00 | the survivor

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CERO
el superviviente








Los últimos recuerdos de la arena pasan fugaces. Apenas soy capaz de retenerlos en la memoria por más de unos segundos.

El final de los Juegos, si es que han terminado, ha sido caótico. No estoy seguro de lo que ha sucedido en los últimos segundos, minutos u horas. Puede que hayan pasado incluso horas.

Tumbado sobre la camilla, me muevo con dificultad. Trato de incorporarme y al instante dos manos me empujan hacia abajo y me obligan a apoyar la espalda de nuevo, a quedarme inmóvil. Trato de abrir los ojos, pero soy incapaz de fijar la vista.

Vislumbro un destello rojo fuego enmarcando un rostro pálido y borroso. Mis latidos se aceleran. Lo sé porque la máquina a mi lado lo ha detectado.

Abro la boca para tratar de hablar, pero la garganta me arde. La tengo completamente seca. ¿Cuánto tiempo llevaré inconsciente? Ni siquiera sé si quiero responder a esa pregunta.

—¿Kai?

Mi voz sale tan ronca y grave que no parece mía. El nombre sale trémulo de entre mis labios, mientras los recuerdos siguen arremolinándose en mi cabeza, tratando de cobrar algún orden y sentido. Nunca me he sentido tan desorientado en mi vida.

La persona a mi lado se queda inmóvil por unos segundos e, instantes después, noto una suave caricia en la mejilla.

—No, Finnick, soy Muscida.

Por supuesto que no es Kai. Ni siquiera tengo tiempo para avergonzarme o entristecerme: solo siento su vacío. Mascullo algo ininteligible y fracaso de nuevo en la tarea de levantarme. Muscida y yo forcejeamos: ella trata de mantenerme tumbado, pero es lo que menos deseo y lo que menos necesito precisamente ahora.

Me esfuerzo por tratar de enfocar el rostro de mi mentora. La cabeza amenaza con estallarme de un momento a otro. Ella me toma la mano y, ante mi insistencia, me ayuda a incorporarme y mantenerme sentado en la camilla. Todo me da vueltas, pero trato de disimularlo.

—¿He salido? —mascullo. El terror atenazante de que todo esto no sea real, de estar aún en aquella arena donde debo ser asesino, basta para casi dejarme sin aliento. Ella me estrecha entre sus brazos.

—Sí.

Lo he hecho, y pese a que eso debería darme algún tipo de alivio, solo me hace sentir peor. Quiero hacer preguntas, pero me las guardo para dentro de unos momentos y me centro en lo único verdaderamente importante en este momento: no estoy en la arena. No hay tributos a los que matar ni que amenacen con matarme. Eso ha terminado.

Distingo mi tridente sobre una mesa cercana y la visión casi me da náuseas. Muscida advierte mi mirada fija en él y, tras asegurarse de que no voy a caerme, avanza hasta el arma y la cubre con una manta. Asiento un par de veces, sin fuerzas para hablar ni agradecerle. Ella no se molesta: sé que no espera que hable. No ahora.

—¿Dónde vamos? —termino por preguntar.

—Lejos de ese lugar —promete mi mentora—. No volverás a pisarlo, te lo aseguro.

Desearía que sus palabras hicieran en mí el efecto que ella pretende darles: que me hicieran sentir algo más en paz. Pero no lo consiguen. Sigo hundiéndome en aquel agujero que comenzó a tragarme en el momento en que empleé por primera vez mi tridente. Dudo que deje de hundirme nunca.

Ha acabado. Trato de aferrarme a eso, como si fuera la cuerda que puede sacarme del abismo, pero ésta no resistirá lo suficiente para salvarme. Intento no dejarme llevar por la desesperación, pero sabiendo lo que me espera por delante, soy casi incapaz de ello. Niego con la cabeza varias veces. Muscida lo entiende, pero parece no hacerle gracia.

—¿Estás seguro?

—Por favor —acierto a decir.

Y ella se va. En otras ocasiones, la soledad me ha aliviado. Sé que no lo hará ahora, pero aún así la necesito. No es por Muscida: si sigo con vida es, en parte, por ella. Pero de verdad, de verdad, necesito estar solo ahora.

Recuerdos antiguos y recientes se entremezclan. Sé que esta noche tendré pesadillas: es una realidad a aceptar. Inspiro lentamente. Me duele cada músculo del cuerpo, pero es un dolor sordo, lejano. Deben haberme inyectado morflina. No es algo que me preocupe ahora mismo.

Gruño al tratar de ponerme en pie, pero evito volver a tumbarme. Las piernas apenas me sostienen. Tozudamente, me aferro a la mesa donde descansa el tridente cubierto y me apoyo en ella. No quiero volver a la camilla: las detesto, siempre las he detestado. Me recuerdan a la epidemia que apareció en el distrito cuando apenas era un niño y nos diezmó. Todos pasamos por la enfermedad y, a pesar de todo lo experimentado en la arena, dudo que nunca vaya a sufrir un dolor mayor que el que ésta me provocó.

Dolor físico, por supuesto. Casi me sonrío al pensar eso. La ira viene y va. Me dejo caer pesadamente en una silla cercana: imagino que Muscida la ocupaba hasta antes de que yo despertara. Tengo la vaga sensación de que no se ha separado de mi lado, aunque dudo que eso sea cierto.

Los recuerdos de la primera vez que vi a mi mentora aparecen y trato de ahuyentarlos, porque si esos recuerdos significan algo, es Kailani. Podría dedicarme todos los insultos que he escuchado decir a los pescadores en casa por permitir que estos acudan a mi memoria.

Pero no puedo evitarlo. Soy débil. Siempre lo he sido, por mucho que tratara de ocultarlo. Ella fue de las primeras personas en advertirlo. Y la primera en hacerme creer que realmente podía ser algo más que eso.

No debería pensar en ella, pero estar fuera de la arena solo lo hace más fácil, porque ya no tengo que preocuparme por luchar por mi vida. O, al menos, no de la forma en la que lo hacía dentro del estadio. Y, de un momento a otro, todo es Kailani. Me odio por ello, pero no puedo evitarlo. No controlo mis pensamientos, ahora menos que nunca.

¿Si ella estuviera aquí lo haría más fácil? ¿O solo lo complicaría más? No puedo saberlo. Me ha abandonado.

¿O yo la he abandonado a ella? Es algo que tampoco sé con seguridad. Puede que sea mejor para mí no saberlo.

Mis manos se cierran en torno al tridente. No porque quiera pensar en la arena, sino porque quiero emanar mi hogar. El mar abierto del 4, el olor a salitre de la brisa, la luz del amanecer. Cielo y tierra uniéndose en el horizonte. Deseo volver allí. No sé cuánto tiempo tardaré en regresar. Ni siquiera sé qué va a pasar dentro de cinco minutos.

Cierro los ojos y me dejo arrastrar por la corriente de recuerdos como si de la del océano se tratara, permitiendo mi debilidad aflorar y el rostro de la Kailani que conocí antes de todo lo sucedido emerger de mis memorias.

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