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El enano descansaba sobre la esponja y Fenrir descansaba en su cama de dosel y sábanas rayadas. Su habitación se encontraba subiendo la vieja escalera hacía un segundo piso en la casa. Era una bella casa de madera, la madera más fuerte que podría existir. Una madera vieja que podía aguantar hasta la más fuerte tormenta y el manotazo eufórico de un gigante.

El sol amenazaba con atravesar el cristal con sus fuertes rayos de luz. Un frasco descansaba en el balcón con una sustancia de color amarillo refulgente dentro,era poción de sol para la alegría.

¡Oh, no!. Fenrir se lo había olvidado allí con un poco de agua y ahora... Ahora había absorbido todo calor del sol.

El enano bostezó y se enderezó, la esponja era lo suficientemente cómoda y cálida para dormir profundamente. ¡Qué lindo día iba a ser!. Doce campanadas para las 12 del mediodía. Fenrir se levantó y comenzó casi como a danzar en su propia estancia, moviéndose de aquí para allá de forma resuelta y sencilla. Iba a preparar unos panqueques con crema y frutillas.

Estaban creciendo en las macetas que tenía en el balcón,tan rojas que hasta parecían de mentira. Arrancó unas cuantas y bajo resuelta mente a la cocina.

—¡Buenos días!—,exclamó.

El sartén caliente, mientras batía unos huevos con azúcar y harina en un bol de aluminio. Una espátula de bronce para darlas vueltas, unas 5 vueltas ¡y al plato!. Hace mucho no preparaba está receta y estaba casi que emocionado. Se había puesto un delantal para no ensuciar su camisa y un par de mitones.

El enano saboreo el aroma del panqueque en el aire y soltó una exclamación que Fenrir contestó con:

—¡Hoy desayunaremos más rico que ayer y mañana!–sonrió—,¡Con la cantidad de miel que desees!.

Partió un huevo más en el filo del sartén y lo volcó en el bol para batir hasta que quedase como una masa dulce.

Una vez listo todo se sentaron a la mesa y contemplaron en jardín por la amplia ventana. Se veían duendecillos colgando de las ramas de los árboles y ranas en el estanque. Los helechos comenzaban a crecer y la raíz de hortaliza se hacía visible.

—Oh, ¿Qué tal?—,le preguntó al pequeño que masticaba sin parar el panqueque o un pequeño diminuto de este.

Este asintió visiblemente y sonrió, era agradable un nuevo amigo en la casa. Para Fenrir especialmente, porque vivía solo. Su bastón y galera descansaban en un rincón sobre un perchero.

Mientras roceaba con crema su montaña de panqueques con fresa se dispuso a tararear una canción, los pequeños duendes se encontraban mascando las hojas del árbol principal. Se balanceaban en las ramas y hablaban con sonidos inentendibles. Eran criaturas mágicas que existían como plagas del bosque y comían hongos también vivían en ellos.

Eran cómicos. A los ojos de Fenrir todo lo era. Se pasaría en su carro viejo que hacía sonidos parecidos al de una locomotora, de vez en cuando se tomaba el tren de la estación de los Farolillos y charlaba con el gerente, un viejo rechoncho de mejillas rojas como pompones.

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