que hacía alarde el señor Sergio, y ese pensamiento hizo que a Elliot se le revolviera el estómago por dos razones: la primera, porque recordar al antiguo portero todavía le causaba malestar; y la segunda, porque si no hubiese sido por la ayuda involuntaria del señor Sergio, Elliot se habría tenido que ceñir a los estrictos protocolos y horarios de salida y entrada del instituto en todo momento.

—¿Le molesta si echo un vistazo a la pantalla, señor? —preguntó Madeleine con su particular tono de voz que sólo usaba cuando quería ser especialmente conciliadora, lo que preocupó a Elliot un montón.

Él sabía que cuando Mady se proponía ayudar a uno de sus amigos, su carácter se hacía inamovible; y de la misma forma, también intuyó perfectamente lo que decía la pantalla. Sabía muy bien que si Madeleine se asomaba en ella, vería la orden de restricción de salida impuesta por los restauradores, y aquello iba a desencadenar una marea de preguntas que no cesarían hasta dejar a Elliot sin más remedio que contarle todo lo que había pasado.

Súbitamente, Elliot sintió un escalofrío recorriéndole la espalda, pero no supo por qué. Los ojos de Elliot se encontraron con los de Colombus. Él entendió inmediatamente la urgencia de su advertencia. Silenciosamente se hablaron con la mirada. Elliot preguntó: «¿qué hacemos?», y Colombus, con un sutil gesto le dio a entender que él tampoco sabía qué hacer. «No lo sé», le expresó, «pero tienes que hacer algo ahora mismo...». Madeleine estaba caminando en dirección a la ventanilla de la caseta cuando Elliot volvió a hablar impulsivamente.

—¡No...! N-no pasa nada, Mady —dijo tomándola nerviosamente por los hombros para alejarla de la caseta de vigilante—. Seguro es por lo de mi malestar, ¿recuerdas? La... enfermera me dijo que debía guardar reposo y...

A Elliot no se le ocurrió más nada.

«Y hoy tenías que ir a visitarla...» escuchó Colombus en su cabeza. El pensamiento fue como un eco que se extendió sutilmente por todo su cuerpo.

—¿Y no era hoy que tenías que volver a ir a verla, Elliot? —preguntó Colombus algo aturdido.

Elliot volteó a verlo; su amigo le hacía señas de que le siguiera la corriente, con mucha discreción para que ni Madeleine ni Pierre se dieran cuenta.

—¡S-sí, cierto! Lo había olvidado por completo. Gracias, Bus —respondió Elliot.

—Si es así, pues te esperamos entonces para salir todos juntos, ¿no? —dijo Madeleine sonriéndole con amabilidad, haciendo que Elliot sintiera la sangre calentársele en el cuerpo.

—¡Ay, por todos los cielos! ¿es en serio? —se quejó Pierre—. Elliot se enferma todo el tiempo. Estoy seguro de que sabe llegar solo a la enfermería, Mady.

—No seas así Pierre, nosotros...

—Pierre tiene razón, Mady —dijo Elliot interrumpiéndola. Pierre se sorprendió al escuchar sus palabras—. Mejor vayan ustedes adelante y después yo los alcanzo.

—¿Estás seguro? —preguntó Madeleine con sus ojos verdes muy abiertos, impregnados en auténtica preocupación.

—Sí, no te preocupes...

—Por supuesto que está seguro —dijo Lila mientras acariciaba con cuidado una de las mejillas del chico—. Lo cuidaré personalmente, de eso no tengas la menor duda.

Aunque no se veía del todo convencida, Madeleine aceptó las palabras de Elliot y junto a Colombus y Pierre, se puso en marcha en dirección al centro de la ciudad.

Elliot le echó un último vistazo al nuevo guardián de la reja, que había sido testigo de toda aquella escena con un mutismo de piedra y una total indiferencia. Luego emprendió su camino resignado de vuelta al castillo, sin saber que Lila le estaba siguiendo los pasos como una sombra.

─ ∞ ─

—Elliot, te estaba buscando. ¡Tenemos un problema...! —dijo Paerbeatus apareciendo de pronto frente a Elliot, haciéndolo tropezar.

—Paerbeatus, lo siente, pero ahora no puedo atenderte —lo interrumpió él de golpe.

—¡Pero es que...

—Luego, Paerbeatus, luego —dijo Elliot mientras rodeaba al espíritu para seguir con su camino.

Elliot no sabía que una silueta negra y esbelta que lo veía con atención. Llevaba el uniforme de O.R.U.S. «Las ratas son bastante sigilosas en esta casa», musitó Lila. Sus ojos centellearon intensamente rojos, como rubíes a la luz del sol. «Qué bueno que a las gatas nos gusta jugar con la comida...». El chico siguió caminando hasta que llegó a su habitación. Los planes de estar con sus amigos habían sido arruinados. Elliot no pudo evitar sentir que desde que toda la aventura de las cartas había comenzado los estaba dejando de lado mucho más de la cuenta. Quería seguir con la búsqueda del resto del Tarot, pero luego de la última visión de Paerbeatus se dio cuenta que aquello no iba a ser tan sencillo después de todo. Algunas dudas ya habían surgido en su mente cuando la primera carta había aparecido cruzando el Canal de la Mancha; pero luego de las nuevas descripciones de su amigo espiritual, a Elliot no le quedaba ninguna duda de que las últimas dos cartas por hallar no se encontraban en territorio francés, y entonces, la vastedad del mundo lo abrumó. Las cartas podrían estar simplemente en cualquier parte, y la idea de salir a buscar un tesoro global, por excitante que pudiera parecer, suponía una demanda de tiempo y de recursos de los cuales Elliot estaba muy consciente que no disponía.

—¡Dejé de sentir una de las cartas! —sentenció Paerbeatus con auténtica preocupación pintada en el rostro, cuando por fin ya estaban en la habitación.

—¿Cómo dices? —preguntó Elliot sorprendido.

—De las dos cartas que pude sentir ayer... una desapareció —farfulló el espíritu—. Simplemente ya no puedo sentirla.

Elliot no sabía qué responder. La noticia lo desencajó de sus pensamientos. Por más que lo tratara, no podía evitar sentirse impotente; encerrado y vigilado dentro de las paredes de piedra del Fort Ministèrielle. Eran demasiadas cosas las que lo tenían presionado en ese preciso instante. Por un lado estaba la amenaza de Grimm y las dudas con respecto a su viejo profesor Rousseau, pero si eso no fuera suficiente, «además de escalofriante», el nuevo guardián de la reja, y el hecho de que las cartas estaban esparcidas quien sabe en qué rincón del planeta reaparecía en la mente de Elliot haciendo que todo en su cabeza le diera vueltas. Eso sin contar aún que los exámenes de la semana próxima también se cernían como una sombra siniestra sobre él, y si sus calificaciones disminuían, su papá no se iba a despegar de él ni por un segundo, lo que limitaría aún más su movilidad. Elliot estaba, tal y como lo sugerían sus temores, atrapado en casi todos los sentidos.

El teléfono no dejaba de vibrar. Madeleine tenía rato escribiéndole para saber qué había pasado, y Elliot la había ignorado sin saber qué contestarle. Necesitaba encontrar una respuesta ante el enorme dilema; toda su atención estaba puesta en la tarea titánica que tenía frente a él. Así fue, hasta que un mensaje de Colombus lo sacó de ese estado de abstracción. «Mady está por llamarte, invéntate algo rápido», le escribió su amigo. Elliot lo leyó brevemente desde el cintillo de notificaciones. En efecto, unos segundos después de haber leído el mensaje de Colombus su teléfono vibró en sus manos mostrando la imagen sonriente de Madeleine en su pantalla.

Elliot contestó la llamada casi al instante y recurrió al último recurso que le quedaba en tan compleja situación, por más molestia que le causara. La mentira fluyó de sus labios como si la hubiese pensado con anterioridad. Algo que tenía que ver con un período de observación obligatorio de la enfermera para asegurarse de que ya estaba bien, y por el comentario de Pierre mientras él explicaba su enfermedad ficticia, Elliot se dio cuenta de que Madeleine lo tenía en alta voz. Aquello le molestó, pero si quería encontrar una solución rápida para todas sus preocupaciones tenía que evitar el mal humor en la mayor medida posible.

Entre tanto ajetreo, Astra no pudo evitar sentir una terrible sensación de desagrado e incomodidad hacia algo incursionando en la habitación. Paerbeatus también se sentía mal, pero más preocupado por su tarea de localizar las cartas que por cualquier otra cosa; era Astra, sin embargo, quien se temía algo con respecto Elliot y sus amigos. Era el preciso instante en el que Lila, invisible ante todos, se acercaba lentamente hacia Elliot y acariciaba sus manos para enredarlas con las suyas.

Astra sintió un espinazo angustiante; en su mente, una visión de llanto y pesar arrastraba a Elliot en la profundidad de un pozo de agua negra espesa y babosa. En el fondo, alguien querido por él yacía sumergido, y de su interior provenía el fluido que llenaba el pozo y que asfixiaba lentamente a Elliot, despojándolo poco a poco de cada una de las vísceras de su interior; sus órganos, su sangre, su consciencia, sus recuerdos, sus deseos, sus amigos, sus sueños, y tras el último suspiro de un beso mórbido y tenebroso, su alma y la última gota de su existencia.

Los ojos de Astra brillaban muy intensamente. Preocupada, volteó hacia a Elliot y lo llamó. Él volteó a verla, sintiendo una sensación muy agradable entre sus dedos. Le estaba resultando muy relajante.

—¿Astra? ¿Pasa algo?

Ella le dio una mirada más triste que de costumbre.

—Me temo que tengo una profecía, Elliot —dijo—. Es algo que no creo que te vaya a gustar, pero que debo decirte aun así por tu propio bien. ¿Quieres escucharla?

—Sí. No pasa nada...

Ella asintió.

—Pronto, no en demasiado tiempo desde este momento —dijo—, un velo negro tan oscuro como una noche sin estrellas caerá sobre uno de tus amigos más preciados. La oscuridad se cierne sobre ti, pero no en la forma en la que tú crees que lo hace; tus miedos no están equivocados, pero tu riesgo no es enfrentarte a ellos, si no el no saber que al escuchar, incluso cuando hay silencio, estás cayendo en una trampa muy peligrosa que aunque no lo parezca te acerca más a la derrota que a la victoria. Debes tener mucho cuidado. Debes cuidarte hasta del reflejo de tu propia sombra. Pero así mismo debes entender que no hay nada que puedas hacer en este momento, pues careces de las herramientas necesarias para huir de la oscuridad.

Aquellas palabras enfurecieron a Lila, quien sabía a la perfección de qué hablaba la profecía. Una vez más, no pudo evitar perder el control de su estado salvaje.

—¡Agh! ¡MALDITA ENTROMETIDA! —gritó.

Su cuerpo distorsionó su forma y la belleza de su piel se desfiguró macabra y horrenda. Sus pupilas negras consumieron la plenitud de sus ojos, y sus dientes se afilaron como espadas listas para rebanar cabezas. Su respiración grave se expandía por toda la habitación. Al percatarse de ello, trató de calmarse y recuperar su forma humana. «Supongo que ahora habrá que hacer un cambio de planes...», pensó. «Como sea...». La voz interior que recorría su cuerpo comenzó a hablarle. Lila se escuchaba; muchas voces disonantes que eran todas variaciones en tonalidades de sí misma y todas hablaban a la vez. La octava más baja resonó. El grito resonó una vez más en su cabeza.

«...IMAGINA ESOS OJOS BAÑADOS EN SANGRE...».

Súbitamente, el dolor puso a Lila de rodillas. Era evidente para aquel que pudiera observarla en ese momento que le estaba costando mucho recuperar el control. De su boca salían rugidos graves y escalofriantes, y de su ser emanaba un aura oscura que se dispersaba por toda la habitación. Astra rápidamente encendió un faro, una bola de luz blanca muy refulgente para iluminar cada sombra de la habitación.

—¿Qué haces? —preguntó Elliot.

—Nada. Es sólo por si acaso —respondió ella preocupada.

Paerbeatus no pudo evitar asustarse más de la cuenta y sus preocupaciones con respecto a encontrar las cartas no hicieron sino empeorar. Elliot no dejaba de ver a Astra, pensativo y preocupado.

Nadie se dio cuenta de cuál fue el momento en el que Lila desapareció, pero después de unos minutos, la energía oscura que rodeaba a los espíritus terminó por desaparecer.

─ ∞ ─

Elliot, Paerbeatus y Astra se pasaron el resto del día encerrados en la biblioteca antigua, tratando de descifrar las visiones que había tenido el espíritu. Elliot decidió que no valía la pena preocuparse en vano cuando ni siquiera tenía idea de a dónde debían ir esta vez, así que primero quiso determinar la posible ubicación de la única carta que Paerbeatus todavía podía sentir, y se dijo que después de aquello, pensaría en una manera de escapar del castillo.

—A ver, le hemos dado vuelta una y otra vez. Podría ser básicamente cualquier lugar del norte de Rusia, Escandinavia, Islandia, Groenlandia, Canadá o incluso el Reino Unido otra vez. Sólo sabemos que es una colina, que es un lugar frío y que hay agua alrededor. Por las indicaciones me queda concluir que se trata de Islandia. Es un volcán, es frío, y está rodeado de mucha agua. No hay de otra... tiene que ser Islandia.

Pero por más que Elliot le mostraba todas las fotografías posibles a Paerbeatus que podía encontrar en el internet, su compañero espiritual se resignaba a cruzarse de brazos y negar con la cabeza.

—¿Por qué se llama Islandia de igual modo? ¿Acaso es la mamá de todas las islas? ¡Mira, mira esas fotos de la otra isla, la gigantesca...! ¡Esa me parece más Islaaaaandia a mí parecer! —decía Paerbeatus señalando las fotos de Groenlandia—. Te digo que no, cachorro, no es la tal "Islandia". Es otro lugar...

No fue hasta bien entrada la tarde, cuando el sol ya estaba oculto tras las montañas de Fougères, que Elliot logró dar con una posible solución.

—Astra... ¿podrían las estrellas decirte algo sobre el paradero de la carta?

—Dudo mucho que me digan algo sobre el presente o su paradero actual —respondió ella—. Pero sí podría tratar rastrear tu destino. Ver las posibles vertientes de tus caminos y adónde te llevarán en los próximos días...

Tras decir aquello, Astra desapareció, dejando una típica estela de humo morado muy sutil y casi imperceptible tras ella. Así se fueron varios minutos. Elliot seguía rumiando entre los libros, y Paerbeatus seguía vociferando cosas sin sentido. Pasados cerca de 45 minutos, Astra volvió a aparecer en la biblioteca frente a Elliot y Paerbeatus, con una sonrisa fresca y tranquila en el rostro.

—No he conseguido nada preciso por ahora, pero no te preocupes. Las estrellas están en sintonía; ahora sólo queda armonizar con tu destino. Déjate llevar y disfruta el momento... cuando la respuesta llegue, te la diré.

Elliot se había esperado una respuesta mucho más concreta, y el tener que dejar en manos de la incertidumbre la solución del dilema de la ubicación de la carta estaba empezando a comerle la cabeza. Sin embargo, la posibilidad de recibir más información, aún sin saber exactamente qué tan útil sería, era bastante reconfortante.

—Estas cosas siempre se toman su tiempo... pero relájate, todo va a estar bien.

—¡Ups! —exclamó Paerbeatus apenado.

El reloj de bolsillo que colgaba de su cuello había empezado a sonar erráticamente y dar vueltas desenfrenadas de un lado al otro hasta que, finalmente, se estabilizó en una dirección y mostraba muchas otras pequeñas manecillas girando en su interior.

—¿Qué sucede, Paerbeatus? —preguntó Elliot confundido.

—Nada, nada... creo que... dentro de tres días sucederá algo importante, pero no sé qué. O bien podría llegar la información que necesitamos, o bien una gigantesca bola de fuego podría caer del cielo justo en este mismo lugar, pero... ¿quién puede saberlo, cierto? ¡Quizás hasta sucedan ambas cosas!

Paerbeatus parecía entenderse con el aparato y leer sus manecillas; o bien, quizás simplemente había tenido otro episodio de demencia. Fuera como fuera, no había más nada que se pudiera hacer ese día, salvo descartar Islandia, Groenlandia, Rusia y Canadá de la lista de posibles paraderos de la carta según las apreciaciones de Paerbeatus.

─ ∞ ─

Colombus estaba tumbado en su cama, inmerso por completo en la pantalla de su Switch, del que salía una música de combate.

—¡No mueras, no mueras, no mueras! ¡Necesito atraparte! Ahh... mier —murmuraba mientras golpeaba como loco los botones.

—Sabes que hacer eso realmente no garantiza que la captures ¿cierto? —dijo Elliot mientras se tumbaba sobre su colchón, tras regresar de la biblioteca.

—No lo sé, a veces parece funcionar —respondió Colombus justo antes de cantar victoria—. ¡Sí, lo atrape! ¿Decías?

—Supongo que la suerte estuvo de tu lado esta vez. Igual no sirve de nada si siempre te gano en la arena.

—Con este bebé en mi equipo, la próxima vez será diferente —respondió Colombus dándole un beso a la pantalla—. Sólo espérate a que lo entrene un poco, y verás cómo me rogarás que detenga la masacre...

—¿Qué tal estuvo la salida? —preguntó Elliot.

La melancolía comenzaba a crecer en su estómago y lo hacía sentir incómodo. Bromeando así, con su amigo, se daba cuenta de lo mucho que extrañaba pasar más tiempo con él.

—Normal, la verdad. Lo de siempre. Primero fuimos a comer a la Galette y después fuimos al cine. Como siempre Mady terminó escogiendo la película y al final nos tocó ver IT, lo que me recuerda que hoy dormiremos con la lámpara encendida. No te molesta, ¿verdad?

Elliot contuvo una risa y terminó por negar con la cabeza. Él sabía perfectamente lo mucho que Colombus odiaba las películas de terror.

—Gracias, hermano, sabía que entenderías.

—Colombus yo... yo lo siento mucho, de verdad —comenzó a decir Elliot cuando ya no pudo contener más el agobio ante la visión de la sonrisa honesta de su amigo—. Lamento mucho ser tan pésimo amigo, y de verdad lo siento si últimamente no he sido yo mismo, pero... pero es que han pasado tantas cosas, que a veces ni yo mismo sé qué es lo que está pasando. No sé si estoy haciendo las cosas bien o mal. Ya prácticamente sólo compartimos en los pasillos, y siento que cada vez más me alejo de ti, de Mady y de Pierre, y no me gusta sentirme así. De verdad lo siento mucho.

Las palabras comenzaron a salir como disparos de sus labios sin que Elliot pudiera realmente detenerlas. O tal vez el problema era que no quería detenerlas en realidad. Colombus al ver el repentino quiebre emocional de su amigo, dejó la consola a un lado y se fue a sentar junto a Elliot.

—Hey viejo, tranquilo —lo consoló mientras colocaba su mano en el hombro de Elliot—. No tienes por qué ponerte así, hermano. Nadie te está juzgando, y todos pasamos por nuestros momentos complicados. Mady y yo te queremos mucho, y bueno, Jean Pierre es Jean Pierre; ese no quiere ni a sus hermanos, así que a nosotros no nos queda más quererlo a él así como es.

Elliot estaba respirando profundo y tenía los ojos fuertemente cerrados mientras escuchaba hablar a Colombus.

—Y sí, tal vez has estado un poco más... ido de lo normal, pero vamos, la verdad tu nunca has sido del tipo parlanchín. Y no es que pueda decir que no me he preocupado por ti, pero sé que si no me has dicho nada, tus razones tendrás —dijo mientras le daba unas palmaditas en la espalda—. Igual sabes que pase lo que pase, siempre vas a contar conmigo. Ahora ven acá, levántate y dame un abrazo.

—Colombus, sabes que el contacto físico me incomoda —comenzó a protestar Elliot un poco apenado ante la actitud de su amigo, pero este lo interrumpió.

—Cierra la boca y dame un abrazo, Elliot. Lo necesitas.

A regañadientes, Elliot se puso de pie y abrazó a Colombus mientras protestaba y este envolvía sus gruesos brazos alrededor de su cuerpo. El abrazo comenzó como uno afectuoso, pero a los pocos segundos de estar así, los brazos de Colombus se cerraron con más fuerza sobre la caja torácica de Elliot hasta que todas las vértebras de su espalda crepitaron por la intensa presión, y un gruñido lastimero se escapó de los labios de Elliot. Se sintió zarandeado como un muñeco de trapo, pero aunque fue un poco doloroso al comienzo, el estrujo resultó ser de lo más relajante...

—Listo, eso debería ayudar a liberar la tensión. No es por nada, pero el ballet tiene sus cosas útiles.

—¿Ballet? ¿Y tú qué sabes de ballet? —preguntó Elliot mientras se dejaba caer exhausto sobre su cama.

—No, bueno... yo... yo sólo supongo, digo... no importa —balbuceó Colombus con nerviosismo antes de cambiar rápidamente el tema de conversación—. ¿Ya te conté de mi chica misteriosa?

—¿Chica misteriosa?

—Sí. Es un bombón preciosísimo. Casi tan bella como mi sweet Mia, pero bueno, tampoco podemos pedir que los sueños se hagan realidad, ¿verdad?

—¿Quién es? —preguntó Elliot con curiosidad.

—Ahh... ya es tarde, Elliot. Tenemos que dormir. Además, tú no me has contado todavía en qué oscuro secreto andas metido —bromeó Colombus—. Sólo puedo decirte que es de aquí del castillo, y que, sin lugar a dudas, estoy enamorado. Creo que la amo. No hay un instante en que no piense en ella...

«¡Vaya!», pensó Elliot. «Colombus enamorado... sí que han cambiado las cosas en el Fort Ministèrielle en las últimas semanas».

─ ∞ ─

Cuando despertó el lunes, Elliot ya había preparado un plan. Tenía que hallar una manera de anular la orden de restricción de O.R.U.S, y los únicos capaces de hacer eso eran los profesores o los representantes. Elliot sabía que no le podía pedir el favor a cualquiera, ya que eso tan sólo lo haría más acreedor de la desconfianza de los restauradores, pero cuando la imagen del profesor Rousseau pasó por la mente de Elliot (el único al que se sentía capaz de pedirle semejante favor), sus ojos ámbares casi dorados le mostraron un callejón sin salida, lo que no le dejaba otra opción salvo recurrir al plan B. Cuando tuvo un momento después de clases, Elliot se escapó a la Tour d'Hier para poder hablar con su tía.

Si bien la tía Gemma no era la tutora legal de Elliot, sí era una de sus apoderadas. Massimo Arcana era un hombre muy ocupado, y para no tener que verse en la necesidad de lidiar con cada mínimo detalle de la vida estudiantil de su hijo había designado a su cuñada como segunda tutelar del chico ante la institución. Aquel día Elliot no se sintió mal por aquel hecho, sino al contrario, inmensamente agradecido. Sabía muy bien que, de haber sido su padre su único representante ante el instituto, jamás podría llevar a cabo lo que estaba a punto de hacer. De ser así, seguramente la llamada no pasaría más allá de alguna de sus asistentes, y en el caso de que un milagro interviniera a su favor y su padre se dignara a contestarle el teléfono, éste nunca habría caído en la mentira que Elliot tenía preparada.

—¿Y qué piensas hacer todo un fin de semana en París? —preguntó la tía Gemma con algo de suspicacia en la voz, porque «aunque sea una periodista gourmet, ¡sigo siendo una periodista al fin y al cabo, y los periodistas tenemos olfato para las mentiras!», o por lo menos eso le decía a su sobrino cada vez que sospechaba de alguna travesura.

A Elliot no le gustaba tener que mentirle a su tía, pero decir la verdad tampoco era una opción, ni siquiera a medias.

—Es que va a haber un concierto y Pierre ya nos consiguió entradas a todos, tía —dijo Elliot tan perfectamente memorizado que la voz no le tembló en ningún momento.

—¿Un concierto? ¿Tú? —preguntó extrañada su tía al otro lado de la línea—. ¡Pero si a ti nunca te han gustado las multitudes, cariño!

—Pero esta es la banda favorita de Pierre y... será el primer concierto de todos, y será también la primera vez que vamos a hacer algo diferente. No quiero dejar pasar la oportunidad de vivir un fin de semana de aventura con mis amigos.

Elliot estaba manipulando vilmente a su tía, y aunque aquello le causaba malestar, no podía echarse a atrás. Necesitaba ese permiso. Tenía la esperanza de que sería suficiente para anular la orden de restricción. Elliot estaba convencido de que la voz de los representantes sería mucho más relevante que la voz de los profesores. Después de todo, no podían tenerlo ahí secuestrado, sin importar cuánto lo hubieran amenazado, y era esa precisamente la carta que se estaba jugando Elliot; por eso tenía que jugarla bien. Sin embargo, si por alguna falla del plan la tía Gemma llegaba a enterarse de que Elliot era sospechoso en medio de una trama de robo y muerte en el instituto, un infarto era lo mínimo para esperarse. Ella era, después de todo, muy dramática y muy inglesa; y esa es una pésima combinación para la gente con problemas del corazón...

Del otro lado de la línea se escuchaba solamente una cadenciosa y calmada respiración. Al final de un largo suspiro, Elliot supo que la batalla estaba ganada.

—Está bien, manipulador —dijo la tía Gemma aguantando una risita cómplice.

—¡Gracias, tía! Por eso eres mi tía favorita —dijo Elliot entusiasmado.

—Sí, ¡claro, claro! Si no fuera porque soy tu única tía me sentiría halagada —dijo la mujer con falso sarcasmo en la voz—. ¿Dónde se van a quedar?

—Con los padres de Jean Pierre. Ellos viven allá.

—Ese es el chico rubio, ¿cierto? Nunca me ha caído bien —sentenció la mujer algo aprensiva.

Elliot no respondió.

—¿Y se puede saber qué banda es esa que hace que el estirado Elliot Arcana deje la ópera para ir a un lugar de escándalo y ritmos estridentes? —preguntó su tía haciendo una pobre imitación de mayordomo.

Elliot rio ante la mofa y su tía se contagió de la risa.

—Se llama Kent, pero no creo que te vaya a gustar. Es sueca —dijo Elliot, recordando que la tía Gemma tenía una pésima apreciación de Suecia debido a recuerdos no muy gratos con un novio del pasado. «Truco de psicología barato pero efectivo», pensó.

—¿Como el condado? Mmm, claro. No creo que me interese mucho escuchar a una banda con nombre geográfico cantando en un idioma extranjero —bromeó la mujer mientras se reía tras el teléfono.

El martes en la mañana, cuando Elliot revisó su smartphone, había dos notificaciones: una de su correo electrónico de parte de su tía, y un mensaje de WhatsApp de Noah Silver. Elliot ignoró el mensaje y abrió el correo de su tía. Se trataba de la petición de permiso, lista para ser impresa y firmada por un profesor. La primera fase del plan estaba consumada.

─ ∞ ─

Después de tres días, tal y como había dicho el reloj de Paerbeatus, Astra había recibido la información de las estrellas que Elliot tanto había esperado. Ese mismo día citó a Elliot a la Tour d'Hier por la noche y, emocionada, dijo: «¡Lo tengo, Elliot! Es súper sencillo. Aquí está, presta atención: tu destino te llevará al horizonte de los Siete Reinos. ¡¿Ves?! ¡Muy simple! ¿No es genial o qué?». Pero Elliot, casi sufriendo su propio episodio de demencia, contuvo un grito desesperado y por poco se jala las hebras del cabello.

—¡¿Y dónde se supone que queda eso?! —preguntó asustado.

Ni Astra ni Paerbeatus supieron qué responder.

Después de unos minutos de brisa fresca y cielo nocturno, Elliot se calmó un poco. Sus amigos espirituales le consolaron y le explicaron que, por más que quisieran ayudarlo en términos humanos, así eran las cosas para ellos en el grado espiritual, y no podían hacer mucho más. Después de todo ya tenía un punto de partida aún mejor para la búsqueda.

Elliot se sacudió la molestia y se sentó en el suelo junto a los espíritus, reposando su espalda contra la almena. Durante un rato estuvo buscando por internet todo tipo de referencias al horizonte de los Siete Reinos, y además de encontrar incontables artículos y páginas web de una saga de alta fantasía muy de moda durante los últimos años (12.400.000 resultados para ser exactos), después de casi hora y media de investigación tediosa y monótona, dio con una imagen que capturó la atención de Paerbeatus. «Snaefell», se titulaba la imagen.

—¡Eso, eso! ¡Eso me da fuerte! —exclamó Paerbeatus.

Elliot hizo una búsqueda con aquella palabra. Una vez lista obtuvo muchos nuevos resultados que arrojaban montañas en Islandia.

—¡Te dije que era Islandia! —comentó Elliot con ímpetu.

—¡Y yo te dije que no! —respondió Paerbeatus aún con más ímpetu—. ¡Sigue buscando cachorro, sigue buscando!

Después de decir aquello el espíritu soltó un aullido de lobo que resonó a lo largo de todo el precioso panorama de Fougères. Elliot no pudo evitar reírse y sentir la alegría contagiosa de Paerbeatus.

Obedeciendo, continuó buscando entre las muchas fotografías de Snaefell que aparecían hasta que, una vez más, Paerbeatus sintió que «una imagen le hablaba». Elliot se detuvo un instante en la página de resultados, hizo click en la imagen, y la amplió para que Paerbeatus pudiera verla con calma. Era la fotografía de varias colinas verdes con arbustos, donde a los alrededores bajos parecían haber algunos bosques y sembradíos pequeños.

—Sí, estoy casi seguro de que esta imagen se me hace familiar, creo que sí —dijo Paerbeatus mientras se ponía de cabeza para ver la foto que Elliot le estaba mostrando desde su teléfono celular.

La foto era de un pequeño cerro ubicado en una pequeña y solitaria isla que se encontraba entre Inglaterra, Irlanda, Gales y Escocia. Según lo que decía la página: «...en un día despejado se pueden ver seis reinos desde su cumbre, incluyendo a Mann, sus vecinos y al Reino del Cielo, aunque algunas versiones mencionan al mar como el séptimo reino». Sorprendentemente, al igual que muchas montañas de Islandia, el lugar también se llamaba "Snaefell". La isla en la que se encontraba era la Isla de Man, un lugar del que Elliot jamás en su vida había escuchado hablar hasta ese momento.

—¿Estás seguro, Paerbeatus? —preguntó Elliot con ansiedad en la voz.

Su cabeza ya estaba buscando las posibles maneras de llegar hasta aquel escurridizo lugar, pero por más que intentaba acortar las distancias, sabía que la travesía no le tomaría menos de dos días. «Dos días enteros fuera del instituto...», pensó. Aquello no pintaba bien.

—Sí... ¡estoy seguro que sí! —dijo el espíritu pensativo—. Se parece mucho a lo que vi. Sólo le falta la cascada invertida y listo...

Elliot no sabía a qué se refería su amigo con aquello de la cascada invertida, pero algo le decía que no podía tomar aquel detalle por una mera alucinación por más raro que sonara. El cúmulo de coincidencias era fascinante y sorprendente. Al final, parecía que Paerbeatus había tenido razón: la carta no estaba en Islandia, sino en el mar irlandés. Estaban listos. Finalmente, después de varios días, habían dado con el paradero de la carta.

─ ∞ ─

El miércoles en la tarde fue el examen de historia con el profesor Rousseau. Elliot estaba verdaderamente nervioso aquel día, pero no por el examen, ya que él siempre había sido un estudiante brillante y la cátedra de Historia era su favorita. Lo que lo tenía realmente preocupado era el momento que vendría una vez terminada la clase.

La noche anterior había tenido un sueño extraño con Lila, y como siempre que soñaba con la chica, no estaba seguro si todo había sido un sueño o si había algo más. En el sueño no pasaba nada relevante, salvo que ella lo besaba apasionadamente mientras su cuerpo firme, esbelto y desnudo se refregaba contra su piel, arrancándole pequeños suspiros cuando sentía cómo la electricidad chispeaba allí donde se tocaran sus pieles. Y tal como la primera vez que soñó con ella, una vez más se despertó abruptamente, sin poder contener la euforia de sus instintos. Por suerte Colombus no estaba en el cuarto, por lo que nadie llegó a enterarse de su despertar vergonzoso.

Elliot había impreso varias copias de la solicitud de permiso que su tía le había enviado; las tenía guardadas dentro de una carpeta en su mochila. Sabía perfectamente lo que tenía que hacer según su plan. Sin embargo, la mañana se sentía como una de esas donde todo amanece patas arriba. Desde que se había levantado de la cama una serie de pensamientos libidinosos se habían empeñado en atormentarlo. No podía ver a una chica sin dejar de sentir una incómoda presión en el pantalón y más escalofríos recorriéndole por la espala. A Elliot no le gustaba ni un poco sentirse de aquella manera cerca de sus amigos, por lo que evitaba hablarles mucho, no fuera a ser que alguien supiera lo que le pasaba y se fuera a burlar de él. Dio gracia a los cielos cuando se percató de que Colombus estaba peculiarmente silencioso y esquivo aquella mañana. Por alguna razón, él también estaba más ruborizado de la normal. Todo le decía a Elliot que aquel día no podría ser peor, hasta que sus ojos se posaron sobre Madeleine. Ella no dijo nada, pero era evidente que había notado que algo les pasaba a los chicos.

—Ustedes tres están muy silenciosos el día de hoy —fue todo lo que dijo durante un momento del almuerzo, al darse cuenta que incluso Pierre parecía extrañamente distante y callado.

—S-son los exámenes, Mady, eso es todo —respondió Elliot titubeando.

Cuando los ojos verdes de su amiga se posaron en él, Elliot se sonrojó por completo al imaginarla en situaciones completamente bochornosas, sin poder hacer nada para evitarlo. A sus espaldas, y ante los oídos sordos del muchacho, Lila se reía con petulancia y maldad.

Cuando el examen hubo terminado, Elliot esperó a que todos salieran para quedar a solas con el profesor Rousseau, quien estaba acomodando papeles sobre su escritorio y le dedicaba una mirada algo inquietante; o así parecía. Elliot se puso de pie y caminó hacia donde estaba sentado el profesor, y junto a su examen, entregó una copia de la petición de permiso de su tía. El hombre observó por un instante el papel antes de levantar la mirada y hacer una pregunta con absoluta serenidad.

—¿Qué es esto?

Su rostro era serio, pero a Elliot le pareció ver la diversión oculta tras su mirada felina; era la diversión de una sorpresa pronosticada pero aún indagadora; una perfecta representación del alma del profesor Rousseau: siempre sagaz; siempre un paso delante de todos, como cuando había visto escurrirse a Elliot en el hotel en Almería. Elliot carraspeó un poco antes responder.

—Es una petición de salida de mi tía Gemma, pr-profesor.

—Ya veo —dijo el hombre mientras posaba sus ojos sobre el papel y lo leía detenidamente con aquellos ojos amarillos—. Pero, muy a mi pesar, Elliot, lamento informarte que no puedo firmar esta petición. Lo siento.

La voz de Rousseau, aunque suave, fue firme y no hubo ni pizca de duda en ninguna de sus palabras.

—Pero mi tía —comenzó a decir Elliot, pero el hombre lo interrumpió mientras se ponía de pie.

Su figura alta, de cara alargada y fornida se levantó imponente, aún en calma.

—La señorita Gemma puede llamarme y yo con mucho gusto puedo explicarle el porqué de la negativa y toda la situación. Mientras tanto, la orden de restricción del Protocolo O.R.U.S que pesa sobre ti sigue vigente.

El profesor recogió los papeles, dejando sobre el escritorio el permiso que Elliot le había entregado. Al ver que el chico había agachado la mirada y no decía nada, el hombre suspiró. Una gruesa mano se posó sobre el hombro de Elliot. Cuando el chico levantó el rostro, quedó cara a cara con Rousseau. Sus ojos, aunque firmes, esta vez eran más paternales.

—Créeme que todo esto es por tu bien, Elliot...

En un gesto cariñoso, el profesor acarició afectivamente el rostro de Elliot y salió del salón, dejando al chico solo pero aún decidido. En su mente, a pesar de la negativa del profesor, el plan debía continuar. Y si no podía contar con la ventaja de la autorización, pues tendría que buscar una manera de escaparse del Fort Ministèrielle.

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Era la noche del jueves. Los exámenes continuaron con normalidad durante la semana. Desde hacía días una calma tensa se había apoderado del instituto. Era como si todos estuvieran satisfechos con el hecho de que nada raro hubiera sucedido, pero por alguna razón morbosa siguieran esperando a la siguiente ficha por caer sobre el tablero. De la misma forma, el silencio incómodo entre Madeleine y los chicos se mantenía. Ya que los muchachos no querían hablar de nada en particular, Madeleine no dejó de hablar durante la cena de Levi Van Lissart, un chico de último curso por el que todas las chicas del instituto parecían haber perdido la cabeza. Con el paso de los días, el tema de Jeremy terminó por ser historia.

—Por favor, sólo son músculos inyectados —dijo Jean Pierre con veneno en la voz al escucharla.

—¡Uuuh! Me parece que alguien se siente intimidado —dijo con malicia Colombus para pinchar un poco más el ego dolido del chico.

—¿Por quién? ¿Por Van Lissart? No me hagas reír, gordo.

Levi Van Lissart era el nuevo chico dorado. Hasta Madeleine parecía completamente absorta en la conversación sobre él. Aquella era la oportunidad perfecta para Lila, quien paseaba alrededor de los chicos uniéndose a la conversación.

—Vamos niña, libérate un poco —le dijo a Madeleine susurrándole al oído. El eco comenzó a vibrar en el cuerpo de la chica—. Déjate llevar por el deseo, déjate llevar por la tentación...

Lila esperaba que Madeleine siguiera hablando, pero cuando no lo hizo, no pudo evitar mirarla con extrañeza y algún tipo de pavor. Era como si, inesperadamente, se acabara de topar con un bicho extraño y peligroso en su camino; uno que siempre estuvo allí, justo frente de sus narices.

—Qué rara eres —dijo Lila con repugnancia en la voz.

Estaba observando a Madeleine con mucho odio. La voz se le estaba empezando a transformar en un espeso ruido gutural. «En su momento, cosa ASQUEROSA... en su momento me encargaré de ti».

—¿Podemos sentarnos con ustedes? —dijo de pronto una chica mientras se dejaba caer con pesadez junto a Pierre.

Lila se giró y sus ojos rojos se encontraron de frente con los de Delmy. Inmediatamente ella la observó con detenimiento, aún a pesar del manto de sombras que la cubría. Lila sonrió, y al reírse su voz fue dulce y delicada. «Pero qué divertido es este castillo», pensó. Gateó por encima en la mesa hasta quedar frente a frente con Delmy, casi nariz con nariz...

«¿Cuánto de mí puedes ver, chiquilla? A ver, déjame ver lo que hay en tu cabecita».

Delmy no podía verla del todo, pero sí sabía que allí, en aquella mesa, justo frente a ella, había algo. Sabía que no era ninguno de los espíritus de las cartas de Elliot. Esta sensación era distinta, era oscura y peligrosa. De pronto sintió cómo un influjo descontrolado se apoderaba de su cuerpo y su mente se desbocaba en pensamientos llenos de lujuria y lascivia.

—¿Te gustaría ir al... baño conmigo, Pierre? —dijo de pronto mientras le colocaba una mano en la pierna a Pierre y éste se sonrojaba.

—¡Delmy! —exclamó Felipe quien acababa de llegar y se sentaba junto a Elliot, con la voz impregnada en sorpresa.

Madeleine se ruborizó; tenía la boca abierta y unos enormes ojos de sorpresa. Colombus por su lado escupió el jugo que se estaba bebiendo incapaz de contener el asombro.

En su sano juicio Pierre habría rechazado inmediatamente la petición de Delmy, quien seguía con su mano en una de sus piernas y lentamente la iba subiendo más en dirección hacia la cara interna de su muslo, haciéndolo jadear por lo bajo. Pero por más que quisiera controlarse, los susurros de Lila entraban por sus oídos y le llenaban la cabeza de mucha excitación. Los únicos que no sentían el deseo de besar a Delmy con frenesí, aún sin saberlo, eran Felipe y Madeleine.

Lila estaba radiante y su aura mórbida se hizo cada vez más y más grande. Aunque los chicos no se dieran cuenta, en las mesas adyacentes a la suya escenas similares se estaban desarrollando. La presión en los cuerpos de los chicos era cada vez más insoportable, y un rubor silencioso se fue apoderando de las mejillas de un centenar de adolescentes hormonales.

—¡Santísima virgen del agarradero! —exclamó Felipe sobresaltado.

Cuando Elliot se giró, vio como Felipe no despegaba la vista de su entrepierna mientras se mordía el labio inferior con descaro. Sus ojos cafés estaban brillantes y se encontraron de frente con los ojos azules y apenados de Elliot. Era evidente que Felipe se había dado cuenta de lo que le había estado pasando al chico durante toda la semana.

—¡Yo... yo! —balbuceó Elliot muy avergonzado, queriendo que la tierra se lo tragara en aquel momento.

—Elliot tú... tú me gustas mucho —dijo Felipe de pronto mientras apartaba la mirada.

Lila gateó una vez más por la mesa y se deslizó por el borde hasta sentarse en las piernas de Elliot. Tomó el cuello del chico y lo lamió con lascivia.

—Lo siento, soñador, tendrás que conformarte con el placer de desearlo. Este pequeño ángel es sólo para mí...

Y después de decir aquello, soltó una carcajada contenida y grave. Su voz estaba tan distorsionada que era casi irreconocible. Su cuerpo era bestial, y su mirada destilaba muchas ganas de matar.

On doit vivre avant de partir ! —gritó enloquecida

Lila fue saltando de mesa en mesa, repartiendo besos salvajes entre todos los que estaban bajo su influjo. Gateaba y mordía cuellos, lamía rostros, gemía mientras abusaba a destajo de su propia orgía de estudiantes tímidos, hormonales y confundidos. El eco de su risa sádica resonó en los cuerpos de todos los que estaban presentes.

Aquella noche, entre aquel desenfreno hormonal, Levi Van Lissart notó a una tierna y delicada niña de ojos verdes y cabello rojizo, y desde aquella noche, no pudo sacársela de la cabeza. Aquella noche, en medio del silencio absoluto y amparado por las sombras, el chef del instituto se fue a dormir para nunca más volver a despertar. Otra noche en la que alguien más moría dentro de los límites del Fort Ministèrielle.

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