12º. CUENTO. Delirio.

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«No me arrepiento de nada. Si tuviera que comenzar todo de nuevo actuaría tal como he actuado, incluso sabiendo que al final me esperase una feroz muerte en la hoguera».

Declaración del nazi Rudolf Hess en los Juicios de Núremberg

(1945-1946).

«Es la hora», se apremió Rudolf Hess mientras subía al Mercedes. Llevaba semanas soñando que parlamentaba con Winston Churchill acerca de un plan de paz entre Gran Bretaña y el Tercer Reich. ¿Cómo no iba a escuchar su oferta el primer ministro británico después de las derrotas de Grecia y de África? El cese del fuego los beneficiaba a todos.

     Su astrólogo, Ernst Schulte Strathaus, lo había alentado a que tomase esta iniciativa y le había indicado que el diez de mayo de mil novecientos cuarenta y uno sería el día propicio para efectuar la hazaña de cruzar en solitario el Mar del Norte. Y el adivino no se equivocó, pues esa jornada las condiciones atmosféricas eran óptimas.

     Apretó a fondo el acelerador hacia el campo de aviación Augsburgo-Haunstetten. Debía proceder así, no contaba con otra alternativa, resultaba preferible pedirle perdón al Führer a solicitarle permiso. Hitler ya no lo escuchaba como antes y estaba empecinado en emprender pronto la Operación Barbarroja para conquistar la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas y repoblarla con arios. ¡Si hasta confiaba más en Göring, a pesar de su adicción a la morfina!

     En su opinión, al dar por finiquitado el Pacto Ribbentrop-Mólotov y atacar cometería el mismo error de Napoleón. Recordaba de los libros de historia cómo los soldados del ejército napoleónico, muertos de hambre, hundían los brazos en las cálidas entrañas de sus caballos para alimentarse, pero esto no los salvaba de convertirse en estatuas de hielo por el inclemente viento.

     No demoró mucho en llegar a destino. Bajó del vehículo y se colocó el traje de cuero marrón. Luego se acercó al bimotor Messerchsmitt Bf 110, al que había modificado para que no sufriera desperfectos durante la larga travesía.

—Tengo que probar este avión. Toma, hazme un favor —le pidió a su ayudante, el capitán Karlheinz Pintsch, dándole un sobre lacrado—. El contenido es de vida o muerte, asegúrate de entregárselo enseguida al Führer.

     Minutos más tarde carreteaba por la pista y se perdía en dirección a Bonn, completamente convencido del paso que daba. Sin embargo, al girar a la altura de las Islas Frisias hacia el Mar del Norte, rasante para no ser detectado por el radar inglés, le entraron las dudas. ¿Significaba un delirio proponer al enemigo un plan de paz por su cuenta, basado en sueños, y del cual Hitler desconocía su existencia? Concluyó con alivio que no, al fin y al cabo Heinrich Himmler se rodeaba de todo tipo de videntes y de augures.

     Se rascó la nariz, el olor a carbón y a aceite pesado era más fuerte... Heinrich, incluso, con el beneplácito de su místico, Kare Maria Wiligut, había organizado en el treinta y ocho una expedición al Tíbet porque, según él, era la otra única cultura aria que había sobrevivido al hundimiento de la Atlántida y por eso la esvástica era sagrada para los tibetanos. ¿Y qué decir del apoyo que le daba a la psíquica Maria Orsic, quien sostenía que la raza aria provenía de la estrella Aldebarán y que, por tanto, era de origen extraterrestre?

     Aspiró hondo, sintiéndose un diminuto insecto surcando la atmósfera. Reconoció para sí que hacía lo correcto al volar hacia el castillo de Dungavel, en Escocia, porque intentaba salvarle la vida al Tercer Reich al evitar el mismo fracaso de Napoleón ante los rusos. Era propiedad del duque de Hamilton, a quien conocía de las Olimpíadas de Berlín del treinta y seis y al que pensaba pedirle que le sirviese de enlace con el primer ministro. Rememoró, enfurecido, cómo el atleta negro Jesse Owens había puesto en entredicho la supremacía aria al ganarles cuatro medallas de oro.

     Zigzagueó, esperando hasta que oscureciera, y aprovechó para lanzar al mar los tanques auxiliares, que se encontraban vacíos. Hizo bien porque pronto divisó dos cazas Spitfires y al hallarse más ligero pudo escabullirse de ellos sin inconvenientes.

     Eso sí: tuvo problemas para localizar el castillo, la noche era oscura como boca de lobo. Cuando no le quedaba ni una sola gota de combustible se vio obligado a ascender para arrojarse en su primer salto de paracaídas. Abrió la cabina, se desató el cinturón de seguridad y al expulsarse hacia el cielo se hirió en el tobillo.

     Al caer sobre el duro suelo se golpeó en la cabeza y se desmayó. Aunque antes de hacerlo le dio tiempo a comprobar que el avión se estrellaba lejos, entre la maleza, con un ruido que le recordó al estruendo de las explosiones del campo de batalla.

—¡Despierte, despierte! —Recuperó el conocimiento oyendo la voz en inglés y sintiendo que alguien lo removía—. ¿Está bien?

—¿Quién es? —le preguntó al extraño con un murmullo.

—Soy David MacLean. Mis tierras son esas. A punto ha estado su avión de caerme encima. —El escocés lo ayudó a ponerse de pie—. ¿Y quién es usted?

—Soy el capitán Alfred Horn. —Le mostró la insignia de la chaqueta de cuero—. Por favor, necesito hablar urgentemente con lord Hamilton.

     Y no tuvo que esperar demasiado para transmitir el mensaje a las autoridades, ya que el lugar se inundó de policías y de militares que se encargaron de ponerlo bajo custodia y de comunicar al duque la situación.

     Cuando lord Hamilton se personó a la mañana siguiente, uno de los oficiales a cargo le advirtió:

—Creemos que este nazi es una persona cercana a Hitler y que oculta su identidad. Por favor, sonsáquele toda la información posible.

     Pero al entrar el aristócrata, el piloto se acercó a él con la mano extendida y le dijo:

—Soy Rudolf Hess, ya me conoce. Vengo en misión humanitaria. Traigo una propuesta de paz del Führer.

—Efectivamente, lo conozco, pero no tengo nada que hablar con usted. Los temas concernientes a la seguridad nacional van más allá de mis actuales responsabilidades. Soy muy mayor y hace tiempo que me encuentro apartado de la vida política.

     Pese a sus reticencias, el duque cogió dos aviones hasta la mansión en la que el primer ministro descansaba ese fin de semana.

     Churchill, intrigado, enseguida lo recibió y lo animó a expresarse:

—A ver, lord Hamilton, cuénteme el extraño asunto suyo. Hess no ha querido hablar con nadie más, dice que padece amnesia por el golpe al estrellarse... Pero desde ya le digo que no aceptaremos nada de esa gente. No es la primera vez que intentan engañarnos para posponer una guerra contra nosotros que desean y que es inevitable. No voy a mostrar la debilidad que otros tuvieron antes que yo.

     Durante dos horas el noble le expuso uno a uno los hechos y los analizaron, hasta que el primer ministro dijo:

—Nos merecemos un respiro después de esta historia estrafalaria. Me hubiera sorprendido menos si me hubiese dicho que los nazis aterrizaron en la Luna... ¿Qué le parece si vemos la última película de los hermanos Marx? Son más divertidos que su huésped, aunque igual de delirantes.

     Mientras esto ocurría en Inglaterra, en Alemania Hitler leyó la misiva y lanzó un grito destemplado.

—¡Voy a hacer matar a Rudolf! ¡La pena de muerte es poco para él!

     Enloquecido, caminó de un lado al otro de la sala, raspando el suelo de madera con las botas. No podía creer que Hess lo hubiese traicionado. Era el único con el que tenía gestos cariñosos, puesto que habían intimado en el veintitrés durante la estadía en la cárcel, después de atentar contra la República de Weimar, y allí le había dictado su libro Mi lucha. Además era el heredero del Tercer Reich, iba a continuación de Hermann Wilhelm Göring. ¡¿Cómo podía haberlo convertido en el hazmerreír de los anglosajones?!

     Frenético, escribió órdenes, se reunió con los dirigentes más próximos a él y alteró distintas estrategias relacionadas con la Operación Barbarroja por temor a la delación de Hess. Y estuvo pendiente de cada gesto, de cada palabra, de cada mirada esquiva, porque consideraba que a esta deserción le seguiría un golpe de estado. Si antes se hallaba paranoico, a partir de ese instante lo sería todavía más.

     No obstante, la nota entregada por los dirigentes del Tercer Reich a los medios de comunicación era neutra y no reflejaba esta furia asesina:

     «El camarada Rudolf Hess, que sufre una enfermedad desde hace varios años, y al que se le prohibió formalmente volar, ha tomado posesión de un avión en Augsburgo, saltándose dicha prohibición, y no ha regresado. Una carta dejada por él muestra señales características de desorden mental y se teme que haya sido víctima de sus alucinaciones».



https://youtu.be/qgRzEz1BP_U


Extraje la ambientación de este cuento de la realidad y hoy por hoy constituye el último misterio de la Segunda Guerra Mundial.

     ¿Qué sucedió con Rudolf Hess?, os preguntaréis. Al principio fue prisionero en la Torre de Londres, y, luego de que lo condenaran a cadena perpetua en los juicios de Núremberg, terminó en la cárcel de Spandau. Significaba una justicia poética, pues los nazis la habían utilizado como lugar de tránsito hacia los campos de concentración y para asesinar a los enemigos soviéticos. Allí vivía apartado del mundo mediante alambres de púas por los que fluía una corriente de alta tensión y por una franja de suelo minado, controlado en todo momento por las ametralladoras de las torres de vigilancia.

     Antes de morir a los noventa y tres años, estrangulado por un cable cuando le correspondía a la Unión Soviética la custodia rotativa de la cárcel, era el único residente del que se encargaban los quinientos guardias.

     Si te interesa saber más puedes leer:

Los nazis y el Holocausto. Revista Muy Historia, número 88 de junio de 2017.

—Hoare, James (2018). Hitler y el ocultismo. Revista Vive la Historia, número 38 (junio), 28-37.

—Cohnen, Fernando(2017). Entre el mito y la realidad histórica. El poder de lo oculto en laSegunda Guerra Mundial. Revista MuyHistoria Extra, 57-63.

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