Capítulo 59: Los muros del silencio

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La situación era desastrosa a más no poder. Madeleine seguía sin despertar, Colombus estaba hecho un mar de nervios, Jean Pierre no dejaba de aferrarse a la cabeza inconsciente de Mady, y Delmy, por su parte, no apartaba la mirada de la puerta ni por un segundo.

Habían pasado apenas un par de minutos desde que habían logrado escapar del demonio; la puerta de la habitación embrujada resonaba cada tanto, sobresaltándolos a todos. Si bien parecía que el peligro había pasado, ninguno podía dejar de ver al otro con una mirada de pánico total, de confusión, de miedo. Mady reposaba desmayada en los brazos de Jean Pierre. Él seguía en shock, como si su cuerpo no pudiera reaccionar para otra cosa que no fuera tenerla a ella en sus brazos.

—Yo... y-yo —balbuceaba Colombus—, yo no... ¿estamos seguros que no e-estamos soñando?

Elliot veía a su mejor amigo con preocupación y pena porque el chico estaba evidentemente perturbado, y no dejaba de pellizcarse las muñecas inconscientemente. Él jamás quiso que las cosas escalaran al punto de asustar tanto a sus seres queridos, pero ahí estaban todos...

«La magia no es un juego, y ya era de que ella lo supiera...», recordó que había dicho Delmy minutos atrás. Elliot quiso rebatir el pensamiento, y en parte lo hizo, pero tampoco podía quitarle la razón del todo a su amiga brasileña.

¿Por qué Mady había estado tan insistente últimamente con los asuntos paranormales?, se preguntaba el chico una y otra vez, tratando de encontrar en la respuesta a esa pregunta un atisbo de entendimiento para la situación. Para Elliot las cosas se habían descontrolado como nunca antes nada lo había hecho, y esa certeza, lo tenía abrumado.

Con todo lo ocurrido era imposible darle marcha atrás al que sus amigos se enteraran por fin, y de la peor manera posible, de la existencia de la magia. Ver cómo Colombus apenas se mantenía en pie del miedo, cómo Jean Pierre no decía palabra alguna, y que tal como lo había dicho Delmy, tan solo un error habría bastado para que todos murieran a manos del demonio del Evergarden Babylon, era algo que le hacía querer esforzarse aún más por todos y cada uno de ellos; no solo por sus amigos espirituales, sino también por los de carne y hueso...

—Todo va a estar bien —dijo Elliot con voz grave al final mirando a Colombus a los ojos para tratar de calmarlo.

Incluso quizá para calmarse a sí mismo. Y aunque tampoco podía ver a sus amigos con serenidad en la mirada, quería imprimir al menos algo de confianza, o de ímpetu, en sus palabras; lo que fuera para reconfortarlos y mantenerlos en pie.

—M-mady... despierta, por favor —jadeó Jean Pierre de pronto, pronunciando una palabra por primera vez en varios minutos—. Tienes que... d-despertar. Está respirando —subió su mirada al resto, preocupado—, no ha dejado de respirar, pero...

—Todo va a estar bien, Jean Pierre. Confía en mí. Te lo prometo —Elliot trató de calmarlo.

—Elliot —contestó su amigo rubio al sentirlo acercándose.

Los cabellos largos y rojos de Mady se arremolinaban en el suelo. Elliot buscó ayudar a Pierre con el peso. Colombus hizo lo mismo al instante.

—Allí viene Marcel —anunció Delmy nerviosa al ver al botones aparecer en las escaleras a toda carrera con un botiquín de primeros auxilios entre las manos.

—¿Cómo sigue? —preguntó jadeando mientras se dejaba caer junto a Mady y comenzaba a buscar algo dentro del maletín rojo.

—Sigue dormida —comentó Delmy, esta vez llena de pena, y quizás culpa, por haber sido tan dura con Mady antes.

—¿Se va a morir?

La pregunta de Jean Pierre en voz alta fue como un grito para todos, y el hecho de que el chico estuviera llorando, solo hacía que la incertidumbre fuese peor.

—Nadie se va a morir —negó Marcel tratando de reconfortarlos—. Nunca había visto algo como lo que ella hizo, pero... Solo debe de estar muy cansada.

—Solo se quedó sin baterías entonces —comentó Colombus en medio de una risa nerviosa para luego disculparse avergonzado—. D-disculpen...

Elliot le dio una mirada comprensiva a Colombus; quería hacerle saber que estaba bien tener miedo.

Los chicos vieron como Marcel mojaba un trozo de algodón en alcohol para luego pasarlo una y otra vez frente a la nariz de Madeleine.

—Vamos, cherrié, despierta —susurraba—. Abre los ojos. Vamos.

—Deberíamos pedir ayuda —dijo Elliot al ver que Mady no reaccionaba.

Colombus rápidamente asintió con nerviosismo para luego negar en medio de un ataque de pánico.

—Nos van a llevar a todos a un manicomio —protestó—. ¡¿Cómo vamos a explicar lo que pasó?!

—¿Pero...? ¿Explicar? ¿A quién? —preguntó Jean Pierre por su parte desesperado—. Yo... yo...

Delmy se dirigió con prisa y algo de afecto:

—Blandor, Colombus cálmense —exigió—. Todo va a estar bien. Quizás sea la primera vez que ustedes ven algo así, pero no es la primera para mí —mintió; lo cierto es que Delmy estaba casi igual de aterrada que ellos, pero...

«No estás sola, ¡cuándo lo entenderás...!», eran siempre las palabras de Elliot. «Tus amigos cuidan de ti, y tú cuidas de ellos...». Y al recordarlo, algo en su interior se llenó de calor; como una sensación invitándola a no tener miedo, incluso aunque el mundo fuera un lugar aterrador...

Quizás por primera vez Delmy quería que alguien que no fuera un miembro de su familia, o Elliot, en cualquier caso, estuviera bien; y por eso mintió, y aunque las mentiras deberían ser causa de desagrado o de culpa, en su caso lo fue de una extraña satisfacción, más para sí misma que hacia los demás. Por primera vez estaba con amigos y podía sentir algo en su interior, un latido o algo, lo que fuera, en fin, una sensación al respecto...

—¿Entonces? —preguntó Jean Pierre asustado pero un poco más calmado—. ¿Qué hacemos? ¿Qué se hace en una situación así...?

Parecía que el chico quería evitar a toda costa mencionar la naturaleza de lo ocurrido, pero... él también sabía, al igual que todos, que pronto sería hora de afrontar la realidad del mundo, y especialmente, de sus sombras, y de los recovecos, anteriormente insignificantes, de los cuáles siempre presumió desconocer.

—Yo no sé a quién puedo pedirle ayuda en New Orleans, pero creo que... —Delmy fijó sus ojos en Marcel, quien le devolvió la mirada.

Luego de un par de segundos tensos entre Delmy y Marcel y en el que nadie apartaba la vista de ellos, Marcel terminó por soltar un suspiro resignado:

—Voy a terminar metido en problemas, pero supongo que no hay otra opción —dijo al final mientras recogía las cosas del botiquín—. Eso claro si están dispuestos a confiar en mí y en lo que puede hacer mi familia.

«El Aquelarre...», pensaron tanto Elliot como Delmy. Ella receló, pero finalmente accedió. Elliot solo tenía ganas de encontrar una solución.

—Eso no importa en este momento —añadió ella—. Si lo que dijiste en el cementerio es verdad, tu familia sabe más de estás cosas y está más cerca que la mía y... y lo que importa es que podamos ayudar a Madeleine.

—Cerca, pff —exclamó Marcel con ironía—. Como si esa palabra significara algo para alguien del Conservatorio...

Ahora sí, el botones sonrió con afabilidad y confianza:

—Para ser una más de esos bastardos, no eres tan estirada como pensé.

Delmy, aunque contrariada, respiró algo aliviada igual que los demás.

—¡JA! —Paerbeatus apareció de golpe—. ¡YA SABÍA YO que no era el único que veía tu VERDADERA FORMA ESTIRADA, niña fresca! ¡Si hasta cuando pasas por un espejo te veo igual que un jirafa...!

Elliot sonrió, pero intervino rápidamente y con cariño:

—Ahora no es un buen momento, Parby, vuelve con los demás, por favor —le pidió al espíritu y este desapareció, no sin antes mostrarle la lengua a Delmy, quien le respondió con el mismo gesto—. Dinos qué debemos hacer por favor —dijo Elliot a Marcel.

—Bien, tengo una tía abuela que quizá pueda ayudarnos. Es la persona con más magia que conozco, y es una miembro muy importante del Aquelarre de New Orleans, así que si ella no puede, de seguro conocerá a alguien que sí —comentó el botones mientras revisaba la pantalla de su teléfono—. Pero primero debemos encontrar la manera de salir del hotel y llegar hasta su tienda sin que nadie nos vea.

—Aunque no me lo vayan a creer, en este momento me habría gustado que mejor pasáramos el día en un lugar tranquilo... como la biblioteca —se quejó Colombus.

—¿Tienes algún plan? —preguntó Elliot mientras colocaba una de sus manos sobre el hombro de Bus para calmarlo.

Marcel asintió con prisa.

—Se supone que yo debería estar comenzando mi turno —dijo el botones—. Pero ya le estoy escribiendo a un amigo para que me cubra y me preste su carro. Está saliendo justo ahora.

—¿Y se supone que carguemos a Mady medio muerta escaleras abajo? —intervino Colombus—. Claro... La discreción como que no es nuestro fuerte.

Jean Pierre no dejaba de ver a Mady con absoluta preocupación, asustado de perderla y no poder recuperarla, incluso aunque fuera solo a un sueño eterno como una bella durmiente.

—Por supuesto que no, chico gordo —se rió Marcel caminando hasta una puerta semioculta en el descansillo de las escaleras—. Usaremos el ascensor de servicio para los empleados.

Acto seguido Marcel les mostró la pequeña llave del ascensor antes de meterla en la ranura y activar el sistema.

—Voy a bajar a lavandería para buscar un carrito y unas sábanas, ustedes quédense aquí. Si algún huésped pasa, que no lo creo, solo digan que andaban de fiesta o algo así...

—Gracias —dijo Pierre de inmediato, sorprendiéndolos a todos—. Gracias... de verdad.

El chico haitiano volteó a verlo con seriedad, pero, sin necesidad de decir algo, solo bajando la cabeza en señal de aprobación, Jean Pierre entendió que los dos estaban en paz.

—Ya vuelvo...

—Le perdono lo de gordo porque me salvó la vida —farfulló Colombus ahora que estaba solo con sus amigos.

Tanto Elliot como Delmy se rieron del comentario, e incluso Jean Pierre sonrió ante la ocurrencia del chico.

—Rousseau no puede enterarse de nada de esto —añadió Elliot con voz cautelosa al final, aprovechando un poco el momento de calma.

—Cierto —secundó Delmy de inmediato—. Pase lo que pase, debemos evitar a cualquiera relacionado con O.R.U.S...

—¡¿Rousseau está en O.R.U.S.?! —preguntó Colombus sorprendido.

—Ujum —asintió Elliot—. ¿Te acuerdas del día de mi cumpleaños? ¿Cuándo me quedé dormido en la Tour du Ciel?

—Sí, lo recuerdo, ¿qué pasa con eso?

—Pues, desde entonces supe que Rousseau está en O.R.U.S., y que vigila todo lo que tenga que ver con cosas raras en el castillo —dijo el chico—. Y no solo Rousseau, también el nuevo director, la Madame, y apostaría cualquier cosa a que la nueva profesora, Mirna Castillo, también está al tanto de todo.

—¿La titán Gertrude también? —el rostro de Colombus era de total incredulidad—. ¡Mierda!

—¿Y qué hay del resto de profesores? —quiso saber Jean Pierre—. ¿Y los alumnos? ¿Saben otros alumnos de todo... esto?

Jean Pierre todavía se negaba rotundamente a usar la palabra magia.

—No sé si todos los profesores lo sepan, pero creo que no —contestó Elliot—. Pero estoy seguro de que todos los alumnos de la Sección Inmaculada saben de la existencia de las cosas paranormales.

—¿Y el CLAP? —quiso saber Colombus.

—No lo creo —respondió Elliot con una sonrisa.

Los chicos escucharon como el ascensor anunciaba la llegada de Marcel nuevamente.

—Rectifico —dijo Colombus—. Mejor me hubiera quedado durmiendo todo el día.

—¿Están listos? —preguntó el botones mientras arrastraba un carrito de transportar ropa y comenzaba a sacar unas sábanas blancas de él—. Ya tengo todo arreglado. Mi amigo nos va a esperar con el carro en marcha junto a la puerta de servicio. Solo tenemos un par de minutos, así que ayúdenme a envolverla.

Todos se pusieron manos a la obra, con mucho cuidado de no lastimar a Madeleine, para cubrirla con las sábanas.

—No te preocupes, Mady —le susurró Jean Pierre a la chica antes de cubrirle la cara para meterla en el carrito—. Te prometo que te voy a salvar.

Sus labios fueron un beso fugaz sobre la frente de Mady, cosa que ella nunca sintió, para pesar de su amigo. Cinco minutos más tarde, todos iban en el vehículo conducido por Marcel: un Chevette destartalado cuyo equipo de sonido reproducía canciones de Led Zeppelin. Madeleine, aún desmayada, reposaba de las piernas de sus amigos, rumbo a un destino incierto y sombrío.

─ ∞ ─

Rousseau reposaba distraídamente de la pared mientras esperaba al encuentro de la profesora. Mientras tanto, a la vez que sus pensamientos desfiguraban el entorno, sus ojos escudriñaban una reproducción litográfica del famoso Pornokratès; una copia errante más que colgaba satírica en la pared. Estaba en el piso ocho del Evergarden Babylon, entre las habitaciones de los huéspedes habituales, mismas que no habían sido reservadas para uso del Instituto Saint-Claire.

Para un hombre como él, la historia impregnada en el simbolismo casi irrisorio de la pintura era más como una parodia grotesca de sus recuerdos más amargos y de sus culpas. En una descripción sincera de la imagen, Rousseau veía más que una cortesana desnuda guiando un cerdo, caminando con soberbia sobre un piso de mármol sostenido por las bellas artes humanizadas e indignadas, en presencia de querubines que sufrían mientras se alejaban volando.

Louis Rosseau, quien desde hacía décadas manejaba secretos, contratos y tesoros del Ala Francesa de la Vanguardia —entre otros cuerpos secretos de O.R.U.S—, y quien era el custodio de mayor confianza para los intereses de la Junta Directiva del Instituto en el afán de preservar a Saint-Claire como el instituto educativo principal de los futuros herederos del Conglomerado, sabía bien que en ocasiones la ironía puede ser fuerza de resistencia y en otras, puede llegar a ser fuerza de brutalidad desmedida, sobre todo, en tiempos de resistencia psicológica, espiritual, existencial por no decir menos.

A veces, Rousseau pensaba en como una pequeña memoria hace más que solo recordarnos cuál es nuestro lugar en el mundo, sobre todo si nuestros ojos no son los que definen dicha realidad. En ocasiones Rousseau también creía que un recordatorio podía ser también una burla, una broma de confianza abusiva, una imposición eterna de tres amores, amores antiguos —en palabras del autor de dicho retrato frente a sus ojos—, tal como lo eran los tres amores imperdonables del actual director del Instituto Inmaculado de las Artes Antoinne Saint-Claire y de los que él era plenamente consciente aunque no pudiera hacer nada.

«El tabaco, el juego, y la carne más tierna...».

Y es que había una razón por la que el Evergarden Babylon había sido un nombre más en la lista de lugares posibles para el viaje, junto a todos ellos con los que tenía algo en común. «Pasados que nunca se pueden borrar», pensó Rousseau, a la vez que reparó en el gesto de la mujer que guiaba —o era guiada, según algunos—, por el cerdo de la pintura. Sin embargo, según el viejo Lou, las formas en las que el pasado deja sus marcas varían mucho, y hay veces, quizás por destino o coincidencia, en las que el pasado, en otra más de sus variaciones, puede ser también un arma o un escudo contra las amenazas del futuro...

—9:04 pm. ¿A tiempo?

Los pasos dejaron de sonar en el pasillo. Los dos estaban en una esquina apartada, donde apenas alcanzaban a verse desde las escaleras.

—Lo suficiente, señorita Castillo —contestó Rousseau—. El itinerario está apretado, así que aprovechemos el tiempo.

Mirna sonrió.

—Escuché que las cosas están turbias en el castillo.

El viejo Lou sacudió la cabeza con pesar, como si le desagradara el comentario pero no lo suficiente como para ser algo más que una molestia insignificante y pasajera.

—Así es —asintió—. Pero Monroe aún no me dice qué tanto. Al parecer la muerte del joven Gil trajo consecuencias inesperadas.

—Bueno, fuego con fuego... —comentó la nueva profesora con un dejo de ironía, sugiriendo apenas sus palabras.

El profesor suspiró.

—Qué más podía suceder —añadió irritado, con sutileza, aún manteniendo la calma—. Los dos sabemos que el trágico final del muchacho era algo imposible de evitar. Lo que verdaderamente me sorprende de todo es que Elizabeth haya sido quien, voluntariamente, realizara la investigación por su propia cuenta, que haya sido capaz rastrear las conexiones de Tate con otros miembros de la conspiración, y que, en vez de notificarme a mí o a Monroe, haya decidido hacer justicia por mano propia.

—Con un maestro como tú y una pupila como ella, era evidente que los resultados serían difíciles de prever.

Rousseau miró fijamente a la profesora Castillo con su usual sonrisa estática y atenta. Ella entendió el gesto y retrocedió un poco en un movimiento paciente y conciliador.

—Sospecho que hay algo que estamos pasando por alto —continuó el profesor—. Es de conocimiento público, al menos para nuestra esfera en el castillo, que Elizabeth mantiene, o mantenía al menos, relaciones sexuales con el Director Monroe. No sé si la Junta tomó la mejor decisión, al menos para lo que ya estaba previsto. Mi miedo recae sobre la posibilidad de que un quiebre de la confianza entre ambos represente también un quiebre en la confianza que siente Lizzie por O.R.U.S, y que todo el trabajo que he hecho con ella desde que es una niña se pierda...

—Tú y tus problemas de primer mundo —se burló Mirna—. De cualquier manera, los dos sabemos que la hija predilecta de los Grimm está un poco trastornada, por no decir que es un caso perdido, y que terminará siendo otra de las prescindibles...

Rosseau fijó su mirada con temple sobre la profesora, insistiéndole con la mirada:

—Por favor, profesora Castillo, no hable así —advirtió el director de los Apollinaire con prudencia, como era costumbre en él—. No sugiera estas cosas de Elizabeth. A pesar de todo, ella se ha vuelto.... especial.... para mí. Y usted sabe que lograré hacerla rectificar, Sra. Mirna. Haré lo que sea para que no peligre su relación con O.R.U.S, y por ende, con todo lo que ya está previsto...

La profesora entornó los ojos, incapaz de esconder su frustración. Rousseau se dio cuenta, pero lo ignoró. Tan solo continuó hablando:

—Vigilar al Director del Instituto no es tarea fácil, y tratándose de alguien como Scott Monroe, mucho menos. Puedo asegurar que sus gustos tan particulares, de ciencia cierta para las personas como nosotros, son incompatibles con los de Elizabeth Grimm, y además, hay que sumar el hecho de que, al igual que usted, profesora, Lizzie tiene un desdén muy arraigado por las cosas que amenazan a las... pequeñas criaturas. Su hermana es su punto débil, y en parte, ha sido su instinto de protección por ella lo que más ha cimentado la radicalización de su espíritu. Monroe, por su parte, es un buen manipulador de las emociones, especialmente jóvenes. Además, él conoce las debilidades de Elizabeth a la perfección porque es un amigo íntimo de la familia Grimm, y, quizás no sea nada, o quizás es estoy un poco paranoico, pero, aun cuando podría estar equivocado, tengo la sospecha de que es su influencia lo que ha estado presionando a Elizabeth para hacerla cruzar límites que ni siquiera ella sabía que tenía. Si es así, no sé realmente cómo lo ha hecho, y lamento que por ello este haya sido el resultado de... bueno, ya sabe, de todo este desastre. Digamos que, a diferencia de algunos de mis colegas, siento personalmente que ninguno de estos chicos puede considerarse realmente como prescindible.

La profesora, por primera vez en lo que iba de conversación, sonrió con algo de coquetería y complicidad.

—Sí que eres de la vieja escuela —matizó con zalamería—. Un caballero como los que ya no hay. Ciertamente, Rousseau, trabajar con usted ha sido una experiencia... entretenida.

La mujer acarició el hombro del profesor con dulzura, a la vez que daba un paso hacia atrás, y le sostenía la mirada. Él le sonreía discretamente desde el costado.

—Espero que al final los dos podamos decir lo mismo —contestó el viejo Lou, remarcando un poco de distancia en su respuesta, dejando claro su falta de interés en la proposición de manera más tácita que directa.

Ella asintió ignorándolo, y siguió con el tema.

—Supongo, ya veremos cómo va. De momento debe controlar a Monroe, a Elizabeth, y por lo que informó Monsieur Kuba, debe hallar una forma de resolver todo este tema de Tate. No podemos darnos el lujo de que una furia entorpezca nuestros planes.

Rousseau pareció sorprenderse más de la cuenta con el comentario:

—¿Tan grave es la situación?

—Sí, lo es. Y por supuesto, también está el tema de...

De pronto, los pasos de alguien más acercándose desde el pasillo los hicieron guardar silencio; así fue hasta que la silueta de Madame Gertrude se asomó y los alcanzó, interrumpiendo el silencio incómodo con un comentario que producía más tensión que calma:

—Elliot Arcana y sus amigos acaban de salir del edificio. Se dirigen a una dirección desconocida de la ciudad acompañados por un empleado del hotel, en un vehículo azul, cuatro puertas, algo viejo. La alumna Madeleine Soulevant iba desmayada, cargada por los alumnos Jean Pierre Blandor y Colombus Cretu, tras haberla transportado en un carrito de la lavandería del hotel. Delmy Narasimha también iba con ellos...

El rostro de la Madame era tan exasperado como preocupado. En sus ojos se podía ver con claridad el amor que sentía por sus estudiantes, y el miedo que tenía porque a estos les parece algo.

—¿Venían de la habitación clausurada del piso 12?

—Así es —gimió la Madame.

Rousseau suspiró con paciencia y alivio a la vez. La profesora Mirna Castillo lo observaba con interés, y, mientras tanto, la Madame no dejaba de acomodarse su cabello corto para calmar los nervios.

—Así que mordió el anzuelo, perfecto —contestó él.

Fue todo lo que dijo a primeras.

—¿P-p...? ¿Perfecto? —preguntó la Madame sorprendida.

—Sí, Gertrude —insistió el viejo Lou—. Un día de estos, Elliot aprenderá de una vez por todas. Quizás tomará la decisión correcta, o quizás tomará la decisión impulsiva. Como sea, esperemos que estos riesgos voluntarios le estén enseñando algo. Hace semanas que dejó de parecerme correcto subestimarlo. Por alguna razón sigue vivo, ¿no es así?

—Pero, ¡Lou! ¡¿Cómo.... puedes decir esto?!

—Porque el chico no escucha, Gertrude —contestó el profesor con voz seca—. Y si no quiere aprender con palabras, tendrá que hacerlo a punta de golpes y caídas...

Tras decir aquello, volteó su mirada hacia Mirna, quien sonreía despreocupada y algo ajena a la novedad.

—Catorce años —le dijo el profesor, quizás con amargura, quizás con resignación.

—Yo empecé a los nueve —ironizó la profesora—. Cuando el mundo te reclama, no puedes hacer mucho más... No tiene caso seguir demorándolo.

—¡Pudo haber muerto! —La Madame insistió en su preocupación, alzando la voz un poco—: ¡Estamos hablando de un demonio!

Rousseau sonrió con tristeza, a la vez que volteaba a ver a Mirna y dejaba el comentario de la Madame Gertrude en el aire, sin responder.

—Será que tiene razón, profesora —dijo a Mirna—. Llámeme sentimental...

Aquello fue demasiado estrés para una noche. Al ver la reacción del viejo Lou, la Madame se retiró de inmediato sin poder esconder su indignación, despojada de toda posibilidad de ayudar a los alumnos. El profesor intentó hacerla quedarse, girándose y acercándose en su dirección para disculparse, pero ella fue más rápida, alejándose, e insistiendo con su malestar. El tenso silencio volvió, sumando un deseo a los que quedaban atrás para terminar el encuentro. Una vez más, Rousseau y Castillo estaban a solas en el pasillo.

—Tenía la carta, ¿verdad? —preguntó él.

—Eso creo —dijo ella—. Hace dos noches estaba escondiendo algo en el bolsillo de su chaqueta. Probablemente fuera la carta...

Rousseau sonrió con discreción, y le dedicó una mirada atenta a la profesora Castillo, tomando naturalmente la distancia que toman todos los que comienzan a decir adiós, para luego arrepentirse y terminar acercándose a la mujer que lo estudiaba detrás de una sonrisa...

—Como ya le dije —insistió Rousseau, acercándose hasta poder susurrarle al oído a modo de despedida—: será que tiene razón, profesora...

─ ∞ ─

Cuando el carro se detuvo en medio de un callejón oscuro y maloliente, Elliot y sus amigos no supieron qué pensar. Jean Pierre no dejaba de mover la cabeza de un lado al otro con aprensión. Sin darse cuenta se había aferrado al cuerpo inerte de Madeleine con más fuerza, como si temiera que alguien se la pudiera arrancar de las manos.

—¿Ya llegamos? —se atrevió a preguntar Colombus con algo de duda y miedo en la voz.

—Definitivamente ya llegamos —dijo Delmy a secas—. Prepárense para tener pesadillas...

Sus ojos oscuros se transformaron en dos pequeñas estrellas plateadas. Todos la voltearon a ver incrédulos. En su cabeza, el pensamiento de «la armonía está llorando» era lo único que la movía, y así, estoica y reducida, cubierta por sus sentidos, le fue imposible no ponerse a la defensiva.

—Si me querías asustar, pues, te advierto que estoy a punto de cagarme en los pantalones, Delmy, y no lo estoy diciendo en sentido figurado —reclamó Colombus con demasiado pavor como para poder hacer uso del sarcasmo apropiadamente—. No bromees con esto.

—No lo estoy haciendo —contestó ella volteando a verlo con una mirada seria.

—Allí está la puerta trasera de la tienda —intervino Marcel señalando una puerta incrustada en la pared de ladrillo—. Me disculpo si el callejón trasero del local no es del agrado de los niños ricos, pero no teníamos opción. Si entramos por la puerta principal al otro lado de la cuadra llamaremos mucho la atención. La belle fille sigue desmayada, después de todo...

Elliot quiso hacer de mediador en la ocasión, aunque a él tampoco le agradaba mucho la atmósfera del lugar. Sus sentidos, algo despiertos después de tantas aventuras, le advertían que estaban en un sitio ambiguo, peligroso, nada común:

—Lo importante ahora es ayudar a Mady.

Todos parecían de acuerdo.

—Mamma Devereux nos está esperando, vamos. Ella nos dirá qué está pasando aquí.

Con mucho cuidado, entre todos sacaron el cuerpo inerte de Madeleine del carro y lo llevaron hasta la puerta, desde donde Delmy sujetó una puerta metálica y algo roída que se abrió al llamado de Marcel. La chica brasileña la extendió tan amplio como pudo para que todos pudieran pasar rápidamente con comodidad, pero era pesada. Una vez con todos adentro, la misma se cerró lentamente, dejando caer todo su peso en hierro sobre el marco que la sostenía. El sonido hizo que Colombus soltara un gritico.

Era un local bastante grande y para sorpresa de todos, pero más para Colombus y Jean Pierre, no parecía una guarida lúgubre y oscura a simple vista, con cuerpos de animales sin cabezas colgando del techo, ni partes mutiladas de humanos, o fetos abortados en frascos de vidrio en las estanterías, ni tan siquiera signos satánicos regados por cual pared que alguien pudiera observar con detalle. Todo lo contrario, la tienda estaba perfectamente iluminada con lámparas modernas de luz blanca, cómodos sofás de cueron negro a juego con las mesitas de café sobre las que descansaban jarras de agua y bolsas de té selladas, así como revistas de moda, farándula, diarios médicos y científicos, pero también, claro, de astrología y artes ocultistas.

Era difícil reconocer a qué editoriales pertenecían algunas de ellas, y si Elliot hubiera tenido que adivinar, habría dicho que las desconocidas eran impresas por empresas fantasma —o secretas, para hacer uso de una palabra menos siniestra—, que seguramente pertenecían a magos y brujos que operaban tras la sombra del día a día, como ya había descubierto que lo hacían los magos del Conservatorio. A simple vista, el local parecía más una tienda de perfumes, souvenirs y objetos decorativos, que un mercado de artículos de magia negra. Todos rápidamente colocaron a Mady sobre uno de los sofás, y se pusieron algo cómodos, mientras esperaban a que la tía-abuela de Marcel apareciera...

—¡Cachorro, ¿en dónde estamos?! —preguntó Paerbeatus apareciéndose algo alebrestado a su alrededor—. Aquí huele muy feo, como a... —el espíritu sorbió con la nariz para aspirar mejor el aroma del local—: ¡emmm, torta de pulpo con huevos en salsa de avestruz pedorro! ¡Ya sabes... olor a prohibición!

—El Loco tiene razón, anciano —sugirió Iudicium a su vez, también asomándose desde su carta—. Este lugar es muy peligroso....

Sí, pero —contestó Elliot mentalmente—, no tenemos otra alt....

De pronto, una mujer risueña apareció tras una cortina de cuentas, y los saludó con un gesto de su mano izquierda. Al ver que todos tenían caras muy serias, les dedicó unas palabras de bienvenida:

—No pongan esa cara, mes amours —comentó con despreocupación—. Les prometo que Mamma Devereux les dará un buen show. Eso claro, si está en mis manos ayudarlos, y en las suyas el pagar por esa ayuda...

Jean Pierre se apresuró en hablar:

—El dinero no es problema, solo... ¡por favor, ayude a Madeleine! —dijo casi gritando, sin haber podido contener apropiadamente su preocupación—. ¡Sálvela, por favor! ¡Sea lo que sea que tenga!

La mujer, quien de inmediato le dio una vista de pies a cabeza al chico rubio, llevaba un gran afro negro enmarcando sus fuertes facciones de ojos grandes y sus labios gruesos pintados de rojo. Debía tener al menos la misma edad que Madame Gertrude, pero, aun así, poseía una vitalidad impropia de la edad, que la hacía lucir a primer vistazo como una mujer en sus treinta y tantos, o cuarenta a lo mucho. Esa era Mamma Devereux, la supuesta descendiente de Marie Laveau, según palabras del mismo Marcel, quien podría, quizás, ayudarlos a salvar a Madeleine. Iba vestida completamente de blanco y, de su cuello, pendía un collar hecho de huesos de animal con el cráneo de una serpiente como dije.

—Primero déjenme ver a la niña maldita. Después hablamos de negocios...

Aunque todos se asustaron con la palabra, antes de que nadie pudiera hacer o decir nada más, Jean Pierre alzó la voz en protesta:

—¡MADELEINE NO ESTÁ MALDITA! —gritó desesperado y con los ojos llenos de rabia.

—Tía-abuela, no...

—Silencio, Marcel —ordenó la mujer.

De pronto todos estaban aterrorizados. Con sus manos, la bruja imitó la boca de un ganzo cerrándose, y como por arte de magia, el chico también cerró la boca de golpe. Quizás fue coincidencia, quizás fue miedo, o quizás fue una compulsión inevitable a causa de su poder. Todos permanecieron en silencio; lo único que se escuchaba era la respiración exasperada de Jean Pierre. De pronto, los ojos negros de la mujer se pintaron de rojo, y el aura del lugar se volvió muy opresiva:

—Si vuelves a tener el descaro de levantarme la voz como lo acabas de hacer —siseó la bruja en un francés caribeño mientras caminaba en dirección a los chicos—, te juro que lo próximo que vas a cagar será esa pequeña y escandalosa lengua rosada que tienes dentro de esa boquita tan linda... Jean Pierre Blandor Bouchard, nacido el 29 de julio de 2005, hijo de Jean-Claude y Barbara, hermano de Gerard y Emmanuel, y el último pobre hijo varón de los padres que querían una niña, y por ende sobreprotegido y adulado como todo un petit roi, malcriado y autoritario, pero cuyo poder y margen de maniobra en este mundo al que acabas de entrar es tan insignificante que apenas y tendrías la suerte de compararte con una cucaracha muerta de mezcla para realizar el más sencillo de los conjuros, porque, te guste o no, es apenas para eso que podrías servir en un establecimiento como este... y, espero, por caridad a tu propio bien, que te haya quedado lo suficientemente claro, petit cafard. ¿Te quedó claro?

Horrorizado y completamente inmóvil, Jean Pierre solo pudo abrir los ojos de par en par al escuchar toda esa información salir de la boca de aquella mujer de ojos rojos. Delmy y Elliot voltearon a verse encrispados y abrumados por lo trágica que estaba resultando la noche. Colombus, ya completamente superado por la situación, se puso finalmente a llorar en silencio, mientras luchaba por no soltar la mano de Mady desde su asiento en el sofá.

—Te hice una pregunta, mon chérie —insistió Mamma Devereux—. ¿Te quedó claro o tengo que repetirlo todo de nuevo?

Jean Pierre le sostuvo la mirada, derrotado y en shock, pero, aun así, consciente de todo:

—S-sí, seño-ñora —balbuceó a duras penas.

La respuesta pareció ser suficiente para la bruja, quien acto seguido abandonó su postura malévola y sonrió, y le pellizcó una mejilla con afecto.

—Eso pensé —concordó—. Ahora sí, Marcel me dijo que eran turistas, procedentes de... Francia —dijo mientras se volteaba a saludar a todos y remarcaba su desagrado por esa última palabra—. Pues, como sea, bienvenidos a la verdadera Nouvelle-Orléans, mes amours. Si se portan bien, la pasarán muy bien. Ahora, lleven la niña maldita a la parte de atrás de la tienda, y no toquen nada.

La mujer comenzó a caminar y todos comenzaron a cargar a Mady para seguirla, sin protestar y en completo silencio. Finalmente, tras varios pasos, Elliot se atrevió a hacer la pregunta cuya respuesta todos querían conocer:

—¿Cómo supo todo eso sobre Jean Pierre? ¿Marcel se lo dijo?

Mamma Devereux se rio coqueta mientras corría las mismas cortinas por las que había llegado al recibidor, dándole espacio a los chicos para que pudieran pasar a la trastienda. Incluso desde afuera, Colombus pudo darse cuenta de que esa parte de la tienda sí sería la recreación exacta de una de sus peores pesadillas.

—Marcel no tiene que decirme algo tan obvio, Elliot Arcana —contestó la bruja fijando sus ojos rojos en Elliot—. Sé perfectamente quienes son tú, Elliot Augustus Arcana Power, así como el maleducado insolente de Jean Pierre Blandor, el llorón de Colombus Cretu, y la niña amada por los dioses de Oriente, Delmy Narasimha, con sus lindos ojos plateados del Conservatorio. La verdad, me sorprende que te hayas atrevido a venir hasta acá, niña —dijo plasmando indignación en su voz—, teniendo en cuenta todo lo que tu familia le ha hecho a la mía. Ahora pongan a la niña maldita sobre el altar...

Aquello último fue una orden directa que dijo mientras tenía uno de sus dedos, con una larga y curva uña pintada de roja, estirado hacia un extraño montículo en medio de la habitación.

—Mi familia no le ha hecho nada a usted —contestó Delmy a la defensiva, aunque luego la prudencia le sugirió añadir una palabra más—: S-señora...

Mamma Devereux soltó una risita discreta, cínica, gutural.

—Quizás no directamente, pero el Conservatorio de Magos sí, y ustedes son muy fieles a sus viejas tradiciones, ¿o no? Lo que haga uno lo hará el otro, y bajo esa consigna han mancillado y humillado a miles como yo a lo largo de su asquerosa historia, colonialista e imperial.

—Se equivoca, pero de todos modos, yo no pertenezco al Conservatorio...

—¿Ah no? ¿Entonces eres una secular? —la interrumpió Mamma Devereux mirándola con atención—. Por favor, eso no te lo crees ni tú misma, niña.

—No, pero...

—No hay peros —la volvió a interrumpir la mujer—. No busques excusas, ni te mientas a ti misma, y mucho menos para intentar convencerme a de algo que es más que evidente. Solo hazme el favor de no olvidar que en Europa quizás tengan suficiente espacio como para creerse los amos y señores de todo, pero ni sus escondites ni sus reglas absurdas, ni mucho menos sus jerarquías, su burocracia, o su moral discriminatoria y salvaje, se aplican aquí. Esto es América, et dans l'Amerique nous sommes très livres, ma fille...

Delmy y Mamma Devereux se sostuvieron las miradas sin decirse nada. Era plateado contra rojo en una guerra silenciosa, hecho que Elliot sospechó ni siquiera tenía que ver con ellas, sino más bien con una historia oscura y secreta que desconocía.

Guardia en alto —le dijo mentalmente a Iudicium, quien asintió justo frente a él con un cabezazo.

Delmy entornó una mirada grave y se dirigió a sus amigos:

—Creo que haber venido aquí no fue muy buena idea, chicos —dijo tras varios segundos de silencio—. Creo que lo mejor será que nos vayamos.

Todos alzaron la voz al escucharla.

—¡¿Y qué va a pasar con Mady?! ¡No podemos dejarla así! —gimoteó Jean Pierre preocupado y desesperado.

—¡Santa María madre de Dios, ruega por nosotros pecadores...! —decía Colombus mientras cerraba sus ojos con fuerza y hacía un gesto de rezo con sus manos.

—Delmy, no creo que —intervino Elliot para tratar de calmar un poco las cosas, pero Mamma Devereux no lo dejó hablar.

—No seas tonta, niña, y deja de ser tan estirada —se burló la bruja—. Si tuviéramos un problema, no estaríamos todos aquí tratando de ayudar a esta pobre chica...

De inmediato, sin darle más largas, Mamma Devereux, se ubicó detrás de la cabeza de Madeleine y colocó sus manos gruesas sobre la frente blanca y fría de la chica.

—Mamma Devereux es una profesional, así que a menos que quieras poner en riesgo la vida de tu amiga, lo mejor será que se callen todos, y sí, me refiero a tí, gordo —dijo la bruja directamente a Colombus, quien de golpe se calló, tragó saliva, y bajó las manos asustado—, y así, finalmente, podré trabajar. Prende las velas, Marcel, rápido, sirve para algo.

El chico obedeció de inmediato a su tía-abuela y salió disparado como un resorte, encendiendo ceremonialmente cinco velas de cebo de vaca negra dispuestas en forma de pentágrama, repartidas todas en estantes de madera que yacían en las paredes de la habitación, y tras ello, Mamma Devereux cerró sus ojos, y se acomodó para chequear a Madeleine.

—Para responder a tu pregunta, Elliot Arcana —dijo manteniendo la postura recta y sus ojos cerrados, mientras sus manos daban vuelta una y otra vez sobre la cabeza de Madeleine—, no hay nada que los espíritus sepan que yo no sepa...

Si los ojos rojos de Mamma Devereux ya eran aterradores, ahora que brillaban con fuerza en medio de la oscuridad, lo eran aún mucho más.

—Anciano, la energía maligna se está saliendo de control —exclamó Iudicium mentalmente justo antes de que la bruja comenzara a recitar su hechizo...


«Noche negra que respira...

¡Cúbreme!

Estatua que llora sangre,

háblame al oído,

y déjame saber lo que necesito...


Espíritus terrenales que todo lo ven y todo lo oyen...

¡Déjenme ver...!

Muéstrenme el mal que acoge a esta niña.


Oh,

Parlez-moi du tout.

Oh,

Dis-moi la vérité.

¡Raffuindabè!»


La mujer declamaba su hechizo y las palabras salían de su boca con rapidez, Colombus se había lanzado de rodillas al piso para rezar. Jean Pierre podía escucharlo balbucear frenéticamente alguna oración en su idioma materno.

¡Raffuindabè! —declamó una vez más la bruja.

—¡¿Qué debo hacer, Iudicium?! ¿Debería pedirle a Senex que traiga a la pollita? — preguntó Elliot telepáticamente recordando lo que le habían dicho tanto Ra como Delmy sobre el poder de los fénix de purificar la energía demoníaca.

Mala idea —contestó Iudicium—. La pollita es solo una cría, todavía no puede hacer mucho. Además, es un animal muy extraño, y si está mujer se entera que la tienes... Seguramente intentará quedarse con ella.

—¡RAFFUINDABÈ! —repitió Mamma Devereux lo más alto que pudo, pero esta vez se aferró con fuerza a la cabeza de Madeleine, casi como si estuviera poseída y la cabeza de Mady se hubiera transformado en un tesoro de valor invaluable.

El cuerpo inerte y aún desmayado de Mady dejó escapar un grito de completo pavor, mientras su cuerpo se arqueaba sobre el altar de piedra, sus manos se sacudían en espasmos muy fuertes, y las velas se consumían en un instante.

—¡VAMOS TODOS A MORIR! —gritaba Paerbeatus corriendo de un lado al otro por la habitación, agitando y balanceando los brazos hacia arriba tanto como podía.

Acto seguido, el espíritu huyó a su carta para no volver a salir.

—¡MADY! —llamó Jean Pierre asustado, mientras se lanzaba sobre su amiga para abrazarla, y hacerla reaccionar—: ¡MADY!

De pronto, Mady calló, y de inmediato, Mamma Devereux se alejó de la chica, quien volvió a quedar inerte sobre la piedra, dormida. Su cuerpo se relajó tan rápido como se había alterado, y nada parecía estar peor que antes. Jean Pierre aun seguía terriblemente asustado, pero al menos acababa de presenciar a Madeleine reaccionando a algo, y eso lo tenía un poco más tranquilizado.

Casi automáticamente, Marcel suspiró aliviado. Tan pronto como todo se calmó, se apresuró en decir algo:

—No se preocupen, la belle fille va a estar bien —dijo quizás demasiado risueño para los criterios de Mamma Devereux.

—No tan rápido...

Aquello lo dijo la bruja. De pronto, en el rostro de Marcel la incredulidad se mezcló con el terror y la confusión. Ahora todos estaban nuevamente bajo el acecho de las malas noticias.

—¡Puag, qué asco! Haberlo sabido antes. Esta niña es una cáscara —exclamó escupiendo respuestas en la cara de los chicos.

—Una... ¿qué? —preguntó Elliot confundido.

Todos se movieron con rapidez para rodear a Jean Pierre y ver mejor el rostro de Mady.

—¿Q-qué pasó? —preguntó Jean Pierre exasperado, temiéndose lo peor—: ¿Qué quiere decir con que es una cáscara? ¡Acaso Mady...!

—Está muerta, niño —completó la bruja, mirándola por encima sobre el altar, paseando sus ojos sobre Elliot con cautela.

Todos abrieron los ojos como platos al escuchar aquello.

—No, no, no, no —exclamó Jean Pierre incrédulo; sintiéndose derrotado e infeliz como nunca en su vida—. ¡Mady no puede estar muerta!, ¡MADY POR FAVOR, DESPIERTA! ¡MADY!

Marcel borró la alegría de su rostro. Ahora veía la escena con total incredulidad. El asunto por fin lo había superado, y sin poder evitarlo, el botones se llevó las manos a la cabeza y se dejó caer el suelo, pensando que si, tal vez, no se hubiera puesto a competir ese mismo día más temprano en el cementerio, si no hubiera sugerido la idea de atravesar la habitación prohibida... Otra vida no habría sido tomada por el demonio.

Colombus, por su lado, comenzó a llorar con más fuerzas en los brazos de Delmy, y ella misma, incluso, parecía estar al borde de las lágrimas.

Elliot —gimoteó mientras sus ojos, que habían vuelto a ser negros, se posaron en los del chico.

Pero Elliot Arcana no dijo nada, ni tenía pensado hacerlo todavía. El se rehusaba a creer que todo estaba ocurriendo realmente. Por eso se acercó hasta donde estaba el cuerpo de Mady, y la tomó de las manos, sintió el calor entre sus dedos, a pesar de que su piel se había vuelto más fría.

«No, no puede acabar así. Tienes que hacer algo, Mady, tú puedes», pensó, y el chico hizo eco en su resolución tanto como pudo: «No me iré de este lugar hasta qué estés bien...». Acto seguido, colocó su oído en el pecho de su amiga, para ver si podía detectar alguna señal de vida o esperanza, por más débil que fuera...

Jean Pierre estaba destrozado y gritaba más que lo que lloraba, echado sobre las piernas de su mejor amiga. Aunque al principio no logró escuchar nada, finalmente, al cabo de un momento, Elliot pudo escuchar, a lo lejos, apenas perceptible, el latido de un corazón, y por fin, abrumado por una sensación en su alma, su corazón, su mente y todos sus instintos, Elliot sintió que recobraba la plenitud de su consciencia y sus sentidos.

—P-puedo... ¡escuchar su corazón! —gritó.

Rápidamente se alejó de ella y caminó hasta Mamma Devereux, quien reposaba cómodamente de la puerta, fumando un cigarro grueso y artesanal.

—Mady no está muerta —dijo—. Se equivocó. ¡Sigue viva!

—¿Qué no escuchaste lo que dije? —espetó la bruja con enfado—. Ya te dije que está muerta, y por más que escuches latidos viniendo de su pecho no habrá ninguna diferencia.

Elliot la enfrentó e insistió. Colombus, desde atrás, soltó un alarido lleno de pavor y reclamo:

—¡Ya cállese, señora!

La bruja soltó el humo de su boca e ignoró el quejido, y, casi malintencionadamente, insistió en su explicación, con ganas de que Colombus escuchara más que nadie:

—Con estas cosas, cáscaras, lo que sea, no importa lo mucho que palpite el corazón. Ha estado muerta desde el instante en que nació porque nunca ha estado viva, ¿entienden? Simplemente está vacía por dentro... Ya déjenla ir y sigan con sus vidas...

—¡Pero...! ¡Qué está diciendo esta mujer, por favor ya! ¡Que alguien me despierte de esta pesadilla! —pidió Colombus mientras se llevaba una mano al pecho y se dejaba caer hacia atrás—. Yo no entiendo nada de esto, ¡pero sí creo que ya es hora de llamar a una ambulancia y llevar a Mady a un hospital!

De pronto, abrumada por el murmullo de todos los chicos en la tienda, que discutían y luchaban para ponerse de acuerdo sobre qué hacer a continuación para ayudar a Mady, Mamma Devereux dejó escapar un largo suspiro de irritación, y volvió a hablar:

—¿Tanto les importa la cáscara? —preguntó la bruja de manera retórica, pues sin esperar respuesta, se movió en dirección de una mesa que tenía cerca para buscar algo—. Allá ustedes. No recomiendo la ambulancia —intervino con una hoja y un lápiz en mano, y se puso a anotar cosas, dándole la espalda a los chicos.

—¿Por qué deberíamos hacerle caso? ¡Hasta ahora lo único que ha hecho es tratar de matarnos a todos de un susto, supongo! —le refutó Colombus.

Por segunda vez desde que habían llegado al local, la bruja se echó a reír. Automáticamente Marcel se levantó del suelo, atento a lo que haría su tía-abuela o lo que diría a continuación.

—Te voy a dejar pasar cada una de tus insolencias solo porque eres muy atractivo, pequeño panda, y sería una lástima desperdiciar tanto encanto. Así que te recomiendo que te sostengas de la barriga y te calmes —le contestó Mamma Devereux a Colombus, quién tenía el ceño fruncido.

—Necesitamos una solución, Mamma Devereux, no amenazas —dijo Elliot conteniendo su molestia y su preocupación, a la vez que trataba de seguir lo más estoico posible—. No sé mucho de magia, pero sé que con un latido probablemente haya algo que podamos hacer. Así es la magia, después de todo...

La bruja volteó a verlo impresionada.

—Vaya, vaya... Elliot Arcana... Quién te viera y escuchara.

Él no se dejó intimidar, aunque su respiración sí se quebró un poco:

—M-mis... a-amigos y yo no nos iremos de aquí sin Mady, Por favor...

Esta vez, Mamma Devereux observó a Elliot con calma antes de soltar otro gran suspiro.

—Desde ya les digo que esto les va a salir caro. ¡Esto no era mi idea de pasar una noche tranquila en casa disfrutando de Magic Mike! y hay precio especial porque se trata de una cáscara, ¿les quedó claro? —la mujer resopló—. Escuchen con atención: su amiga está en coma. Antes de que vayan a preguntar, sí, ese es su estado natural, de hecho, debido a su naturaleza, digamos... inhumana. Supongo que ya pueden deducir lo que les pasa a las cáscaras que quedan en coma por mucho tiempo, ¿no?

Nadie contestó. La bruja suspiró irritada, y terminó de explicarlo:

—Se vuelven vegetales. No vuelven a despertar jamás.

—Pero... ¡¿qué demonios es una cáscara, tía?! —intervino Marcel exasperado—. Es primera vez escucho algo así, maldita sea...

—No hables del demonio así como así, me haces el favor. ¡Respeta! —lo reprendió la mujer—. Y en lugar de estar lanzándome maldiciones y haciendo preguntas estúpidas, necesito que alguno de ustedes vaya por unas cosas que me harán falta para el ritual.

—¿Ritual? ¡¿Qué ritual?! —preguntó Delmy nerviosa.

—El ritual para sacar a la niña de su jaula espiritual, para que me entiendan, y poder traerla de vuelta al mundo de los vivos —contestó la bruja—. Ahora tú y el rubio van a ir por estas cosas y volverán lo más rápido posible con ellas, mientras yo preparo todo. Marcel, acompáñalos para que no se pierdan, y asegúrate de conseguir productos de buena calidad. Que paguen ellos por todo. Y me traen los recibos también.

—Yo me quiero quedar con Mady, que vaya Elliot —refutó Jean Pierre.

Apenas escuchó aquello, Mamma Devereux se colocó en un estado de ira absoluta, pero gracias a la intervención de su sobrino, terminó por calmarse y se contuvo de conjurar algún maleficio sobre el chico francés.

—¡Jamás vuelvas a llevarme la contraria! —fue lo único que le gritó—. ¡O juro que te volveré un sapo de los que no se vuelven humanos ni con el beso más exquisito de todos, ¿me escuchaste?! Ya dí una orden, ahora cúmplela...

—¡No quiero dejarla sola! —contestó Jean Pierre a la defensiva.

—Escúchame bien —respondió la bruja haciendo un esfuerzo sobrehumano por calmarse, mientras se frotaba los ojos cerrados con sus dedos a modo de relajación—: necesito a Elliot para preparar el ritual. Alguien tiene que entrar en la niña para ir a buscarla, y no voy a ser yo, eso te lo prometo —matizó la bruja—. Primero porque hay muchas posibilidades de quedar atrapado allí dentro para siempre, y segundo, porque para que el ritual funcione tiene que entrar alguien que pueda compartir una conexión muy profunda con la chica.

—Entonces con más razón debería ir yo —protestó Jean Pierre.

—Es cierto —concordó Elliot automáticamente—. Jean Pierre y Madeleine se conocen desde que son niños...

—Sí, pero él me cae mal, y tú no —contestó la bruja mientras le entregaba unas tizas a Elliot—. Además, entre otras cosas no menos relevantes, se necesita magia para poder hacer funcionar el hechizo, y creo que para sorpresa de nadie, es evidente que Jean Pierre Blandor no tiene ni un solo hueso mágico en todo su cuerpo.

—Yo tampoco —exclamó Elliot, haciendo reír a la bruja.

—¡JAJAJAJA! —prolongó esta la carcajada—. El día que un Arcana no tenga magia en el cuerpo, ¡ese mismo día comienza a llover al revés! —se burló la mujer, insistiendo con su estruendosa risa—. Ahora dejen de perder el tiempo y vayan a buscar las cosas de la lista. Mientras más tiempo dure la chica en coma, más posibilidades hay de que se pierda para siempre en la holloway.

Nadie entendió realmente a qué se refería, pero tras la insistencia, Delmy comenzó a caminar hacia la salida, invitando a Jean Pierre a seguirla. Mamma Devereux se había puesto a buscar cosas en una repisa con mucha rapidez. De salida, los ojos de Jean Pierre y Elliot se encontraron.

—Vamos Blandor, debemos apurarnos —añadió Delmy con prisa.

Elliot intentó disculparse con su amigo por todo lo que estaba pasando, pero Jean Pierre apenas podía verlo, sostenerle la mirada. Era como si no supiera quien era la persona frente a él. Había reproche y rencor en su mirada de ojos azules, y Elliot comprendió, en ese momento, que Jean Pierre lo culpaba por todo lo que estaba pasando.

—Jean Pierre, yo...

—Tienes razón —dijo el chico rubio dándole la espalda a Elliot, dirigiéndose a Delmy, sin escuchar lo que este quería decir—. No hay tiempo que perder... ¿Vienes Colombus?

Jean Pierre se giró para ver a su amigo, pero él, al sentirse atrapado, buscó de prisa la mirada de Elliot. Sus ojos negros estaban rojos e hinchados por el llanto, pero, más allá de eso, Elliot pudo ver que a pesar del miedo que había en el cuerpo de su amigo, y aunque la voz le tembló al hablar, Colombus se negó a acompañar a los demás:

—Yo quiero quedarme con Elliot —dijo al final, dedicándole una sonrisa nerviosa a todos, incluida la bruja.

Elliot devolvió el gesto reconfortándose en la sensación de saber que Colombus seguía siendo el mismo de siempre, por más problemas o miedos que hubieran pasado juntos; pero, para bien o para mal, la complicidad entre los dos solo molestó aún más a Jean Pierre, quien de una los ignoró y comenzó a caminar a la salida seguido de cerca por Delmy y Marcel.

─ ∞ ─

El tiempo se hacía infinito. Ya habían pasado más de veinte minutos, y los chicos aún no volvían.

—¿Entendiste todo lo que tienes que hacer? —preguntó Mamma Devereux.

Elliot asintió nervioso.

—Creo que sí —contestó.

Sus ojos estaban fijos sobre las líneas intrincadas de un símbolo extraño, que no reconocía ni del Astrología y otras Artes Adivinatorias que leía para estudiar al tarot, ni de ningún otro libro que hubiera visto jamás. El diseño plasmado en lo que parecía más una recopilación de papeles viejos que un libro.

—Si te equivocas —insistió la bruja—, tu amiga no despertará...

—Aquí están las velas.

Colombus se acercó y dejó una gran caja de cartón sobre la mesa en la que Elliot memorizaba patrones y trazaba formas geométricas en el aire para concentrarse. Justo a tiempo para cortar la tensión que le acababa de causar el último comentario de la bruja.

—Bien, tal parece que no eres tan mal asistente —sonrió Mamma Devereux, a lo que Colombus no pudo más que esbozar una sonrisa tímida; poco a poco se habían aclimatado y se llevaban mejor—. Ahora necesito que salgas a la calle con estas cuatro velas blancas, y que las enciendas en cada una de las esquinas.

—¿Qué? —exclamó Colombus sobresaltado.

Ella mientras tanto le ponía los dos velones blancos en cada mano.

—Ya me escuchaste —dijo la mujer, y sus ojos rojos volvieron a brillar para encender el fuego de una lámpara vieja.

Dueña de todos sus actos, y sabiendo perfectamente lo que hacía, Mamma Devereux se acercó al cuerpo de Madeleine y le arrancó de un tirón varias hebras de cabello, mismo que lanzó después dentro del fuego, haciendo que este crepitara y se volviera de un intenso color rojizo, justo como el cabello de la chica.

—Vas a encender cada vela con un poco de este fuego, y ya que estamos, podrías bendecir cada una de las esquinas rezando algo también...

Colombus buscó a Elliot con la mirada, pero este solo pudo encogerse de hombros al no entender nada tampoco.

—O-okey... supongo que puedo hacerlo.

Colombus parecía asustado.

—Muchas gracias, Bus... por todo.

Los dos amigos se veían otra vez, y parecían al menos apoyarse el uno al otro. Aquello hizo que Colombus se sintiera menos asustado.

—Viejo, mejor ni lo menciones —contestó mientras se acomodaba los velones y la lámpara en las manos—. Todavía quiero creer que en cualquier momento me voy a despertar, y esto no será más que una pesadilla muy bizarra del S.E.A...

Ya apunto de llegar a la puerta, Colombus se giró para preguntar algo:

—¿El padre nuestro lo tengo que rezar en latín, en rumano, o en francés?

—En el idioma que lo hiciste antes —contestó la bruja sin darle mucha atención a la pregunta.

—En rumano entonces, no problemo —dijo Bus al final en un español terrible, y se fue.

Ahora que estaban solos, Mamma Devereux pareció relajar un poco su postura, y se sirvió una taza de té. Elliot no quiso recibir la suya para no desconcentrarse de su tarea:

—Si quieres preguntar algo, este es el momento, Elliot Arcana —curiosamente, a pesar de verse relajada, al decir aquello su voz sonó seria y grave—. Por alguna razón, no puedo adentrarme en tu mente, pero tu rostro es tan transparente como la lluvia y tan claro como un libro abierto.

Elliot la escuchó, pero no supo qué contestar a la primera. Mientras tanto, la misma Mamma Devereux sacó unas velas rojas de la caja que Colombus había dejado sobre la mesa, y caminó en dirección a una de las esquinas de la habitación.

—Yo no... bueno... —Elliot dudó.

Sin darle más largas se alejó de la mesa, sintiendo que ya tenía todo el conocimiento necesario sobre el símbolo mágico, y se agachó en un radio aproximado de metro y medio de distancia al montículo donde Mady reposaba. Con tiza en mano, comenzó a dibujar primero un círculo perfecto, o al menos, lo más perfecto que pudo.

—¡Qué bueno que estudies en un internado de arte, ¿verdad?! —comentó Fortuna apareciendo justo al lado—. Te quedará increíble, campeoncito...

Elliot no contestó nada, ni siquiera mentalmente, para no perder la concentración de lo que estaba haciendo. Lo cierto es que se sentía muy aliviado de escuchar esas palabras de Fortuna. De pronto, el pulso de Elliot se hizo muy firme y fluido, y el círculo quedó prácticamente idéntico al de la página. Mamma Devereux veía todo impresionada.

—Para ser tu primera vez dibujando un círculo de protección, lo estás haciendo casi a la perfección. Supongo que será un talento innato...

Justo al terminar, recuperando sus pensamientos para sí mismo y descargando su voluntad en el dibujo que había hecho en el suelo, Elliot cayó en cuenta del comentario de la bruja. Entonces, ahora sí, la duda le carcomió por dentro:

—¿A qué se refiere con eso? ¿Por qué dijo que no podía existir un Arcana sin magia?

La bruja se volteó a mirar a Elliot con extrañeza, como si no entendiera el significado de la pregunta. Acto seguido, dejó una vela en la primera esquina, y luego se encaminó a la siguiente.

—No veo ningún misterio en lo que me estás preguntando, niño. Supongo que tú más que nadie conocerá la historia de tu ár...

—Mi papá no tiene magia —la interrumpió Elliot con brusquedad.

A ella no pareció gustarle mucho aquello, pero al ver que Elliot ya había comenzado a dibujar el signo astrológico del Sol justo en dirección a la cabeza de Mady desde el este, guiado por la brújula virtual de su iPhone, y al notar que los trazos le estaban quedando de maravilla, evitó hacer algún comentario que pudiera desconcentrarlo.

Por su parte, Elliot estaba siendo acompañado ya por casi todos los espíritus, quienes veían con curiosidad lo que estaba haciendo. Amantium, por ejemplo, tenía ya varios segundos recostado de la espalda del chico, sin que su peso fuera de hecho relevante, y Senex, por su lado, sin haber sacado a la pollita fénix de la carta, estaba devorando con los ojos toda la trastienda del local.

Cuando Elliot terminó el dibujo, mucho más pronto que el anterior, volvió a hablar:

—Y por lo que yo sé, mi nonna tampoco tiene magia. Tampoco ninguno de mis primos.

Justo cuando Mamma Devereux iba a responder, una extraña sensación la embargó. Quizás era nada más lo que no podía percibir alrededor de Elliot, como el abrazo de Amantium o el aroma de Fortuna, pero, por alguna razón, pensó: «si tu familia no te ha contado nada, será que no soy quién para decirlo yo...», y, a pesar de ser una mujer usualmente fría y sarcástica, casi como si se preocupara por la salud mental del chico, se guardó sus palabras, y contestó algo por contestar:

—Supongo, no lo sé ni me interesa...

—Le juro que yo no soy un mago —insistió Elliot.

Al dejar la tercera vela, Mamma Devereux se giró para ver a Elliot con atención. Sus ojos rojos eran intimidantes, pero en ellos Elliot no podía evitar recordar los ojos rojos de Lila.

—Hay algo en ti —contestó ella intrigada—. No sé que es, pero a diferencia de casi todos los que he recibido en este lugar, puedo sentir una... empatía, o magia extraña, que proviene de tu interior. Y ahora que te veo mejor —tras un momento de silencio en el que no dejaba de mirar a Elliot con fijeza, Mamma Devereux terminó por desistir—: no importa, da igual. Después de todo, la magia siempre ha sido muy complicada, especialmente la arcana. Y con ese apellido, es evidente donde "resuenan" tus instintos ocultos. Pero... Ohhh, créeme, mon amour, en tu cuerpo rebosa el poder, y de eso no tengo la menor duda.

Elliot seguía sin creerse nada de lo que decía la bruja.

—Pero mis ojos no cambian de color como los suyos o los de Delmy —insistió.

Iudicium se colocó a un lado de Mamma Devereux, como si quisiera inspeccionarla de reojo, y volteo hacia Elliot con una mirada de desconfianza.

Si yo fuera tú, anciano, no le prestaría mucha atención a lo que diga una bruja de su calaña...

Mamma Devereux, afincada en su presentimiento, veía a Elliot como un gato alerta que caza a un ratón y Elliot pudo sentir como los pelos se le ponían de punta.

—Ya no digas más nada —advirtió Imperatrix a su vez—. No hables de nosotros...

Al ver la insistencia inquiriosa en la mirada de la bruja, Elliot se apresuró en decir algo que la distrajera:

—La magia es... muy complicada.

Ella no dijo más nada, y solo dejó la vela que le quedaba en la cuarta y última de las esquinas. Tras varios minutos en silencio, se acercó para revisar los símbolos que Elliot dibujaba en el suelo:

—No lo estás haciendo nada mal.

Empujado por los elogios, Elliot dio un paso atrás para contemplar su trabajo.

Alrededor del altar y dibujado sobre el suelo ahora había un enorme pentagrama encerrado dentro de tres círculos concéntricos, repletos de símbolos extraños repartidos entre muchos otros símbolos astrológicos que Elliot reconocía de su libro del tarot, pero también muchos otros que nunca antes había visto en su vida.

—Definitivamente, nada mal —insistió la mujer.

Pero de pronto, sin que Elliot pudiera dejarse llevar mucho por la sensación de alivio, un gran alboroto se escuchó desde la entrada de la tienda. Apenas un instante luego, Jean Pierre entró a la trastienda forcejeando con una gallina asustada que luchaba por escapar. Detrás de él venían Marcel, Delmy y Colombus, que no dejaba de mirar a la gallina con preocupación.

—¿Para qué necesitamos una gallina? —preguntó presintiendo lo peor.

—Para el sacrificio de sangre, por supuesto —contestó Mamma Devereux mientras tomaba al animal con agilidad—. Una gallina pelirroja por una chica pelirroja. Me parece lo más justo. Ahora deja de preguntar obviedades y prende las velas de las esquinas —le dijo a Colombus—. Mientras tanto, Marcel, coloca las velas negras alrededor del altar...

Al escuchar su nombre, Marcel obedeció sin protestar.

—Una en cada punta del pentagrama, chérie, por favor. Ahora Elliot, párate junto a Madeleine. ¿Dónde está la miel que pedí? Estamos a punto de comenzar...

—Aquí —dijo Delmy entregándole el frasco.

—¿Y la tierra de cementerio?

Delmy levantó la bolsa de cuero que llevaba en la otra mano.

—Muy bien, esparce un círculo con la tierra alrededor del altar pero por dentro de las velas. Hazlo afuera del círculo hecho con tiza. Eso debería evitar que el alma de Elliot Arcana se pierda si algo sale mal. En ese caso, lo mantendremos atrapado dentro del círculo de tierra para que ningún ángel de la muerte pueda venir a reclamarlo. Son alérgicos a la tierra de cementerio.

—¿Ángel de la muerte? —exclamó Colombus abriendo sus ojos como platos.

Ya había terminado de encender las velas rojas de las esquinas.

—Correcto. Espero que hayas rezado bien, ¡porque el alma de tu amigo depende de eso, chérie! —se burló la bruja dejando escapar una carcajada mientras le quitaba la lámpara de las manos.

Delmy vio a Elliot con temor en los ojos, pero él solo le asintió para que no tuviera miedo. Con «esa misma estúpida mirada de valentía...», pensó irritada. Sin embargo, Delmy no podía dejar de pensar en la cantidad de cosas que podían salir mal, como siempre, y en cómo iba a reaccionar si a mitad del ritual llegaba a tener una premonición de Elliot metiéndose en problemas aún más graves.

La magia negra es sucia, peligrosa e impredecible, le advirtieron siempre sus padres. Y el ritual que estaban haciendo en esa trastienda estaba casi tomado en su totalidad de magia negra. Y por algo los magos del Conservatorio no se mezclaban con los brujos del Aquelarre.

Pero nada de eso era importante en aquel momento. Poco a poco, Mamma Devereux comenezó a mezclar la miel dentro de un bol que parecía hecho de huesos de algún animal, en el mejor de los casos, aunque nadie pudo obviar la terrorífica semejanza entre el cuenco con un cráneo humano. De pronto, la bruja comenzó a recitar mientras mezclaba todo con sus manos...


«Cada línea tiene un inicio y un fin...

en un mundo que no es más que la cara de un espejo,

infinito, que se proyecta de la oscuridad a la luz,

y de la luz a la oscuridad.


Ils etiant tout conecte...

Y nada nos impide hacer una visita...»


Mamma Devereux tomó rápidamente un puñal de plata de un altar y lo sumergió en el cuenco de la pasión. Sin más demora, se abalanzó en dirección a Madeleine.

—¡¿Qué va a hacer con ese cuchillo?! —gritó Jean Pierre al ver que la bruja empuñó la hoja muy cerca del rostro de Mady.

El chico francés no pudo más y se lanzó hacia la vieja, pero antes de que pudiera hacer nada, tanto Delmy como Marcel lo sujetaron con prisa, y lo alejaron lo más rápido posible del círculo de tierra, antes de que pudiera hacer nada.

—¡Imbécil! ¡Ya el ritual comenzó! —le dijo el botones a Jean Pierre.

Los ojos rojos de Mamma Devereux lo taladraron con ira, aunque fuera solo por un segundo.

—¡Blandor, cálmate! ¡Los estás poniendo en peligro! —insistió Delmy, haciendo todo lo posible por mantener a Jean Pierre en su sitio, alejado de los símbolos ritualistas.

—¡No, qué ray...!

Pero sin darle más tiempo, Marcel le sujetó fuertemente la boca a Jean Pierre con sus dedos oscuros, amordazándolo con su propia mano para impedir que desconcentrara a su tía-abuela. Con un gesto de su cabeza le pidió a Colombus que se acercara, y ya juntos, le pidió que le pasara una media rellena del estante y cinta adhesiva. Segundos más tarde, Jean Pierre estaba completamente incapacitado de hacer ruido, y sujetado por los tres.

Mamma Devereux no detuvo en ningún momento su ritual:

Madeleine Soulevant —dijo, y con ganas de echarle más leña al fuego, fijó sus ojos en Jean Pierre mientras lo hacía.

Delicadamente, la bruja untó los labios de Mady con el mejunje de miel y especias exóticas, afrodisíacas, y luego hizo un pequeño pero profundo corte en su labio inferior, desde donde la sangre roja y avivada comenzó a brotar.

La misma no salió con rapidez, sino poco a poco, y fluyó por el labio de la chica hasta cubrirlo como una película gracias a la pócima. Colombus, por instinto, se iba a llevar las manos al pecho para rezar, pero Delmy no se lo permitió, y simplemente lo tomó de la mano para reconfortarlo. Estaba temblando de pies a cabeza.

Elliot Arcana —dijo esta vez Mamma Devereux.

Ahora fue el turno de Elliot de recibir la poción en sus labios, y el corte sucesivo de la daga, esta vez en su labio superior. Para su sorpresa, al momento de recibir la hoja metálica no sintió dolor alguno, ni tampoco cuando la sangre comenzó a brotar.

—Yo los uno... y ahora, mezclarán su sangre.

Tras aquello, cerró sus ojos. Las palabras de la bruja se sintieron definitivas, e intensas.

Sin embargo, tras varios segundos de silencio, Mamma Devereux abrió solo uno de sus ojos y lo fijó en Elliot.

—¡¿Qué estás esperando, niño?! ¡Besa a la chica de una buena vez!

Jean Pierre se sacudió desde su puesto.

—¡¿C-cómo dijo?! —balbuceó Elliot nervioso.

—¡Que la beses para poder continuar con el ritual! —contestó la bruja exasperada—. Es un beso sangrante o sexo, tú decides...

Marcel, Delmy y Colombus tenían que hacer aun más fuerza para mantener sujetado a Jean Pierre, quién había comenzado a gritar tanto como podía desde su garganta y sus labios atrapados en la mordaza.

—¡Silencio! —ordenó la bruja con ira.

De pronto, el silencio volvió a reinar. La garganta de Pierre no emitía sonidos por más que él lo intentara, como si lo hubieran muteado.

—Nadie diga ni una sola palabra más —dijo Mamma Devereux nerviosa—. Esto no es un juego de niños, Elliot Arcana, y si algo sale mal... bueno, mejor te advierto que te vayas preparando. ¡Ahora besa a la chica! ¡Rápido! Bésala, y acuéstate junto a ella sobre el altar...

Él no pudo hacer otra cosa que observar a Mady, acostada sobre aquel montículo, y notar una vez más toda su belleza, y ese mismo cosquilleo que siempre le había hecho sentir desde la primera vez que vio sus ojos verdes, ahora cerrados, pero, en vez de sentirse feliz, esta vez se sintió terriblemente asustado y culpable, y el vistazo a ese sueño de poder besar a Mady algún día se esfumó de su cabeza en un abrir y cerrar de ojos, y fue más bien reemplazado por una extraña sensación de congoja.

De reojo, y casi por accidente, Elliot notó a Fortuna de pie junto a los espíritus. Todos estaban observándolo con atención. Imperatrix no parecía convencida, Iudicium parecía cauteloso, Amantium hacía la mímica de estar cantando alguna canción romántica... Pero de los gestos que percibió en ese segundo tan turbulento y fugaz, el que más le llamó la atención a Elliot fue el de Fortuna. La elfa espiritual tenía dos pulgares hacia arriba con sus manos, y con su boca y sus ojos estaba intentando guiñarle el ojo pícaramente...

—Tienes que hacer que tu sangre entre dentro de ella, así que más te vale que uses la lengua —advirtió la bruja con sorna.

Elliot solo suspiró.

—Lo siento, Mady, de verdad —se disculpó casi en el oído de la chica, por más que supiera que ella no lo escucharía.

Entre tanto, Elliot quiso besarla en la mejilla con mucha pasión, con mucha ternura, con ganas de descargar todo lo que sentía por ella en ese beso, uno más sincero y entregado que el que estaba en la obligación de darle, y que quizás pecaría de la monotonía de un saludo o una despedida, pero, sin embargo, que, justo en ese momento, sería quizás la única forma de contener en un gesto la forma de amor más pura, y la que siempre soñaba con poder hacerla sentir. Pero sabía que no podía hacerlo, o pondría en riesgo el ritual, y por ende, la posibilidad de traerla una vez más junto a él...

Así que, cuando ya era hora, cuando estaba a punto de besarla por primera vez, cuando finalmente su lengua tocó la de la chica de sus sueños, Elliot sintió que desfallecía en un estallido de emociones en ese justo instante. Sin demora, la humedad de Mady envolvió la suya, y el corazón le estalló en miedo, en culpa, en un amor que no se sentía correspondido. Así, el beso no duró más de unos segundos, y sin embargo, la cabeza le dio vueltas como si estuviera poseído, como si la carne estuviera a punto de quedársele grande al alma.

Como pudo, Elliot se movió, mareado y desubicado, y se acomodó sobre el cuerpo de Madeleine, tratando de no lastimarla, hasta quedar junto a ella en el altar, tomados de la mano, y ahí, lo primero que vieron sus ojos azules al posarse hacia el techo fueron los ojos rojos de Mamma Devereux, quien sostenía a la gallina pelirroja por encima de sus cabezas...

—No me... no me siento bien —trató de decir Elliot.

La bruja lo ignoró.

—Me estoy... me... —esta vez, nunca supo si sus palabras llegaron a salir de sus labios.

Elliot solo podía ver como los labios de la bruja se movían, se abrían y cerraban, a veces con rapidez, otra veces con lentitud, y al final, le dio la impresión de escuchar un murmullo melódico y extraño, mágico... y casi juró que al momento de ser declamada una última palabra, de la boca de Mamma Devereux surgió tanto luz como oscuridad, como formas y color....

«Gruhetimurdis», fue la melodía de la bruja.

Acto seguido, la sangre caliente de la gallina cayó encima de sus ojos, y al desviarlos por instinto, vio como esta caía también sobre la frente de Mady, manchando su piel casta con el rojo, al igual que sus ojos cerrados, y su cabello arremolinado alrededor.

Las velas negras alrededor del altar se encendieron de golpe, y todo quedó en silencio. Lo último que vio Elliot antes de desmayarse fueron dos estrellas rojas que le sonreían en medio de un cielo negro.

─ ∞ ─

El enorme rascacielos que adornaba el centro de la pirámide y que pendía boca abajo desde su vértice, con su gran aguja apuntando a la terraza del Jardín de la Puerta, desafiaba toda lógica posible, tal como lo hacía el vasto firmamento cósmico que se pintaba a través del cristal del techo del enigmático lugar.

Todas las estrellas brillaban con nitidez absoluta dibujando sus formas en medio del aparente caos. Sin embargo, ante los ojos del hombre que las contemplaba, así como de sus acompañantes, o sea, de ojos adiestrados y cultivados en el arte de la astrología más clásica y pura, todos esos puntos y constelaciones eran más que solo luces titilantes. Para ellos todo el panorama era un mapa de confusión fugaz y tembloroso, que dibujaba retazos de un destino inalcanzable e infinito, abrumador, espléndido y siniestro a la vez.

«Lo desconocido es lo sombrío», pensó el Maestro Torrealba, y por no conocer la totalidad del conocimiento que yacía ahí afuera, escondido a plena vista ante sus ojos, era inevitable que cualquiera que se fijara mucho en el paisaje terminara suspirando, o que el brillo se escapara de sus ojos con alevosía, o que la vida misma atrapada en la cofradía del corazón se hiciera una pregunta sin respuesta. Tal era el privilegio de los miembros más destacados de la Orquesta de Magos del Conservatorio, de la Élite, de magos con un poder sin parangón ni igual.

—Si no estabas de acuerdo con las decisiones lo hubieras dicho antes —interpeló una mujer rubia sentada junto a él, sin ocultar la seriedad en sus ojos grises, mágicos, plateados.

Ricardo Torrealba, que iba vestido con chaqueta de cuero y jeans ajustados, bebió de la taza con cuidado para no quemarse.

—No puedes decirme lo que puedo hacer o no, Elena —contestó—. Simplemente no puedo perder mi tiempo, y mucho menos pretendo hacérselo perder a mis subordinados.

La mujer, pacientemente, imitó al hombre, y también dio un largo sorbo de su propia taza; esta finalmente quedó vacía.

—¿Para qué me trajiste acá? Tengo responsabilidades, cosas que hacer. Mi trabajo no va a hacerse por sí solo...

—Sabes que Urpiana está equivocada.

Las miradas de ambos se cruzaron. Una plasmaba indignación, y la otra frustración.

—No estás hablando de cualquiera. No puedes referirte a ella de esa manera —contestó Elena irritada—, y de todos modos, no te corresponde a tí decidir eso. Ahora si me disculpas, tengo cosas que hacer...

—La conozco mejor que nadie —insistió él—. Sé que no está en sus cabales. A ver, no sería la primera vez que mi madre se equivoca.

La mujer rubia suspiró, preparándose para levantarse de la mesa y retirarse del extraño establecimiento:

—Podrá ser tu madre, Ricardo, pero antes es nuestra Ilustre Directora. Lo es para todos nosotros, incluyéndote a ti. Te exijo que le des el respeto que se merece.

—Lo mismo podría decir yo como tu superior, Elena.

Elena Frøyadotter, una vez más, suspiró irritada, cruzándose de brazos y apartándose desde su silla.

—Simplemente no entiendo, Maestro Torrealba —contestó con una voz anclada al protocolo, quizás, para distanciarse del malestar que le acaía—. No sé para qué me invita a venir acá si no piensa hablar, o si solo piensa discutir y hacernos perder el tiempo a los tres.

—¡Oh, a mí no me incluyan en su pequeña disputa doméstica, por favor! —insistió el tercer invitado de la mesa con un acento empapado en burla.

Se trataba de otro hombre, uno que iba vestido elegantemente con un traje negro junto a una corbata morada. Era Ivan Dovirenko, otro Maestro de la Élite. Hacía falta tan solo el tercer Maestro para que en esa mesa estuvieran reunidos tres de los cuatro magos más poderosos del Conservatorio, o, al menos, que así fuera en título.

—¿Para qué me necesita? —dijo Elena esta vez con voz colaborativa.

—Después de escuchar las órdenes de la Ilustre Directora, me gustaría tener conocimiento, al menos preliminar, del resultado de las investigaciones.

Ricardo dijo aquello con voz delicada y atenta, aunque era evidente que él también estaba molesto, y que estaba esforzándose porque no se le notara. Elena se reacomodó en su puesto, acercándose una vez más al borde de la mesa.

—No sé qué decirle.

—Elena, por favor —intervino Iván Dovirenko con un sutil hilo de cinismo en el tono de su voz—, deja de usar la politesse, ¿sí? Estamos en confianza.

Ella lo miró con recelo, pero asintió finalmente.

—No tengo nada que aportar. Nada que valga para contradecir una orden directa de la Ilustre Directora.

—Elena —insistió Ricardo—, ya me enfrenté con un Jinete. Deja de ser tan puritana.

Iván, con un gesto de la mano, aprovechó la oportunidad para interrumpir:

—Por cierto, hablando de Jinetes, Mic' se acaba de comunicar conmigo. No fue fácil, pero... bueno, ya los conoces. Son mis pupilos...

—Gracias —contestó Ricardo—. Estoy seguro que deben estar agotados, pero sin ellos habría sido más difícil eliminar el aura oscura de todo el pueblo —actos seguido, sin dejar de hablar, el Maestro se fijó en Elena una vez más y continuó con lo de antes—, y como puedes ver, Elena, las cosas se están descontrolando, y mi instinto, por no decir mi intuición, me insiste que aquí hay algo que no cuadra. Yo tampoco quiero sacar conclusiones apresuradas, pero es indudable que ya muchos eventos desafortunados están ocurriendo al mismo tiempo. El año a punto de acabar ha sido uno de los más inestables de la última década. Iván y yo somos de la Élite, y es nuestro deber preocuparnos.

—Pues, no veo que esto se trate de una reunión oficial —contestó Elena con brusquedad, irritando por igual a los Maestros presentes—. Y si la Élite no está completa, entonces esto se trata más de politiquería que de asuntos de seguridad global...

—Ya lo conoces, Elena —intervino Iván con fastidio, refiriéndose al tercer Maestro de la Élite—. No iba a venir por más que lo invitaramos. Y, además, cuál habría sido el punto de llamarlo si ya estás tú aquí.

—Entonces de eso se trata —comentó ella, devolviendo el mismo aburrimiento en sus palabras—. Quieren que lo convenza de algo.

—No, no es eso. Solo queremos saber qué está pasando —Ricardo retomó la conversación—. Tenemos derecho a hacerlo, especialmente cuando las vidas de miles podrían estar en peligro.

Elena volteó los ojos y se rascó las arrugas de la frente mientras se acomodaba:

—Pues no, no lo están. Tal parece que todo lo que ha ocurrido últimamente es simplemente un cúmulo de coincidencias.

No me vengas con esas, joder —contestó el Maestro Ricardo en su español nativo de la península—. Elena, ¡que hay que tomárselo en serio...!

—¡Qué quieres que te diga!

—¡La verdad!

De pronto, un silencio tenso e incómodo se apoderó de la mesa.

El Maestro Dovirenko llamó de inmediato a un camarero con un gesto de la mano, con la esperanza algo burlesca de aliviar la situación.

—¿Le traigo otra taza de té, Maestro Dovirenko? —preguntó el camarero del local.

—Creo que ahora prefiero algo un poco más fuerte, así que, por qué no nos traes una botella de Nemea para mí y... —con un gesto de suficiencia el hombre se giró para ver a sus acompañantes, quienes rechazaron la invitación con tan solo verlo—: Al parecer hoy estamos todos de muy mal humor, Dany, así que solo vino para mí. Que sea una copa.

El camarero asintió y se retiró, dejando solo a la tríada de magos, quienes un poco más distendidos, reanudaron su conversación:

—Ricardo, escúchame con atención —dijo Elena dejando que una voz aún más conciliadora se escapara de sus labios—, estoy dispuesta a compartir contigo solo lo suficiente, pero únicamente si eso te hace reflexionar de tu actitud hacia la directora.

El Maestro Torrealba bajó la mirada en señal de aprobación:

—Pues mira, aún no sabemos qué está ocurriendo —continuó Elena—, pero te puedo decir que se trata de algo mucho más amplio y disperso de lo que crees, y no tan peligroso como sospechas. No hemos encontrado una conexión entre el niño de Svalbard, este... famoso Elliot Arcana, con los enfrentamientos en el sudoeste americano, con los asaltos a las células de PROMETHEUS, aún menos con el Jinete al que te enfrentaste, ni tampoco hemos descubierto su motivación, aunque tenemos claro que está usando al Tarot Arcano para amplificar su poder, y que, aparentemente, su armonía es lo suficientemente poderosa como para ocultarse incluso ante la percepción de una Cantadora de la Orquesta, como fue el caso de Irina Bazaar.

—Bueno, Irina es una tonta —chistó Iván Dovirenko después de recibir su trago y esperar a que el camarero se retirara—. Nada más hay que ver la compañía que mantiene.

—Te recuerdo que Mia Maze es la Doppelkreuze Gemini más joven de la historia —dijo Elena.

—Umm, ¡no saben de lo se pierden, está muy bueno! —fue lo único que contestó el Maestro, mientras disfrutaba de un sorbo de vino de manera despreocupada.

—Es que hay algo que no me cuadra —dijo Ricardo—. Por ejemplo, no creo que la armonía del niño sea tan poderosa como dices, porque, de ser así entonces, este chico marcaría un precedente en nuestra historia. A ver, a ver... ¿el primer mago en poder pasar desapercibido delante de todos nosotros, Maestros de la Élite, prácticamente burlándose en nuestra cara al pasearse incluso por el patio de nuestra casa? No, no puede ser —remarcó con irritación—, y Elena, tienes que entender, mi madre siempre estuvo obsesionada con el Tarot Arcano, y desde que yo era un niño me vi obligado a aprender de su historia. Por un lado, es imposible que un mago pueda ocultarse a la armonía, eso ya lo sabemos todos, y no lo cambia el poseer el Tarot Arcano, y por otro lado... ¡Es simplemente imposible que un niño sin magia sea capaz de robarse cada uno de estos tesoros sin ayuda!

—¿Por qué crees que no tiene magia?

—Porque lo sé. Lo que Irina vio en sus ojos, la transición del azul al morado, fue nada más que otro truco del Tarot, solo que en vez de disfrazar su cuerpo por completo, el chico disfrazó únicamente su mirada.

Al final de su comentario, su voz sonaba más exasperada, incluso al punto de alzarla como para llamar la atención de los otros clientes y camareros del local. Sin embargo, ante el silencio de Iván y Elena, Ricardo prosiguió:

—¿Por qué se negó la Ilustre Directora a mover los tesoros a lugares más seguros? No lo entiendo. Eso sin contar que tanto los vigilantes del Instituto Luxor en Aksum como el celador del Instituto de Taranto describieron al ladrón como un chico de no más de quince años, delgado, de cabello negro y, cito textualmente, que no parecía tener armonía a pesar de poder conjurar hechizos y desaparecer del lugar. Una descripción que encaja muy bien con la de nuestro nuevo y favorito joven Arcana, por lo que pude constatar personalmente. Simplemente me niego a creer que lo está haciendo solo. No puede ser. Es así como sé que hay algo que no me estás contando...

Elena, al escuchar eso último, desvió la mirada inconscientemente, sin darse cuenta de que aquel gesto la delataba.

—Ah, Elena —dijo Iván—, aún no hemos terminado de hablar. Sabes que Ricardo tiene razón, así que no seas mala, ¿sí?

Ella volteó una vez más hacia los dos Maestros, y se mordió los labios.

—No tengo nada sobre él, de verdad...

Los dos hombres hicieron sendos gestos de fastidio, y se echaron para atrás en sus sillas.

—Pero —añadió rápidamente la maga—, ¿y qué si te dijera... que no hay un solo niño causando alboroto en todo el mundo...?

De pronto, la aparición de aquella pregunta captó la atención de los Maestros.

—¿Cómo dices?

—Pues eso, que... Al parecer, Elliot Arcana no es el único del que deberíamos estar pendientes. Hay alguien más... Otro niño... Uno encapuchado que apenas hemos visto, y que cubre su rostro con una máscara japonesa.

Los dos maestros, Ricardo e Iván, se vieron de reojo con atención e intriga, fascinados por lo que estaban escuchando.

—¿Es en serio? ¿Hay alguna conexión entre los dos?

—No lo tenemos del todo claro, pero... Podría ser. Ni siquiera sabemos si son igual de poderosos. Es complicado. Ahora mismo hay muchas señales de inestabilidad por todo el mundo. Por ejemplo, por mencionar un caso irrelevante para este hilo de la investigación, el otro día hubo un pico armónico en Köln, pero este parecía no estar vinculado a todo lo que ha ocurrido en América. Lo que sí tenemos confirmado es que Elliot Arcana no es el único inmiscuido en situaciones de este nivel de amenaza. Incluso han habido contactos directos entre este otro niño del que no sabemos nada y algunos de los miembros del comité de investigación, pero no pienso decir nada más. Ya te dije que este es un trabajo complicado, y que no va hacerse solo, así que...

—Ahh, cuánta arrogancia, Cantadora Frøyadotter —exclamó burlón el Maestro Dovirenko—, ¡y yo que pensaba que esto era una reunión relajada entre amigos!

Automáticamente, Elena se levantó de la mesa, fulminó con la mirada a Iván, les dio la espalda a los dos, y se fue sin decir nada más. Tanto Iván como Ricardo se levantaron también, le dieron una propina al camarero, y salieron del establecimiento.

—Las gracias habrían sido suficientes —comentó Ricardo—. Simplemente no entiendo por qué siempre tienes que hacerla molestar de esa forma.

El otro mago se detuvo por un instante para rascarse su barba pulida y oscura, y, con su voz grave y zalamera a la vez, respondió sarcásticamente al comentario:

—Dígame, ¿qué es la vida si no un poco de diversión, Maestro Torrealba?

─ ∞ ─

Cuando Elliot abrió los ojos, lo avasalló un resplandor oxidado y maltrecho, entonado entre vejez y con sabor a hierro, a la vez que sentía con sus pies descalzos una superficie dura y fría.

—¿D-d... dónde estoy? —preguntó en voz alta, y un eco muerto le respondió.

No había nada alrededor. Los espíritus no habían podido seguirlo adonde hubiera llegado, ni nadie más, al parecer. Sus ojos solo alcanzaban a ver paredes viejas y abandonadas, como las de un edificio en ruinas.

Sin importar a donde moviera sus ojos, Elliot no podía escapar de aquel tono amarillento que lo cubría todo, como si estuviera en una película grabada enteramente con un filtro sepia. La lengua se le secó en el acto, como si su saliva se hubiera evaporado; sus labios, ahora pesados, se sentían como si se rompieran al contacto de un aire asfixiante y carente de vida. De inmediato parpadeó aturdido...

—¿Qué...? ¿Qué es esto? —suspiró—. ¡¿Mady?!

El chico gritó con desespero. O por lo menos eso fue lo que intentó al escuchar como el nombre de su amiga se quebraba al salir de su boca.

Fue apenas en ese momento cuando cayó en cuenta de en dónde se encontraba. Aquella debía ser la mente de Madeleine, y muy a su pesar, esta no lucía alegre, ni feliz, ni viva... sino todo lo contrario. Parecía más bien un reducto de todo lo olvidado en el mundo, como si fuera el hogar de todas las cosas que se pierden para más nunca ser encontradas.

«Esta chica es una cáscara...», recordó.

Las palabras retumbaban en la cabeza de Elliot, quien tenía sus ojos abiertos con frustración en dirección al suelo, a la vez que las lágrimas le oprimían desde adentro y amenazaban con derramarse violentas desde sus ojos.

—¡¿Qué es esto?! —volvió a gritar.

Esta vez no pudo contener sus emociones y terminó por ceder al peso en su corazón.

Había estado aguantando durante horas, y ya era suficiente. Ya nadie podía verlo y ya no necesitaba ser fuerte, ser duro, ser capaz, ya no necesitaba seguir en pie para nadie más que no fuese él mismo y, quizás... para Mady. Estar ahí adentro en ese entorno tan deprimente y hueco era simplemente demasiado. El chico no quería estar ahí, y por instinto quizás, recordó otra frase que ya había escuchado antes esa misma noche...

«La magia no es juego», repitió la voz de Delmy dentro de él como un mantra.

Pero, por más siniestras o acertadas que hubieran sido siempre sus palabras, o por más razón que tuviera su amiga brasileña, Elliot no quería rendirse, ni huir, ni dejar de luchar; simplemente quería parar a llorar por un rato. Se sentía abrumado por todo.

Antes había sonreído, había estado sereno, había sido capaz de mantener la cabeza fría y pensar, pero eso tenía un efecto secundario, y ahora era el momento de lidiar con ello. Porque ser fuerte es una cosa, ser fuerte por uno mismo; y ser fuerte por los demás, igual que lo primero, requiere primero de combustión, de arranque, de fuego interno; de la necesidad de querer amar y proteger algo al punto de poner las manos en el fuego, como él lo había hecho...

Y eso siempre conlleva dolor, por más entusiasmo o capacidad que se tenga para sobrellevarlo. Y al igual que la vida, el dolor no puede sepultarse bajo una alfombra o esconderse bajo la cama, porque las cosas inevitables siempre hallarán la forma de suceder, quizás, porque así lo exige el destino, o porque el azar gusta de ver sufrir a todo lo que respira, o porque no existe tal cosa como la felicidad perenne.

«¿Cómo algo tan puro puede ser tan macabro en su interior?», exhaló en un pensamiento...

Elliot reflexionaba, aunque seguía aturdido. Estaba adentro de su mejor amiga, pero ni en la más remota de sus imaginaciones, ni siquiera en medio de una pesadilla, dicho espacio se habría acercado jamás a lo que ahora lo rodeaba. «Esta chica es una cáscara», pero... ¿qué quería decir Mamma Devereux con eso? ¿Qué es una cáscara? ¿Quién era Madeleine Soulevant? ¿Conocía él realmente a la chica de sus sueños? ¿A su amiga? Porque respirarla, o respirar dentro de ella, era como morir en vida... o al menos, así lo sentía Elliot Arcana.

Las lágrimas chorrearon por sus ojos hasta inundar sus mejillas, su cuello, sus manos, sus muñecas, el suelo, los espacios al descubierto que mostraban rejillas metálicas oxidadas, así como las partes cubiertas por esa alfombra rota, húmeda y podrida. Elliot sollozó como pocas veces lo había hecho antes, a la vez que intentaba coger aire para llenar sus pulmones y recuperar sus fuerzas, pero... en ese lugar, era difícil hacerlo. Por más que lo quisiera, no podía evitar que sus pulmones se llenaran con un aroma tan sofocante y tan parecido al de una alfombra mojada y vieja.

—C-c... cuánto... cuánto tiempo llevo aquí —se preguntó al cabo de un rato; como en medio de un sueño.

Quizás fueron minutos, quizás horas. Elliot no tenía la menor idea. Lo que sí tenía claro, es que el lugar en donde se encontraba le drenaba sus fuerzas. Lo notó cuando quiso levantarse y sintió a sus rodillas resistirse; así como sus músculos se hacían también pesados y le causaban dolor con el mínimo esfuerzo. Era un sueño o una pesadilla, así se sentía; como cuando intentas correr en medio de ambos.

«Tengo que apurarme...», sentenció.

—No puedo perder tiempo...

Elliot quería encontrar a Mady, por más desorientado que se sintiera. Estaba al tanto de que su vida estaba en peligro, pero... si los espíritus no habían protestado a sus órdenes, fue únicamente porque confiaban en él, y al pensar en ello, y en ellos, y en Mady, y en Colombus y en Delmy, y en todos sus amigos, así como en sí mismo, Elliot Arcana sintió que no podía ni quería fallar, y que no tenía excusa alguna.

Sin poder evitarlo, los ojos de la fantasma ciega de Bergen lo volvieron a saludar entre sus pensamientos. Él volvió a pensar en ella, y notó la semblanza que había entre su casa embrujada y la mente de Madeleine, y aunque sabía en su interior que una cosa no tenía nada que ver con la otra, solo el hecho de pensar en ello fue un recordatorio más para decirse que no podía demorarse más tiempo...

Así, Elliot se hizo uno con el dolor de su cuerpo, ignorándolo, y empezó a andar. No tenía ni la menor idea de a dónde ir. Tras pasar de un pasillo llegó a otro, y este dio a varios más, y de ahí caminó hasta varias habitaciones vacías, y de ellas pasó a más pasillos vacíos que daban a más habitaciones, y estas dieron a más pasillos y habitaciones, y el ciclo se repitió una y otra vez, hasta que de pronto, una escalera apareció.

Elliot se fijó en que en todo el lugar no se había topado aún con la primera puerta; en realidad, todos los accesos a salas contiguas eran de marcos de madera sin puertas, con las bisagras oxidadas y rotas. Moverse de un lado a otro no era tan difícil como sí lo era el ubicarse, e incluso, el no marearse con tanto amarillo y olor a óxido. Así siguió caminando y pensando en Mady y en todo lo demás.

Mientras andaba adolorido y la buscaba, recordó el beso que acababa de darle. Quizás ese extraño beso ritualista los uniría y lo guiaría hasta ella. Quizás solo debía dejarse llevar por sus instintos, por sus ganas de encontrarla... Pero entonces, entre el recordar y pensar en ello, Elliot sintió pena una vez más, y la culpa; el miedo, los nervios... así como el deseo. Su mente luchaba por mantenerse a flote, entre el presente sombrío de aquellos pasillos vacíos, y el amargo recuerdo de su primer beso con la chica de sus sueños.

«Mady...»

Lo cierto es que Elliot jamás pensó que, de llegar a ganarse el amor de Madeleine, o que de tener la oportunidad de robarle un beso, la situación sería siquiera remotamente parecida a lo que fue. Sin embargo, llevado más por el miedo y la preocupación que por el amor y el deseo, había tenido que ceder nerviosamente a la obediencia.

Abrumado por aquellas imágenes y cerrando los ojos, Elliot recordó cómo se había acercado lo más que pudo, hasta casi rozar sus labios con los de Mady. Recordaba la duda previa al contacto pero intoxicado por el miedo y la sensación evocante de aquella piel, blanca y rojiza, con pequeña pecas adorables y tiernas sobre sus mejillas, y de sus labios dulces, inalcanzables y gloriosos, todo a una respiración de distancia, abrigado por la contradicción explosiva y violenta de todo aquello, de la situación, de todo...

De pronto, Elliot abrió los ojos.

La boca le dolió repentinamente, como si algo hubiera aparecido en ella. Ya el recuerdo había terminado, y, al mirar hacia abajo, hacia sus labios, Elliot notó una cuerda, apenas un hilo, una hebra de cabello rojizo, muy rojizo y anaranjado, como los de Mady, cosido directamente a su labio superior, y que por alguna razón lo llevaba a algún lugar...

Era muy parecida a la que había visto antes, durante la prueba de Fortuna, y que lo ataba a los espíritus del Tarot Arcano, solo que aquella había nacido de su pecho. Elliot se preguntó si... ¿El recuerdo de Mady tenía la fuerza para atarlo hasta ella? Él no lo sabía, pero algo sí sabía... o sentía, por más que tuviera catorce años, y quizás no pudiera comprender la totalidad de sus palabras:

—Te amo, Mady —susurró al viento carente de vida en aquella mente vacía; la de Madeleine Soulevant.

Aunque quiso hacerlo, esta vez Elliot no lloró. Solo un par de lágrimas brotaron, pero rápidamente se las secó y continuó andando, dejándose llevar por aquella fina hebra de cabello que lo amarraba a su amiga. Le tomó algunos minutos hallar el camino, pero tras varios pasos, Elliot comenzó a sentir que, por alguna razón, ese mismo trecho por el que andaba se le hacía familiar.

Quizás fuera un error, una coincidencia, una ilusión, o... quizás... ¿sería una señal? ¿Acaso Mady quería que Elliot la conociera por dentro? ¿Que la salvara? ¿Que supiera quién era ella en verdad? O... ¿sería solo por esa fina cuerda que los ataba, probablemente, debido al ritual? Elliot seguía sin saber nada, y honestamente, su mente apenas lograba darle coherencia a los pasos que torpemente iba dando.

De pronto, una horrible sensación de aprehensión lo atacó. Ya no se sentía solo, había alguien más ahí adentro. La sensación primero fue como un murmullo lejano y adolorido, algo distante, pero luego se fue acercando, lentamente, pero no tanto como para dejar que Elliot se sintiera relajado.

Fuera lo que fuera, Elliot sabía que estaba en peligro. ¿Acaso Mady lo estaba también? Ese alguien más seguía acercándose, y él quiso comenzar a correr, pero sus músculos volvieron a resistirse. Sus piernas andaban a todo lo que podían cuando un escalofrío siniestro le comenzó a nacer en la espalda.

Elliot casi grita del miedo.

Por instinto quiso mantener la vista al frente, pero, por astucia, quiso voltear y conocer aquello que lo amenazaba. Entonces lo vio: era una criatura espeluznante y extraña, pero no desconocida. Ya había visto ojos como esos antes, en Jerusalén, al conseguir la carta de Domus Dei.

Eran unos ojos sangrantes en negro y de negro sangrante, que lo miraban sin expresión alguna desde varios metros de distancia. Estaban abiertos sobre un rostro que parecía una máscara humana carente de emociones, completamente blanca como el mármol, mismo material que parecía estar darle estructura a su cuerpo. Desde donde estaba, cualquiera lo habría podido confundir con una estatua de cualquier atleta griego, con sus músculos de piedra definidos a la perfección, y su cuerpo desnudo e inmóvil en una pose artificial e inalcanzable para ningún humano.

La cosa llevaba botas de cuero negro, igual que el líquido negro que emanabn de sus ojos sin parpados hasta manchar el suelo. Parecía estática, pero Elliot sabía que estaba siendo observado con atención, y de pronto, la ilusión de la inmovilidad se rompió; la estatua giró su cabeza como un búho y demostró la colección de rostros de piedra que tenía. Cada una de sus caras tenía ojos que lloraban negro.

Elliot se sobresaltó. Automáticamente retrocedió por instinto. Como si de un encantamiento roto se tratase, la estatúa le sonrió antes de adoptar una posición erguida, y luego comenzó a andar una vez más en dirección del chico. Asustado, Elliot aceleró el paso, esta vez ya sin poder contener los gemidos de dolor. La hebra en sus manos se había prensado, lo que significaba que estaba cada vez más cerca de encontrar a Mady. Así anduvo, gimiendo y sobrellevando el peso de su cuerpo mientras que escuchaba como los tacones de la estatua chocaban contra el piso cada vez más cerca. Finalmente, Elliot alcanzó el giro de un pasillo y una escalera que daba hacia otro piso.

Rápidamente las subió, aunque el dolor fue infernal. La presión de apurarse lo hacía todo peor, pues la criatura seguía detrás de él, moviéndose a un ritmo constante y sin desviar su rumbo. Entonces, mientras arrastraba sus piernas para subir otro escalón, Elliot cayó en cuenta de que estaba guiando la criatura hacia Mady, y aquello le hizo detenerse.

Estaba asustado, casi en shock, sin saber qué más hacer. Si encontraba a Madeleine, la pondría en peligro, y si se desviaba para perder a la criatura, pondría a ambos en peligro, puesto que era poco el tiempo que tenía para rescatarla y regresar.

Entre tanto la criatura le sacó un cuerpo de distancia. Elliot no lo vió gracias a la pared del último pasillo claustrofóbico que había dejado atrás, pero, aun así, la escuchó aún más cerca. Por ello, sin perder más tiempo, siguió adelante, con un objetivo muy claro en mente:

«Voy a rescatarte, Mady, y luego...»

Luego Elliot se alejaría de ella, o al menos eso quería hacer para jamás volver a ponerla en una situación como aquella. Ahora, sin embargo, tenía que encontrarla. Una vez más, la hora de dejarse llevar por sus emociones había pasado. Después de todo, todos, tanto la amenaza como la esperanza, estaban cada vez más cerca.

Tras subir las escaleras, Elliot llegó a un pasillo que parecía más bien un callejón sin salida. El único marco sin puerta estaba al final del mismo, y este parecía dar a una habitación grande. Elliot se apresuró en llegar ahí, sintiendo como la hebra de cabello que salía de su boca estaba casi terminándose.

No le tomó nada, se movió tan rápido como podía. Apresurado y desesperado, llegó al último cruce, y al atravesar la puerta, la vio. Mady estaba desmayada en el suelo, al frente de una puerta blanca, la primera que había visto en todo el recorrido, y de cuyo interior —una habitación cerrada—, surgía una luz esplendente muy blanca e intensa.

«¡¿El alma de Mady?!», se preguntó Elliot aliviado.

El chico corrió hacia ella, ahora sí, olvidándose del dolor. De una se abalanzó sobre ella, en el suelo, y la acostó sobre sus piernas, inspeccionando que cada parte estuviera en su sitio, sus ojos, sus mejillas, sus manos, su cabello. Todo estaba ahí. Elliot suspiró. En el labio inferior de Mady estaba cosida la misma hebra de cabello que lo había guiado hasta ahí. A sus espaldas, la cosa seguía andando, dejando un rastro de gotas negras sobre el suelo.

Elliot intentó hacer despertar a Mady con una caricia, pero ella no despertó. Elliot la llamó, dijo su nombre, y aún así, ella seguía sin despertar. La cosa ya estaba en la escalera, ya estaba casi alcanzando el pasillo, y ella aún no había despertado. Desesperado, Elliot unió sus labios una vez más, allí donde la hebra de cabello se encontraba.

Ahora sí, Madeleine abrió los ojos lentamente. Elliot extendió su mirada en ella tanto como pudo, entregado a la felicidad de volver a ver sus ojos verdes... y ella, aturdida, no hizo más que decir el nombre de Elliot.

—E-e... Elliot? C'est toi?

—Oui, Mady —respondió él, volviendo a llorar de los nervios y la emoción—. Por favor, despierta...

—¿A qué te...?

La cosa ya estaba adentro del corredor, y Elliot, asustado, sintió que era el fin, y no hizo otra cosa que abrazarla. Así duró por varios segundos, cerrando sus ojos y entregándose en llanto a Mady, dejando que el tiempo pasara, que su corazón sintiera el peso y la prisión de una eternidad si hacía falta, acostado a su lado, cubierto por la luz de las velas, bañados en sangre de gallina, y... y...

—¿Elliot? ¿D-d... dónde estamos? —preguntó ella confundida, acomodándose sobre el montículo de piedra y limpiándose los ojos con sus manos.

Elliot reaccionó de inmediato. Cuando abrió sus ojos, notó que estaban de vuelta en la trastienda de Mamma Devereux.

Estaban a salvo.

Madeleine estaba confundida y llena de sangre, pero viva; nada más importaba realmente. Elliot había logrado devolverla a la vida.

De pronto, alguien jaló al chico con fuerza para tumbarlo del montículo. Tras la sorpresa y el vértigo de la caída, lo siguiente que vieron sus ojos fue a Jean Pierre aferrado con fuerza y desesperación al cuerpo de Mady, aún aturdida y desconcertada.

Sin demora alguna, entre reclamos y alivios, Elliot recibió el abrazo de sus amigos, tanto humanos como espirituales. Así, entre tanto afecto y consideración, Elliot se acomodó y suspiró. El peligro, una vez más, había estado muy cerca.

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