Capítulo 5: Los aullidos del norte

Màu nền
Font chữ
Font size
Chiều cao dòng

Ya era viernes por la tarde y el sol estaba descendiendo lentamente sobre la silueta del castillo. Elliot estaba en la Tour D'Hier, una de las torres más altas del Fort Ministèrielle. Además de ser la más solitaria del Instituto; era allí donde iba siempre que quería un poco de privacidad y silencio. Durante el verano, el aire de Fougères podía llegar a ser bastante sofocante durante el día, pero por las tardes, cuando el sol pintaba el cielo de escarlata, la brisa boreal traía consigo esa frescura de las estaciones impacientes del otoño y el invierno que parecían aguardar recónditas tras las aguas del Mar del Norte. En tardes así, el ambiente se hacía bastante agradable; la brisa llegaba suave y fría, y después de un largo día de clases, Elliot se escapaba en búsqueda de la tranquilidad a ése lugar, feliz de ser acariciado por aquel sol y por aquella tarde. Con toda la agitación de los últimos dos días, se le había olvidado responderle el mensaje a su tía, y como buen sobrino que era, sabía perfectamente que ella era incluso capaz de aparecerse en persona en el castillo hecha un mar de lágrimas y preocupaciones sino le daba señales de vida pronto. Pensando en esto, se dispuso a llamarla cuanto antes.

—Oye, Elio —dijo Paerbeatus a su lado, con la mirada perdida en el horizonte.

—Dame un momento que estoy al teléfono.

—Sólo una pregunta, será rápido lo prometo —insistió el hombre, que estaba como hipnotizado y le hablaba sin despegar la vista del paisaje.

—Ya está repicando. Espérate.

—Pero es que de verdad necesito...

«¡Hola campeón!», se escuchó la voz de Gemma al otro lado del teléfono. Elliot mandó a Paerbeatus a guardar silencio con un ademán de la mano.

—Hola tía, ¿cómo estás?

—¡Maravillosa! —exclamó la mujer con auténtica felicidad en la voz—. ¿Y tú? ¿Cómo estás? ¿Todo bien?

—Todo bien por acá. ¿Qué hay de nuevo? —respondió él.

En su rostro estaba dibujada una tierna sonrisa. La voz de su tía era tan suave y cálida como de costumbre. Más que sólo tratarse de una tarde espléndida, el sólo hecho de poder hablar con ella ya hacía a Elliot muy feliz.

—Si dejamos de lado que mi jefe es un idiota y que Don Quijote sigue comiéndose los cojines del sofá, podemos decir que todo está bajo c... ¡DON QUIJOTE NOOOO, DEJA A SANCHO!

Del teléfono provenía un escándalo sin igual: los gritos de la tía Gemma se sumaban a los chillidos del cerdito y la risa maniática de una guacamaya malvada. Aquel estruendo de caos y desespero por poco deja sordo a Elliot del oído izquierdo. Incluso después de alejar el teléfono de su rostro todavía podían escucharse los chillidos de Sancho Panza y los cotorreos del ave que no dejaba de reírse como una desquiciada.

—¡Lo siento, cariño! Últimamente Don Quijote ha estado muy temperamental. No deja de morderle el rabito al pobre Sancho cada que tiene oportunidad.

—Debe ser por el verano, sabes que a él no le gusta el calor y se pone de mal humor —dijo Elliot entre risas.

—Yo todavía sigo sin creerme ese cuento. Las guacamayas son tropicales, así que él más que nadie debería soportar mejor el calor ¿no?

—Si tenemos en cuenta que lo más cerca que Don Quijote ha estado de una palmera es cuando las ha visto por televisión, yo realmente no me sorprendo —le dijo Elliot a su tía.

—Sí, bueno, en eso tienes razón, creo. Pero, ya, ¡no importa! Dejemos de hablar de los pequeñitos de la casa y cuéntame de ti. ¿Qué tal estuvo tu viaje, cariño? ¿Te divertiste?

Elliot se detuvo un poco a pensar todas las cosas que pasaron durante y después del viaje, sin saber muy bien cómo responderle a su tía. El silencio se prolongó más de la cuenta.

—¿Cariño? ¿Sigues allí?

—Sí, aquí sigo —dijo Elliot distraído—. El viaje estuvo entretenido y... enriquecedor por decirlo así.

—¿Enriquecedor? ¡Aaah, cuéntame más! ¿Pasó algo interesante? De seguro viviste alguna aventura...

Las palabras de su tía hicieron que el corazón le diera un vuelco violento y que le sudaran las manos de pronto. ¿Por qué su tía le estaba preguntando aquello? No había forma de que ella supiera sobre lo que había sucedido en Almería, ni de la gitana del mercado o la caja del uróboros.

Mmmm nop... todo normal —respondió Elliot despreocupado.

Quizás demasiado despreocupado para evitar levantar sospechas. Esta vez fue su tía quién aguantó las palabras por unos segundos.

—Qué aburrido eres —respondió amargada. La decepción en su voz era más que evidente—. Pero bueno, por lo menos pudiste disfrutar con tus amigos de un fin de semana fuera de ese castillo tan horrendo.

—Vamos tía, sabes que a mí me gusta mucho estar en el Instituto.

—Sí, bueno, pero a mí no. A mí me gustaría que pudieras estudiar aquí en Londres. Así podríamos estar más cerca y podríamos vernos más seguido.

Los recuerdos de su tía pintaron espontáneamente otra sonrisa en el rostro de Elliot al mismo tiempo que el sol ya empezaba a pintar el cielo con los matices más oscuros del rojo. A ese ritmo, los tonos morados ya habían comenzado a ganar terreno sobre la cabeza del chico.

—Yo también te quiero, tía Gemma —dijo él.

—¡Ja! ¿Y quién dice que yo te quiero a ti? —respondió su tía con la voz endurecida.

—¿Cómo dices?

—Así como escuchaste, Elliot. Yo no te quiero —repitió la mujer. Esta vez su voz había sonado con aire juguetón—. ¡Yo te amo, cariño! Descansa.

—Descansa tú también. Buenas noches —se despidió Elliot entre suspiros.

«Te amo», fue lo último que llegó a escuchar una vez más de su tía, justo antes de que se cortara la llamada. Elliot se quedó un instante observando la pantalla de su celular, mientras se perdía entre fantasías y recuerdos de sus días en Londres, hasta que Paerbeatus lo interrumpió de golpe.

—¿Ya puedo hablar? —preguntó.

Elliot suspiró una vez más, pero esta vez, más que por ensoñación, lo había hecho a causa de la impaciencia de Paerbeatus.

—¡Ok, ok! Dime, qué quieres ahora.

El espíritu apuntó al horizonte con su dedo, mientras giraba el rostro para ver a Elliot.

—¿Qué hay hacia allá? —preguntó.

—Mmm... los terrenos de Avranches, creo —le respondió Elliot pensativo.

—¿Y más al norte?

—¿Cherburgo? No estoy seguro, pero...

—¿Y más al norte? —volvió a preguntar Paerbeatus interrumpiéndolo.

—Bueno, pues... el Canal de la Mancha, pero...

—¡¿Y después?! —insistió con urgencia Paerbeatus.

—¡Inglaterra! Pero, ¿por qué es eso tan importante? No entiendo a qué vienen tantas preguntas. ¿Acaso me estás haciendo ahora una prueba de geografía? Porque si es así, déjame decirte que...

—Siento la presencia de una de las cartas —dijo Paerbeatus con una seriedad solemne, extraña en él; era como si sus ojos buscaran lejos en la distancia.

—¡¿Cómo dices?! ¿En Inglaterra?

Elliot estaba perplejo. Paerbeatus ni siquiera pestañeaba allí adonde miraba, al horizonte; por allá un poco más después del Canal de la Mancha.

—¿Estás seguro?

—Ujum, sí —dijo volteando hacia Elliot—. El pulso es muy tenue, pero estoy casi seguro que es una carta —contestó a la vez que volvía a posar sus ojos en el firmamento, con la mirada completamente perdida—. Tenemos que ir a buscarla.

Elliot soltó una falsa risita de cortesía creyendo que se trataba de un chiste, pero, al ver que Paerbeatus no se reía, se detuvo.

—Espera, ¿lo dices en serio?

—Debemos buscar la carta, chico —dijo el Paerbeatus con calma.

—¡Pero está en Inglaterra!

Tras una pausa dramática con la boca abierta y, aguardando otra respuesta de Paerbeatus que no fuera únicamente una mirada acusadora que le recordara a Elliot que había sido él quien se había ofrecido a ayudar, continuó abriendo sus ojos lo más que pudo con la esperanza de hacer reflexionar al espíritu de la locura de su sugerencia:

—¡¡INGLATERRA!!

Paerbeatus ni siquiera pestañeó.

—¡Ir hasta allá nos tomaría mínimo un día! Y aun si pudiéramos llegar en menos tiempo, Inglaterra es un país entero. ¡¿Sabes lo que nos tomaría encontrar una carta que podría estar literalmente en CUALQUIER SITIO?! ¡Eso es como querer buscar una aguja en un pajar! Y yo no puedo ausentarme del Instituto por tanto tiempo, eso me causaría muchos problemas —dijo Elliot exasperado.

—Pero aun así tenemos que ir, chico. No está muy lejos, eso seguro. Percibo una costa —respondió Paerbeatus con calma.

Elliot volteó hacia el horizonte, tratando de hallar la serenidad y cordura que Paerbeatus le había perturbado.

—¡Estás loco! —dijo Elliot observando el cielo.

Harto de la vista y la conversación, Elliot se separó de la almena y caminó hacia las escaleras. Mientras comenzaba a descender los escalones de la torre, Paerbeatus se le acercó y volvió a hablarle.

—Pero Elio, tú me dijiste que...

—¡Ya deja de llamarme Elio! Mi nombre es ELLIOT. Repite después de mi: E-L-L-I...

Pero a pesar del regaño, mientras deletreaba su nombre y daba pasos en dirección al comedor, Elliot no podía dejar de recordar lo que le había dicho a Paerbeatus el día anterior. El momento seguía muy fresco en su memoria: las ansías de aventura, la curiosidad, el misterio de las cartas, los anhelos de descubrir más sobre los espíritus, y el resto de aquella fuerza que lo había poseído desde la misma excursión a Almería. Más que sólo un compromiso, todo esto era algo así como un acuerdo que Elliot tenía consigo mismo; con la oportunidad que le había sido brindada. «¿De qué serviría tener que guardar este secreto si no estoy dispuesto a vivir la vida que conlleva?», se preguntó antes de que terminara de entrar la noche. El ímpetu le recordaba que si en realidad quería descubrir éste nuevo mundo que se abría ante sus ojos, no tenía muchas opciones en realidad; tendría que tomar riesgos. Una vez en la cama, Elliot lo pensó muy bien: «soy Elliot Arcana...», se dijo a sí mismo, «...y ya pasé la prueba de Paerbeatus. Puedo hacerlo. Si es en la costa puedo ir y venir en un mismo día. Quizás hasta encuentre otro de los espíritus, y quizás él pueda decirme aún más sobre todo esto. Quiero hacerlo... si tengo que ir a Inglaterra, pues no quedará más remedio que ingeniármelas para ir y venir lo más rápido posible...».

─ ∞ ─

A la mañana siguiente Elliot se levantó muy temprano, mucho antes de que su despertador sonara, cuidadosamente para no despertar a Colombus. De la manera más silenciosa en la que le fue posible moverse, se vistió y tomó un pequeño bolso de debajo de la cama que había dejado listo la noche anterior, poco después de haberse decidido a emprender el viaje: allí había guardado su pasaporte y su billetera con algo de dinero en efectivo.

Abrió una de las gavetas de su cómoda, justo al lado de la mesa de noche. Detrás de un aroma peculiar proveniente de una capa desordenada de bóxeres «medio» sucios y medias de vestir sudadas (las cuales habían sido colocadas allí estratégicamente con la esperanza de distraer a cualquier intruso de sus intenciones de fisgoneo), sacó el libro antiguo, lo abrió, y tomó la carta entre sus manos. Antes de volver a guardar el libro en su escondite, el dibujo de Paerbeatus le devolvió la mirada con sus perturbadores ojos morados, estáticos y abiertos.

Como era fin de semana, salir del castillo no resultaba gran problema. Los alumnos de primer año necesitaban un permiso especial para hacerlo, o en su defecto, ir acompañados por algún supervisor asignado. Pero los de segundo año en adelante podían ir y venir a conveniencia siempre y cuando respetaran los horarios del instituto. Como Elliot era de segundo año, cuando el guardia de la entrada lo vio salir, no le presentó ningún inconveniente.

El señor Sergio era un hombre de unos cincuenta y largos años, de carácter bonachón, y con una buena panza bastante prominente. Una buena parte de esos años los había pasado siendo el portero de la entrada principal del Instituto. Se suponía que su trabajo era ser el Guardián de la Reja (algo así como un título absurdo que se les daba a los vigilantes principales del Fort Ministèrielle para hacerlos sentir imponentes y poderosos), pero, en más de una ocasión, su jovial corazón lo había hecho guardar silencio cuando algún estudiante se aparecía en la entrada del Instituto por fuera de las horas permitidas. Todos los estudiantes lo agradecían en secreto, a la vez que se preguntaban entre ellos cómo es que nunca lo habían echado a la calle; nadie podía negar que como «Guardián de la Reja» era bastante malo.

—Buenos días, monsieur Sergio —dijo Elliot cuando se detuvo en la entrada para registrar su salida.

—¡Vaya, parece que hoy nos caímos de la cama! ¿no es así? —dijo el hombre mientras le dedicaba una amplia sonrisa.

—¡Sí, jeje! —Elliot rio tímidamente con la esperanza de evitar dar explicaciones; el viejo Sergio era bien conocido por sus largas conversaciones de entrada y de salida—. Es que...

Elliot tartamudeó un poco, sin saber muy bien que decir.

—Tengo varios asuntos que resolver y quiero aprovechar el día.

El señor le contestó mientras se acomodaba el sombrero del uniforme.

—Bueno, en mi tierra hay un dicho que dice que al que madruga, Dios le ayuda.

Elliot recibió de sus manos el folio donde debía anotar su nombre y la hora a la que estaba saliendo.

—O si no, al mal tiempo darle prisa. Tú escoge la que mejor te sirva, chico.

—Creo que el día de hoy me sirve más la segunda —dijo Elliot algo jocoso y resignado.

Aquello hizo que la gran panza del hombre se agitara con vigor al reírse.

—Vamos, chico, estás muy chiquito para estar refunfuñando así. Yo a tu edad en lo único que pensaba era en las faldas de la ciudad, y créeme que con eso ya era más que suficiente para tener por un buen rato. Así que, sal de este mustio castillo y diviértete un rato. Hazlo por el viejo, Sergio, ¿sí? ¿lo harás?

Casi había súplica en la voz del viejo.

—No lo sé, señor Sergio, pero supongo que lo intentaré —dijo Elliot sonriendo al final, mientras le devolvía el folio al portero y se despedía con la mano.

—Está bien, chico, ¡sólo relájate un poco y disfruta de tu juventud! porque mira que esa no dura para siempre. Y si hablas con tu tía, salúdala de mi parte, ¿OK?

Elliot apenas alcanzó a escuchar lo que decía el hombre mientras se alejaba. Sin darle mucha importancia, levantó la mano en el aire y le hizo un gesto de pulgar arriba, sin girarse a mirarlo.

Una vez afuera de los muros del Instituto, el plan de Elliot para llegar hasta Inglaterra se puso en marcha. Intentó llamar varias veces a Paerbeatus, pero aunque repitió su nombre un par de veces en voz alta, el espíritu nunca apareció, dejándolo sin más remedio que tener que comenzar el viaje por su cuenta. No había podido dormir mucho, y ahora que por fin se encontraba fuera del castillo, el cansancio estaba llegándole al cuerpo. Los nervios por lo que tenía planeado hacer aquel día también lo tenían bastante estresado; era la primera vez que se lanzaba en un viaje como ése.

Sacó su teléfono para confirmar la ruta que había preparado anoche con el bubbleMaps. Tenía capturas de pantalla de todo el viaje y la ruta que debía seguir. En total, el viaje hasta el puerto de Cherburgo le tomaría poco menos de siete horas, y después que estuviera allí, aún quedaba la travesía por el canal, que sería aproximadamente hora y media. Con suerte, llegaría a las costas de Inglaterra después del mediodía. De allí en adelante el camino era incierto. Estaba a merced de las palpitaciones de Paerbeatus.

«Eso, claro, si se digna a aparecer en algún momento...», pensó, a la vez con sueño y ansiedad.

─ ∞ ─

En comparación con la gare de Rennes, la estación de Fougères estaba casi por completo vacía. Antes de tomar el tren, Elliot se compró un bocadillo en la cafetería y se lo comió durante su viaje; ése fue todo su desayuno. Cuando se bajó del tren en la siguiente estación, el lugar estaba mucho más atestado de gente. Tuvo que correr para poder abordar en el tren que estaba por salir hacia Caen, pero al final logró montarse en el vagón. El resto del viaje se lo pasó durmiendo. Una vez en Caen se despertó como lo haría un autómata, y como pudo hizo el transbordo sin prestarle mucha atención a la gente. Ya en Cherburgo el ánimo le había cambiado. Haber planchado las orejas durante el camino hizo que Elliot repusiera al menos una parte de sus energías; y tras ese descanso, asumió una actitud más optimista con respecto al viaje. Quizás hasta lograba regresar al instituto con un nuevo tesoro...

Al salir de la estación el aire salado de la costa le golpeó en el rostro; aquello hizo que se terminara de despertar. El muelle no estaba tan lejos. Llegar hasta allí no le tomó ni cinco minutos caminando con rapidez. En la terminal de los ferris el aire estaba fresco, y muchas personas caminaban de un lado al otro con grandes sombreros y con ropa de playa (a pesar del clima norteño). Era una escena con mucho contraste: él iba por el muelle con pantalones de vestir grises, mocasines, y un suéter de color azul, tan intenso y oscuro como el mismísimo azul del Mar del Norte, y la gente iba colorida y vivaz, matizando el sol, el cielo, las nubes del paisaje, y los muchos colores de los banderines en los botes atracados a lo largo del muelle. Era igual que una lontananza olvidada en un retrato; la gente ignoraba a Elliot, y él ignoraba a las personas a su lado.

Sin mucho problema, Elliot caminó hasta encontrar la cartelera con los horarios y los destinos. Ahí se topó con la primera problemática del viaje.

—Y... ¿ahora a donde se supone que tengo que ir? —se preguntó a sí mismo en voz alta.

—A Inglaterra, ¿no? —respondió Paerbeatus, apareciendo justo a su lado.

Elliot se sobresaltó un poco, pero poco a poco ya se iba acostumbrando a las llegadas inesperadas del espíritu; esta vez sólo lo ignoró e hizo como si nada. Los ojos morados de su compañero de viaje recién llegado se veían frescos y juguetones.

—¿No era eso lo que habíamos dicho? —añadió— ¿O es que ahora vamos a otro sitio? ¡Por mí bien! Yo no me molesto. ¡Me gusta explorar! ¡Es divertido!

—¡Por fin apareces! Llevo todo el día llamándote... ¿dónde estabas? —le preguntó Elliot irritado, apenas separando los labios para que la gente no pensara que estaba hablando solo.

—¡Pues estaba durmiendo! Concepto que, al parecer, tú desconoces. ¡Es de muy mala educación mantener a una gente despierta durante la noche si tiene sueño! ¿lo sabías? —respondió Paerbeatus ofendido.

—¿DUR...? —Elliot levantó la voz, pero en seguida se controló cuando algunas de las personas que iban pasando voltearon a verlo—. ¡¿Durmiendo?! ¡Pero si ya son casi las doce del mediodía!

—¿Las doce? ¡¿En serio?! ¡Vaya, hoy madrugué de verdad!

Los ojos azules de Elliot casi se tornan blancos de la indignación.

—Eres increíble —dijo con sarcasmo.

Después de revisar la cartelera preguntó frustrado a Paerbeatus:

—Y... ¿cuál ferry debemos tomar? ¿A dónde vamos ahora?

—Ya te lo dije, a Inglaterra —respondió el espíritu con gran esfuerzo, como si repetir una y otra vez lo mismo le exasperara.

Elliot volvió a darle una mirada de esas que matan.

—Sí, eso ya lo sé, pero, ¿a qué parte? Inglaterra es muy grande, por si no lo sabías.

—¡Ah pues, qué voy a saber yo, no lo sé! Yo lo único que sé es que la carta está al norte de aquí. Pero tanta agua junta interfiere con mi olfato.

—¿Olfato?

—Ajá. Yo no sé qué es, pero el agua en cantidades muy grandes siempre anda entrometiéndose en los planes de la gente como yo. Debe ser por el pescado. El agua se ve azul, pero en el fondo es más negra de lo que parece.

Elliot, con cara de frustrado, ignoró toda la palabrería y preguntó con incredulidad:

—¿Me estás diciendo que no sabes con exactitud a dónde vamos?

Paerbeatus lo miró un poco sorprendido por su pregunta, como si no entendiera el fastidio de Elliot.

—Exactamente —respondió.

El joven suspiró.

—Tienes que estar jugando conmigo —dijo—. Inglaterra es ENORME... ¿y tú me estás diciendo que no sabes a qué parte hay que ir?

—Es una costa, pero lo sabré cuando lleguemos, créeme.

Aquello parecía no ser suficiente para Elliot, quién estaba ligeramente sucumbiendo ante la desesperación; sus manos se agitaban inquietas y golpeaban con suavidad sus muslos, mientras todo en él, tanto como sus pasos, parecía dar vuelta en círculos. Paerbeatus se sintió un poco responsable por la ansiedad de Elliot, y sintió que un poco más de ayuda iba a ayudarlo a sentirse mejor.

—Aunque huelo aullidos —dijo—. ¡Sí! Hay aullidos... y ladridos.

—¡¿Ladridos?! —preguntó Elliot sorprendido—. Esto es una completa locura. Yo ya perdí la cabeza pero por completo. ¡Y no precisamente por verte, Paerbeatus! Si no por haberme dejado convencer para hacer este viaje.

Elliot se alejó y se sentó en uno de los bordes de la caminería, guardando sus pies hacia adentro del pequeño jardín que rodeaba el camino del muelle. Paerbeatus no lo siguió. Se quedó de pie frente a la cartelera y recorrió con la mirada los horarios que cambiaban en el tablero, hasta que señaló uno con el dedo.

—¡Allí, Poole! —dijo mientras señalaba el horario en verde.

Elliot lo ignoró; de alguna manera sentía que se habían aprovechado de su nobleza. Paerbeatus, emocionado, caminó hasta él y se sentó a su lado.

—Creo que sé dónde podríamos empezar la búsqueda —le dijo.

El chico lo miró con indiferencia.

—A ver, ¿y por qué Poole? —le preguntó.

—Porque si le añades una "d" entre la segunda "o" y la "l", se vuelve Poodle, y los Poodles son perros que ladran y aúllan.

Elliot no dijo nada. Sólo le dio una mirada acusadora. ¿Qué podía responder ante aquel argumento? Sin duda discutirlo sería simplemente ridículo. Ya que se había embarcado en semejante viaje, guiado únicamente por el olfato de un espíritu atolondrado, más le valía hacerle caso a los instintos de su compañero. Tras un largo suspiro, se preguntó:

«... ... ... tss ... ... ¿por qué no?».

Sólo al final del trayecto sabría si todo era una pérdida de tiempo o no. Sin más que decir, se levantó y caminó de nuevo hasta el tablero. Una vez allí, se fijó en el nombre del destino. Decía: «Poole». Aunque nunca antes lo había pensado, no era mentira lo que decía Paerbeatus; sí, era como Poodle.

—Todavía hay puestos disponibles y está a punto de salir —dijo Elliot, esforzándose por aparentar calma—, y si realmente no importa a donde vamos, pues creo que es la mejor opción, ya que el viaje dura solo una hora. Andando, andando.

—¿Estás seguro? A mí los Poodles siempre me han dado mucho miedo. ¡No son perros muy amistosos que digamos! —dijo Paerbeatus.

—Pero son muy inteligentes, a diferencia de ti —dijo Elliot entre dientes mientras se acercaba a la taquilla para comprar el boleto—. Uno para Poole, mademoiselle s'il vous plait...

—¿Con o sin retorno? —preguntó la chica del mostrador.

—Con retorno.

—¿Fecha? —volvió a preguntar la mujer sin despegar sus ojos de la pantalla frente a ella.

—Para hoy mismo.

—Pero Elliot, sino encontramos la carta, no nos podemos regresar —dijo Paerbeatus entrometiéndose en la conversación.

—¿Hora? —preguntó la joven interrumpiendo a Paerbeatus.

—Lo más tarde que se pueda, señorita —dijo Elliot sin prestarle atención a las palabras del espíritu.

La mujer asintió. Segundos más tarde le entregó el ticket de abordaje a Elliot.

—Los pasajeros del ferry a Poole, con salida a las 1300 horas, ya están embarcando por el muelle 13, señor —añadió—. Qué disfrute de su viaje.

Merci beaucoup —respondió Elliot tomando el boleto y separándose de la taquilla para buscar la puerta de acceso al muelle 13.

En ese momento su teléfono sonó desde su bolsillo. Era un mensaje de Colombus:

---

17/08/19 – Bus:

• viejooo donde estas??? a donde fuiste sin avisar - 12:53 p.m

♦ Estoy en Rennes —respondió Elliot— comprando materiales para las clases. Salí temprano y no quise despertarte. No sé qué tan tarde llegue, pero si alguien pregunta por mi durante la cena, ¡cúbreme, por favor! - 12:55 p.m

«Le deberías decir que te cubra hasta mañana. Así tendríamos más tiempo para buscar la carta», dijo Paerbeatus, quién leía la conversación de Elliot por encima de su hombro.

• okok ya que estas en Penes traeme pan de chocolate de la panaderia que me gusta – 12:56 p.m

• RENNES RENNES – 12:56 p.m.

• lol el traductor jajajjjajaj – 12:56 p.m.

• sabes que no hay mejor forma de agradecerle a alguien que con pan de chocolate de esa panaderia viejooo – 12:57 p.m.

♦ No te prometo nada. – 12:57 p.m.

• tacaño de m.... – 12:58 p.m.

---

—Espiar las conversaciones de otras personas es de mala educación —le dijo Elliot a Paerbeatus mientras se guardaba su teléfono otra vez en el bolsillo.

—Entonces, tú no crees en la magia, ¿y sin embargo tienes un método de correspondencia que te permite intercambiar cartas cortitas con tu amigo de manera instantánea? —comentó Paerbeatus incrédulo.

—El teléfono es tecnología, no magia. Es ciencia con aplicaciones prácticas, eso es todo —dijo el chico.

—¿Ciencia? ¡No sabía que te gustaba la ciencia! ¿Sabes? ¡Yo una vez conocí a un alquimista! Era muy buena gente. Algo frío, pero buena gente y... creo que se parecía a ti un poco, o bueno, si te veo así, de cabeza, algo te pareces —dijo Paerbeatus mientras se paraba de manos.

Elliot lo ignoraba. Tras una corta caminata encontró la puerta de acceso al muelle que le correspondía. El olor salado del mar era fuerte y penetrante; le arropaba la nariz y los pulmones cada vez que respiraba. El aire estaba fresco. Iba caminando por el pasillo en dirección al fondo del ferry cuando se tropezó con los ojos oscuros de una chica sentada en la última fila. La chica lo veía fijamente mientras le sonreía. Su piel era blanca, su cabello negro y liso, y sus ojos, por un instante, centellearon como granates al sol.

—¿Por qué me estás ignorando ahora? —le preguntó Paerbeatus con aire ofendido, tropezándolo por la espalda y haciendo que Elliot rompiera el contacto visual con la muchacha mientras se giraba.

¡Porque hay mucha gente, por eso! —contestó Elliot tan rápido que Paerbeatus apenas pudo entender lo que le había dicho.

Pero cuando Elliot volteó para volver a ver a la chica, ésta ya no estaba allí. Era como si se hubiera desvanecido en el aire.

─ ∞ ─

Llegaron a Poole una hora después de haber tomado el ferry en el puerto de Cherburgo. Aunque Elliot no conocía bien la ciudad, podía andarse a tientas por ella. La tía Gemma había estudiado en ella unos años atrás cuando realizó un curso de pesca y gastronomía marítima. Además de que ella siempre había sido una aficionada a los deportes acuáticos, por lo que en más de una ocasión había enviado postales y fotografías de sus escapadas de fin de semana a la ciudad de Poole.

Como estaban a mitad del verano, el puerto estaba repleto de turistas que caminaban de un lado al otro. La costa era muy larga y enconada; en los muelles se podían ver los veleros y los yates flotando tranquilamente sobre el agua, anclados en su sitio gracias a las gruesas bollas que los sujetaban a sus puestos de madera. La bahía era tan larga que contar la cantidad de botes anclados se hacía una tarea muy difícil. En cualquier dirección que el chico apuntara sus ojos había gente en traje de baño o practicando windsurf. El calor ya le estaba empezando a sofocar, y desde hacía rato ya se venía lamentando por su pobre juicio a la hora de vestirse aquel día.

—Bien, ya estamos aquí. Inglaterra. Y ahora... ¿qué hacemos? —preguntó Elliot mientras se giraba para ver a Paerbeatus.

Pero cuando sus ojos se fijaron en el espíritu, no pudo evitar asustarse un poco. Los ojos de su guía estaban abiertos de par en par, con las pupilas tan contraídas que apenas eran dos pequeños puntos negros en un océano purpura incandescente. Estaba como en una especie de trance, con la mirada perdida y con todos los vellos del cuerpo erizados como un gato en estado de alerta. Después de un instante, sólo se limitó a levantar uno de sus brazos para apuntar con el dedo a un lugar incierto frente a él, más allá de la multitud que los rodeaba y dijo:

—La carta está en esa dirección.

Su voz había sonado monocorde y escalofriante. Elliot, con mucha atención, siguió con la mirada el lugar que señalaba Paerbeatus con su mano, pero antes de que pudiera preguntar algo más, Paerbeatus ya había comenzado a correr, sin que a Elliot le quedara más remedio que seguir al hombre a través de una multitud que lo veía extrañado mientras iba velozmente por la avenida. No supo por cuánto tiempo estuvo corriendo detrás de Paerbeatus, pero como no podía gritarle que se detuviera, no pudo hacer otra cosa que no fuera vigilarlo de cerca para no perderlo de vista. Luego de un rato, Paerbeatus por fin se detuvo y volteó a ver al chico mientras señalaba de nuevo con el dedo.

—Es allí —dijo con una sonrisa de oreja a oreja—. ¡Allí está la carta!

Elliot estaba resollando por el esfuerzo de la carrera, mientras se agarraba las rodillas con ambas manos y encorvaba su cuerpo para respirar.

—Que... ¡qué bueno! —farfulló—. Ahora... si me das un momento... a... a lo mejor me... me muero un ratito, ¿vale?

Esta vez fue Paerbeatus quien no le prestó atención.

—Estoy completamente seguro de que está allí dentro. Completamente seguro —dijo él evidentemente entusiasmado.

Elliot levantó la mirada y se dio cuenta de que estaban parados delante de un edificio de pocos metros de altura, con una fachada pintoresca de vidrios azules y un amplio terreno al aire libre del cual salían los ruidos de gritos, pitidos y cornetas.

«Poole Greyhounds Racing», leyó Elliot algo contrariado al ver a dónde habían llegado.

—¿La carta está en un galgódromo? —preguntó incrédulo, mientras posaba sus ojos en Paerbeatus y enderezaba su cuerpo, aun sosteniéndose con las manos a uno de los costados. La falta de ejercicio hacía que le dolieran el pecho y las costillas.

—Jum... no sé qué es un galogódramo —dijo como si la palabra lo hubiera ofendido—, ¡pero sí sé que la carta está allí adentro! —insistió con terquedad.

Elliot se acercó aún más al edificio y leyó lo que decía en la cartelera: «Hoy gran carrera de galgos».

—La carta está adentro. Tenemos que entrar —dijo Paerbeatus bruscamente, y dicho aquello, pasó a su lado con prisa, adentrándose en el edificio.

—No, ¡espera...! ¡agh...! —gruñó el chico al ver cómo Paerbeatus cruzaba la puerta de la entrada, sin dejarle otra opción más que seguirlo.

El lugar estaba repleto de personas de pie frente a una ventana que daba vista a una pista alargada. Había un bar a uno de los lados, y muchos asientos que daban a las pantallas que retransmitían las carreras junto a emisiones de otros deportes y carteleras con los resultados de los partidos y las ganancias de las apuestas.

—Se supone que los dos estamos juntos en estos —riñó Elliot a Paerbeatus entre susurros cuando lo alcanzó—. Así que, por favor, deja de estar actuando por tu cuenta ¿quieres?

—Lo siento, pero es que esta energía es muy extraña. La conozco, pero no puedo recordar de quién se trata. Sólo sé que no tenemos mucho tiempo para encontrar la carta, Elliot —dijo Paerbeatus, girando la cabeza sin cesar de un lado al otro.

Parecía más errático que de costumbre, como cuando había intentado forzar sus recuerdos y le había dado un ataque de ansiedad.

—Hay algo más —dijo un poco temeroso.

—¿Qué cosa?

—Que ya no la siento. ¡O bien, mejor dicho... ya no siento sólo esta carta! ¡Es muy confuso!

Elliot lo miró extrañado.

—¿A qué te refieres con que ya no la sientes?

—Es que... ¡hay algo más! Pero no sé qué es. Cuando llegamos a la ciudad también lo sentí, y por un instante me ayudó a recordar cómo conseguir éste lugar. Pero ahora que estamos aquí, mi cabeza se enreda con este otro aroma que me llega. Y lo peor es que algo me dice que esta carta es... impredecible.

—¿Impred....? ¡¿Cómo que es impredecible?! ¡Yo creía que tú eras impredecible!

—¡Ahorita no es momento para ponernos a hacer preguntas tontas! Debemos separarnos. Tengo que seguir rastreando este nuevo rastro antes de perderlo. ¡Tú solo concéntrate en encontrar la carta y en descifrar de las pistas que te dará para que descubras su identidad!

Y así, sin decir más, Paerbeatus comenzó a caminar fundiéndose entre la multitud, desapareciendo lentamente en el aire como lo hacía ocasionalmente. Elliot sacó la carta de su bolso y tampoco encontró el dibujo del Paerbeatus en ella. «¡Pero... ¿cómo voy a encontrarla yo solo?!» pensó frustrado. A su alrededor había gente de todas las edades y de varias nacionalidades gritando, riendo y tomando licor mientras pitaban y gritaban a los perros que corrían en la pista.

Elliot caminó y se fijó lo más que pudo en el lugar, aún sin saber muy bien qué esperar o qué estaba buscando con exactitud. Iba recorriendo la zona con mucha atención. «¿Cómo se ve una carta? ¿Un espíritu?», se preguntaba. Ahora que lo pensaba, aunque él sabía que Paerbeatus era un espíritu, él era capaz de verlo y sentirlo como a cualquier otra persona, así que, aún si buscaba a un espíritu, éste no se iba a ver diferente del resto de las personas que estaban en aquel lugar. «¡Concéntrate Elliot, concéntrate!», se dijo a sí mismo mientras, recorría las gradas con la mirada.

Después de varios pasos a la deriva, una imagen peculiar le llamó la atención. Cerca de uno de los balcones de apuestas había un pequeño niño pelirrojo con el cabello rizado y de aspecto rollizo. Iba vestido con un traje de marinerito y tenía un carrito de juguete agarrado en una de sus manos rechonchas. Lo extraño no era sólo la presencia de un niño en un lugar como ése, sino que, con la otra mano, hacía un gesto de puño que sacudía en el aire mientras gritaba en dirección a la pista con toda la potencia de la que era capaz su voz infantil y estridente.

«¡Vamos ESTÚPIDO PERRO! ¡Corre, corre, corre! ¡Tengo mucho dinero apostado en tus pulgas, ASÍ QUE CORRE!»

El niño era muy inusual y grosero, pero sobre todo era bizarro. Incluso su traje de marinerito parecía sacado de un catálogo de disfraces infantiles. «¿Qué hace un niño como ése en un lugar así?», pensaba Elliot justo cuando escuchó los gritos de Paerbeatus.

—ELLIOOOOOT ¡¡¡EL NIÑO!!! ¡¡EL NIÑO ES LA CARTA!! ¡¡NO DEJES QUE SE ESCAPE!!

Pero los gritos de Paerbeatus no sólo alertaron a Elliot de la identidad de la carta, sino que también le hicieron saber al niño que había sido descubierto. El pequeño volteó rápidamente a ver a Elliot con sus brillantes ojos de cerdito igual de morados que los de Paerbeatus. Elliot notó la confusión en su rostro. Apenas el pequeño posó sus ojos en el espíritu, su rostro se plasmó con sorpresa. Aquello fue lo único que le hizo falta para darse cuenta de lo que estaba pasando.

—¡MIERDA, Paerbeatus! —exclamó—. ¡AGGHH, DEMONIOS!

Y sin decir más nada se lanzó a correr entre la gente, escabulléndose en dirección opuesta a sus buscadores.

—¡Elliot, persíguelo! ¡Persigue al niño! ¡No dejes que se vaya, atrápalo...! ¡ÉL ES LA CARTA! ¡ES LA CAAAARTAAAAA! —gritaba Paerbeatus como un desquiciado.

Elliot no entendía muy bien lo que estaba pasando, pero alentado por los gritos de Paerbeatus, se lanzó a perseguir al niño lo más rápido que pudo. En dos zancadas largas, Elliot pudo salvar casi la mitad de la distancia que lo separaba del niño, pues los pasos de éste eran muy cortos en comparación con los suyos. Las personas alrededor lo voltearon a ver sorprendidos, molestas por la repentina carrera de Elliot que, a sus ojos, parecía estar corriendo como un demente sin sentido alguno.

«¡Quítate! ¡No corras! ¡Hey, ¿qué estás haciendo?!», eran algunos de los gritos que Elliot escuchaba a su alrededor mientras se acercaba cada vez más al marinerito. Estaba a punto de alcanzarlo, pero el pequeño se deslizó por el suelo cambiando de dirección, haciendo que Elliot se estrellara de improvisto con un señor viejo y bigotudo que estaba de pie mirando uno de los televisores.

—¡Hay que ser IDIOTA para tropezarse de semejante manera! —le gritó el pequeño a Elliot.

—¡Lo siento, señor! —dijo Elliot y se lanzó nuevamente a correr otra vez tras el espíritu escurridizo de la carta.

El niño ganó un par de metros con aquella jugada.

—¡Ni te atrevas, TARADO! —gritó una vez más a Elliot—. ¡SOY VELOZ COMO EL VIENTO!

Pero el pequeño, distraído y fanfarrón, no se dio cuenta de que Elliot ya había retomado el pulso de la carrera y estaba por alcanzarle una vez más. El niño dio un salto hacia la escalera que llevaba al segundo piso y, exasperado, como si aquel último gesto le hubiese robado un respiro, se lanzó torpemente a subir a la segunda planta. Elliot volvió a quedar en desventaja, pero rápidamente se dio la vuelta y corrió en dirección a la escalera, a la cual se montó con dificultad y dio zancadas de dos en dos hasta llegar finalmente al segundo piso. La gente gritaba escandalizada, pero Elliot no tenía tiempo para darse cuenta de lo que ocurría a su alrededor.

Arriba los balcones estaban abarrotados de gente, pero ubicar al marinerito no fue difícil; éste iba corriendo en dirección hacia una parte abierta, despejada, que daba hacia las gradas exteriores. Elliot tomó un respiro y se lanzó a correr nuevamente. La gente del segundo piso se sumó al escándalo que ya traían las de abajo, y sumado a la adrenalina de la carrera, el corazón de Elliot dio un vuelco cuando escuchó a los guardias de seguridad del recinto venían corriendo desde el piso de abajo. No le quedaba mucho tiempo para atrapar la carta.

Cuando los guardias ya estaban en el segundo piso, Elliot acababa de salir a las gradas; el pequeño estaba escurriéndose por detrás de los asientos, agachándose para ir gateando y esconderse debajo de alguien. Elliot apuró el paso y llegó hasta él. El niño era mucho más lento gateando que lo que era corriendo. Justo cuando el pequeño pensó que se había salido con la suya al agarrar algo que reposaba impaciente en el suelo con sus manos, sintió la mano de Elliot halándolo por una de sus piernas y trayéndolo consigo.

—¡Te tengo! —gritaron Elliot y el niño al mismo tiempo.

El niño acaba de agarrar algo, y Elliot acababa de agarrarlo a él. La gente alrededor observaba a Elliot escandalizada. Cuando Elliot haló al niño hacía él para ponerlo de frente, éste estaba riéndose a carcajadas, sosteniendo una carta como la de Paerbeatus en sus manos.

—¡NOS VEMOS, IMBÉCIL! —le gritó a Elliot en la cara, mojándolo con saliva.

Lo último que alcanzó a ver Elliot fue la mano del pequeño haciéndole un gesto vulgar justo en frente de sus ojos tras desaparecer en un resplandor morado que por poco lo deja ciego. Cuando los ojos le dejaron de arder, Paerbeatus ya estaba a su lado. El personal de seguridad estaba buscándolo en las gradas.

—Ay no. ¡Ya se fue! Ya no siento su presencia por ninguna parte —se lamentó Paerbeatus.

Los guardias encontraron a Elliot agachado bajo las gradas por indicaciones de los espectadores escandalizados.

—¡Ya está bueno, mocoso! ¡TE VAS DE AQUÍ!

Y con actitud amenazante, le fueron acompañando hasta la salida. Por el recorrido de regreso a la puerta principal, Elliot pudo notar el desastre que había hecho en la carrera sin darse cuenta. Incluso había tumbado a un camarero que llevaba una tanda de cervezas, desparramándolas por el suelo. Iba escuchando las murmuraciones de la gente al ir caminando en dirección a la salida. La gente lo veía por el rabillo del ojo, y se alejaban discretamente de él cuando pasaban a su lado. Elliot nunca se había sentido tan avergonzado en su vida.

─ ∞ ─

Eran las cinco de la tarde. Elliot y Paerbeatus ya estaban embarcados en su viaje de vuelta al Instituto. Durante todo el viaje no había dicho una sola palabra. Paerbeatus, al ver que el chico estaba de un pésimo humor, dejó de insistir apenas salieron de Poole y desde entonces había permanecido encerrado en su carta sin decir nada más. Horas más tarde, cuando llegaron a la puerta de entrada, el señor Sergio estaba roncando a todo lo quedaban sus pulmones. Elliot, entre fastidiado y apenado, lo despertó.

—Siento mucho molestarlo, señor Sergio, pero...

El hombre lo interrumpió con un movimiento de sus grandes manos, mientras con la otra se cubría la boca para soltar un largo bostezo.

—No tienes que preocuparte por nada chico, y mucho menos darme explicaciones. Yo entiendo que a tu edad el tiempo vuela cuando uno se está divirtiendo con una pollita cariñosa —dijo el guardián guiñando un ojo cómplice—. ¡Ya sabía yo que un chico de tu edad sólo madruga para encontrarse con una pollita! ¿Y bien? ¡¿Segunda base al menos?! —preguntó el hombre mientras sonreía.

—Bueno yo —Elliot balbuceó incomodado sin saber muy bien que decir.

—¡JAJAJAJAJA! Disculpa mi imprudencia, muchacho, si tú la pasaste bien, yo quedo contento. Y por la hora ni te preocupes. En lo que respecta al inmaculado Instituto, tú estás en el castillo desde las 9 pm, una hora antes del toque de queda, así que todo cubierto.

El hombre tomó un manojo de llaves de un perchero y se dirigió al costado de la entrada principal. Allí, casi escondida detrás de una enredadera muy tupida, había una pesada puerta de metal. El hombre metió una de las llaves casi sin ver y abrió la puerta para Elliot.

—Listo muchacho, ya puedes entrar al castillo. Sólo recuerda tener cuidado con los celadores. Esos pendejos no entienden ni un poquito del ímpetu o las urgencias de los jóvenes.

—No se preocupe, señor Sergio y... muchas gracias.

—Ni lo menciones, muchacho. Y si necesitas algo más, algún consejo de hombre a hombre, siempre puedes venir a hablar conmigo y con gusto te ayudaré, ¿vale? —le dijo el hombre mientras Elliot pasaba a su lado.

Con mucho cuidado, para evitar ser visto por los celadores nocturnos del castillo, Elliot se las arregló para llegar hasta su dormitorio sin que lo atraparan. A esa hora era obvio que Colombus iba a estar dormido profundamente y, en efecto, cuando abrió la puerta del dormitorio, su amigo ni se movió. Elliot se quitó la ropa sin prestarle mucha atención a lo que hacía y se metió debajo de las sabanas. Estaba tan cansado, que tocar la almohada con la cabeza fue lo único que hizo falta para que se quedara profundamente dormido. El viaje lo había agotado tanto que lo más seguro era que al día siguiente no se levantaría sino hasta el mediodía. O eso creía él. A las siete de la mañana sintió cómo una mano le zarandeaba el cuerpo.

—Viejo, despierta, acuérdate que hoy tenemos que ponernos a hacer el ensayo del viaje a Almería —decía Colombus.

—¡Mmmmm! —gruñó Elliot bajo la sabana—. No me interesa, déjame dormir. Estoy muy cansado. Lo hago mañana.

—Bueno, sí, claro, eso serviría, si el ensayo no fuese para mañana a primera hora y la redacción no fuese a ser supervisada por Madame Gertrude en la biblioteca el día de hoy —le dijo su amigo con sarcasmo.

Elliot sabía que hacer el ensayo no le tomaría más de tres horas cuando mucho, pero también sabía que Madame Gertrude era capaz de venir en persona a sacarlo de la cama si no se presentaba en la biblioteca como estaba previsto para aquel día. Así que, de una manera u otra, tendría que bajar temprano, y prefería hacerlo sin tener que escuchar las quejas y los regaños de la mujer.

—Mátame, Colombus, por favor. Mátame ahora mismo...

Elliot se cubrió el rostro con una de las almohadas, resignado a no poder escapar de las garras de Paerbeatus, el marinerito del galgódromo, o de la Titán Gertrude. Se sentía como el fin de sus días...

Mátame...

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen2U.Pro